Un cuento de Vladimir Nabokov: La palabra.









Vladimir Nabokov (Rusia – Estados Unidos, 1899-1977), escritor de origen ruso y nacionalidad estadounidense. Más Conocido por su polémica novela Lolita (1955). Sus primeras novelas las escribió en ruso, pero llego a escribir en un fluido ingles. Además de crítico y traductor,, principalmente de Puskhin; fue profesor de literatura en varias universidades norteamericanas. Entomólogo y gran aficionado  a los lepidópteros, conocidos como  mariposas. Nabokov decía que un escritor debía tener la precisión de un poeta y la imaginación de un científico.   

Muchas veces me preguntan quién me gusta y quién no, entre los novelistas, comprometidos o no, de mi siglo maravilloso. Primero, no aprecio al escritor que no ve las maravillas de este siglo, las pequeñas cosas, la ropa masculina informal, el cuarto de baño que substituye al lavabo inmundo. Las grandes cosas como la sublime libertad de pensamiento en nuestro doble occidente. ¡Y la luna! Recuerdo con qué escalofrío delicioso, envidia y angustia, miraba yo en la televisión los primeros pasos flotantes del hombre sobre el talco de nuestro satélite y cómo despreciaba a quienes decían que no valía la pena gastar tantos dólares para pisar el polvo de un mundo muerto. Detesto pues a los divulgadores comprometidos, a los escritores sin misterio, a los infelices que se alimentan con los elixires del charlatán vienés. Aquellos que aprecio saben que sólo el verbo es el valor real de la obra maestra. Principio tan viejo como verdadero, y eso no ocurre a menudo. No es preciso dar nombres, nos reconocemos por un lenguaje de signos, a través de los signos del lenguaje, o bien, al contrario, todo nos irrita en el estilo de un contemporáneo detestable, incluso sus puntos suspensivos.
Vladimir Nabokov

LA PALABRA

Barrido del valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me traspasara – y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me rodeaba-. Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida.

De repente, cuando me encontraba cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se llenó de una tempestad de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades llegaron en enjambre los ángeles que yo estaba esperando, con sus alas recogidas apuntando a las alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes de colores en movimiento, y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a excepción de un leve temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros turquesa volaban entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos animales color naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras. Las criaturas se enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de satén en silencio para atrapar las flores volantes que circulaban y se elevaban, apretándose ante mí con ojos brillantes.

¡Alas! ¡Más alas! ¡Por todas partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores? Eran suaves y también poderosas – leonadas, violetas, azul profundo, negro aterciopelado, con un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las plumas curvas. Eran como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los ángeles, suspendidas en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en una especie de trance maravilloso, como si le fuera imposible contener por más tiempo su felicidad, en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su belleza alada y era como un estallido de sol, como una burbuja de millones de ojos.

Pasaban en enjambres, mirando al cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas acerté a ver el vértigo del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una lluvia de flores. Las flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los esbeltos y elegantes animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los pájaros tañían de felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Y yo, un mendigo cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y único pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo: Llámales, diles… oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de Dios hay una tierra, mi tierra… que se muere en la más absoluta y acongojada oscuridad. Tuve la sensación de que si tan sólo hubiera podido agarrar con la mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al instante y hubieran comenzado a girar alrededor…

Alcé mis manos trémulas, y esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar el dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores, dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba, tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies, impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en sus agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí una cierta debilidad, fui enmudeciendo…

Y entonces ocurrió un milagro. Uno de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y en silencio se acercó a mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí desde el arco imponente de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas relucía algo que parecía hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable de gris, y cada pluma acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta levemente risueña de sus labios y su frente limpia y despejada me recordaron otros rasgos que conocía y había visto en la tierra. Las curvas, el destello, el encanto de todos los rostros que yo había amado en vida… parecieron fundirse en un semblante maravilloso. Todos los sonidos familiares que habían llegado discretos y nítidos a mis oídos parecían ahora fundirse en una única y perfecta melodía.

Se acercó hasta mí. Sonrió. Yo no pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté una red de venas azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y deduje, a partir de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había acabado de abandonar la tierra por completo, que quizás pudiera entender mi plegaria.

Y entonces, inclinando la cabeza, tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las manos, sucias de barro, comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo maravillosa que era mi tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no encontré las palabras que necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una serie de trivialidades, le hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo en el que el brillo que el sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo inclinado. Parloteé de viejos libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis primeros poemas escritos en un cuaderno escolar color cobalto, de un gran peñasco gris, cubierto de frambuesas salvajes en medio de un campo lleno de mariposas y escabiosas… pero no pude, no acerté a expresar lo más importante. Me confundía, me trastabillaba, me quedaba callado, comenzaba de nuevo, una y otra vez, en un hablar confuso que no llevaba a ninguna parte, y le hablé de habitaciones en una casa de campo fría y llena de ecos, le hablé de tilos, de mi primer amor, de abejorros durmiendo entre las escabiosas. Me parecía que en cualquier momento, en cualquier momento, me vendrían las palabras para decir aquello que quería, lo más importante, que llegaría a poder contarle todo el dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña razón sólo me acordaba de minucias, de pequeñeces y detalles mundanos que no acertaban a decir ni a llorar aquellas lágrimas corpulentas de fuego que yo quería contar sin acertar a hacerlo…

Me quedé callado y alcé la cabeza. El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa, contemplándome con celo desde sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces que me entendía.

-Perdóname –exclamé y besé con humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento-. Disculpa que no sepa hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin embargo, tú, mi ángel gris, de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame, dime, dime, ¿qué es lo que puede salvar a mi tierra?

Me tomó por los hombros un instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola palabra, y en su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La palabra que pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e incliné aún más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron por mis venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades que habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su dulce hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi corazón.

La grité, me deleité en cada una de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de arcos iris radiante de lágrimas de alegría…
Dios mío… el amanecer de invierno brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar aquella palabra de mi grito.




Créditos
 Blog Narrativa Breve, con base a Rul´, 7.1.1923 (Revista del exilio ruso en Berlín)
Cuentos completos, trad. María Lozano. Madrid, 2009, págs. 760-763

Ilustración
Dibujo Plaza de las palabras

Foto Nabokov in Switzerland (1960/70) (photograph by Horst Tappe, via Nabokov Museum) 

Página 10. Las Puertas de El Paraíso de Jerzy Andrzejewski por Rebeca Becerra. (Ensayo). Post Plaza de las palabras.





Plaza de las palabras  en su sección dedicada al ensayo, Página 10, presenta un ensayo de la escritora hondureña REBECA ETHEL BECERRA LANZA (1), sobre la obra del escritor polaco JERZY ANDRZEJEWSKI, Las puertas del paraíso (1959), obra centrada en narrar el viaje de miles de niños en tiempo de las cruzadas, cuyo finalidad era llegar a Jerusalén y liberar el Santo Sepulcro de los infieles. Ésta obra también tiene otra versión La cruzada de los niños (1896) del escritor francés Marcel Schwob. Pero la obra de ANDRZEJEWSKIES, es más contemporánea.

Afirma la autora:

 “Un gran aporte de los autores del siglo XX a la narrativa universal fue el hecho de crear y concretar a través de sus obras modernas formas narrativas. La obra de Andrzejewski se encuentra inmersa dentro de estas grandes obras innovadoras y perdurables a través del tiempo”.


 Además de la calidad de la obra  de Andrzejewskies,   el ensayo permite aproximar y cotejar  parcelas de la  versión de Schwob, y desprender un análisis comparativo de este episodio histórico, convertido en fina literatura. En que a partir de una  leyenda oral,  aproxima lo  histórico y lo ficcional. El ensayo de REBECA BECERRA, introduce con maestría,  al lector en una aventura suspendida en los sueños  y en el tiempo. Viaje iniciático por una geografía humana hostil,  flanqueados, por los peligros del hambre, la guerra y los filtros del poder. Peregrinaje   solo guiado por el candor infantil de una  marcha impulsada por la fe, que al final es insuficiente e inconclusa.  Pero que en las voces libertarias de los niños y de otros personajes, narran una historia irredenta entre los excesos de la fe, la fragilidad de la condición humana,  y las trampas de la razón. Relatos hilvanados  desde sus  recuerdos infantiles y sus lacerantes confesiones, por medio de la simultaneidad de los monólogos. Aún hoy, resuenan como una plegaria entre la expiación y la salvación: voces vivas y proféticas. 


Las Puertas de El Paraíso de Jerzy Andrzejewski


REBECA BECERRA


Dos son los autores que han llevado a la literatura la leyenda sobre la expedición de cruzadas infantiles del año de 1212,  Marcel Schwob (Chaville, 1867-París, 1905) con su libro La cruzada de los niños (1896), el cual “constituye una joya de la literatura universal. Mediante una polifonía de voces (ocho monólogos) se describirá la aciaga suerte de dos columnas de niños que, alentados por las fogosas prédicas de monjes goliardos, partieron en el siglo XIII de Flandes, el norte de Alemania y Francia hacia Jerusalén para liberar el Santo Sepulcro. Su fe e inocencia eran sus únicas armas. Una de las columnas zarparía desde Génova, perdiéndose los barcos en una tempestad. La otra saldría de Marsella para arribar a Alejandría, donde los niños serán asesinados, vendidos como esclavos o destinados a harenes y burdeles. Esta disposición narrativa —una suerte de anticipo de las técnicas de la denominada historia oral— tenía su antecedente en el poema narrativo The Ring and the Book (1868) de Robert Browning”[1]. Según Borges en el prólogo a La Cruzada de los Niños de Schwob, éste “aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning”[2]. “La primera traducción al castellano de La cruzada de los niños —utilizada en la edición de Tusquets de 1971— fue efectuada en 1917 por Rafael Cabrera, miembro del célebre grupo mexicano de los Contemporáneos. Igualmente, Jorge Luís Borges prologará la edición argentina de 1949, reconociendo su deuda literaria con Schwob”[3]. Otro es el autor polaco Jerzy Andrzejewski con su libro Las Puertas de El Paraíso.

Las cruzadas dieron comienzo en 1095 y eran expediciones militares realizadas por cristianos de Europa occidental y por petición del Papa Urbano II, cuyo objetivo era liberar a Jerusalén y el Santo Sepulcro, además de otros lugares santos que se encontraban en manos de los musulmanes. Pero también fueron motivadas por los intereses expansionistas de la nobleza feudal, el control del comercio con Asia y el afán hegemónico del papado sobre las monarquías y las iglesias de Oriente. Se llevaron a cabo cuatro cruzadas desde el 12 de noviembre de 1095 hasta 1119 cuando se efectuó la cuarta, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo respecto a su finalización, y han propuesto fechas que van desde 1270 hasta incluso 1798.

Entre las cruzadas infantiles se mencionan: La expedición de cruzados infantiles de Borgoña y la cruzada infantil de Alemania. Se cree que quienes incitaron a los niños a las cruzadas fueron frailes capuchinos para que continuasen la obra que, había caído en la desconfianza hacia los cruzados mayores y que solamente un espíritu sano y limpio podría llevar a cabo tal empresa divina: los niños.

Los niños “creían poder atravesar a pie enjuto los mares. ¿No los autorizaban y protegían las palabras del Evangelio Dejad que los niños vengan a mí, y no los impidáis (Lucas 18:16); no había declarado el Señor que basta la fe para mover una montaña (Mateo 17:20)? Esperanzados, ignorantes, felices, se encaminaron a los puertos del Sur. El previsto milagro no aconteció. Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y desapareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias”[4].

Las historias de Schwob y principalmente Andrzejewski están basadas en las cruzadas que se emprendieron en los territorios de Francia. La de Andrzejewski es una versión más contemporánea sobre esta ingenua leyenda. Las Puertas de El Paraíso fue publicada en 1959, y significó un desafío en su momento ya que rechazaba por completo la estética oficial de Polonia.

Las Puertas de El Paraíso se aleja completamente del estilo simbolista y teosófico de Marcel Schwob, Andrzejewski “logró crear con ese antiguo tema un monólogo de extrema tensión lingüística cuyo núcleo es aún más insondable que el del relato de Schwob”[5]

La única traducción al español de esta maravillosa novela fue realizada por Sergio Pitol, escritor mexicano, que vivió y conoció a Andrzejewski en su país natal Polonia, durante los años de 1963 a 1966. Para Pitol la novela se compone de dos frases únicas, la primera que consta de ciento cincuenta páginas y la segunda que consta de cinco palabras. En la primera se entretejen las confesiones de los cinco adolescentes de Cloyes; es una parte tormentosa y oscura, un rosario de confesiones complejas que van asombrando al lector a medida que avanza en ese picado mar de palabras. Y la segunda es una sola frase que cierra la novela con la esperanza y la desesperanza de llegar a las puertas de Jerusalén “Y caminaron toda la noche”[6].

Un gran aporte de los autores del siglo XX a la narrativa universal fue el hecho de crear y concretar a través de sus obras modernas formas narrativas. La obra de Andrzejewski se encuentra inmersa dentro de estas grandes obras innovadoras y perdurables a través del tiempo. “Su hálito poético ha resistido perfectamente al tiempo, y su sentido, a pesar de lo explícitas que parecen las confesiones, parecen ahora aún más enigmáticas”[7]

Esa primera parte a la que se refiere Sergio Pitol, se entreteje a través de un ejercicio reiterativo, es común la repetición del objetivo que se persigue con la cruzada como una obsesión, liberar a Jerusalén de los turcos infieles, atravesar sus muros y rescatar al Santo Sepulcro; además de la repetición de otros párrafos u oraciones claves dentro de la novela.  Este carácter de elementos reiterativos, sumado a otros como las palabras iniciales que introducen los monólogos o las voces de los personajes: dijo, pensó.... nos remiten a las características de la literatura de carácter oral. Y es que esta leyenda ha sido transmitida a través de este vehículo.

Hay dos caras dentro de esta historia primera, parecieran dos objetivos completamente diferentes; el centro de la novela se mueve de un lado a otro sin encontrar valga la redundancia su propio centro: Uno es la procesión hacia los muros de Jerusalén y otro son las historias amorosas que cada uno de los adolescentes van expulsando de sus cuerpos como demonios para que el Padre los absuelva y poder continuar en la cruzada. Esta primera parte está presentada como un rosario de palabras donde Andrzejewski no hace concesiones al lector debido a que no hay pausas mayores, me refiero a puntos. Solamente hay pausas pequeñas o comas, esta intención estructural también pareciera ser el móvil de la novela; entonces encontramos tres centros que buscan su centro y no logramos al final de la lectura definirlo. Las pausas cortas a través de comas marcan un ritmo y atrapan al lector al que solamente le queda continuar leyendo la historia hasta que se acabe la novela y encontrar ese punto y aparte tan deseado.  Andrzejewski crea a través de su técnica una tensión lingüística extraordinaria que escruta nuestros limitados conocimientos técnicos narrativos.

La fábula trata de cuatro adolescentes de la aldea de Cloyes que marchan hacia los muros de Jerusalén a liberar al Santo Sepulcro de los turcos infieles, después de que uno de ellos Santiago, el hallado, mejor conocido por sus dotes naturales como Santiago, el bello, tiene una visión en su cabaña donde vive solitario debido a su orfandad. Todos son adolescentes entre 14 y 16 años. Los otros son Maud, la hija del herrero, Roberto el hijo del molinero, Blanca la hija del carpintero y Santiago, que es pastor. Los acompañan Alesio Melisseno, griego de Bizancio, Conde de Chartres y de Bliois. Es importante destacar que los niños de la leyenda de las cruzadas eran menores de 12 años, por lo tanto criaturas inocentes lanzados a una empresa sumamente descabellada. Andrzejewski hace su propia versión en esta novela que aunque nos remita a un hecho posiblemente real nos interna también en la ficción. El verdadero pastor que tuvo la visión o la revelación fue de nombre Esteban quien abandonó el rebaño, corrió al lugar y reunió a todos los niños. Pero no solamente los niños le escucharon, sino también los mayores. En Las Puertas de El Paraíso, Santiago baja a la plaza del pueblo donde suspende una fiesta, el casamiento de la hermana de Maud, y anuncia:

“Dios todopoderoso me ha revelado que frente a la insensible ceguera de los reyes, príncipes y caballeros es necesario que los niños cristianos hagan gracia y caridad a la cuidad de Jerusalén en manos de los turcos infieles, porque por encima de todas las potencias de la tierra y el mar sólo la fe ferviente y la inocencia de los niños puede realizar la más grandes empresas, tener piedad de la Tierra Santa y del Sepulcro solitario de Jesús...”

En esta historia los mayores no están de acuerdo por lo que no se les unen a la cruzada como se supone que sucedió en realidad. Solamente marcha con ellos a la cabeza un fraile menor quien en un sueño se le reveló que dicha empresa iba a ser un fracaso; en el sueño escucha una voz que le muestra los muros de Jerusalén que no son más que un desierto inanimado y calcinado por el sol. En el sueño se le aparecen dos jóvenes que avanzan solos a través de este desierto, uno de ellos muere, el otro continua la marcha; en el sueño el padre descubre que ese joven es Santiago, el hallado; el fraile comprende que todos los demás han muerto en la travesía, por lo que decide a través de la confesión saber el origen de todo lo que está sucediendo para comprender el significado y por qué el Señor no lo tomó en cuenta para emprender tal empresa, realiza una confesión general, ausculta el espíritu de los adolescentes para saber si en alguna de ellas se esconde un grave pecado y absolverlo.

“Schwob en La Cruzada de los Niños presenta de modo sucesivo los monólogos infantiles, y los de algunos personajes que participaron, aunque sea casualmente en aquella empresa inaudita. Andrzejewski, por el contrario, intenta la simultaneidad”[8]. Esta simultaneidad nos permite conocer los pensamientos y acciones ocultas de los cuatro adolescentes, dicha simultaneidad se lleva a cabo a través del ejercicio de la confesión; sin embargo dentro de ésta se van dar paralelamente otras confesiones como la autoconfesión del fraile menor, y aun más intrincado dentro de las confesiones de los personajes de los cuatro jóvenes se van a confesar otros personajes por boca de los primeros, como la del padre adoptivo de Alesio Melisseno, el Conde Ludovico de Vendome, quien se confiesa a través de su hijastro y posteriormente a través de Santiago, el bello.

Pero qué es lo que encierran esas confesiones: pues que el móvil de la cruzada son las pasiones ocultas, el deseo del cuerpo y no la fe, una cuestión de moral. Cada una de las confesiones pasa a formar parte de la anterior, es decir se van entrelazando de una manera que una esclarece o amplía la otra. A medida que avanzan el escritor va dando nuevos elementos que poco a poco se van integrando en un todo complejo. Es una fábula fragmentada pero donde al mismo tiempo se integran el punto de vista del narrador y las voces de los personajes.

El tercer día de las confesiones ha llegado y toca confesar a los cuatro jóvenes: Maud, Blanca, Roberto y Santiago. El fraile percibe grandes pecados detrás de la empresa pero “su larga vida de confesor le ha enseñado que de los sufrimientos, de los infortunios y de la perdición pueden nacer también el deseo de la fe, y que las mismas fuentes envenenadas son capaces de generar un milagro. Y ese milagro no puede ser sino el rescate del Sepulcro de Cristo. Él estará presente en el momento supremo. Siente que su muerte está próxima, pero esa muerte alcanzará una grandeza que su vida jamás ha conocido”[9]. Está dispuesto a absolverlos a todos, pero a medida que avanzan las confesiones su espíritu entra en una disputa moral que lo hace reflexionar sobre la fe y razón.  Para Pitol esta “contienda moral constituye la más sólida columna de la novela; sin esta reflexión ética la novela sería de cualquier manera asombrosa, pero correría el riesgo de que la aquejara una situación decorativa y arqueológica”[10].

Son confesados desde los pecados más simples hasta los más complejos moralmente como la relación sexual del Conde Ludovico con su hijastro Alesio Melisseno. A través de las confesiones nos vamos dando cuenta de la vida de cada personaje y como se entrelazan unas vidas con otras.  “El final es terrible, el último confesante, Santiago de Cloyes, el iluminado por la gracia de Dios, no puede ser absuelto. Lo que el niño cree ser una iluminación no lo es. El confesor comprende que debe detener esa marcha de la locura, de la inocencia, de las pasiones y la mentira”[11].  Comprende que su sueño solamente fue una premonición y no una señal que lo llevaría ser testigo de una gloriosa empresa. En el fraile simboliza la razón, pero esa razón será aplastada por lo onírico, la pasión, el deseo y lo irracional de la adolescencia que marchará sobre su cuerpo que ha sido derribado por el brazo de una enorme cruz.

Finalmente aunque el texto no lo anuncie, se vislumbra un final funesto como supuestamente sucedió en la realidad. “Y caminaron toda la noche”  nos dice la segunda parte de esta novela, frase única y avasalladora que nos muestra la pérdida total en las tinieblas humanas de estas almas adolescentes, quienes engañadas marcharon hacia las puertas de un paraíso ilusorio.


[2] Prólogo de Jorge Luis Borges a la versión en español de Las Cruzadas de los Niños de Marcel Schwob. Buenos Aires, Argentina. 1949


[4] Prólogo de Jorge Luis Borges  Op.Cit

[5] Pitol, Sergio. Prólogo. Las Puertas del Paraíso. 2da. Ed. Veracruz, México. 1996. P. 22

[6] Andrzejewski, Jerzy. Las Puertas del Paraíso. 2da. Ed. Veracruz, México. 1996. P. 144.

[7] Pitol, Sergio. Op.Cit. P. 24

[8] Pitol, Sergio. Prólogo. Op. Cit. P. 25

[9] Pitol, Sergio. Prólogo. Op. Cit. P. 27

[10] Pitol, Sergio. Prólogo. Op. Cit. P. 28

[11] Pitol, Sergio. Prólogo. Op. Cit. P. 29




1. Rebeca Becerra, (1970), escritora hondureña, poeta, ensayista, narradora, graduada en letras con especialidad en literatura de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH). También ha incursionado en la investigación  oral de las culturas indígenas y en la cuentistica. Ha publicado varios libros de poesía:   Sobre las mismas piedras (2004), Las palabras del aire (2006),  Persuasión de las cosas (2017), Camila (2017)

 En el año de 1992 recibió el Premio Único de Poesía Centroamericana “Hugo Lindo” en la ciudad de San Salvador, El Salvador. Su obra aparece en múltiples antologías de Estados Unidos, México, Nicaragua, El Salvador y Costa Rica. Dirigió la Revista Ixbalam, de estudios culturales y literatura, y también dirigió la Dirección General del Libro, Secretaria de Cultura, Artes y Deportes (SCAD, Honduras)

Ha sido incluida en varias antologías: Antología Hondureña de Poesía Escrita por Mujeres “Honduras Mujer y Poesía”, Poetry by Contemporary Honduras Women, “LA HORA SIGUIENTE: poesía emergente de Honduras” (1988-2004), Memoria/Antología Jornadas para las Mujeres. Memoria/Antología del I Festival de Poesía de Granada, Nicaragua. “Literatura Hondureña”. Helen Umaña. Sus trabajos literarios (poesía, cuento y ensayo) han sido publicados en revistas nacionales y extranjeras.



Créditos de las ilustraciónes

Las puertas del paraíso, (1425-1452), Baptisterio de Catedral de Santa María del Fiore Florencia,  de  Lorenzo Ghiberti, escultor renacentista italiano

La cruzada de los niños, grabado de, Paul Gustave Doré (1832- 883), pintor, ilustrador y grabador francés.




Grandes cuentos del siglo XX. Encender una hoguera por Jack London. Post Plaza de las palabras.





Plaza de las palabras presenta en su sección  Grandes cuentos del siglo XX., el cuento Encender una hoguera. To Build a Fire  de Jack London.  (1876-1916),​ escritor, novelista, periodista, amante del boxeo, marinero, pendenciero, aventurero, socialista  y precursor comercial de las revistas de ficción y de la ciencia ficción. Pertenece a esa estirpe de hombres  que pasan por diferentes actividades y terminan emprendiendo viajes temerarios. Del  tipo de Henry Melville o Joseph Conrad. Escritores que se internaron en lo profundo de selvas y navegaron por tormentosos mares. Para luego volcar su experiencia viajera en sus narraciones. Jack London, quien se formo solo, leyendo en la biblioteca publica de su pueblo. A la temprana edad de 21 años, seducido por la fiebre de oro, Gold Rush de  1894, emprendió un viaje de 2100 kilómetros a Klondike, región del  río  Yukón,  hasta internarse en Alaska. Viaje que casi le cuesta la vida, y del cual regreso igual de pobre. Pero que se trajo un pedazo de vida congelada,  que con el calor de california, deshielo para ambientar sus novelas de aventuras. Conocido, sobretodo por sus novelas Colmillo Blanco, White Fang, (1906) y  El llamado de la selva, The Call of the Wild (1902)  autor prolífico,que incursiono además de sus novelas y cuentos, en  relatos autobiográficos, memorias, ensayos políticos, y hasta en  teatro. No obstante, Jack London es más conocido por sus novelas de aventuras, algunas de las cuales fueron llevadas a la gran pantalla;  que por sus cuentos. Aunque sus mejores cuentos no desmerecen lo mejor del género. Y algunos de ellos pueden ser puestos a la par de los mejores cuentos  norteamericanos. 

El cuento Encender una hoguera, es considerado el mejor cuento de Jack London. Escrito en 1902, por encargo de la  revista juvenil, Youth Companion, versión que pocos años después mejoro, dotándola de mas realismo. Publicado nuevamente como parte de la colección Lost Face (1910).  Cuento cuya atmósfera, tiene la eficacia donde la ambientación es  fundamental, valga el caso, El hotel azul de Stephen Crane.  Narración sobre un Hotelito en  Nebraska,   a la salida del bar del hotel, donde entre la ventisca de nieve y el frió, dos  hombres se baten a muerte.  O el cuento “Un río con dos corazones” de Hemingway. O para entrar en el  terreno de la novela, otra atmósfera inmediata y  devoradora de hombres, infestada de horror y mosquitos, de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.  En London tenemos una atmósfera eficaz de  geografía cruda y congelante  del  Yukón, que destila un naturalismo realista, pero dramático.  Donde el hombre intenta sobrevivir contra todas las apuestas de las inclemencias del tiempo. Paisaje en que emergen como pedazos de hielo: la soledad, el egoísmo, la muerte.  Cuento magistral, dosificado y minimalista. No describe, –salvo ciertas ocasiones–  el paisaje, sino lo que estrictamente circunda al protagonista del cuento. Trabaja en espacios reducidos, fiel al detalle necesario. para evolucionar los movimientos y pensamientos del protagonista.  Es como si una cámara le estuviera filmando únicamente sus movimientos. Narrado en tercera persona por un narrador a quien a cada paso, sin escatimar los detalles pertinentes, nos lleva de la mano por esa estepa de hielo. En dónde el personaje principal que no tiene nombre, va acompañado por un fiel perro-lobo que tampoco tiene nombre. Ambos se ven envueltos por un  tercer personaje, que si tiene nombre: el fríofrío inhumano  a 60 grados centígrados bajo cero. De esos fríos, que seguramente, no solo congelan los pies y las manos, sino también el alma y el pensamiento. En definitiva la trama del cuento es sencilla y sin vueltas. Es el recorrido de un hombre indeterminado que emprende una travesía incierta, para detectar posibles campos madereros, viaje temerario que emprende pese a las advertencias del clima y de los conocedores del lugar.

Dice London:  “ Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación”.

 Ya en marcha hombre perseguido por el frío, se debate en sus arrestos físicos y mentales por llegar a una estación y encontrar lo único que necesita de la  civilización: abrigo del frio  para proteger  el cuerpo y una buena sopa caliente para calentar el alma.  Pero para  alcanzar ese punto de feliz término, solo depende de mantener el calor de su cuerpo, y para ello solo cuenta con unas galletas, un perro-lobo  y unas cerillas para encender una hoguera.




  

ENCENDER UNA HOGUERA

Jack London

El día amaneció extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero esto no preocupaba al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo radiante y sabía que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un poco por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en seguida.
El viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un metro de espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente densa. La superficie helada del río era de una blancura deslumbrante y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las presiones contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura, fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una isla cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte, siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de abetos igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino principal que, después de recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson, tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas del mar de Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la saliva crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se había producido en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al ramal izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había dado un rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon. Llegaría al campamento a las seis; un poco después del atardecer ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo. Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su piel. Era la única manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad, contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía. Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último trineo, y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos, pues a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada, excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina, que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro, naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los termómetros. Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre. Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano. Parecía estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve y se habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos, que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia. A consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el ámbar, se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en mil pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía importancia. Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país los aficionados a mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile, supo que se habían registrado de cuarenta y seis a cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus talones, con la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el viajero siguió la marcha por el lecho del río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían claramente, pero más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos hombres que habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente. Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que aparecía con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto, siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su barba ambarina.
De vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja. Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara, apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después la punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le helarían también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no haberse cubierto la nariz con una de aquellas tiras que llevaba Bud cuando hacía mucho frío. Con esta protección habría resguardado también sus mejillas. Pero, en realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas? Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones graves.
Por vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso del riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies. Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en aquel invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos, las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le llegaba a la cintura.
De aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies cuando la temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo tan molesto como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría una demora, pues se vería obligado a detenerse con objeto de encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los mocasines y los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos. Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la conclusión de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un momento, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda, pisando cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por hora. En las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas fosas invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas ocultas formaba una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin embargo, por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara delante. El animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó como una exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme. Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre se quedó pasmado al mirarlos.
Lanzando un gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a golpear furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el viajero a la confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba seguro de que se reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde. Se quitó la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar el paquete de galletas. No tardó más de quince segundos en realizar esta operación, pero este breve lapso fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie quedasen insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de nieve, para comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de hielo se lo impidió.
Se había olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos. También advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas! Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente, el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al notar que se apoderaba de él un agradable calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las crecidas de la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo con el mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo pudiera chamuscarse.
Cuando hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el ramal izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego. Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente, todos sus antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era el frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el perro sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y él había heredado aquel conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel momento era abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y esperar que un telón de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera intimidad entre el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo. En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado. En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y lisa hacía pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió. Pero no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó una maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello suponía una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para secarse los mocasines. La bajísima temperatura imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero también ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el núcleo de la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría que el fuego se apagase apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra un trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se inflamó con más facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la primera llama. Acto seguido, colocó la corteza encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve, arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar a correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la circulación de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies mojados y a punto de congelarse no vuelve a circular normalmente por efecto de una carrera cuando el termómetro marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido, tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo. Para encender el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno el impacto en aquella región desprotegida. Y entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro, y, como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora que se había detenido, el líquido vital se retiraba a lo más recóndito del organismo.
Las extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos del frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies, su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto, podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse frotado con nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego. Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello, se había salvado. Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las precauciones. Lo único que había que hacer era no perder la cabeza, y él no la había perdido. Cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las ramitas y le parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego, chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una capa de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta cerca de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados. Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin, comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo. Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió encender el fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba más fácil buscar las ramas entre la maleza para echarlas directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la más leve ráfaga de aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una vibración que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y también sobre la hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una fogata, sólo se veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito, sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera. Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro, no habría corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos dedos de los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de encender una nueva fogata le llevaría algún tiempo. Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar, sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo, trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera, esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo.
Trabajaba metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía que era el hombre el que había de proporcionarle el calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía. Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar por el tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con ella. En vano intentó cogerla. La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor, pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos. Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con las patas delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con sus dedos, sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera picazón fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le cayeron todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban a ambos lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo en su regazo, pero con ello no logró que las cosas mejorasen.
Tras una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo, pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas, que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir veinte veces el intento para lograr que el fósforo se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió de la cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales y llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla cayó en la nieve y se apagó.
«El veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede viajar».
Se golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los dientes y apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos insensibles, que pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez hubo sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque la inmovilidad del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar la sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y también por cierta sensación profunda que no llegaba a la superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante haz de cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre absorbían casi todo el calor.
Al fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya en la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes, y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo, lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente, pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo consiguió dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento. De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la hoguera había fracasado.
Miró con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro. El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose y levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las que descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en el cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que, sorprendido por una tempestad de nieve, mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus manos en el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un peligro que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó en él una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y bajando las patas delanteras.
Al ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él, insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a retroceder paso a paso. El hombre se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se sostenía sobre ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no podía notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de la sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo, él obedeció como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez más. Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse. Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros, se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad, tendiendo hacia él las orejas.
El hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos seguían insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué punto de su cuerpo procedía esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas las probabilidades a favor de la muerte.
Tal pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de espanto, presa de un terror que no había experimentado en su vida. Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los montones de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que si seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte, aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues la congelación de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado, que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le prestara atención, él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que no los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre ellos todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin establecer el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios mitológico experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra. Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó levantarse, pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía frío ni malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un agradable calorcillo se expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz, no sintió absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó, no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso, pero como volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose, emprendió de nuevo una loca carrera.
El perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió las patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente, con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en estos términos, sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la llegada de la muerte».
Le parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes mucho peores. Se imaginó a sus compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito, le pareció que estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole. El grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo tendido en la nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío… Después se acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda claridad, bien abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no había indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le extrañaba, porque era la primera vez que veía a un hombre sentado en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego. A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera. Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y danzaban en el helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote por la pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.





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Encender una hoguera


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