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Lenguaje y escritura. Borges y las infinitas maneras de leer (y leerlo). Ensayo *

Plaza de las palabras en su sección Lenguaje y escritura presenta una reseña crítica acerca de Jorge Luis Borge.  Borges y las infinitas maneras de leer (y leerlo). Tomado  de Taller de lectura -y análisis de textos-. Coordinado por GRACIELA OCCHI
2056 palabras

Y Borges vuelve al taller de la calle Borges: todos los años reaparece, para generar, siempre,  en todos los grupos, una mezcla de deleite, incomodidad y nerviosismo (Uhh, empezamos con Borges!), como si tuvieran que rendir una prueba de obstáculos. No hay dudas: es elefecto Borges. Pero al mismo tiempo, siempre  su presencia pasa con señorío, cuando después de leerlo  se produce esa especie de confirmación irrefutable al captar ciertas claves fundantes para disfrutarlo y verlo desde otras perspectivas.


Para aproximarnos al mundo borgeano, vamos a empezar por comentar algunas de sus pecularidades:

·                     ·         Su reflexión sobre el universalismo a que tiene derecho un país periférico como el nuestro: La idea de que la literatura argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos, y en color local  argentino le parece una equivocación, (como quería Lugones). Como argumento conjetura (en su ensayo El escritor argentino y la tradición) que “Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés.”  Y concluye categórico:  ¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en  esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que  tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra  nación occidental (…)Podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.” Allí, en esas historias de ajena invención, está su originalidad.

·                     ·         En la medida en que Borges es un extranjero a la literatura universal puede entregarse a los placeres de los desvíos y los malentendidos que le proporcionan la lectura de traducciones,  la lectura de versiones originales en idiomas extranjeros,  los ejercicios de la traducción propia y ajena. De ahí que Beatriz Sarlo lo denomina “un escritor en las orillas”: del mundo y de la literatura.

·                     ·         La biblioteca y los libros: son la condición de la literatura (traducido en términos sociales: la posesión de una biblioteca es el requisito de un acceso irrestricto a la materia pasada de la ficción futura). Borges tiene una biblioteca que, además, cumple otra función estética: permite cortar el imperativo del 'color local', mixturizando el escenario social de Buenos Aires con el exotismo de todas las literaturas, como dice Sarlo.

·                     La parodia de la escritura erudita llevada a su esplendor en el juego con las notas al pie en la ficción, la cita, la versión,  la repetición con variaciones de historias que no le pertenecen,

·                     ·         La puja con los llamados “géneros menores”: el fantástico, el policial, las aventuras.

·                     ·         La defensa borgeana de la literatura fantástica como una respuesta frente a lo que, en los años treinta, se consideraba el desvío irracionalista de Occidente:
ü    el fascismo,
ü    las formas reales del comunismo,
ü    el desorden de la democracia de masas, cuyo aspecto plebeyo disgustaba a Borges tanto como el autoritarismo antiliberal.

·                     ·         La institucionalización en la literatura argentina de un  procedimiento literario: la mise en abîme, o puesta (o estructura) en abismo: artificio que produce en el arte un efecto similar al de las muñecas rusas encerradas unas dentro de otras.

·                     ·         Su preocupación por el infinito: en “Cuando la ficción vive en la ficción”, Textos cautivos, (Obras completas IV, Bs.As, Emecé, 1996) dice: Debo mi preocupación por el infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo a los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura, y en ella la misma figura, y así (al  menos en potencia) infinitamente…

·                     ·         El uso de este procedimiento como:
ü    estratagema para quitarle al relato la seriedad épica, y permitir la entrada de diferentes niveles narrativos;
ü    modo de autoparodiar su idea del infinito,
ü    Ataque sutil contra la pretensión totalizadora de la novela, (por eso prefirió el cuento), según la alegoría escondida que se hallaría en el Aleph, principio y fin de todas las cosas.

·         Tematización de las limitaciones del autor y del narrador: muestra constantemente la inseguridad del sujeto de la enunciación; el relato se suele sustentar desde el principio sobre la posibilidad y la incertidumbre. Expresiones como tal vez o ignoro no hacen más que vincularse a la enunciación, porque modalizan el enunciado, nos ponen alerta sobre el status del enunciado dentro de la situación comunicativa. En definitiva, estas expresiones señalan el carácter incierto de la veracidad de los enunciados a que acompañan.
·         Creación de  destinatarios (nosotros, los lectores) altamente competentes que saben cuál va a ser el desenlace de la historia, porque lo anticipa desde el principio, o bien porque lo obliga  a completar la gran cantidad de huecos textuales que el sujeto va creando. El destinatario se ve, así, forzado a una muy activa participación en el proceso de actualización textual. 




El poder del lector

Según Alan Pauls, en La herencia Borges, lo que en el fondo ha impacientado tanto a sus detractores, sería:
•             no su condición paradigmática,
•             ni su “intelectualismo”,
•             ni la “falta de vida” de su literatura,
•             ni su apuesta por el fundamento autorreferencial de la ficción,
•             ni su estética del asombro,
•            ni su regresismo político, (del cual, agrego yo, podemos decir que es no inocente pero sí, de alguna manera, en alguna medida, casi ininmputable; quizás está eximida en parte su responsabilidad porque leía la realidad, pero solo desde sus vastas bibliotecas...)
•             sino el hecho absolutamente radical de “haberlo pensado todo”.

Borges pensó toda la literatura y la pensó para extenuarla, como quien piensa un objeto filosófico:

·                     Pensó su funcionamiento, su lógica, su modo peculiar de trabajar y ser trabajada.
·                     Pensó cuándo hay literatura,
·                     qué relación mantienen la literatura y el lenguaje,
·                     cómo interviene la literatura en el mundo,
·                     cómo se articulan literatura y vida
·                     y qué  clase de temporalidad implica esa articulación.

(Por eso leer a Borges es de algún modo enfrentarse con todos los problemas de una “filosofía de la literatura”.) Pero de todo ese todo, Borges pensó, antes que nada, esto: qué se puede hacer con la literatura. Es decir: pensó toda la literatura desde la perspectiva del lector, y desde esa misma perspectiva –perspectiva de usuario, no de productor; perspectiva de posproductor–, desde esa misma perspectiva, digo, fabricó la suya.

La lectura es el centro dramático de muchas de sus narraciones. De hecho, ¿cuántos relatos de Borges se disparan, zozobran, precipitan, se hunden en el desastre o se abren a otro mundo gracias a la escena, la escena simple y aparentemente inocua en que un personaje posa sus ojos sobre una página y se pone a leer?

·                     Erik Lönnrot, en "La muerte y la brújula",
·                     Juan Dahlmann, en “El sur”
·                     el narrador de “La forma de la espada”,
·                     el Recabarren de “El fin”,
·                     el Otálora de “El muerto”.
Siguiendo el análisis de Alan Pauls, expone que “los personajes más emblemáticos de Borges parecen compartir todos un mismo destino: viven, atraviesan una serie de acontecimientos o asisten a su relato sumidos en una cierta pasividad, un poco como autómatas, sin comprender del todo la experiencia que les ha tocado en suerte, y postergan la comprensión hasta el final, hasta ese momento último, decisivo, casi en el borde mismo de la ficción, como caído del relato, en el que recapitulan todo por primera vez; releen el pasado y, arrancándolo del caos atónito que era, le inyectan un sentido brutal, demasiado intenso para durar más que lo que dura un cuento.

Sólo que antes que un tema, la lectura en Borges es un programa de pragmática literaria. Es decir, básicamente: un modus operandi. No hay casi personajes de escritores en las ficciones de Borges, y cuando los hay, como en el caso de Carlos Argentino Daneriel antihéroelamentable de “El Aleph”, son patéticos, débiles, el colmo de la pomposidad y la inoperancia.

Los lectores, en cambio, parecen investidos de un extraño poder: son activos, tienen iniciativa, intervienen. Los lectores, en Borges, hacen todo lo que no hacen los escritores. De modo que la gran pregunta borgeana, la pregunta que recorre toda su obra –obra de estilista, de escritor virtuoso, lleno de recursos, riquísimo en capital técnico– no es, como se esperaría, ¿cuál es el poder de la literatura?, sino ¿qué puede un lector? Y la respuesta es: todo.”





El “efecto” Borges.

Dice Silvia Molloy, en ¿Cómo leer a Borges hoy?, que “es como si no quedaran maneras de leer a Borges desviadamente, de traducirlo. Para bien o para mal, Borges se ha transformado en un clásico, alguien a quien, como él mismo observa, se lee como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos. Pero la frase de Borges no acaba allí: profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Son esas interpretaciones sin término las que hay que convocar. 

Si los relatos de Borges parecerían (por el momento) estar saturados por lecturas repetitivas, si parecen (por el momento) condenados a una suerte de museo textual, ello se debe a un efecto Borges, oclusivo, que obstaculiza una lectura activa. Como con Kafka o con Venecia, no es necesaria la lectura, la visita: ya sabemos cómo son. Y en el caso de Borges también sabemos (aunque no sepamos del todo ponerlo en práctica) cuál es el tipo de lectura al que es necesario acudir para liberar al texto de su enojosa prisión. El mismo Borges nos lo indica: la noción de texto definitivo pertenece a la religión o el cansancio, escribe, mostrándonos el camino a seguir con sus propias, irreverentes lecturas. ¿Cómo hacer, entonces? No está de más recordar el saludable ejemplo de Pierre Menard. Si hoy, para muchos, el texto de Borges resulta inevitable, es necesario que aprendamos a verlo, en cambio, como veía Menard a Cervantes, es decir, como un escritor contingente, innecesario. Nos toca el mayor desafío: desplazar a Borges, distraernos de él, inventar su deslectura”.

Los lados ocultos de Borges.
Y para terminar, (aunque con Borges es casi otra  paradoja), en 1972 pública a la edad de 73 años El oro de los tigres, donde se encuentra el poema El amenazado, un poema de amor como pocos, que aborda un costado suyo absolutamente soslayado:

"El Amenazado"

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Jorge Luis Borges.



* Taller de lectura -y análisis de textos-. Coordinado por GRACIELA OCCHI sábado, 24 de septiembre de 2011, El Cronotopo Taller.
Publicado por Graciela A. Occhi en 18:44 


Cómo escribir un cuento policíaco por G. K. Chesterton. Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras es su sección Lenguaje y escritura presenta el ensayo Cómo escribir un cuento policíaco del escritor ingles G. K Chesterton. (1874-1936). Poeta, ensayista, periodista, biógrafo  y critico literario,  celebre por sus paradojas que rozaban el humorismo y la retorsión inverosímil del lenguaje y de las ideas más sorprendentes. Gran ensayista y creador de narraciones policiacas. Creador de la figura del   Padre Brown, clérigo detective. Su principales obras son  El hombre que fue jueves, (1908) El candor del padre Brown, (1911), El secreto del padre Brown (1927), El Napoleón de Notting Hill, (1911), las biografías de San Francisco (1923) y Santo Tomás de Aquino (1933).  Celebres son también sus polémicas con escritores tales como Bernard Shaw, H.G.Wells, y R.Kipling.

Cómo escribir un cuento policíaco


G.K. Chesterton
2220 palabras

Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.

En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.





Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado" ("Silver Blaze").

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.




Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.


Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor? El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.

Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.




Créditos

Texto Biblioteca Digital Ciudad Seva

Ilustraciones

Fotos de GK. Chesterton Google Imagen
Dibujos de Plaza de las palabras




ESCRIBIR UN CUENTO POR RAYMOND CARVER. POST PLAZA DE LAS PALABRAS







Plaza de las palabras en su sección Lecturas, presenta el  ensayo Escribir un cuento de Raymond Carver, escritor estadounidense, (1938-1988), novelista, cuentista y poeta. Escritor enmarcado en un estilo realista. Sus principales obras son: De que hablamos cuando hablamos de amor, (1981) Catedral (1983),  Sin actos heroicos, por favor (1992). 




ESCRIBIR UN CUENTO

Raymond Carver
2198 palabras

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

Créditos

Ilustraciones

Foto de Raymond Carver Google Imagen

Dibujo Plaza de las palabras