VI
Frente a un comisario se ha detenido el tren. El agua sigue cayendo a
poquitos, pero con tal seguridad, que en pocos momentos se cala hasta los
huesos. El conductor salvadoreño de origen, nos dice: Aquí debe quedarse. Y
sacando de los asientos la vieja valija, traspasamos nuestra pobre humanidad a
la plataforma de madera que se abre, solicita, en aquel inmenso mar de matas de
guineo. Un chorro de vapor de agua salpica nuestras piernas y el tren principia
a caminar lentamente, para perderse minutos después en una de las vueltas del
camino.
Y quedamos solos en aquella isla cordial, que parece un refugio en el
océano verde que se dilata frente a nuestras pupilas. Y el agua cayendo fina,
pero tenazmente, nos hace buscar el abrigo seguro del comisario. Y con la
valija en la mano, penetramos en la pieza de madera, forrada con tela mecánica,
donde un negro corpulento arroba sus ojos en las espirales de su puro. Nuestra
presencia turba por algunos instantes su calma de Buda viviente y por su boca
ennegrecida por el uso del tabaco, se escapa un Good Morning,
tembloroso. Las diferencias raciales no imperan en nuestra patria, pero siempre
un mechón de cabellos rubios y un cutis blanco, hacen sensación de conquista en
los negros diseminados en los trabajos de la costa norte. Y en la claridad que
da una lámpara de gasolina, hemos visto alinearse en el fondo de la pieza, una
serie de letras extranjeras, otras de jabones y más allá de las necesarias
botellas de whisky, al lado de medias botellas de cocacola y cervezas. En el
mostrador unas letras pintadas de color negro dan algunos de los precios de las
mercancías existentes. Y el silencio vuelve a envolver la pieza, el negro y a
mi persona. De vez en cuando los ojos pueden ver nubes de vapor que se levantan
de la tierra empapada. Y pasan las horas. A medida que el día llega a su mitad,
nubes de mosquitos invaden la pieza que ocupa el comisariato. Llegan en
silencio, en fila compacta, con una tenacidad digna de mejor causa. Y
principian su asalto. Pican en la cara, en la cabeza, en las manos, en las
piernas mal cubiertas. La mano se cansa de aventar manotazos, en la lucha
desigual, mientras muchas de las picadas se van hinchando, con un escozor
molesto. La voz del negro se levanta en signo de alianza y me dice: Fume, al
mismo tiempo que pone en mis manos un autentico cañón rayado. Y principiamos a
lanzar al aire infectado grandes copos de humo, con el deseo de extirpar la
plaga. Pero es inútil, silenciosos, tenaces, continúan su carga, acompañados de
accesos de tos de mis pulmones que se
han resentido por la fuerza del tabaco. De pronto en la lejanía un macho en
pieza a agrandarse, jalando en la línea férrea una plataforma de madera,
afianzada en cuatro ruedas de hierro. Y sobre ella la figura de un campero o
campeño, perfila su silueta, aberrujado en una carpeta amarilla que pone tintes
especiales en el fondo verde, que cubre el paisaje. A medida que se acerca, se
escucha su voz. Una voz triste, friolenta, que intenta aumentar la velocidad
del vehículo. A los pocos momentos esta frente a la plataforma. Detiene el macho
y baja. No necesita inquirir por el viajero, pues yo me he adelantado con la
valija. Y sin pronunciar palabra nos instalamos en el medio de locomoción, que
ha de llevarnos a la terminación de nuestro viaje. Al trote del macho vamos
avanzando, en compañía de los mosquitos. Un frió intenso se adentra en nuestro
organismo De pronto nuestro conductor habla. Lo hace con respeto, con miedo
¿Dónde están los malhechores de la costa norte? Me pregunto interiormente, ante
la infelicidad de mi acompañante Y el oído recoge las frases: Adelante nos
podemos echar un trago. Es el guaro prohibido, pero conforta más que el del
estanco. Y el macho para frente a una choza miserable, donde asoma una mujer
sucia y harapienta, al lado de dos chiquillos y un perro flaco y sarnoso, que
nos mira con ojos desconfiados. “Véndanos una media, nana” y del bolsillo de
Juan, el yardero de la finca salen cincuenta centavos de lempira, para volver
convertidos en un liquido claro, zarco que se hunde en nuestros estómagos,
satisfaciendo apetitos ancestrales y confortando el estomago vació y frió, que
no ha sabido de alimentos desde hace más de siete horas. Y seguimos rodando, en
la línea interminable, siempre con el mismo cielo, la misma vista y la misma
agua.
En muchos puentes hemos tenido que bajarnos, saltándolos durmientes,
mientras en el fondo agua estancada, espera la caída de alguien o algo, para
agitar sus ondas dormidas. A la hora y media de marcha arribamos a nuestro
destino. La casa se alza sobre pilares de cemento, pintada de verde y cubierta
de láminas de zinc y aureolada por un camino de árboles. Manos amigas se agitan
para darnos la bienvenida, mientras el agua sigue cayendo lenta, pero
tenazmente, adentrándose en la tierra pródiga para fecundarla y sentir su
entraña vigorizada en el despertar fecundo de los guineales, pletóricos de
fruta. Y empapados de agua e hinchados por las picaduras de los mosquitos,
hacemos nuestra entrada a la casa del mandador, que nos recibe con su cálido
ambiente.
De la Epopeya del Campeño (1938).
La epopeya del campeño Augusto C. Coello Hijo, Hondulibro, Editorial Iberoamericana, # 46, 25 de junio de 2000. Tegucigalpa, Honduras.
Credito ilustración : El sol rojo, costa norte, (2005). Plaza de las palabras.