Plaza de las palabras en su sección Cuentos hispanoamericanos, presenta el cuento Bienvenido
Bob (1944), de Juan Carlos Onetti,
(1909-1994), escritor uruguayo, novelista y cuentistas. Como el mismo lo
confiesa con una gran deuda con William Faulkner, pero también de escritores
como John Dos Passos , Louis Ferdinand Cèline y Joseph Conrad. Su obra intenta
responder a ese drama de la soledad e incomunicación
de la ciudad moderna. Ha sido etiquetado de existencialista pero también de un
escritor de la angustia. Su estilo es directo, denso y a veces sombrío. «No obstante, piensa Rodríguez Monegal,
Onetti «es algo más que un lector de Faulkner. Es un creador que usa la
ambigüedad no porque esté de moda o porque haya un maestro que le indique el
camino. Onetti usa la ambigüedad porque su visión del mundo es ambigua, porque
toda su concepción del universo descansa en la dualidad de criterios que hace
que la mayor sordidez (para el espectador, para el testigo) contenga una carga
de irreverente poesía (para el paciente)» (1).Criterios que también puede ser aplicado a
su obra cuentistica. En sus novelas, se
invento esa comarca literaria de Santa María, en que abunda la soledad y la
desesperanza. Novelas con las que inicio un ciclo novelístico. Gano el premio
Cervantes en 1980.
En
esta ocasión presentamos el cuento Bienvenido, Bob, (1944), un cuento con solo
tres personajes el narrador de quien nunca sabemos el nombre, salvo que
pretendía a Inés, mujer a la que el narrador alguna vez amo, pero no se caso
con ella. El otro personaje es Bob, el
hermano de Inés, quien se desdobla en dos personajes, Bob el joven y Roberto el
adulto. El cuento tiene el tema de la vejez y la soledad. Pero también del
narcisismo por recuperar la juventud perdida, mediante el canje de un amor.
Cuento en que la primera línea
argumental, se vuelca la tensión entre la juventud y la madurez, entre el idealismo o ilusionismo de la juventud y el
realismo de la vejez. La segunda línea
argumental, es esa relación de amor y odio. El amor del narrador por Inés,
y el odio del narrador contra Bob/Roberto. Un cuento que retrata el conflicto generacional,
pero también las aspiraciones convencionales de una clase social: valores que
giran entre lo que es inapropiado y lo que seria lo correcto: el éxito, lo
estable, lo uniforme y aceptado por la sociedad. Y el desencanto ante la
pasmosa realidad. Una tercera línea
argumental, quizá más invisible, es el de la salvación o retorno a lo
perdido. El narrador, ve en Inés es una recuperación de su juventud perdida. Él
ansía volver a ella, mas que un amor por Inés, lo que asoma es una vuelta a la
identidad que antes fue. Más una necesidad urgente que un urgente amor: por eso
el narrador habla de «mi necesidad de
casarme», en donde la necesidad se vuelve un imperativo. «Mi amor de aquella necesidad había
suprimido el pasado y toda atadura con el presente. » Inés, representa en la mente del narrador, su salvación
futura.
El
tema del conflicto generacional, ya ha sido abordado tanto en novela como
cuento. En novela, solo recordemos Lolita
de Vladimir Nabokov. Aquí nos remitiremos a brindar un par de ejemplos sacados
de la cuentistica. Jack
London, explora el problema generacional, en su cuento Por un Bistec, no lo hace en el amor, sino en el deporte: dos
boxeadores, uno joven y atlético, y el otro viejo pero experimentado; se enfrentan
en un pugilato. Por más artimañas, paciencia, experiencia el boxeador viejo no
puede contra la renovada e interminable juventud del boxeador joven. Otro
cuento, quizá más cercanos al cuento de Onetti, es el de Francis Scott
Fitzgerald, A tu edad, un cuento que también retrata el conflicto generacional
entre un hombre cincuentón, empresario exitoso, que se deshace en anhelos por una
veinteañera, y logra ser feliz aunque sea un par de meses. En ese cuento, el protagonista logra arrancar
con una relación a contramarea, relativamente satisfactoria con la joven, pero esa
relación se cae por su propio peso. En
el cuento de Onetti, Bienvenido, Bob,
sin embargo, la relación entre Inés y el narrador, aunque queda establecida, no concluye en nada. El personaje
femenino, Inés queda desdibujado, apenas
se insinúa, no es un dibujo bien hecho, sino boceto; porque así lo quiso el autor, quien pone el
énfasis en la relación narrador Bob/Roberto. Inés es solo un tema de conversación y conflicto entre el narrador
y Bob/Roberto.
Si se
eligiera el tema, en un par de palabras, Bob,
es un cuento sobre el Tempus Fugit, En un sentido general, Bob,
representa el vigor y soberbia de la juventud, el narrador representa una madurez entre líneas, más la resignación; pero también la ironía porque
sigue detentando un rencor dosificado contra Bob. Al cual sigue viendo, desde lejos
en el mismo bar que frecuentaba en su juventud. También es posible, otra interpretación
que ambos personajes sean uno solo, compuesta de dos escenas. Una bifurcación narrativa, una en cuyo
protagonista es el impulso juventud, y la otra la resignación de la adultez. En
que Bob/Roberto represente el alter ego del narrador o autor. O quizá sea una
combinación astuta de la teoría del doble. No hay duda que Onetti, logra
resolver, de manera inteligente y original, un tema que no es fácil de tratar:
el problema del conflicto generacional
en el amor.
Bienvenido, Bob
A H.A.T
3000 palabras
Es seguro que cada día
estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio
colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba
silencioso en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de
la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o
simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un
gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el
cigarrillo y limpiar de ceniza la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose— del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansable en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el desprecio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo, Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientras acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Una noche, en su casa, estaba esperando a Inés en la sala, junto al piano, cuando entró él. Tenla un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor en seguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba de pie recostado en el piano— empujé con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir él sonido cada tres segundos, mirándolo.
Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose— del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansable en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el desprecio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo, Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientras acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Una noche, en su casa, estaba esperando a Inés en la sala, junto al piano, cuando entró él. Tenla un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor en seguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba de pie recostado en el piano— empujé con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir él sonido cada tres segundos, mirándolo.
Yo no tenía por él más
que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con
una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé
situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera
o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al
hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y
rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres
exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba
haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba
llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde
de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera
con que podría pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él
continuó inmóvil hasta que Inés golpe, la puerta del dormitorio antes de bajar
a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta
el otro extremo del piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con
una hermosa sonrisa: "¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu
de salvación o salto en el abismo? ". No podía contestarle nada, no podía
deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la
mano del piano. Inés estaba en mitad de la escalera cuando él me dijo, mientras
se apartaba: "Bueno, puede ser que usted improvise".
El duelo duró tres o
cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club —recuerdo, de
paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo— porque cuando me estaba
algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el
desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca
feliz.
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado aquella necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor de aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo habla cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en una esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara habla dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de abajo de años y sucesos para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato, mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que no se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años —le dije— eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo; si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi en seguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuánta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos —dijo—, no terminaría en la noche".
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado aquella necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor de aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo habla cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en una esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara habla dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de abajo de años y sucesos para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato, mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que no se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años —le dije— eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo; si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi en seguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuánta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos —dijo—, no terminaría en la noche".
"Pero se puede
decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es
viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no
importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los
hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo
apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada
contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para
creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del
naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me
molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro
de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad
de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan
joven como él. "Usted puede equivocarse —le dije—. Si usted quiere nombrar
algo de lo que hay deshecho en mí... ". "No, no —dijo rápidamente—,
no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una
sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo
arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más;
usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted.
Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que
resolví prescindir de él, fui al aparato de música, marqué cualquier cosa y
puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco
fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado
Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a
Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en
aquello que él llamaba vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la
descomposición, o acaso lo que era símbolo de descomposición era pensar por
conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado
para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero —decía
también— tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias,
nada más que costumbres y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a
las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba
suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y
en seguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni
siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o
besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después
de una pausa —la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando
el silencio— Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre,
seguro, ni rápido ni lento.
Si aquella noche el
rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el
fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por
Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que
volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un
mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de
antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis
machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si ni hubieran sido
nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible
en mitad de la buena estación.
Las pequeñas y rápidas
partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque
dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el
candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a
través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo
reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el
sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y
mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello
tenso, los ojos hacia adelante, la boca muerta, las manos plantadas en el
regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el
aire que la estuvo rodeando.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada —ni Inés— podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y el sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada —ni Inés— podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y el sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Ahora hace cerca de un
año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma
gente. Cuando nos presentaron —hoy se llama Roberto— comprendí que el pasado no
tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún
gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob
alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus
calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran
a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente
y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente
inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la
cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder
odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara
solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces
su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del Café, compuse
mañosamente las frases de insulto y encontré el paciente tono con que iba a
decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue
al anochecer acompañado por los tres amigos, y resolví esperar, como había
esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mi. Nada más que esto hago, casi todas las tarde, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y huevo mientras pueda seguir viendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de jóvenes contra viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mi. Nada más que esto hago, casi todas las tarde, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y huevo mientras pueda seguir viendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de jóvenes contra viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.
Nadie amó a mujer
alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar
hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo
hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un
destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida
con exactitud hasta dónde está emporcado para siempre.
No sé si nunca en el
pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente
doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es
todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo
he visto. lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los
días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace
sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca
porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de
conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y
monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy
construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el
sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta;
protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que
sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al
mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años,
moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las
antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando
bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.
Notas bibliográficas
1. Onetti y Faulkner. Dos novelistas de la fatalidad. Omar Prego
Gadea,
1997. Con el título «William
Faulkner and Juan Carlos Onetti: Revisiting Some Critical Approaches about a
Literary Affinity», fue publicado este análisis de Omar Prego en The Faulkner
Journal, Volume XI, Number 1 & 2, Fall 195/Spring 1996 (published Winter
1996) Special Issue A Latin American Faulkner, Guest Editor Beatriz Vegh, The
University of Akron, p. 139-147.
Crédito de las illustraciones
Juan Carlos Onetti, foto,
Wikipedia
Nighthawks, 1942, oleo sobre
lienzo, Edward Hopper, pintor realista
norteamericano.
Café-bar, foto Google Imagen
Mujer caminando, Brassai,
fotógrafo húngaro.