La catedral de los cuentos


Catedral
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. El le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial —¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?— llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrado toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: «Por todo lo que me has contado de él, sólo puedo deducir…» Pero una llamada a la puerta nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa. —A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer. Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto. —Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Sólo pregunto —dije.
Entonces mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla —¿quién iba a ir a una boda así?—, sólo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años —ésa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables—, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos —y hecho el amor, claro— y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas —me lo estoy imaginando—, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: «él nunca ha sabido cómo soy yo», en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar —claro que de eso me quejaba—, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
—Te presento a Robert —dijo mi mujer—. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
—Tengo la impresión de que ya nos conocemos —dijo con voz grave.
—Yo también —repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí—: Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: «A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas.»
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
—¿Ha tenido buen viaje? —le pregunté—. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
—¡Vaya pregunta, en qué lado! —exclamó mi mujer—. ¿Qué importancia tiene?
—Era una pregunta.
—En el lado derecho —dijo el ciego—. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? —preguntó el ciego a mi mujer. —Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert —dijo ella—, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
—Voy a servirle una copa —dije—. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
—Solo bebo whisky escocés, muchacho —se apresuró a decir • con su voz sonora.
—De acuerdo —dije. ¡Muchacho!—. Claro que sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché. —La llevaré a tu habitación —le dijo mi mujer. —No, está bien —dijo el ciego en voz alta—. Ya la llevaré yo cuando suba.
—¿Con un poco de agua, el whisky? —le pregunté.
—Muy poca.
—Lo sabía.
—Solo una gota —dijo él—. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
—Ahí tiene pan y mantequilla —le dije, bebiendo parte de mi copa—. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
—Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría —dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No blamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido —¡a ellos!— durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: «Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida», algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?) Finalmente, cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
—¿Tienes televisión, Robert?
—Querida mía —contestó el ciego—, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
—Esta televisión es en color —dijo el ciego—. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
—La hemos comprado hace poco —dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
—Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert —dijo.
—Estoy cómodo —repuso el ciego.
—Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
—Lo estoy —aseguró el ciego.
Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
—Probaré un poco —dijo.
—Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
—Reténgalo todo lo que pueda —le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
—¿Qué es lo que huelo? —preguntó.
—Pensamos fumar un poco de hierba —dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
—No sabía que fumaras, Robert.
—Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
—Este material es bastante suave —expliqué—. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
—No hace mucho efecto, muchacho —dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
—¿En qué dirección va esto? —preguntó—. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
—Ha sido la tarta de fresas —dijo el ciego—. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
—Hay más tarta —le dije.
—¿Quieres un poco más, Robert? —le preguntó mi mujer.
—Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
—Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha —dijo—. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. —Le tiró del brazo—. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
—Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
—Le toca a usted —le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
—Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
—Lo mismo digo —dijo ella—. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
—Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos serrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de lo» dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os marchéis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos. Al decir eso, cerró los ojos y se durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué cono! Dejé la bata como estaba.
—Cuando quiera un poco de tarta, dígalo —le recordé. —Lo haré.
—¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
—Todavía no —contestó—. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a aceitar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
—Me parece bien —dije, y añadí—: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
—Esqueletos. Ya sé —dijo, moviendo la cabeza. La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
—Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
—¿Son pinturas al fresco, muchacho? —me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
—¿Me pregunta si son frescos? —le dije—. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
—Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años —contestó—. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban, no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
—Catedrales —dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
—Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no…
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
—Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
—Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
El asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
—No se lo explico muy bien, ¿verdad? —le dije. Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
—Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento —dije—, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte? Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
—Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir? —Claro que sí. —Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
—Tendrá que perdonarme —le dije—. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
—Lo cierto es —proseguí— que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo. Luego dijo:
—Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
—Adelante, muchacho, dibuja —me dijo—. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Ya vetas. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
—Estupendo —dijo él—. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
—Esto va muy bien —dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
—Estamos dibujando una catedral —dijo el ciego—. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte —me dijo a mí—. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? —me preguntó—. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
—¿Qué pasa? —inquirió mi mujer—. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
—Todo va bien —le dijo a ella.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
—Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
—¿Los tienes cerrados? —preguntó—. No hagas trampa.
—Los tengo cerrados.
—Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije.
Sobre el autor
Raymond Carver (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.
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Subido por: Jose / CUENTOS SIN FIN



 Encender una hoguera

Jack London

Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.
Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.
Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.
Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo... palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.
Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.
Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.
La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro en Sesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.
Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.
Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.
De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.
A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino.
En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.
A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.
Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.
Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.
El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.
Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.
Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.
Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circular hasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.
Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.
Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.
Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.
El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.
Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.
Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.
Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete defósforos entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.
El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.
Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.
Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.
El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.
Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.
El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.
Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.
Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.
Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.
Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo con fijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.
Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Loveía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.
-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.
Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego


Los Asesinos
Ernest   Hemingway

La puerta del salón comedor Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron ante el mostrador.
-¿Qué les sirvo? - preguntó George.
-No sé -contestó uno de ellos-. ¿Qué quieres comer Al?
-No sé -dijo Al-. No sé qué quiero comer..
Fuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres sentados, ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Estaba hablando con George cuando entraron.
-Una costilla de cerdo con puré de papas y de manzanas -dijo el primer hombre.
-Eso no está listo todavía.
-¿Y para qué demonios lo pone en la lista?
-Ese es el menú de la comida que empieza  servirse a las seis - explicó George.
-En ese reloj son las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Está adelantado veinte minutos.
-¡Al diablo con el reloj! -dijo el primero-. ¿Qué tiene para comer?
-Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, bifes...
-Yo quiero croquetas de pollo con arvejas, salsa blanca y puré de papas.
-Eso también pertenece a la comida.
-Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar tiene usted!
-Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...
-Deme jamón con huevos -dijo el hombre llamado Al. Llevaba galera redonda y sobretodo negro cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados.
-A mi, tocino con huevos -ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban sobretodo demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante, de codos sobre el mostrador.
-¿Tiene algo para beber? -preguntó Al. -Silver Beer, Bevo, ginger ale...1
-¡He dicho algo para beber!
-Sólo hay eso que dije.
-Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? -dijo el otro-. ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Lo oíste nombrar alguna vez? -preguntó Al a su amigo.
-No -dijo éste.
-Y qué hacen por la noche?
-Comen -replicó su amigo-. Viene aquí a darse la gran comilona.
-Eso es -terció George.
-¿De modo que usted lo cree? -preguntó Al a George.
-Usted es un tipo vivo, ¿no es cierto?
-Sí, dijo George.
-Es claro.
-Bueno. Pues no lo es -dijo el hombrecito- ¿Qué te parece, Al?
-Es un estúpido -dijo Al. Se volvió hacia Nick -: Cómo se llama usted?
-Adams.
-Otro tipo vivo -dijo Al-. No es cierto que es un tipo vivo, Max?
-Este pueblo está lleno de vivos.
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con tocino y huevos. Al lado de estos puso dos pequeñas fuentes de papas fritas. Cerró la ventanilla que daba a la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -preguntó Al.
-¿No se acuerda?
-Jamón con huevos.
-¡Qué tipo vivo! -exclamó Max. Se inclinó hacia adelante y tomó el plato de jamón con huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.
-¿Qué está mirando? -dijo Max a George.
-Nada.
-¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.
-Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max -dijo Al.
George rió.
-Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido? -Está bien -dijo George.
-¿De modo que piensa que está bien? -Max se volvió hacia Al-. Oye, piensa que está bien.
-¡Oh!, ¡es todo un pensador! -dijo Al. Continuaron comiendo.
-¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? -preguntó Al a Max.
-¡Eh! ¡Vivo! -dijo Max a Nick-. Vete a la parte trasera del mostrador con tu amigo.
-¿Por qué? -preguntó el aludido.
-Por nada.
-Es mejor que vayas -dijo Al. Nick obedeció.
-¿De qué se trata? -preguntó George.
-¿A usted que diablos le importa? -exclamó Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿Qué negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Para qué?
-¡Dile que venga!
-¿Dónde piensa que está usted?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el hombre llamado Max-. ¿Acaso parecemos idiotas?
-Hablas como un idiota -le dijo Al-. ¿Para qué diablos te pones a discutir con este muchacho? Escucha -dijo a George-. Dile al negro que venga.
-¿Qué van a hacer con él?
-Nada. ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
-Sam -llamó-; ven aquí un momento.
Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres, acodados en el mostrador, lo miraron.
-Bueno, negro. Quédate aquí -dijo Al.
Sam, el negro, de pie con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos hombres.
-Sí, señor -dijo.
Al bajó del banquillo.
-Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo -dijo-. Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú ve con él, vivo!
El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba. Sus ojos estaban clavados en el espejo que estaba detrás de él a todo lo largo del mostrador.
-Bueno, vivo -dijo Max mirando al espejo-. Por qué no dices algo?
-¿Y bien, ¿Qué pasa?
-¡Eh! ¡Al! -gritó Max-. Este vivo quiere saber qué pasa.
-¿Por qué no se lo dices? -llegó la voz de Al desde la cocina.
-¿Tú qué crees que pasa?
-No lo sé.
-¿Qué piensa?
Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.
-No quiero decirlo.
-¡Eh! Al. Este muchacho vivo dice que no quiere decir lo que piensa.
-Te oigo perfectamente -dijo Al desde la cocina. Este había abierto la ventanilla por la que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de tomate-. Escucha, vivo -dijo desde la cocina a George-. Córrete un poco más hacia la derecha del mostrador. Y tú Max un poco hacia la izquierda. -Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.
-Dime, vivo -exclamó Max-. ¿Qué crees que va a pasar?
George no dijo nada.
-Te lo diré -dijo Max. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande llamado Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer aquí todas las noches, ¿No es cierto?
-A veces.
-Y viene a las seis, ¿No?
-Si viene.
-Sabemos todo eso, muchacho vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?
-De tanto en tanto.
-Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como usted.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.
-¿Y nos va a ver sólo una vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Y por qué lo van a matar entonces? -preguntó George.
-Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.
-¡Cállate! -gritó Al desde la cocina-. ¡Hablas demasiado!
-Bueno, es para tener divertido al muchacho. ¿No es cierto?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y el otro vivo que tengo aquí se divierten solos. Los tengo atados tan juntos, como un par de amigas en un convento.
-Nunca supuse que hubieras estado en un convento.
-Las cosas que tú no sabes...
-En un convento judío. Ahí es donde has estado.
George miró el reloj.
-Si entra alguien, diga que el cocinero se ha ido, y si quieren quedarse les dice que vayan a cocinarse ellos mismos. ¿Entendido, vivo?
-Está bien -dijo George-. ¿Y que van a hacer con nosotros después?
-Eso depende -dijo Max-. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que llegue el momento.
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle. Entró un chofer.
-¡Hola George! -dijo. ¿Hay comida?
-Sam se ha ido -dijo George-. Volverá dentro de media hora.
-Entonces volveré.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Muy bien, vivo -dijo Max-. Eres un caballero.
-¡Sabía que le iba a volar la cabeza! -exclamó Al desde la cocina.
-No -dijo Max-. No es para tanto. El muchacho es bueno. Me gusta.
A las seis y media, George dijo: "No viene".
Otras dos personas habían entrado al salón comedor. En una ocasión George fue a la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos para un hombre que quería llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con la galerita echada hacia atrás, sentado en un banco al lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en el borde de aquélla. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina, lo entregó al hombre que después de pagar, salió.
-Un muchacho vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Harás de alguna mujer una esposa feliz, muchacho.
-¿Sí? -dijo George-. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le daremos diez minutos más -dijo Max.
Max miró al espejo y al reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego las siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor es que nos vayamos. No va a venir.
-¡Dale otros cinco minutos! -gritó Al desde la cocina.
Al cumplirse los cinco minutos entró otro hombre y George explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Y por qué diablos no consigue otro cocinero? -preguntó el hombre-. ¿Acaso esto no es un salón comedor? -salió.
-Vamos Al -dijo Max.
-¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro? -Déjalos.
-¿Te parece?
-Sí. Hemos terminado aquí.
-Así no me gusta -manifestó Al-. Sería un error. Hablas demasiado.
-¡Oh! ¿Y qué diablos importa? -exclamó Max-. Tenemos que divertirnos, ¿No?
-De todos modos, charlas demasiado -exclamó Al. Salió de la cocina. Rl tambor de un revolver hacía un ligero bulto bajo el sobretodo demasiado estrecho. Se estiró el saco con las manos enguantadas.
-¡Adiós vivo! -dijo a George-. Tienes bastante suerte.
-Es verdad -afirmó Max-. Deberías jugar a las carreras, vivo.
Salieron. George los vio por la ventana, pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y sus galeras parecían una pareja de vaudeville. George entró a la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.
-No me gusta esto -dijo Sam-. No quiero saber más nada con esto.
Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.
-¡Oye! -dijo-. ¡Qué demonios!... -estaba tratando de hacer creer que no daba importancia a lo ocurrido.
Van a matar a Ole Andreson. Lo van a balear cuando entre a comer.
-¿Ole Andreson?...
-Sí.
El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.
-¿Se fueron? -preguntó.
-Sí -dijo George-, salieron.
-No me gusta -exclamó el cocinero-. No me gusta nada.
-Escucha -dijo George a Nick-. Sería bueno que fueras a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Es mejor que no te metas para nada en esto -intervino Sam-. Mejor que no te metas.
-No vayas tú si no quieres -dijo George..
-Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte -insistió el cocinero-. Quédate aquí tranquilo.
-Voy a verlo -dijo Nick a George-. ¿Dónde vive? Sam les dio la espalda.
-En la pensión de Hirsh.
-Iré allí.
Fuera la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle arriba caminando en medio de la calzada, y al llegar al otro farol, tomó por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsh. Nick subió los dos pisos y tocó la campanilla. Una mujer acudió a abrir.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quiere verlo?
-Sí; si está.
Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, y luego hasta el fondo de un corredor. Allí golpeó en la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien quiere verlo, señor Andreson -dijo la mujer.
-Soy Nick Adams.
-¡Entra!
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en casa de Henry -dijo el muchacho-, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero. Decían que habían ido a matarte a ti.
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos pusieron en la cocina -continuó Nick--. Iban a balearte cuando entraras a comer.
Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.
-George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.
-No puedo hacer nada -dijo Ole Andreson.
-Te voy a decir como eran.
-No quiero saberlo -declaró Ole. Miró la pared-. Gracias por haber venido a decírmelo.
-Está bien.
Nick miró al hombre que estaba en la cama.
-¿Quieres que vaya a ver a la policía?
-No -dijo Andreson-. No vale la pena...
-¿Puedo hacer algo?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no sea más que una fanfarronada.
-No. No es una fanfarronada.
Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.
-Lo malo -dijo hablando hacia la pared-, es que no puedo decidirme a salir. He estado aquí todo el día.
-¿No puedes salir del pueblo?
-No -dijo Ole Andreson-. He terminado con eso de dar vueltas de una parte a otra.
Miró la pared.
-No hay nada que hacer ahora -dijo.
-¿Podrías arreglarlo en alguna forma?
-No. Me metí donde no debía -hablaba con la misma voz monótona-. No hay nada que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.
-Bueno, me vuelvo a lo de George.
-Hasta luego -dijo Ole sin mirar a Nick--. Gracias por haber venido.
Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Andreson, vestido, tirado en la cama y mirando hacia la pared.
-Ha estado en su cuarto todo el día -dijo la mujer, que lo esperaba abajo-. Supongo que no se siente bien. Le dije: "Señor Andreson, debía salir a dar un paseo en un día tan lindo como éste", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Lamento que no se sienta bien -dijo la mujer-. Es un hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabe usted?
-Sí.
-A no ser por la cara, nadie se daría cuenta -dijo ella. Estaban hablando dentro, con la puerta de calle abierta-. ¡Es tan educado!
-Bueno. Buenas noches, señora Hirsh -dijo Nick.
-Yo no soy la señora Hirsh -replicó la mujer-. Ella es la dueña. Yo sólo soy la encargada. Soy la señora Bell.
-Bueno; buenas noches, señora Bell.
-Buenas noches -contestó ella.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por la huella de la calzada hasta llegar al salón comedor Henry. George estaba dentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -dijo Nick-. Está en su cuarto y no quiere salir. El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.
-¡No quiero oírlo, siquiera! -dijo y cerró la puerta.
-¿Se lo dijiste?
-Seguro. Se lo dije, pero él sabe lo que ocurre.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo matarán.
-Supongo que sí.
-Debe haber tenido algo en Chicago.
-Me imagino -dijo Nick.
-¡Qué lástima!
Callaron. George tomó el repasador y limpió el mostrador.
-¿Qué habrá hecho?
-Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.
-Me voy a ir de este pueblo -declaró Nick...
-Sí, haces bien.
-No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible!
-Bueno -dijo George-. Mejor es no pensar en eso. FIN

(Traducción de Carlos Foresti)
1 Las dos primeras son marcas de cerveza de baja graduación alcohólica y la última es la conocida bebida sodificada de jengibre.

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ERNEST HEMINGWAY
escritor norteamericano Premio Nobel de literatura 1954.
Los Asesinos, fue su primer cuento publicado;
este cuento es enfocado objetivamente.
El Viejo y el Mar, analizad
Orión - ezine de Divulgación Literaria
Cuentos Escogidos de la Literatura Universal
www.roland557.com/ficcion/index.htm 



El cuento más hermoso del mundo. 

The finest story in the world, Rudyard Kipling (1865-1936)

Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa. Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso. Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:

-¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.
-¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.
-Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.
Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no quería salir.
-Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?
No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:
- Quizá no estés en ánimo de escribir.
- Sí, pero cuando leo este disparate...
- Léeme lo que has escrito - le dije.
Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.
-Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.
-Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.
-Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revísalo dentro de una semana.
-Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?
-¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.

Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo lo que sería posible hacer, pero muchísimo.

-¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».
-Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...
-¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en seguida.
Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.
-Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.
Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:
-Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.
Los tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.
-Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...
-Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.
Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:
-Cuéntame cómo te vino esta idea.
-Vino sola.
Charlie abrió un poco los ojos.
-Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna parte.
-No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?
-Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivía?
-Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.
-¿Qué clase de barco?
-Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.
-¿Cómo lo sabes?
-Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.
-¿Cómo está encadenado?
-Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?
-Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.
-¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.
-¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.
-Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.
-Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?
-Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leído algo, si usted lo dice.

Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los capataces, le había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía poder aprovecharlo de algún modo. Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.

-¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:
-¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.
-¡Demonios!
-Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.
-Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:
Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.
-Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?
-Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio
Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudía.
-Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?
-No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.
-No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.
-¿Qué clase de cosas?
-Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.
-¿Tan antiguo era el barco?
-Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?
-En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?
-Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.
-No importa; dímelo.
-Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe.
-¿Tienes el papel?
-Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la primera hoja del libro.
-Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.
-Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.
-¿Qué se supone que esto significa en inglés?
-Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.
-Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.
-Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.
-Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?
-Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.

Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice, y mirándola con desdén.

-¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.
Leyó con lentitud:
-Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.
-¿Puede decirme lo que significa este texto?
-He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.

Me devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de disculpa. Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas - materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse. Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.

-¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?
-Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.
-Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.
-Pero quiero detalles.
-¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.

Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada. Hablaba de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.

-¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del Rey Olaf.
Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa: Einar, sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh Rey.
Se estremeció de puro deleite verbal.
-¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.
-¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?
Repetí una estrofa anterior:
-¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el estruendo de un barco destrozado al encallar.
-¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír "The Skerry of Shrieks"
-No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?
-Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?
Al principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran de él.
-No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.
-El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba. Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.
-¿Y?
Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi asiento.
-No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe - gritaron y empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.

-¿Cómo sucedió eso?
-La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.
-Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?
Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la cubierta.
-Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.

Precisamente. El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.

-¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.
-Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.
Charlie movió la cabeza tristemente.
-¡Qué canalla!
-No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.
-Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.
-No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos hamacara.
-Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?
-Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató al capataz.
-¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?
-No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.
Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más. No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.

-Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.

Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval, consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar, con Longfellow.

-Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo mataban a los capataces?
-Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!
-¿Y qué pasó después?
-No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes capturó nuestra galera, me parece.
El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si lo molestara una interrupción.
-No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije al cabo de un rato.
Charlie no alzó los ojos.
-Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...
Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus ojos.
-¿Dónde había ido?
Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del cerebro de Charlie que trabajaba para mí.
-A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.
-¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.
-Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...
La voz se le apagó.
-¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.
Levantó los ojos, despierto.
-No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:
Pero Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.
-¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo tocarían tierra!
-Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe valga tanto como Othere.
-Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.

Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta otra inmersión en el pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie. Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito, podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir. Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y, riéndose muy fuerte, dijo:

-Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.
La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo encontrara palabras.
-Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?
-La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -. Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.
-No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?
-No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.
Saludó y desapareció entre la gente.

Está escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin había traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo. Examiné después la situación. Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría - recordando a Clive, mi propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los moralistas fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte. Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con textos en pali y sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera confianza. No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron, ¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.

-Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder, cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.

Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.

-Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres venir conmigo?
Caminamos juntos un rato.
-No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.
-Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?
-Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.
-Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.
-Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú, siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.
-Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.
Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.
-Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.
-¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca. Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.
-¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando las piernas. Ahora hablaba en inglés.
-No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.
-No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.
-No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?
-Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.
-¿No hay ninguna esperanza?
-¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te acuerdas?
-Esto parece una excepción.
-No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi querido amigo.
-Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué aparecer en la historia.
-Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.
-Voy a probar.
-Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.
-No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.

- Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo toques. Apresúrate, no durará.
-¿Qué quieres decir?
-Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.
-¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.
-Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya, se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de la puerta.
La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil. Grish Chunder sonrió.
-Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...
-¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.
-Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.

Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la galera. Grish Chunder lo miró agudamente.

-Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.
-Me voy - dijo Grish Chunder.
Me llevó al vestíbulo, al despedirse.
-Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego - nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.
-Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.
-No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.
-Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.
Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir. Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.
-Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?
-Lo leeré yo.
-Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee, parece que las rimas estuvieran mal.
-Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.

Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow incontaminado de Charlie. Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las objeciones y todas las correcciones, con esta frase:

-Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.
En eso, Charlie se parecía a muchos poetas. En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.
-¿Qué es eso? - le pregunté.
-No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.
Aquí están los versos libres de Charlie:
Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.
¿Nunca nos soltaréis?
Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo cuando el enemigo os rechazaba.
Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero nosotros estábamos abajo.
Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.
¿Nunca nos soltaréis?
La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no podíamos remar.
¿Nunca nos soltaréis?
Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!
¡Nunca nos soltaréis!
-Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento y darme parte de las ganancias?
-Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe, ya estaría concluido. Eres tan impreciso.
-Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.
-Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron algunas aventuras antes de casarse.
-Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en las batallas.
-Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.
-No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene imaginación.
Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.
-Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres cubiertas - dije.
-No, un buque abierto, como un gran bote.
Era para volverse loco.
-Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.
-No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón. Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.

Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.

-¿Por qué "claro", Charlie?
-No sé. ¿Usted se está riendo de mí?
La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.
-Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.
-¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que mi ma... de lo que la gente piensa.
-Vales muchísimo.
-Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?
-No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y adelantar el cuento de la galera.
-Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.
-Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro cuento.

Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco. Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya. Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría producir su escritura.

- Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?
Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que había empezado a influir en su acento desagradablemente.
-Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar. El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.
Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.
-No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.

Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro", dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres noches entre hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían navegar con nosotros", dijo Charlie, "y las rechazábamos con los remos". Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.

-Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué iba a decir?
-Algo sobre la galera.
-Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?
-Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.
-Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.
Me dejó.
Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte. Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los ojos le brillaban.
-Hice un poema - dijo.
Y luego, rápidamente:
-Es lo mejor que he escrito. Léalo.

Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana. Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí: El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! / ¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía! La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; / ¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el labriego que te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!

-El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin contestar.
Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!
-¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.
-¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no sabía, yo no sabía... vino como un rayo.
-Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?
-¡Dios mío... ella... me quiere!

Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había amado en sus vidas anteriores. Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que ningún otro hombre la había besado. Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un siglo.

-Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.
Charlie miró como si lo hubiera golpeado.
-¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no sabe hasta qué punto.
Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.
Rudyard Kipling (1865-1936)


El resumen del cuento de Rudyard Kipling: El cuento más hermoso del mundo (The finest story in the world) fue escrito por 
El Espejo Gótico. Para su utilización escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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Felicidad
[Cuento. Texto completo.]
Katherine Mansfield
A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por nada.
¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad..., de felicidad plena..., como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?
¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer "beodo o trastornado"? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?
"No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque..."
-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?
-Sí, señora.
-¿Han traído la fruta?
-Sí, señora; ya está aquí.
-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.
El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.
Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien escucha, esperando algo..., algo divino que va a pasar... y que sabe ha de ocurrir infaliblemente.
Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.
-¿Doy la luz, señora?
-No, gracias; veo muy bien.
Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: "Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra". Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable.
Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.
"¡No, no! Me estoy volviendo histérica", se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación de la niña.

La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.
-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.
-¿Ha sido buena hoy, Tata?
-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!
Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una muñeca.
Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:
-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!
-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -contestó la niñera en voz baja.
¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?
-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.
La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.
-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.
Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.
-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.
Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí.
Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.
-Eres encantadora..., sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero tanto, tanto!
¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí, la quería; la quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.
-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña Berta.

Bajó corriendo. Era Harry.
-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?
-Sí, Harry; perfectamente. Oye...
-Dime.
¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no podía gritarle absurdamente: "¡Qué día más preciosos hemos tenido!"
-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.
-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.

Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un "hallazgo" de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso.
Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea divisoria imposible de trasponer.
¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.
-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-. Tenemos que averiguar lo que es.
-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.
Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: "A mi juicio tiene el hígado helado". Otras: "Quizás padece de narcisismo". En ocasiones: "Tal vez sufre de una afección al riñón"..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba.
Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!
Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.
-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.
¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las manos.
-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.
Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores completamente abiertas como el símbolo de su vida.
Realmente..., realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...
-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir a vestirse.
Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón.
Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el borde y subían después por las solapas.
-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
-Pero lo gracioso del caso... -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:"¿Es que nunca ha visto usted un mono?"
-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?
Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes.
Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su estado de extrema angustia.
-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.
-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.
-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...
Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!
-¡Debió ser horrible! -le dijo.
-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.
A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.
-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.
La señora Knight también se acercó a él.
-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.
-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?
Berta sintió ganas de gritar: "¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!"
Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:
-Pero, ¿dónde está el novio?
-Ahora llega.
Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:
-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!
Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado.
Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto..., pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.
-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...
-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?
-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.
-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.
-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.
Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.
-¿Llego tarde? -preguntó.
-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.
¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba... que avivaba... y hacía arder aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo?
La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: "¿Tú también?". Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el plato gris, sintió lo mismo.
¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:
-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su pobre nariz.
-¿No está muy ligada con Michael Oat?
-¿El autor de El amor con dentadura postiza?
-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea bastante buena.
-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?
-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.
No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores...¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton Chejov.
Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su... no diremos exactamente, naturaleza, ni tampoco su actitud..., sino de su... algo... al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su "exagerada pasión por la carne blanca de la langosta" y "el verde de los helados de pistacho... tan verdes y fríos como los párpados de las danzarinas egipcias".
Cuando mirando a su esposa le dijo: "Berta, este soufflé es admirable", a ella le faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña.
¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse.
Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton, que estaba acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz.
Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton, porque no tenía la más leve duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.
"Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido."
En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después!
Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.
"Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría."
Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no estallar en una carcajada.

Por fin terminaron de cenar.
-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.
-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.
Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada.
El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho "un nido de pequeños Fénix", como dijo Cara.
-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío. "Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja", pensó Berta.
Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.
-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.
Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.
-¡Aquí está! -murmuró.
Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada.
¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.
¿Estuvieron así una eternidad?... ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:
-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?
Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:
-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.
-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: "Aquí hay un teatro; trabajen y adelante".
-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.
-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el valor de decir que ésta se necesita?
-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.
La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos.
Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:
-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.
Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la percibía y ofendía...
"¡Oh, Harry!" ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche", se dijo.
Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y sonriente le susurró: "Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras..."
Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.
-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!
Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido.
Antes sí, lo quería... estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios.
Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...
-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.
-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?
-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.
-No, gracias.
Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.
-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.
-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.
-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.
-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.
-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.
La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:
-Yo la acompañaré -dijo.
Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior... y dejó que fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento... tan impulsivo... tan sencillo!
Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.
-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente maravilloso: "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?"
-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.
Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:
-Te adoro.
La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:
-¿Mañana?
Y la señorita Fulton, bajando los párpados, contestó:
-Sí.
-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?". Es completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.
-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.
-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil gracias.
-Adiós -dijo Berta.
La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.
-¡Su hermoso peral...! -murmuró.
Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.
-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.
"¡Su hermoso peral!...¡Su hermoso peral!..."
Berta corrió hacia la ventana.
-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.
Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que largándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.
Fuente.: Ciudad Seva


Casa Tomada [
Cuento. Texto completo.]
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
FIN
Fuente: Ciudad Seva 






Encender una hoguera