Cuento: De regreso, por Alvaro Calix



 Sin ganas de nada me bajo del autobús, retiro la maleta del portaequipaje y me quedo un momento en la estación, sentado en una banca de madera descascarada. Del aeropuerto a mi ciudad son dos horas por la carretera central, entre serranías de pinos y valles con el pasto seco. El vuelo se me hizo largo. A pesar de que era mi primer viaje en avión, dada la situación, eso me valía un comino. Me dieron un asiento con ventana y tampoco tuve ánimo de ver el paisaje. Cuando el avión despegó, cerré los ojos y dejé que los mil pensamientos de mi aventura vinieran y se fueran como escenas de una película.
Nadie me espera en la terminal de buses. Bueno, nadie sabe que estoy de vuelta. Salgo a la calle. Paso de largo los taxis que merodean buscando carreras. Camino una, dos, varias cuadras. No tengo prisa pero tampoco quiero estar vagando por ahí. Voy recomponiendo en mi mente la fisonomía del centro de la ciudad. A menos de un kilómetro está la casa de mis padres, subiendo por empinadas cuestas y callejones de piedra. Pronto me ponen en ambiente los bocinazos de los autos y, no podían faltar, los gritos canturreados de los vendedores. No reconozco a nadie en la calle y, puedo decirlo sin exagerar, más allá de la diferencia de escala, me siento de repente tan solo como solía pasarme en las avenidas neoyorquinas.
Hace cuatro años que salí; hoy, regreso sin más equipaje que esta mochila a cuestas y estos enormes tenis que han de causar fiebre al que me los mire, no es que me gusten… es que aguantan de todo. Nada que ver con los viejos tenis que lancé al cableado de luz la noche que me marché.  En el fondo sé que no parezco uno de esos que viene de Miami.  ¡Qué alivio! Y es que no porto cadenas ni pantalones anchos, tampoco aretes ni walkman. No, ese no es mi estilo, pero si vengo del norte, y estoy aquí no sé si por accidente, pero a todas luces en contra de mi voluntad.
Cuando me fui, antes de agarrar para La Florida pude haberme quedado en Texas, pero el grupo de tamaulipecos al que me pegué dijo que ahí la paga era una babosada, que me les uniese para ir al sureste. Sin nada que perder, les hice caso. Mordí el polvo en mi  primer trabajo en una plantación de naranjas cerca de Tampa, más de diez horas al día metido en los surcos con el morral al hombro, subido en la escalera para pizcar los árboles cundidos de fruta; durmiendo en galpones improvisados, con decenas de hombres hoscos que no pensaban en otra cosa que pagarle el mandado al “pollero”, y de ahí en adelante escatimar gastos hasta donde fuese posible para enviar un fajo de verdes a casa  y, mostrar así que… comenzaba el “sueño americano”. Pero qué va, la paga apenas ajustaba para ir pasando y si se mandaba dinero era a costa de aguantar hambre y encerrarse como cucaracha.
Con el tiempo, el grupo se iba raleando, unos se iban a buscar otras chambas; decían que la cosa no estaba mal en los campos de tabaco en Kentucky, pero los más viejos nos guiñaban el ojo.  Otros caían en las redadas de la “migra” y, tras unos días en el bote, enviados de vuelta a casa. De repente llegaba nueva carnada a trabajar en los campos, se raleaba más tarde y, así, para sécula seculórum. La verdad es que a los que atrapaban en las cacerías, más era por no hacerle caso al patrón. Bien decía el patrón que no saliésemos del rancho, pero los peones se hartaban del encierro y así es que les ponían mano. Un par de veces escape de los patrulleros, hasta tuve que meter el esqueleto en un tonel de la basura para zafármeles. Se me fueron quitando las ganas de andar allá afuera. Pero había gato encerrado… Siempre me pregunté por qué en los pueblos cercanos a las plantaciones los de la migra andaban buzos, pero a las meras fincas nunca entraban. Para mí que había gato encerrado. Bueno, como sea, yo no puedo quejarme, aguanté cuatro años en los Estados Unidos.
Ya al año de estar por allá, las heladas destruyeron las cosechas y los jornaleros nos la pasábamos de brazos cruzados. No había chamba. Había decidido ir a rifármela a Nueva Orleans, a ver si un ceibeño me echaba la mano, pero vueltas de la vida, mi estrella cambió cuando por fin mi padrino se contactó conmigo y se abrió la puerta para subir a Nueva York.  Estaba yo que no me la creía. Desde el principio mi sueño era ir a probar suerte a la Gran Manzana y visitar los clubes de Jazz, Central Park y el puente de Brooklyn. Todo lo que mi padrino pudo hacer es ayudarme a conseguir trabajo de limpia platos en un restaurante de mala muerte en Bushwick, al noreste de Brooklyn. De ahí rodé por casi media docena de empleos hasta que la varita de la suerte me tocó y me colé de mesero en una compañía de Catering.
Cuando mejor iban las cosas, con decir que hasta el inglés lo masticaba bien, llegó aquel día, a inicios de la primavera, un domingo de abril, en el que yo estaba de lo más águila sirviendo en una casa de los suburbios. Creo que era una de las hijas de la dueña la que cumplía años o algo así. Yo me la pasé atendiendo, bandeja en mano, a la parvada de jóvenes que se reunía junto a la piscina. Las botellas se vaciaban en un santiamén. Grupillos de muchachos se escabullían en los rincones del jardín y en las habitaciones de la casa. Nadie bailaba, la música era estridente, y me costaba entender qué bebida o bocadillo me pedían de tanto en tanto los invitados. Poco antes de oscurecer, cuál fue mi asombro, gajes que nos caen del cielo, cuando veo a la anfitriona, quizás caldeada por el whisky, roja como un tomate, berreando porque había perdido unas alhajas. Pero lo que es peor, alegando que yo se las había robado. Lo demás es patético, la detención, constatar mi falta de papeles y unos días más tarde este vuelo inevitable al país. 
No tuve tiempo ni deseos de avisarle a mi familia. Lo que más me asusta es tener que pararme frente a mi padre. Él nunca perdonó que me fuera así por así… Ya lo imagino, con la perorata de que soy un bueno para nada, que perdí cuatro años de mi vida y que por una aventura sin ton ni son había dejado los estudios. También me da tirria pensar en los amigos del barrio. Tendré que poner cara de palo frente a los amigotes que me van a preguntar a qué se debe la visita… que si la logré “hacer allá”.  No tengo otro remedio que hacerme el papo. De algún modo estoy convencido de que no es para echarse a llorar... Aprendí a valerme por mí mismo. En eso, ya hay ganancia.
El barrio se ve igual que antes. Se siguen viendo tenis guindados en los cables de la luz, contra un fondo azul sin nubes. Las mismas pulperías y el deambular del perro tunco de doña Berta. Pero hay menos árboles en las aceras. Por fortuna no veo a ninguno de mis amigos. ¿Vivirán en el barrio todavía? Supe que Jorge y Erasmo pintaron llantas para Dallas, que mataron al Montuca, supuestamente en “pleito de pandillas”, que el Rolo quedó renco después que lo tirotearon para asaltarlo. Aquí la vida no vale nada. ¿Y Karla… todavía se acordará de mí?… ni siquiera tuve el valor de despedírmele. Oí decir que se ennovió con el Jimi, me cuesta creerlo. Ese Jimi era un asco, un playboy barato que no se merece a la Karla. Pero qué me importa eso ahora.
 ¡Qué grandes están los niños que ayer jugaban en la calle!; hoy, siguen allí, pertrechados en las esquinas, más espigados y con el pitillo en la mano. Otro grupo de muchachos juega fútbol en el callejón. Son casi de la edad de mi hermano menor. El mundo les cabe en una pelota. Detienen la potra al verme pasar. Les cuesta al principio, pero varios de ellos alcanzan a reconocerme. “El Rocky”, escucho que dicen, en voz alta. Otros susurran. “Volvió el Rocky. Sí, es él”. Me detengo para saludar a un par de ellos que avanza hacia mí. Sin levantarme las gafas de sol, les contestó animado, chocando los puños, alzando el pulgar y luego el apretón de manos. Masco el chicle con fruición para parecer más seguro y saco palabras encendidas para dar a entender que estoy a todo dar, que me ha ido macanudo.
­            —¿De vacaciones, Rocky? —pregunta uno de ellos.
—Pues… aquí, visitando a la tribu.
En este momento acabo de convencerme, por una cuestión de orgullo, que mi regreso ha de ser temporal. Que en cuanto pueda voy a intentarlo de nuevo y, por mucho, en un par de meses me estaré yendo a México para cruzar la frontera. Vamos a ver cómo le hacemos con la plata para pagarle al coyote, porque sin coyote no me atrevo. Le quito el balón de las manos al chico que la sostiene y lo lanzo hacia arriba, mientras les grito:   “¡Sigan el juego!”.
Los muchachos reanudan la jugada, menos uno, el más grande, aunque todavía usa pantalones cortos, que se acerca para susurrarme, como quien cuenta un secreto, “cuando me vaya, voy a buscarte en Nueva York, para que me des una ayudita… No te vas a hacer el loco, ¿verdad?…”.  En afán de no defraudarlo, le digo que no tenga cuidado, que en lo que pueda voy a darle una mano.
Sigo mi camino. Al verme frente al portón de la casa me da un escalofrío, es como retroceder en el tiempo. Cuatro años son tanto tiempo y a la vez se van en un soplo. Las ramas del sauce están podadas y las raíces han levantado las baldosas de la acera, ojalá que no se les ocurra cortarlo. Lo plantó papá cuando yo apenas gateaba. Me gustan los árboles, en parte porque dan un tono de continuidad a la vida; suelen estar ahí por mucho tiempo, aunque a uno le salga barba y sin que uno pueda hacer nada, años después, le salte la primera cana. No tengo canas, que conste, pero he visto a amigos, no tan mayores que yo, con mechones de pelo blanco. Como sea, los árboles estarán ahí, a no ser que un depravado los tronche porque quiere forrar de cemento la acera. Se ve que no leen aquel poema de Machado. Trato de tomar aire, aun así me flaquean las piernas… como si fuesen de papel. ¡Vaya, vaya…!, no podían faltar los testigos… Casi aseguraría que varios pares de ojos me escrutan, huidizos, desde el ventanal de la casa vecina. Que miren lo que quieran, me da lo mismo. 
Pusieron un timbre eléctrico, ¡bah!, pero no lo utilizó; como antes, toco tres veces con un manojo de llaves. Nadie viene a abrir. Vuelvo a intentarlo. Un lejano ¡Ya va! pone en mis oídos la voz de papá. Preferiría que otro familiar me abriese la puerta. Pienso en salir corriendo y regresar más tarde. Pero no, me quedo plantado, esperando. Total.
Lo veo venir con su poco pelo y en camiseta sin mangas, arrastra las sandalias con la misma pachorra de siempre, aguzando los ojos pequeños y saltarines. Creo que no me ha reconocido, pues al verme va revisándome de pies a cabeza, hasta que sin mayor asombro, parece darse cuenta que soy yo. Advierto que unos kilos menos y el pelo más largo pueden despistar a cualquiera, incluso a mi padre. Colaboro, quitándome las gafas. Y, típico en él, antes de saludarme pregunta: “¿Andás paseando… o es que ya te deportaron?”. No le contesto, pero la expresión delata. Le doy un abrazo; él no corresponde pero se deja, aunque se pone tieso como un tronco, enseguida se suelta y avanza hacia el interior de la casa, dejando el portón abierto. Esa es la bienvenida al hijo pródigo, pensé con sarcasmo. Entro y lo sigo por el patio sombreado que da a la puerta de la cocina. Huele a caldo de pollo, con culantro y todas esas hojas que mamá le pone.  Los napoleones están a punto de florear y el gato Morocho sale espantado. Papá se detiene en la puerta, escucho cuando le grita a mi madre: “¡Mujer, a qué no sabés quién vino… Volvió el ‘mojado’”!
Antes, cuando mi padre solía tratarme así, lo encaraba y le exigía más respeto. Tengo tantas ganas de ver a los viejos que no deja de resultarme cálida la bienvenida. Madre sale corriendo a la cocina. Sus lágrimas, colman el vaso. A ella, parece que le han pasado los años encima, se le nota más el rictus de dolor que se forma en las comisuras de la boca a causa del lumbago. Yo he de ser uno de los motivos, para qué lo voy a negar. Tampoco le hacen gran favor los trapos que lleva puestos, una falda gris que bien serviría como mecha de trapeador y una blusa crema que parece de bulto. Nunca se gasta un peso para arreglarse, cada centavo se lo da a los tiburones que hemos sido sus hijos. Después van saliendo mis hermanos, menos uno, que ya se ha ido para hacer familia.
Me siento como de otro planeta, aunque no comprendo con exactitud por qué. Parezco un holograma en medio de la sala. La casa se me vuelve apretada y adusta, no es que allá viviese en una mansión, pero hay cierta monotonía, y los objetos y muebles están muy cerca unos de otros y los colores desentonan a más no poder. Por si eso fuera poco, la decolorada pintura de las paredes da una sensación de abandono; sin embargo, no puedo explicarme a ciencia cierta quién luce más abandonado, si yo o la casa de mis padres. Soy parco a las preguntas de cómo me ha ido. A la larga, mi actitud provoca un silencio como de aquí a la luna. De repente, nadie quiere seguir hurgando. Tampoco yo intento responder más de lo necesario, finjo estar muy cansado. Pido un vaso con agua, al tiempo. No, no es necesario fingir… estoy muy agotado, no porque haya hecho un esfuerzo extremo o cosa que se le parezca. Mi madre sugiere que me vaya al cuarto y que me dejen descansar. En mis adentros agradezco su intuición, mucho más cuando agrega que, enseguida, va a llevarme algo de comer. Ojalá fueran enchiladas con queso rallado encima.
De lo que fue alguna vez mi cuarto, poco queda; mi hermano menor inundó la habitación con su estilo. Su ropa está desordenada, fuera de las gavetas de la cómoda; zapatos, sandalias y tenis sin pareja asoman en cada rincón. ¡Qué asco!, ni siguiera ha hecho su cama. En la pared sólo encuentro uno de mis afiches con las estrellas que hace unos años brillaban en la NBA, en su lugar puso a las oncenas futboleras que jugarán el próximo mundial. Mi pequeño librero ya no está, tampoco veo en ninguna parte los libros. Me pregunto si se habrá salvado la novela que siempre releía… Cipotes, de Amaya Amador o aquella otra, más corta, que me regaló el profe de español, el guardián entre el centeno, de un tal Salinjer o Salinger.  Sonrío al ver en la repisa el trofeo de máximo encestador que gané en un torneo colegial. Fuera de eso, no es mi cuarto, no se parece a mi cuarto. Mi hermano de seguro nota mi contrariedad, aunque trato de disimular. Además, ¿qué derecho tengo a estar molesto?
Con su ayuda despliego la cama de metal, medio desempolvo el colchón y a modo de cubrecama le pongo una cobija, aún olorosa a detergente. Acomodo la maleta a un lado y sin miramientos me acuesto bocabajo. Le pido a mi hermano que cierre la puerta al salir. Como cuando estuve detenido en los Estados Unidos, así me siento ahora, recluido en esta pequeña habitación que se me antoja tan, tan ajena. A decir verdad, no es que muera de ganas por irme  “mojado” otra vez, aunque para qué negarlo… tiene su gustillo, conocer mundo, pero… pasársela solo, sobre todo en los días nevados, comerse la cena solo y no tener quien lo espere en casa, esconderse y pelar el ojo para que no lo deporten a uno. Y si me pongo a pensarlo, tampoco me gusta esa prisa maniaca de la vida allá en los Estados… Si uno se descuida, no exagero, terminamos como zombis detrás del moni. Pero confieso que no sé qué hacer aquí, donde nada se mueve, salvo la merusa y los plomazos a la orden del día. Además no quiero que piensen que soy un acabado, que he vuelto con la cola entre las patas. 
Hace calor. Me faltan fuerzas para ir a abrir las celosías, total, afuera el aire es caliente y pesado. Mi hermano dejó mal cerrada la puerta y pude oír como ésta se entreabrió. Tampoco eso tiene gran importancia, de no ser porque el viejo Conde tomó ventaja y se escabulló sin darme cuenta, y sin más, salta a la cama, para acomodarse en el único espacio posible. Una pulga más, una pulga menos, no me va a privar de tan cálida compañía.
Qué dicha poder acostarme, estar solo, juntar otra vez los pensamientos que se cruzan… las caminatas por el puente de Brooklyn en domingos de cielo plomizo, los paseos en bote de remos por el lago de Central Park para ver la explosión de colores del bosque a mediados de otoño, la señora berreando por el collar, el avión blanco que me trajo de regreso, los calores de la ciudad, la cara de asombro de mi familia, y el grito sofocado del barrio en la sorna de una mañana de sábado. Pero a decir verdad, no tengo muchas ganas de pensar. Quisiera que la mente se me pusiese en blanco, que se congelara el tiempo, poder sacarme este punzón que siento enterrado en el pecho cuando pienso en  qué voy a hacer mañana… pasado mañana. No sé para dónde patear el tarro y lo que es peor, no me importa mucho. 
Me parece que en la sala hay gritos, luego silencios, sí, silencios calculados, como preludio a un nuevo estallido de palabras; un mosaico de voces que conozco de toda mi vida. ¿Estarán discutiendo por mí?, claro, ¿de qué otra cosa podrían hablar?  No hay que ser muy listo para saber que la discusión se parte entre los ruegos de mi madre y el enojo, quizá razonable, de papá. ¿Qué pensarán mis hermanos? Los parpados me pesan, Conde se ha dormido.
¿Qué sucede ahora?... Espero no haber perdido el seso, lo cierto es que… al voltear la mirada hacia la puerta, entre despierto y dormido, contemplo a la familia, con los brazos extendidos hacia mí. Destaca la expresión de mi madre: parada en el centro, sus ojos inmensos como soles y las puntas del cabello entrecano rozándole los antebrazos. Papá me mira, sin ese reclamo con el que suele clavarme los ojos; se le han desdibujado las líneas del entrecejo. Hasta mi hermano el que vive en el otro barrio está ahí parado, como una gran sorpresa. Todos parecen inmóviles, sin embargo, confío en que no me traicionan los sentidos (al menos anda bien mi olfato que percibe al maloliente Conde), pues con claridad les escuchó decir:
            —¡Bienvenido!...

Fuente: Del libro de cuentos, La plaza de los poetas (2006) 
Ilustración Fuente:  http://www.taringa.net/post/imagenes/
10544354/Los-tenis-viejos-un-final-por-lo-alto.html