Enlace : 18 claves básicas para ser escritor. Curso online. Gratis






En este curso encontrarás herramientas que espero te sean de utilidad en tu camino hacia la escritura profesional. Todas las lecciones cuentan con material complementario. Este curso es equivalente a cualquier taller de iniciación a la escritura o narrativa presencial, no obstante, la diferencia es que lo puedes ver desde la comodidad de tu casa y sin pagar. Si te gusta te agradecería que lo compartas. ¡Espero que lo disfrutes!


Primera parte: el proceso previo a escribir

Segunda parte: conceptos estructurales


Tercera parte: conceptos narrativos


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Un poema de Blanca Sandino- España





DE ÁNGELES Y TIEMPO


DE ÁNGELES Y TIEMPO

Dedicado 


Reconozco esa voz que habla del mar: 
me llega desde donde la luz, lejanísima ya, duplica la estatura de mi sombra. 
Reconozco esa voz que me reclama 
para mostrarme en el ácimo espejo de las olas 
la cruz con la que un ángel libró de todo mal mi nombre, 
antes de que el granito pregonara ufano su dureza; 
y antes, mucho antes, de que se doblegara al tesón del tiempo, y de las gotas. 

(Hablo de un tiempo tan remoto, como la edad sin tiempo del insecto.) 

Oigo tu voz. Sé que me llama, me apresuro. Y desde allí 
-tú pléroma, yo arjé-, desde el hambre más honda, 
puedo invocar tus manos, el secreto del fuego, la fuerza de los vientos, la pericia del agua, 
y el asperón redondo y fino de la tierra que habito. 

(Me abrasa la sed sin compasión de las salinas 
y padezco la ceguera de quien año tras año espera que germine la semilla: mas reconozco tu voz. 
Puedo. Es más de lo que quise, mucho más). 

Por eso, nada ofrezco que el corazón no sepa contener: 
yo intuyo el mar cuando aún es imposible sentirlo, 
y tú... cuántas y cuántas veces invento que me quieres, 
y que podrías hallar, si los buscaras, trocitos de pizarra entre mis dedos.


Blanca Sandino- España




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BLANCA SANDINO

Nació el 14 de enero de 1946 en Oviedo.

Falleció en Cádiz el 23 de mayo de 2009.

Poeta excepcional que vale la pena recordar... 

Sexto aniversario de su muerte...

Os dejo el link de una entrevista que le hizo Alonso de Molina:

FUENTE:  http://www.poesiademujeres.com/





Un cuento de John Cheever, El nadador.






Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
―Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
―Bebí demasiado ―dijo Donald Westerhazy.
―Todos bebimos demasiado ―dijo Lucinda Merrill.
―Seguramente fue el vino ―dijo Helen Westerhazy―. Bebí demasiado clarete.





Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad ―vistos desde la proa de un barco que se acercaba― que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto ―parecía tener la especial esbeltez de la juventud― y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto ―nunca usaba la escalerilla― y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
―Caramba, Neddy ―dijo la señora Graham―, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. ―Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. ―Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos ―esa ciudad― se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde de la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista ―latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas― expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto ―había estado en sus mapas―, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse ―perjudicar su propio bienestar y su encanto― nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
―¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
―Estoy nadando a través del condado ―dijo Ned.
―Vaya, no sabía que era posible ―exclamó la señora Halloran.
―Bien, vengo de la casa de los Westerhazy ―afirmó Ned―. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
―Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
―¿Mis desgracias? ―preguntó Ned―. No sé de qué habla.
―Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
―No recuerdo haber vendido la casa ―dijo Ned―, y las niñas están allí.
―Sí ―suspiró la señora Halloran―. Sí… ―Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad―. Gracias por permitirme nadar.
―Bien, que tenga un buen viaje ―dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
―Oh, Neddy ―exclamó Helen―. ¿Almorzaste en casa de mamá?
―En realidad, no ―dijo Ned―. Pero en efecto vi a tus padres. ―Le pareció que la explicación bastaba―. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
―Bien, me encantaría ―dijo Helen―, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
―Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger ―dijo Helen―. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
―Bien, me mojaré ―dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro―. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos ―dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger―. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
―Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo ―dijo en voz alta― y también los intrusos.
Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.
―En mi carácter de intruso ―preguntó cortésmente―, ¿puedo pedir una copa?
―Como guste ― dijo ella―. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
―Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. ―Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… ―Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo―. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor ―en realidad, el combate sexual― era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
―¿Qué deseas? ―preguntó.
―Estoy nadando a través del condado.
―Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
―¿Qué pasa?
―Si viniste a buscar dinero ―dijo―, no te daré un centavo más.
―Podrías ofrecerme una bebida.
―Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
―Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas ―una tenaz fragancia otoñal― en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tambaleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
Fuente:zonaliteratura.com 

Critica y reseñ : Los grandes libros, Segisfredo Infante

Clave de SOL:      

Por: SEGISFREDO INFANTE

            Este es un tema recurrente. Pero resulta que ante el facilismo apabullante y frente a la ausencia de verdaderas lecturas, se torna algo vital hablar de los libros en general y de los textos más emblemáticos en particular. En el curso de mi vida intelectual varias personas, de diversas edades, me han pedido algunos listados de libros para autoeducarse. Les he contestado, en primer lugar, que no es nada fácil sugerir buenas lecturas, dados los intereses variados y las formaciones (y deformaciones) previas de los solicitantes. Sin embargo, al final hemos intentado ponernos de acuerdo. Ignoro si las personas aludidas siguieron el camino de nuestras sugerencias.
            Hace algunos años “Blanquita” Moreno me preguntó, en una breve entrevista para LA TRIBUNA, cuál era mi libro “favorito”. Le contesté que mis libros favoritos eran muchos. Pero ella insistió que le ofreciera un solo título. Entonces le dije que dadas las formalidades de la entrevista convendría mencionar, entonces, “El nombre de la rosa” de Umberto Eco. De hecho esta novela del escritor italiano es uno de los grandes libros del siglo veinte; incluso superior, desde mi punto de vista, a la famosa novela experimental “Ulises”, del irlandés James Joyce. “El nombre de la rosa” es uno de esos libros que uno puede colocar bajo la almohada, a fin de dormir y soñar cosas sublimes; o ambiguas.
            No se trata de ofrecerles a los amigos un listado de “los cien mejores libros” que deberíamos leer. Ni mucho menos “todo lo que hay que leer”. Sino de sugerir un mínimo de libros capitales escritos a lo largo de los siglos civilizados. Para los occidentales que ansían poseer un cultura general aceptable, es menester conocer la novela “El Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra; la obra dramática “El príncipe Hamlet”, de William Shakespeare; y el “Espíritu de la leyes” del Barón de Montesquieu. Siguiendo con el hilo de la modernidad tal vez sería pertinente que el lector se asomara un poco a “La verdadera historia de la Nueva España” de Bernal Díaz del Castillo; a la “Fenomenología del Espíritu” del filósofo alemán Guillermo Hegel. Y quizás habría que degustar la monumental novela “Los miserables” de Víctor Hugo. Finalmente convendría que el lector desprejuiciado se acercara, con severo juicio crítico, al “Kapital” de Karl Marx; al “Ser y Tiempo” de Martin Heidegger; y al “Ser y la Nada” de Jean-Paul Sartre.
            Cuando hablo de los grandes libros no me refiero, en ningún momento, al tamaño ni a la cantidad de páginas de los mismos. Un gran libro moderno es “El discurso del método” de René Descartes, organizado con relativas pocas páginas, y que se puede leer en una sola semana. Asimismo es poco voluminoso el libro “Meditaciones del Quijote” de José Ortega y Gasset. O la “La teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero” de John Maynard Keynes. O “El laberinto de la soledad” de Octavio Paz. Son libros más o menos cortos; pero densos y trascendentes. Por otro lado son mucho más cortos los artículos científicos de Max Planck y de Albert Einstein, y de otros físicos de importancia universal; exceptuando, desde luego, las “Obras Completas” del más grande lógico-matemático del siglo veinte, el señor Kurt Gödel, que son más o menos voluminosas.
            Viajando más atrás en el tiempo para un lector soñador son claves los libros sapienciales de “La Biblia”;  “La Ilíada” de Homero; el poema metafísico de Parménides; “La guerra del Peloponeso” de Tucídides; “Los diálogos” de Platón; “La poética” de Aristóteles; el método de Arquímedes; “La Ciudad de Dios” de San Agustín; y algunos textos medievales y cuasi-renacentistas de Duns Escoto; de Moshé Maimónides; de Tomás de Aquino; de Escoto Erígena; “La Divina Comedia” de Dante; y “La docta ignorancia” de Nicolás de Cusa. Y como si fuera un intermedio, se aconsejaría leer con juicio crítico “El príncipe” de Maquiavelo. Si el lector tuviera aspiraciones universales serían indispensables el “Tao Te-kin” que se le adjudica a Lao Tse; las “Analectas de Confucio”; el “Ramayana” de la India; y la “Autobiografía” de Mahatma Gandhi, para sólo mencionar ciertos textos claves. No pretendo ser exhaustivo. Ni mucho menos. Pues de lo que se trata es de sugerir algunos de los grandes libros, a cuyas lecturas debiera aspirar cualquier persona occidental interesada en poseer una cultura general satisfactoria. Además algunos de estos grandes libros de conocimientos y reflexiones, producen un inefable placer personal.

Fuente: Tegucigalpa, MDC, 05 de julio del año 2015. (Publicado en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 12 de julio del 2015, Pág. Seis).


Lenguaje y escritura: Los seis elementos de la novela

Los seis elementos clave para una novela



Se tiende a pensar que escribir es algo más o menos fácil: si tienes una buena idea, es suficiente. Con eso puedes ir a cualquier sitio… Pues te lo digo ya: con eso vas directamente abocado al fracaso. Y es que la idea es importante, no lo vamos a negar, pero una novela es mucho más que eso. En nuestros talleres de escritura creativa solemos empezar explicando que si quieres que tu novela funcione, no puedes perder de vista los seis elementos clave para una novela de los que os vamos a hablar.
La Estructura de la Novela
La novela tiene un principio, una mitad y un final.  Lo que acabo de decir parece una tontería, pero en realidad no lo es, y muchos autores principiantes han fracasado precisamente por no tener en cuenta esta verdad tan simple. A estas tres partes de la novela se le suele llamar planteamiento, nudo y desenlace.
Mario Vargas Llosa decía en su “Cartas a un joven novelista” que “La estructura de la novela es la organización de los materiales de los que consta dicha novela”. A esa estructura también se le llama “Relato”. Por supuesto, hay que diferenciar entre el Relato (estructura de una narración) y el Relato (cuento). En este artículo vamos a estar hablando del primero de ellos.
Así pues, un relato contiene diferentes materiales. ¿Cuáles son?
n vestido necesitas tela, tijeras, aguja, hilo, patrones, etc., para construir tu novela no te basta solo con la idea. Para construir una novela que funcione, que no se quede coja, que atrape al lector y lo lleve con interés desde el principio hasta el final, tienes que crear la historia, el argumento, los personajes, el conflicto, los obstáculos y el clímax. Esto es el ABC de la narrativa, aspectos que trabajamos mucho en nuestros cursos de escritura.
Si tienes muy buen argumento pero la historia es insulsa, tu novela no funciona. Si tienes un gran personaje pero el argumento falla, tu historia no funciona, y así podemos seguir con cada uno de ellos. Vamos a ver qué es cada uno de estos elementos.
La Historia
Si buscamos en la RAE la definición del término “historia” nos da varias acepciones que muestran con claridad de qué estamos hablado. Una historia es la narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados. Un conjunto de acontecimientos que se narran.
Es evidente entonces que todo relato tiene una historia, una sucesión de hechos que debemos ir desgranando a lo largo de nuestra novela. A medida que el lector pase las páginas van a ir ocurriendo cosas. Evidentemente, nuestra novela será más interesante cuanto más impactantes, sorprendentes o emotivos sean los hechos que vamos narrando.
El Argumento
De nuevo, la RAE nos puede dar una idea de lo que hablamos. Según la Real Academia, el argumento es el asunto, la materia de la que trata una obra. Dicho así puede parecer un poco genérico, de manera que vamos a tratar de afinar un poco más.
El argumento es lo que hace que una historia sea interesante; es esa especie de pegamento especial que va a dar consistencia a todo lo que ocurre. En Factoría de Autores tenemos una máxima: Los motivos son importantes. Y eso es el argumento: el motivo por el que ocurren las cosas. Vamos a ilustrarlo con un pequeño ejemplo:
Imagina que eres madre, o padre, y que un día, a eso de las 13.45, te das cuenta de que no tienes pan para la comida y envías a tu niño de diez años a la panadería. Le dices que debe darse prisa, pues la comida está casi lista. Sin embargo, una hora más tarde, tu hijo aún no ha vuelto, de manera que, muy preocupado, comienzas a buscarlo por todas partes.
Ahora pueden pasar dos cosas: La primera, que encuentres a tu hijo jugando con sus amigos en el parque de la esquina. En ese caso, el pobre chiquillo probablemente se lleve un buen castigo, pero poco más. Pero, ¿y si el niño no aparece? ¿Y si no lo encuentras?
¿Entiendes ahora qué es el argumento? Cuanto más poderoso sea el motivo por el que ocurren las cosas en tu novela, más enganchará al lector.
Los Personajes
Es evidente que los personajes son parte clave de una novela. Tienen que ser carismáticos, lograr que el lector empatice con ellos, conseguir llevar sus emociones a la persona que está sentada cómodamente en su sofá. Lograr todo eso no es nada fácil, de hecho, la construcción de personajes suele ser uno de los elementos en los que más tiempo invierto en mis novelas, y desde luego forman parte crucial de la mayoría de los talleres de escritura creativa que impartimos en Factoría.
El Conflicto
Podemos definir el conflicto como la lucha que se plantea entre el protagonista y el antagonista por obtener aquello que desean. Por supuesto, hay diferentes tipos de conflictos, y la definición que acabamos de dar es muy genérica, aunque válida.
Un ejemplo claro en el que estudiar a los personajes y los conflictos sería el de Hamlet. En la obra de Shakespeare observamos como Hamlet tiene conflictos internos evidentes, al tiempo que una serie de conflictos con otros personajes.
Hay que ser cuidadoso a la hora de plantear el conflicto, porque las dos fuerzas rivales tienen que tener posibilidades de salir victoriosas y deben enfrentarse con pasión pese a las consecuencias que eso pueda acarrear.
El conflicto plantea la verdadera cuestión a resolver en la novela.
Los Obstáculos
En la vida real, las personas buscamos la felicidad. En la ficción también, pero debemos poner obstáculos para que nuestros personajes no encuentren la dicha con facilidad.
Es evidente que el tipo de obstáculos dependerá del género que estemos escribiendo: Si es thriller de aventuras, los obstáculos tipo Indiana Jones serán perfectos; peleas a puñetazos, desafíos intelectuales, grupos de desalmados a los que vencer… Sin embargo, si escribimos novela romántica probablemente los obstáculos se centrarán en la diferencia de clases entre los enamorados o las presiones por parte de las familias o el entorno para que la relación no llegue a buen puerto.


El Clímax
Por fin, tras varios cientos de páginas, normalmente, llegamos al momento en el que nuestra historia debe resolverse. Ese conflicto debe zanjarse con un vencedor claro, que no tiene por qué ser el protagonista, dicho sea de paso.
Normalmente, la tensión ha ido subiendo a lo largo de la obra hasta un punto de no retorno, un momento en el que ambos bandos se enfrentan en una batalla final en la que se decidirá el destino de los personajes, la historia dará un giro final y uno de los dos bandos claudicará para llegar a la paz final.
A partir de ese instante, el lector debe sentir la desesperación por conocer el final, es cuando en algunas ocasiones se dice que “no podía dejar de leer”. Quiere conocer el final porque va a definir lo que sucederá con los personajes con los que se ha identificado a lo largo de la lectura. Es lo que suele llamarse “escena obligatoria”. Es el desenlace de la historia.


Fuente: http://www.factoriadeautores.com/