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Grandes cuentos del siglo XX. Una rosa para Emily. (A Rose for Emily). Un cuento gótico de William Faulkner. Acompañado de comentarios y un poema de Emily Dickinson. Post Plaza de las Palabras





William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)




Plaza de las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX,  presenta el cuento Una rosa para Emily de William Faulkner. Cuento escrito en 1930, y  uno de los cuentos más conocidos de Faulkner, autor que además de novelista incursiono con bastante propiedad en la cuentistica. La mayoría de sus cuentos están ambientados en la misma demarcación geográfica de sus  novelas: la ciudad imaginaria de Jefferson (un alter ego geográfico de Oxford, Mississippi), y en  el condado también imaginario de Yoknapatawpha. Muchos críticos y lectores han inclinado  a desvalorizar la cuentistica de Faulkner, en el sentido de considerarlo un novelista mayor y un cuentista menor. Pero esa idea es equivoca. Los cuentos de Faulkner, obedecen a una técnica depurada, derivada precisamente de sus novelas., o aveces los cuentos fueron la punta de lanza para sus grandes novelas.  Llegó a publicar These 13, Gambito de caballo, cuentos con un corte detectivesco, y Relatos que agrupa 41 de sus cuentos, no contenidos en los libros anteriores.  

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Una rosa para Emily, es un cuento con características góticas, y utilizándola técnica del folletín, comienza en el presente con al muerte de la protagonista, retrocede en el tiempo para en la parte final volver al presente lineal. Es narrado con maestría desde la tercera persona del plural, en que el Nosotros representa el punto de vista de los  pobladores de la ciudad. El personaje principal es la señorita  Emilia Grierson, quien ha vivido encerrada por décadas en una vieja casa de su propiedad, heredada de sus ancestros. Primero sometida al encierro por su propio padre, luego al fallecimiento de éste, Emily continúa el encierro  por voluntad propia. Acompañada, y  únicamente asistida por un fiel sirviente negro que las hace de cocinero, jardineros y mandadero, y que junto con ella encanece.    Su único intento con el mundo exterior es establecer una relación sentimental con un hombre llamado Homer Barron,  con quien se compromete, pero ya a  punto de casarse, misteriosamente, ella cambia de opinión, y a su prometido nadie lo vuelve a ver. Desde entonces Emily se refugia todavía más en su casa, y cada vez sale menos al pueblo, «Pobre Emily» dicen de ella los pobladores de Jefferson. Pero tras ese encierro se oculta un hecho espantoso. El cual solo es descubierto a la muerte de la señorita Grierson. Emily símbolo, representa la decadencia de las familias sureñas, que fueron derrotadas en la guerra civil. Es un mundo que se desploma, y que solo vive en los recuerdos: a una fidelidad a sus antepasados, a un aferrarse aunque sea a lo que ya no tiene vida, a mantener los recuerdos en un presente eterno. La muerte de Emily es como la «caída de un monumento».  Y todo monumento solo es una rememoración de un pedazo de la historia que se derrumba.

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Faulkner escribió otro cuento Miss Zilphia Gant, que aunque en otro contexto también el personaje es una mujer, la señorita Gant, detrás de la cual también existe un romance y se esconde un crimen. Esa temática de lo anormal y grotesco que se mezcla con  sencillez cotidiana, ha caracterizado algunos de los cuentos de Faulkner. La crítica  ha colocado a Faulkner en ese grupo geográfico y temático del goticismo sureño, en el cual también se ha etiquetado a Flaneery O'Connor, Katherine Anne Porter o Eudora Welty, Carson McCullers, (y a Poe, que no era tan sureño).

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Por otra parte, diferentes críticos han señalado que  El cuento Una rosa para Emily tuvo influencia en el novelista mexicano Carlos Fuentes, quien escribió una novela corta Aura, desarrollada temporalmente en 1962, en el pleno apogeo del Boom latinoamericano. En esa novelita Fuentes  convierte el Nosotros de Faulkner en la segunda persona singular: Tú.  Entre ambas narraciones se da un paralelismo, ambas se desarrollan en casas antiguas, sombrías y semi abandonas, en que   el presente se cuela y se revuelve con el pasado. Y el futuro solo es una repetición perpetua de un pasado fantasmal.  En ambos  textos sus personajes son mujeres que han llegado a la ancianidad, ambas atrapadas por sus obsesiones alucinantes  y devastadora soledad, y por un pasado que ya no existe. Ambas mujeres mantuvieron  una relación sentimental. La de la joven Emily con Homer Barron. La de Consuelo la anciana en la novela de Fuentes  se da por vía de su desdoblamiento en la joven Aura y su relación con Felipe Montero. Pero sobretodo ambos textos, encarnados en sus personajes simbolizan el derrumbamiento de la conciencia, la caducidad del presente y  la conservación de un mundo que ya solo existe en los resquicios de una imaginación completamente petrificada. Ambos textos  responden a esa atmosfera sombría  y a veces sórdida que reproduce un goticismo  incrustado en ciudades en decadencia, pedazos del tiempo obsoleto,  o en pueblos polvorientos y abandonados, todos siempre asociados a la ruina. Donde el peso demoledor de la modernidad y el paso implacable del tiempo los ha arrinconado y dejado presa de una conciencia, que terrón a terrón  se va desmoronando  como si fuese las paredes agrietadas de una antigua casona, únicamente sostenida por los pilares de una memoria cada vez mas agotada, desnaturalizada  y moribunda.

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. Pero ¿quién le da la rosa a Emily, cuándo  y por qué?

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La Bella de Amherst, como se le conoce Emily Dickinson, (1830-1886), fue una poeta norteamericana, que escribió miles de poemas a los que nunca les ponía titulo, sino números. No obstante, de no haber  publicado nada en vida,  su obra póstuma fue publicada en 1890.  El escritor William Faulkner recreo desde la ficcion parte de su enclaustrada  vida, en su memorable cuento Una  rosa para Emily, cuyo personaje  Emily Grierson, es  una mujer que pasa casi toda su vida encerrada en su casa. Tal y como la Emily Dickinson real,  paso casi 56 años sin salir de su casa y su pueblo.



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Un poema de Emily Dickinson

35

Nobody knows this little Rose—
It might a pilgrim be
Did I not take it from the ways
And lift it up to thee.
Only a Bee will miss it—
Only a Butterfly,
Hastening from far journey—
On its breast to lie—
Only a Bird will wonder—
Only a Breeze will sigh—
Ah Little Rose—how easy
For such as thee to die!


35
Nadie vislumbro esta humilde Rosa.
De no haberla tomado,
del sendero y traértela,
acaso  habría sido una nómada.
Sólo una abeja advertiría  su ausencia
Sólo una mariposa,
despabilada de un viaje remoto
para refugiarse en su concavidad.
Únicamente indagara por ella un pájaro.
Solo  el roció la extrañara.  
¡Oh! Humilde Rosa, cuan natural,
es para ti eclipsarse.

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¿A quién le entrega la Rosa Emily y por qué?




Una rosa para Emilia (1930)
4246 palabras
(A Rose for Emily)*

I

      Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
      La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
      Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
      la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
      Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
      Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
      Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
      No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
      Su voz fue seca y fría.
      —Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
      —De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
      —Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
      —Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero, señorita Emilia...
      —Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.
II
      Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
      “Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
      Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
      —¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
      —¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
      —No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
      Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
      —Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
      Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
      —Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
      —Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
      Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
      Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
      Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
      Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
      No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
      La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
      Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
      Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
      “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
      Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
      Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
      —Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
      —Necesito un veneno —dijo.
      —¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
      —Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
      El droguero le enumeró varios.
      —Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea...?
      —Quiero arsénico. ¿Es bueno?
      —¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea...?
      —Quiero arsénico.
      El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
      —¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
      La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos.
      Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama.
      De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido.
      Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer.
      Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él.
      Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven.
      Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
      Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
      Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
      Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
      Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
      Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
      El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
      Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
      Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
      El hombre yacía en la cama.
      Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
      Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

*Originalmente publicado en The Forum, LXXXIII (abril de 1930); revisado ligeramente en These 13 (Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.); incluido por Malcolm Cowley en The Portable Faulkner (Nueva York: Viking Press, 1946, 756 págs.)


Créditos

La versión al español de Una rosa para Emilia fue tomada de U.S Literature.
Poema 35 de Emily Dickinson,  traducción al español por Plaza de las palabras

Ilustraciones

William Faulkner de perfil, foto, Rowan Oak, built by a pioneer settler in the 1840's and situated in a grove of oak and cedar trees, was bought by William Faulkner in 1930, and became his refuge from the world until his death in 1962. Foto por  Hernri Cartier-Bresson
Rosa, dibujo, Google Imagen




Grandes cuentos del siglo XX. Algo había pasado (Qualcosa era successo) de Dino Buzatti. (Edición bilingüe Español–Italiano). Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX, presenta Algo había pasado, (Qualcosa era successo) de Dino Buzzati Traverso (1906–1972), italiano, escritor polifacético, fue un periodista, novelista, cuentista, dramaturgo, guionista de operas. Como periodista desde los 21 años trabajo para el Corriere della será, del cual llego a ser corresponsal de guerra.  Tenía una afición por la música, estudio  violín y  piano,  y también manifestó  una afición por el dibujo y la pintura. No le gustaba que le dijeran que era escritor, y en su lugar  prefería presentarse como periodista. Porque como él mismo señalaba: «but he believed that fantasy should be written with all the detail of a newspaper account(1)  Buzzati alcanzo la fama y renombre mundial su novela El desierto de los Tartaros. (1940) (Il deserto dei Tartari): Una novela con una cierta dosis de absurdo, y cuyo personaje Giovanni Drago,  espera en cuartel militar un ataque de los tártaros que nunca ocurre. Es en esa espera infinita donde el tiempo se convierte en un «Presente perpetuo e interminable». Y que nos recuerda Esperando a Godot de Becket. Pero sobretodo, Buzzati  fue un gran cuentista, que amparado  en las alegorías y en las parábolas, escribió relatos y cuentos magistrales.  Se le atribuyen varias influencias, el  surrealismo anidado en lo onírico y el realismo fantástico de Kafka. Pero también se le vincula al existencialismo de Sartre por La nausea o  a Camus por El extranjero.  En ocasiones sus cuentos tocan lo fantástico pero desde una cotineidad sana y no estrambótica o sobrenatural.

Buzzati no se consideraba un escritor

«Llamativamente, Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha contradicho profundamente el punto de vista del propio Buzzati.» (2)

Sobre sus influencias los críticos se decantan por varias corrientes y autores

«Parece preceptivo al hablar de Buzzati mencionar a Poe, Kafka y la novela gótica. Yo me conformaría con Kafka, no porque las otras dos influencias no existan, sino porque esta última es la que atañe al tronco central de su obra. También suele hablarse de surrealismo, pero entonces deberíamos fijarnos sobre todo en dos compatriotas suyos: De Chirico y Alberto Savinio, hermanos ambos, por cierto. En buena parte, esta aplicación de influencias se debe al hecho de que la obra de Buzzati pertenece a la fantasía, a lo alegórico. También hay mucho de esa figura llamada parábola con su valor ejemplificador y cargado de consideraciones morales. Y, por último, hay una fuerte recurrencia –como no puede ser menos a tenor de lo anteriormente dicho– al espacio de lo simbólico.» (3)

Siempre sobre sus influencias, otro critico señala: «Los antecedentes de Buzzati son autores de la talla de Joyce, Gertrude Stein o Beckett, aunque también es cierto que se dejó influir por las artes visuales. Citados a menudo como representantes del estilo collage, sus relatos maceran alusiones históricas y artísticas en referencias y voces pop-culturales que oscilan entre lo demótico, lo burocrático y lo formal. Lugar y tiempo, en sus manos, son conceptos elásticos cuando no paradójicos. Pintor, poeta, dramaturgo, editor y periodista, encontró algo parecido a la fama con la publicación en 1940 de El desierto de los tártaros, una novela inquietante que recuerda a Kafka y Camus, donde un joven soldado, en su puesto de vanguardia, espera de la llegada de los bárbaros. La narración, que condena la mentalidad militar, evita el salvoconducto de una explicación, pero, al hacerlo, captura los difíciles contornos de eso que denominamos, a falta de mejor nombre, realidad.» (4)

Sobre su método narrativo

 «Él deja ver casi siempre por dónde va o adónde se dirige, de modo que por ahí renuncia, en principio, a sorprender al lector; es decir, se aleja de ese pretendido mandamiento del cuento de que al lector hay que sorprenderlo al final. La fuerza de la narración la pone, por tanto, en el desarrollo y, muy a menudo, en el desarrollo de lo previsible, lo que exige verdadera maestría. El lector se dirige a una constatación esperada o intuida y lo hace con el alma encogida por el misterio que se contiene en el desarrollo de la anécdota y los detalles que la conforman, todos ellos en orden de formación hacia el final, en una especie de suave pero implacable crescendo. Algo parecido, si se me permite la aproximación, al Bolero de Ravel. Quien lea el relato titulado «Y sin embargo llaman a la puerta» comprenderá enseguida el sentido de mi discutible comparación. Esa capacidad de colocar el misterio en el desarrollo del relato es propia de un escritor de fuste. Y no me refiero, al hablar de misterio, a algo que se esconde para luego desvelarse (un secreto, una adivinanza, un acertijo), sino a todo lo contrario. Cuando un verdadero escritor coloca su mirada, se convierte en un ser que donde los demás ven lo mismo él ve lo distinto; cuando logra plasmarlo en su escritura, está plasmando en realidad lo que de misterioso, por inevidente, tiene el transcurso de la vida. Es un logro decisivo y la frontera entre la mera reproducción y la auténtica creación. » (5)


Sobre su finalidad como narrador y de su obra

 « Una constante lección moral acerca de la transitoriedad de la existencia se entreteje siempre en la urdimbre de sus fábulas, cuentos fantásticos y de aventuras, con un intenso dejo melancólico: “El hombre se da cuenta, con estupor, de que toda la vida, con sus penas, alegrías y esperanzas correspondientes, no valía absolutamente nada; como si se tratara de un gran andamio construido tras largos años de fatigas y que cierto punto ya nadie entiende, porque estaba totalmente equivocado.” Una de las grandes razones de la universalidad de la obra buzzatiana es la de colocar al lector sobre su fantástico tablero de ajedrez, de obligarlo a asumir su papel en una partida entablada contra la fatalidad, contra las ineluctables fuerzas del destino.» (6)

Por otra parte, «Sostiene Cózar Santiago que la mayor fortaleza de Buzzati reside en una narrativa donde “se acorta la distancia entre lo absurdo y lo posible; ir y venir de un territorio a otro, borrando huellas y cancelando aduanas, hasta no saber dónde estamos.» (7)


Algo había pasado

En esta ocasión aunque los críticos señalan varios de sus cuentos como magistrales: Miedo en la Scala, El Colombre. El hundimiento de Belivernia. Y que otros críticos consideran su cuento El séptimo piso como una joya de la literatura mundial. No obstante, presentamos un cuento menos conocido, y que a nuestro juicio reúne varias de las características de la narrativa corta de Buzzati Algo había pasado, (Qualcosa era successo),  publicado en 1954. Dicho cuento, un recorrido por tren desde el sur de Italia hasta Milán.  El cuento parte de lo cotidiano y se va abriendo como un abanico. Su final no es rebuscado ni aspira a sorprender al lector, sino que cae naturalmente como parte del desarrollo de la trama pero sugiere un final metafísico. ¿Qué es lo que el personaje del cuento va viendo en el paisaje  que pasa ante sus ojos? Y que surge a partir de un hecho trivial al ver a una muchacha:  

«Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. »

Mas adelante dice Buzzati:

«Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más. »

Por supuesto algunos críticos, sugieren que el cuento esta construido con base a las insinuaciones, el espectador pasajero del tren va hilvanado su propia realidad de los hechos con base a la sugestión. Y suena plausible, pero en sentido contrario al método inductivo  empleado por el pasajero del tren, se podría dar una explicación desde lo deductivo considerando el final del cuento. (Una vez leído todo el cuento). Bajo esa particularidad se abre un mundo más amplio que da cabida a grandes sucesos e incluso a lo metafísico. Bien podría ser una asonada militar, el inicio de una gran guerra, posibilidades que Buzzati sugiere,  o quizá el fin del mundo: léase grandes terremotos o una guerra nuclear iniciada en otro lado.  En ese contexto, imagínese el lector , escenas como esas replicadas en todos los confines del mundo. Y ya no estamos ante los particulares sino ante los universales. Y por que no decirlo también dado, el interés de Buzzati por la ciencia ficción, hasta algo descabellado como una abducción con la llegada de los alienígenas.  Visto desde lo cotidiano que es el observar el paisaje y a la gente de la campiña desde un tren en movimiento. Buzzati nos sugiere traspasar a una realidad también cotidiana pero universal. Pero, ¿cómo los grandes hechos nacionales, mundiales o metafísicos se pueden filtrar desde la mirada sorprendida de un pasajero al ver hechos cotidianos?



 

Algo había pasado
(Versión en español)

DINO BUZATTI


El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.


 


Qualcosa era successo
(Version original en italiano)

DINO BUZATTI



Il treno aveva percorso solo pochi chilometri (e la strada era lunga, ci saremmo fermati soltanto alla lontanissima stazione d'arrivo, così correndo per dieci ore filate) quando a un passaggio a livello vidi dal finestrino una giovane donna. Fu un caso, potevo guardare tante altre cose invece lo sguardo cadde su di lei che non era bella né di sagoma piacente, non aveva proprio niente di straordinario, chissà perché mi capitava di guardarla. Si era evidentemente appoggiata alla sbarra per godersi la vista del nostro treno, superdirettissimo, espresso del nord, simbolo per quelle popolazioni incolte, di miliardi, vita facile, avventurieri, splendide valige di cuoio, celebrità, dive cinematografiche, una volta al giorno questo meraviglioso spettacolo, e assolutamente gratuito per giunta.

Ma come il treno le passò davanti lei non guardò dalla nostra parte (eppure era là ad aspettare forse da un'ora) bensì teneva la testa voltata indietro badando a un uomo che arrivava di corsa dal fondo della via e urlava qualcosa che noi naturalmente non potemmo udire: come se accorresse a precipizio per avvertire la donna di un pericolo. Ma fu un attimo: la scena volò via, ed ecco io mi chiedevo quale affanno potesse essere giunto, per mezzo di quell'uomo, alla ragazza venuta a contemplarci. E stavo per addormentarmi al ritmico dondolio della vettura quando per caso - certamente si trattava di una pura e semplice combinazione - notai un contadino in piedi su un muretto che chiamava chiamava verso la campagna facendosi delle mani portavoce. Fu anche questa volta un attimo perché il direttissimo filava eppure feci in tempo a vedere sei sette persone che accorrevano attraverso i prati, le coltivazioni, l'erba medica, non importa se la calpestavano, doveva essere una cosa assai importante. Venivano da diverse direzioni chi da una casa, chi dal buco di una siepe chi da un filare di viti o che so io, diretti tutti al muriccioio con sopra il giovane chiamante. Correvano, accidenti se correvano, si sarebbero detti spaventati da qualche avvertimento repentino che li incuriosiva terribilmente, togliendo loro la pace della vita. Ma fu un attimo, ripeto, un baleno, non ci fu tempo per altre osservazioni.

Che strano, pensai, in pochi chilometri già due casi di gente che riceve una improvvisa notizia, così almeno presumevo. Ora, vagamente suggestionato, scrutavo la campagna, le strade, i paeselli, le fattorie, con presentimenti ed inquietudini.

Forse dipendeva da questo speciale stato d'animo, ma più osservavo la gente, contadini, carradori, eccetera, più mi sembrava che ci fosse dappertutto una inconsueta animazione. Ma sì, perché quell'andirivieni nei cortili, quelle donne affannate, quei carri, quel bestiame? Dovunque era lo stesso. A motivo della velocità era impossibile distinguere bene eppure avrei giurato che fosse la medesima causa dovunque. Forse che nella zona si celebravan sagre? Che gli uomini si disponessero a raggiungere il mercato? Ma il treno andava e le campagne erano tutte in fermento, a giudicare dalla confusione. E allora misi in rapporto la donna del passaggio a livello, il giovane sul muretto, il viavai dei contadini: qualche cosa era successo e noi sul treno non ne sapevamo niente.

Guardai i compagni di viaggio, quelli dello scompartimento, quelli in piedi nel corridoio. Essi non si erano accorti. Sembravano tranquilli e una signora di fronte a me sui sessant'anni stava per prender sonno. O invece sospettavano? Sì, sì, anche loro erano inquieti, uno per uno, e non osavano parlare. Più di una volta li sorpresi, volgendo gli occhi repentini, guatare fuori. Specialmente la signora sonnolenta, proprio lei, sbirciava tra le palpebre e poi subito mi controllava se mai l'avessi smascherata. Ma di che avevano paura?

Napoli. Qui di solito il treno si ferma. Non oggi il direttissimo. Sfilarono rasente a noi le vecchie case e nei cortili oscuri vedemmo finestre illuminate e in quelle stanze - fu un attimo - uomini e donne chini a fare involti e chiudere valige, così pareva. Oppure mi ingannavo ed erano tutte fantasie?

Si preparavano a partire. Per dove? Non una notizia fausta dunque elettrizzava città e campagne. Una minaccia, un pericolo, un avvertimento di malora. Poi mi dicevo: ma se ci fosse un grosso guaio, avrebbero pure fatto fermare il treno; e il treno invece trovava tutto in ordine, sempre segnali di via libera, scambi perfetti, come per un viaggio inaugurale.

Un giovane al mio fianco, con l'aria di sgranchirsi, si era alzato in piedi. In realtà voleva vedere meglio e si curvava sopra di me per essere più vicino al vetro. Fuori, le campagne, il sole, le strade bianche e sulle strade carriaggi, camion, gruppi di gente a piedi, lunghe carovane come quelle che traggono ai santuari nel giorno del patrono. Ma erano tanti, sempre più folti man mano che il treno si avvicinava al nord. E tutti avevano la stessa direzione, scendevano verso mezzogiorno, fuggivano il pericolo mentre noi gli si andava direttamente incontro, a velocità pazza ci precipitavamo verso la guerra, la rivoluzione, la pestilenza, il fuoco, che cosa poteva esserci mai? Non lo avremmo saputo che fra cinque ore, al momento dell'arrivo, e forse sarebbe stato troppo tardi.

Nessuno diceva niente. Nessuno voleva essere il primo a cedere. Ciascuno forse dubitava di sé, come facevo io, nell'incertezza se tutto quell'allarme fosse reale o semplicemente un'idea pazza, allucinazione, uno di quei pensieri assurdi che infatti nascono in treno quando si è un poco stanchi. La signora di fronte trasse un sospiro, simulando di essersi svegliata, e come chi uscendo dal sonno leva gli sguardi meccanicamente, così lei alzo le pupille fissandole, quasi per caso, alla maniglia del segnale d'allarme. E anche noi tutti guardammo l'ordigno, con l'identico pensiero. Ma nessuno parlò o ebbe l'audacia di rompere il silenzio o semplicemente osò chiedere agli altri se avessero notato, fuori, qualche cosa di allarmante.

Ora le strade formicolavano di veicoli e gente, tutti in cammino verso il sud. Rigurgitanti i treni che ci venivano incontro. Pieni di stupore gli sguardi di coloro che da terra ci vedevano passare, volando con tanta fretta al settentrione. E zeppe le stazioni. Qualcuno ci faceva cenno, altri ci urlavano delle frasi di cui si percepivano soltanto le vocali come echi di montagna.

La signora di fronte prese a fissarmi. Con le mani piene di gioielli cincischiava nervosamente un fazzo1etto e intanto i suoi sguardi supplicavano: parlassi, finalmente, li sollevassi da quel silenzio, pronunciassi la domanda che tutti si aspettavano come una grazia e nessuno per primo osava fare.

Ecco un'altra città. Come il treno, entrando nella stazione, rallentò un poco, due tre si alzarono non resistendo alla speranza che il macchinista fermasse. Invece si passò, fragoroso turbine, lungo le banchine dove una folla inquieta si accalcava anelando a un convoglio che partisse, tra caotici mucchi di bagagli. Un ragazzino tentò di rincorrerci con un pacco di giornali e ne sventolava uno che aveva un grande titolo nero in prima pagina. Allora con un gesto repentino, la signora di fronte a me si sporse in fuori, riuscì ad abbrancare il foglio ma il vento della corsa glielo strappò via. Tra le dita restò un brandello. Mi accorsi che le sue mani tremavano nell'atto di spiegarlo. Era un pezzetto triangolare. Si leggeva la testata e del gran titolo solo quattro lettere. IONE, si leggeva. Nient'altro. Sul verso, indifferenti notizie di cronaca.

Senza parole, la signora alzò un poco il frammento affinché tutti lo potessero vedere. Ma tutti avevamo già guardato. E si finse di non farci caso. Crescendo la paura, più forte in ciascuno si faceva quel ritegno. Verso una cosa che finisce in IONE noi correvamo come pazzi, e doveva essere spaventosa se, alla notizia, popolazioni intere si erano date a immediata fuga. Un fatto nuovo e potentissimo aveva rotto la vita del Paese, uomini e donne pensavano solo a salvarsi, abbandonando case, lavoro, affari, tutto, ma il nostro treno no, il maledetto treno marciava con la regolarità di un orologio, al modo del soldato onesto che risale le turbe dell'esercito in disfatta per raggiungere la sua trincea dove il nemico già sta bivaccando. E per decenza, per un rispetto umano miserabile, nessuno di noi aveva il coraggio di reagire. Oh i treni come assomigliano alla vita!

Mancavano due ore. Tra due ore, all'arrivo, avremmo saputo la comune sorte. Due ore, un'ora e mezzo, un'ora, già scendeva il buio. Vedemmo di lontano i lumi della sospirata nostra città e il loro immobile splendore riverberante un giallo alone in cielo ci ridiede un fiato di coraggio. La locomotiva emise un fischio, le ruote strepitarono sul labirinto degli scambi. La stazione, la curva nera delle tettoie, le lam- pade, i cartelli, tutto era a posto come il solito.

Ma, orrore!, il direttissimo ancora andava e vidi che la stazione era deserta, vuote e nude le banchine, non una figura umana per quanto si cercasse. Il treno si fermava finalmente. Corremmo giù per i marciapiedi, verso l'uscita, alla caccia di qualche nostro simile. Mi parve di intravedere, nell'angolo a destra in fondo, un po' in penombra, un ferroviere col suo berrettuccio che si eclissava da una porta, come terrorizzato. Che cosa era successo? In città non avremmo più trovato un'anima? Finché la voce di una donna, altissima e violenta come uno sparo, ci diede un brivido.

" Aiuto! Aiuto! " urlava e il grido si ripercosse sotto le vitree volte con la vacua sonorità dei luoghi per sempre abbandonati.





NOTAS BIBLIOGRAFICAS

1. Fantasticfiction. com   
2.Wikipedia
3. Guelbenzu, José María.  En el centenario de Dino Buzzati. REVISTA DE LIBROS. RdL, enero 2019

4. Romero, José de  María,  La  DEVASTADORA HABILIDAD DE DINO BUZZATI. Revista de Libros. RdL Revista  de Libros, RdL. 8 septiembre, 2017

5. Ob cit.,  Guelbenzu. José María.
6. DINO BUZZATI, Seis cuentos Selección, traducción y nota de GUILLERMO FERNÁNDEZ. Material de lectura, UNAM, (PDF).
7 .Ob.cit., Romero, José de  María.

Enlaces 



Créditos

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