Tres poemas de Marianne Moore. THE COLLECTED POEMS (1951). Edición bilingüe. Post Plaza de las palabras




  
Marianne Moore.  Poeta, critica  y editora norteamericana, (1887-1972).  Educada en Bryn Mawr College, en Pensilvania. Dirigió el diario cultural y literario The Dial. (1925-1929). Ella fue ganadora de varios premios y becas literarias, entre otros  el Pulitzer de poesía (1952) por su obra Collected Poems (1951). Llegó a ser reconocida por notables poetas, tales  como Ezra Pound, T.S. Eliot. W.H Auden  y William Carlos Williams. Desde su revista The Dial, descubrió, entre otros, a poetas de la talla de Allen Ginsberg, James Merril,  y Elizabeth Bishop. La obra de Moore está caracterizada por su modernismo:  observación  y experimentación, por lo que en su oficio hizo fiesta de la   precisión, la descripción  y el detalle. Lo hace amparada en un subsuelo histórico y científico, pero traducido a  un lenguaje fresco, coloquial  y cotidiano. No obstante ha sido considerada por algunos críticos una poeta para poetas., y  sus poemas no son de fácil lectura aun en ingles. Lectora reverente de National Geographic. En sus tiempos de  maestra, en Carlisle Indian Industrial School en Pensilvania  se sentía cómoda con los estudiantes, entre ellos  tuvo de alumno a  Jim Thorpe, uno de los atletas icónicos del deporte americano. Aficionada a los deportes, especialmente el  beisbol, también asistía a peleas de box,  llego a ser amiga de Mohamed Ali;  y también frecuentó  los museos  y los zoológicos.

Adelantándose a Borges creo su propio bestiario, y en sus poemas irrumpen los animales: unicornios, basiliscos, dragones, camaleones, jirafas, elefantes, hipopótamos, zorros, gatos, monos, bisontes, medusas, pelícanos, peces, caracoles;  etc, etc. Su afición a los animales hunde sus raíces   en sus tiempos de  estudiante de biología. Ella  solía coleccionar: policromadas plumas de pájaros, extravagantes dibujos de canguros, y en algún momento compartió pedazos de su vida con un lagarto de mascota en su apartamento. Tradujo las fabulas de La Fontaine del francés al ingles usando la rima. Ejercicio que le sirvió para mejorar su estilo y que  George Steiner afirmara que las había traducido magistralmente. Ella pensaba que los  animales también eran sujetos del arte y ejemplos nativos del mismo. Más que presentarlos  como símbolos o metáforas, los introducía  como la materia prima cotidiana del arte que naturalmente camina por las calles y hace más genuino el paisaje.  

En algún momento de su vida Moore frecuentó y se le asoció al grupo del Greenwich Village de Nueva York. La corriente dispar e intermitente de la poesía estadounidense escrita por mujeres, con sus diferentes enfoques;  y con sus posiciones de género que iban desde tibias y distantes hasta más comprometidas. Y que comenzó con la siempre enigmática y transparente Emily Dickinson, reclutó  en Marianne  Moore a una poeta fundamental de la poesía americana;  poeta  de ruptura en un tiempo en que la voz femenina estaba es busca de su propia voz.  Pero corriente en que también asomaron  Amy Lowell,  Hilda Doolitte, Edna St. Vincent Millay. Moore poeta bisagra cuya antorcha recae posteriormente  en poetas como Elizabeth Bishop, y que después pasa a una corriente que se adentra en aguas turbulenta y que desembocaría  en las  mal logradas poetas: Silvia Plath y Ann Sexton, y posteriormente también en poetas, tan diversas y contrastantes, entre muchas otras, tales como Adrianne Rich, Denise Levertov, Lorna Dee Cervantes  y Maya Angelou.



THE HERO
Where there is personal liking we go.
Where the ground is sour; where there are
weeds of beanstalk height,
snakes' hypodermic teeth, or
the wind brings the "scarebabe voice"
from the neglected yew set with
the semiprecious cat's eyes of the owlawake,
asleep, "raised ears extended to fine points," and so
on-love won't grow.

We do not like some things, and the hero
doesn't; deviating headstones
and uncertainty;
going where one does not wish
to go; suffering and not
saying so; standing and listening where something
is hiding. The hero shrinks
as what it is flies out on muffled wings, with twin yellow
eyes-to and frowith

quavering water-whistle note, low,
high, in basso-falsetto chirps
until the skin creeps.
Jacob when a-dying, asked
Joseph: Who are these? and blessed
both sons, the younger most, vexing Joseph. And
Joseph was vexing to some.
Cincinnatus was; Regulus; and some of our fellow
men have been, although devout,

like Pilgrim having to go slow
to find his roll; tired but hope ful hope
not being hope
until all ground for hope has
vanished; and lenient, looking
upon a fellow creature's error with the
feelings of a mother-a
woman or a cat. The decorous frock-coated Negro
by the grotto

answers the fearless sightseeing hobo
who asks the man she's with, what's this,
what's that, where's Martha
buried, "Genral Washington
there; his lady, here"; speaking
as if in a play-not seeing her; with a
sense of human dignity
and reverence for mystery, standing like the shadow
of the willow.

Moses would not be grandson to Pharaoh.
It is not what I eat that is
my natural meat,
the hero says. He's not out
seeing a sight but the rock
crystal thing to see-the startling EI Greco
brimming with inner light-that
covets nothing that it has let go. This then you may know
as the hero. 


EL HÉROE

Vamos donde queremos.
Donde el suelo es arisco; dónde crecen  
hiervas  con altura de tallo de judía,
dientes subcutáneos de serpientes, o
el viento arrastra la voz espantaniños.
desde el tejo abandonado cargado con
los ojos felinos del búho
despierto y dormido
"orejas alzadas dilatadas a puntos finos", y allí
el amor no prosperará.

No nos gustan ciertas  cosas, y al  héroe tampoco;
ni las lápidas rimbombantes
ni las vacilaciones;
ni ir a donde uno no desea
ir; ni tampoco ir sufriendo y callarlo.
O permanecer  escuchando donde algo
yace  escondido. El héroe se inquieta,
ante lo que  vuela de aquí para allá. 
Con un par de alas mitigadas
y ojos amarillos.  

como estridente silbido de turbulentas aguas, bajo,
alto, en chasquidos de un basso falsette.
Hasta que la piel se crispa.
Jacob moribundo, preguntó a José:
¿Quiénes son estos? y bendijo
a los dos hijos, sobretodo al más joven, fastidiando a  José. Y
José fastidiando a otros.
Y además a Cincinnatus, y Regulo y algunos de nuestros compañeros.
Y los hombres condenados, aunque devotos,

como Peregrinos,  a caminar despacio
para encontrar su luz. Cansado pero esperanzados
en una esperanza desfalleciente;  
hasta que todo el terreno se haya
desvanecido, e indulgente, mirando
sobre el error de sus semejantes con el
sentimiento de una madre, una
mujer o una gata. El solemne Negro de levita
al lado de la gruta

responde a la intrépida Peregrina: quien le pregunta al hombre
que la escolta ¿qué es  esto?, ¿qué es aquello?
¿dónde está Martha enterrada?
 "General Washington, he ahí  
su esposa "; y sin verla, hablando
como un actor en  un escenario; con un
saludo de la dignidad humana
y reverencia por el misterio, y de pie como la sombra
 vertical del sauce.

Moisés no sería nieto del faraón.
Dice «El héroe»: no es que  lo que consumo sea
mi pan natural.  Él no está ante un paisaje,
sino observando la roca cristalina,  multiplicada de luz interior
del asombroso «EI Greco».
Y quien nada codicia que no haya hecho.  
En eso y solo  en eso, siempre
identificaras al  héroe.




TO A SNAIL

If "compression is the first grace of style,"
you have it. Contractility is a virtue
as modesty is a virtue.
It is not the acquisition of anyone thing
that is able to adorn,
or the incidental quality that occurs
as a concomitant of something well said,
that we value in style,
but the principle that is hid:
in the absence of feet, "a method of conclusions";
"a knowledge of principles,"
in the curious phenomenon of your occipital horn.



A UN CARACOL

Si "la purificación es la primera gracia del estilo"
lo atrapaste.  Elongarse y  contraerse es una virtud.
igual que lo es la  modestia.
No es valerse de algo que sea idóneo para adornar,
o el asombro que se  multiplica
como resultado de algo bien escrito,
por lo que valoramos el estilo.
Pero el principio que se esconde:
en la ausencia de un fundamento:  
"un conocimiento de los principios" y
"un método de conclusiones";
En el estupendo  artefacto de tu cuerno occipital.


Poetry

I, too, dislike it: there are things that are important beyond
all this fiddle.
Reading it, however, with a perfect contempt for it, one
discovers that there is in
it after all, a place for the genuine.
Hands that can grasp, eyes
that can dilate, hair that can rise
if it must, these things are important not because a

high-sounding interpretation can be put upon them but because
they are
useful; when they become so derivative as to become
unintelligible, the
same thing may be said for all of us—that we
do not admire what
we cannot understand. The bat,
holding on upside down or in quest of something to

eat, elephants pushing, a wild horse taking a roll, a tireless
wolf under
a tree, the immovable critic twinkling his skin like a horse
that feels a flea, the base-
ball fan, the statistician—case after case
could be cited did
one wish it; nor is it valid
to discriminate against “business documents and

school-books”; all these phenomena are important. One must
make a distinction
however: when dragged into prominence by half poets,
the result is not poetry,
nor till the autocrats among us can be
“literalists of
the imagination”—above
insolence and triviality and can present

for inspection, imaginary gardens with real toads in them,
shall we have
it. In the meantime, if you demand on the one hand, in defiance
of their opinion—
the raw material of poetry in
all its rawness, and
that which is on the other hand,
genuine, then you are interested in poetry.


Poesía

A mí también me disgusta:
existen  verdades  que son importantes más allá de
todo enredo.
Aunque leyéndolo,  con un perfecto desprecio por ella, uno
después de todo, descubre que existe
un lugar para lo genuino.
Manos que pueden escribir, ojos.
que pueden contemplar, cabellera que puede peinarse.
si es necesario, estas cosas son importantes

no porque revelen una verdad de altos quilates, sino  porque
son
provechosas ; cuando se vuelven tan manidas que se vuelven
insignificantes.
Lo mismo se puede decirse de todos nosotros: que
no admiramos lo que
no es significativo.  El murciélago,
colgándose   boca abajo o en busca de un bocado,

elefantes forcejeando, un caballo salvaje encabritándose, un infatigable
lobo bajo un árbol,
el impasible crítico cuya piel se retrae como la de un caballo
picado por una pulga, el aficionado al beisbol , el estadístico,
caso tras caso
podría ser citado si uno lo quisiera;
 no es valido
discriminar contra “documentos de negocios y

libros escolares"; todos estos fenómenos son beneficiosos. Uno debe
aspirar a un estilo
sin embargo: cuando es arrastrado a la vanidad por la mitad de los poetas,
el resultado no es poesía,
y ni siquiera los autócratas entre nosotros puedan ser
"fariseos  de
la imaginación ”—cuando es edificada sobre
la insolencia y la trivialidad

y para ello puedan convocar a
inspección a jardines imaginarios con sapos reales en ellos.
Nosotros lo tendremos.
Deberíamos reflexionar en eso.
Mientras tanto, si reclama por un lado, el desafío
de su sapiencia,  
la materia prima de la poesía en
toda su inclemencia,  y
en todo lo que en ella palpita de
genuino, entonces te interesa la poesía.



Créditos

Enlaces

Complete poems (En ingles)

Selección de poemas de Marianne Moore (En español)
Versiones de traducciones de Olivia de Miguel Castro y de Valentino Gianuzzi


Versiones de  Valentino Gianuzzi

Las bestias de Marianne Moore. Nueva  Revista (Ensayo critico)
Por Antonio Ruiz Sánchez -  27 febrero, 1998

SIETE POETAS NORTEAMERICANAS CONTEMPORÁNEAS
Jong, Levertov, Piercy,  Plath, Rich, Sexton, Wakoski
Selección, notas y traducciones de BETH MILLER

Seis poetas norteamericanas 


Archivos Moore

Colletion Marianne Moore

Traducciones

Traducciones del ingles al español por Plaza de las palabras

Ilustración
Marianne Moore en 1935. Fotografía de George Platt Lynes.



Grandes cuentos del siglo XX. Una rosa para Emily. (A Rose for Emily). Un cuento gótico de William Faulkner. Acompañado de comentarios y un poema de Emily Dickinson. Post Plaza de las Palabras





William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)




Plaza de las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX,  presenta el cuento Una rosa para Emily de William Faulkner. Cuento escrito en 1930, y  uno de los cuentos más conocidos de Faulkner, autor que además de novelista incursiono con bastante propiedad en la cuentistica. La mayoría de sus cuentos están ambientados en la misma demarcación geográfica de sus  novelas: la ciudad imaginaria de Jefferson (un alter ego geográfico de Oxford, Mississippi), y en  el condado también imaginario de Yoknapatawpha. Muchos críticos y lectores han inclinado  a desvalorizar la cuentistica de Faulkner, en el sentido de considerarlo un novelista mayor y un cuentista menor. Pero esa idea es equivoca. Los cuentos de Faulkner, obedecen a una técnica depurada, derivada precisamente de sus novelas., o aveces los cuentos fueron la punta de lanza para sus grandes novelas.  Llegó a publicar These 13, Gambito de caballo, cuentos con un corte detectivesco, y Relatos que agrupa 41 de sus cuentos, no contenidos en los libros anteriores.  

*

Una rosa para Emily, es un cuento con características góticas, y utilizándola técnica del folletín, comienza en el presente con al muerte de la protagonista, retrocede en el tiempo para en la parte final volver al presente lineal. Es narrado con maestría desde la tercera persona del plural, en que el Nosotros representa el punto de vista de los  pobladores de la ciudad. El personaje principal es la señorita  Emilia Grierson, quien ha vivido encerrada por décadas en una vieja casa de su propiedad, heredada de sus ancestros. Primero sometida al encierro por su propio padre, luego al fallecimiento de éste, Emily continúa el encierro  por voluntad propia. Acompañada, y  únicamente asistida por un fiel sirviente negro que las hace de cocinero, jardineros y mandadero, y que junto con ella encanece.    Su único intento con el mundo exterior es establecer una relación sentimental con un hombre llamado Homer Barron,  con quien se compromete, pero ya a  punto de casarse, misteriosamente, ella cambia de opinión, y a su prometido nadie lo vuelve a ver. Desde entonces Emily se refugia todavía más en su casa, y cada vez sale menos al pueblo, «Pobre Emily» dicen de ella los pobladores de Jefferson. Pero tras ese encierro se oculta un hecho espantoso. El cual solo es descubierto a la muerte de la señorita Grierson. Emily símbolo, representa la decadencia de las familias sureñas, que fueron derrotadas en la guerra civil. Es un mundo que se desploma, y que solo vive en los recuerdos: a una fidelidad a sus antepasados, a un aferrarse aunque sea a lo que ya no tiene vida, a mantener los recuerdos en un presente eterno. La muerte de Emily es como la «caída de un monumento».  Y todo monumento solo es una rememoración de un pedazo de la historia que se derrumba.

**

Faulkner escribió otro cuento Miss Zilphia Gant, que aunque en otro contexto también el personaje es una mujer, la señorita Gant, detrás de la cual también existe un romance y se esconde un crimen. Esa temática de lo anormal y grotesco que se mezcla con  sencillez cotidiana, ha caracterizado algunos de los cuentos de Faulkner. La crítica  ha colocado a Faulkner en ese grupo geográfico y temático del goticismo sureño, en el cual también se ha etiquetado a Flaneery O'Connor, Katherine Anne Porter o Eudora Welty, Carson McCullers, (y a Poe, que no era tan sureño).

***

Por otra parte, diferentes críticos han señalado que  El cuento Una rosa para Emily tuvo influencia en el novelista mexicano Carlos Fuentes, quien escribió una novela corta Aura, desarrollada temporalmente en 1962, en el pleno apogeo del Boom latinoamericano. En esa novelita Fuentes  convierte el Nosotros de Faulkner en la segunda persona singular: Tú.  Entre ambas narraciones se da un paralelismo, ambas se desarrollan en casas antiguas, sombrías y semi abandonas, en que   el presente se cuela y se revuelve con el pasado. Y el futuro solo es una repetición perpetua de un pasado fantasmal.  En ambos  textos sus personajes son mujeres que han llegado a la ancianidad, ambas atrapadas por sus obsesiones alucinantes  y devastadora soledad, y por un pasado que ya no existe. Ambas mujeres mantuvieron  una relación sentimental. La de la joven Emily con Homer Barron. La de Consuelo la anciana en la novela de Fuentes  se da por vía de su desdoblamiento en la joven Aura y su relación con Felipe Montero. Pero sobretodo ambos textos, encarnados en sus personajes simbolizan el derrumbamiento de la conciencia, la caducidad del presente y  la conservación de un mundo que ya solo existe en los resquicios de una imaginación completamente petrificada. Ambos textos  responden a esa atmosfera sombría  y a veces sórdida que reproduce un goticismo  incrustado en ciudades en decadencia, pedazos del tiempo obsoleto,  o en pueblos polvorientos y abandonados, todos siempre asociados a la ruina. Donde el peso demoledor de la modernidad y el paso implacable del tiempo los ha arrinconado y dejado presa de una conciencia, que terrón a terrón  se va desmoronando  como si fuese las paredes agrietadas de una antigua casona, únicamente sostenida por los pilares de una memoria cada vez mas agotada, desnaturalizada  y moribunda.

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. Pero ¿quién le da la rosa a Emily, cuándo  y por qué?

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La Bella de Amherst, como se le conoce Emily Dickinson, (1830-1886), fue una poeta norteamericana, que escribió miles de poemas a los que nunca les ponía titulo, sino números. No obstante, de no haber  publicado nada en vida,  su obra póstuma fue publicada en 1890.  El escritor William Faulkner recreo desde la ficcion parte de su enclaustrada  vida, en su memorable cuento Una  rosa para Emily, cuyo personaje  Emily Grierson, es  una mujer que pasa casi toda su vida encerrada en su casa. Tal y como la Emily Dickinson real,  paso casi 56 años sin salir de su casa y su pueblo.



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Un poema de Emily Dickinson

35

Nobody knows this little Rose—
It might a pilgrim be
Did I not take it from the ways
And lift it up to thee.
Only a Bee will miss it—
Only a Butterfly,
Hastening from far journey—
On its breast to lie—
Only a Bird will wonder—
Only a Breeze will sigh—
Ah Little Rose—how easy
For such as thee to die!


35
Nadie vislumbro esta humilde Rosa.
De no haberla tomado,
del sendero y traértela,
acaso  habría sido una nómada.
Sólo una abeja advertiría  su ausencia
Sólo una mariposa,
despabilada de un viaje remoto
para refugiarse en su concavidad.
Únicamente indagara por ella un pájaro.
Solo  el roció la extrañara.  
¡Oh! Humilde Rosa, cuan natural,
es para ti eclipsarse.

*******

¿A quién le entrega la Rosa Emily y por qué?




Una rosa para Emilia (1930)
4246 palabras
(A Rose for Emily)*

I

      Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
      La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
      Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
      la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
      Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
      Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
      Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
      No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
      Su voz fue seca y fría.
      —Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
      —De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
      —Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
      —Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero, señorita Emilia...
      —Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.
II
      Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
      “Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
      Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
      —¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
      —¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
      —No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
      Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
      —Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
      Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
      —Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
      —Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
      Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
      Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
      Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
      Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
      No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
      La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
      Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
      Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
      “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
      Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
      Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
      —Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
      —Necesito un veneno —dijo.
      —¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
      —Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
      El droguero le enumeró varios.
      —Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea...?
      —Quiero arsénico. ¿Es bueno?
      —¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea...?
      —Quiero arsénico.
      El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
      —¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
      La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos.
      Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama.
      De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido.
      Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer.
      Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él.
      Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven.
      Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
      Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
      Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
      Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
      Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
      Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
      El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
      Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
      Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
      El hombre yacía en la cama.
      Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
      Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

*Originalmente publicado en The Forum, LXXXIII (abril de 1930); revisado ligeramente en These 13 (Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.); incluido por Malcolm Cowley en The Portable Faulkner (Nueva York: Viking Press, 1946, 756 págs.)


Créditos

La versión al español de Una rosa para Emilia fue tomada de U.S Literature.
Poema 35 de Emily Dickinson,  traducción al español por Plaza de las palabras

Ilustraciones

William Faulkner de perfil, foto, Rowan Oak, built by a pioneer settler in the 1840's and situated in a grove of oak and cedar trees, was bought by William Faulkner in 1930, and became his refuge from the world until his death in 1962. Foto por  Hernri Cartier-Bresson
Rosa, dibujo, Google Imagen