Peter Rühmkorf o la estética de lo inmanente por Aina Torrente Lenzen


Plaza de las palabras es su sección Poetas, presenta al poeta alemán Peter Rühmkorf (1929-2008), escritor, poeta y dramaturgo. Uno de los poetas más relevantes en lengua alemana de la  postguerra. Y reproduce el ensayo Peter Rühmkorf o la estética de lo inmanente, tomado de un texto más extenso: DOS POETAS ALEMANES CONTEMPORÁNEOS, ensayos  escritos por Aina Torrente Lenzen y  publicados en la revista El Ateneo de La Laguna. Y cuyos textos son  dedicados a Peter Rühmkorf o la estética de lo inmanente y a la poeta Hilde Domin y la Poética del exilio. En esta ocasión estamos presentando únicamente el texto acerca del  poeta Peter Rühmkorf, pero remitimos al lector al enlace y texto original que incluye también el ensayo acerca de la poeta Hilde Domin.



Peter Rühmkorf o la estética de lo inmanente



Aina Torrente Lenzen


Peter Rühmkorf es uno de los grandes escritores en lengua alemana del momento actual. Es autor de poemas, textos en prosa y obras de teatro. Nació en Dortmund el 25 de octubre de 1929. Inició las carreras de Historia del Arte, Pedagogía, Germánicas y Psicología en Hamburgo, estudios que abandonaría en 1957 para ponerse a trabajar como lector en la editorial Rowohlt. Ya como estudiante, trabajó con entusiasmo en organizaciones estudiantiles en pro del arte progresivo y del cabaret. Sus poesías se hicieron eco de la situación política en aquella época (Heiße Lyrik 1956). En 1960 entró en el Grupo 47, fundado en Munich en 1947. Inicialmente lo conformaban un grupo heterogéneo de escritores y críticos literarios de izquierdas, cuyo objetivo principal era hacer renacer una literatura alemana joven, portadora de nuevas ideas y de nuevos principios estéticos. Cabe destacar la postura antiautoritaria del grupo, no en última instancia como reacción al período nacionalsocialista y a la sociedad bélica que había conducido a las guerras mundiales El último encuentro del grupo tendría lugar en 1967. Hoy en día se considera al Grupo 47 como motor que volvió a poner en marcha la literatura alemana después de la Segunda Guerra Mundial, abriéndole el camino que le ha posibilitado una categoría mundial. A partir de 1964 Peter Rühmkorf se estableció en Hamburgo como escritor profesional. Asumió el cargo de numerosas docencias como profesor visitante, entre otras en Austin Texas (1969/1970), Hamburgo (1975), Essen (1977), Warwick/ lnglaterra (1978), Frankfurt am Main (1980) y Paderborn (1985). Es miembro del Pen-Club en Alemania desde 1973. En 1977 es nombrado miembro de la Academia Alemana de Lengua y Literatura (Deutsche Akademie Ur Sprache und Dichtung) con actual sede en Darmstadt. En 1989 es galardonado con el título Doctor honoris causa por la Universidad de Gidßen. De entre los numerosos premios obtenidos cabe destacar los dos últimos: Peter Rühmkorf recibe en 1993 el Premio Georg Büchner y en 1996 el Premio de Literatura de la ciudad de Aquisgrán (Literaturpreis der Stadt Aachen). De entre sus obras de las dos últimas décadas del siglo XX destacan poemarios (EinmaJig wie wir alle, 1989; Komm raus!, 1992; ÚlIS leuchten!, 1993; Wenn -aberdann 1999), diarios (Tabu l, 1995) y ensayos literarios sobre Friedrich Klopstock, Walter von der Vogelweide, Heinrich Heine y Wolfgang Borchert (Dreizelm deutsche Dichter, 1989). 

Peter Rühmkorf consiguió un nombre entre los círculos literarios como poeta satírico y agresivo por un lado y como crítico polémico y agudo por otro, que ataca a la sociedad actual con el objetivo de desmitificar su irracional fetichismo. Para ello se sirve de la parodia, del montaje de mundos estéticos aparentemente irreconciliables, del diálogo inserido en el poema, del juego de palabras y de la musicalidad casi infantil que ofrece el  lenguaje. Un verdadero acróbata de las palabras. Un acróbata, por cierto, muy anarquista en su quehacer Por la rima, Rühmkorf es capaz de todo, incluso de inventarse o de deformar palabras. Logra un efecto convincente en sus canciones rimadas según el estilo tradicional popular con intención chistosa y, por supuesto, crítica. Otorga al verso rimado una capacidad mágica, secreta, para canalizar valores y mundos hoy reducidos a lo absurdo. Consigue expresar tales ideas críticas sobre todo a base de reproducir y parodiar formas y mensajes de poetas de todas las épocas, contraponiéndolas a las estructuras actuales. Cuenta como uno de los parodistas más representativos del momento actual. Es característico de Peter Rühmkorf su balanceo entre la tradición literaria y la crítica social: formula su teoría del ni-esto-ni-lo-otro (Weder-Noch), que él formula explícitamente para su actitud vital y para su obra artística. Su lenguaje y sus símbolos son experimentales; no quiere, sin embargo, comprometerse del todo con ideologías determinadas ni experimentar del todo. En general, el furioso ataque a la sociedad es dulcificado por un autocontrol poético llevado a cabo irónicamente. 

Peter Rühmkorf goza con exaltar o ya simplemente tematizar la inmanencia de lo cotidiano, detrás de cuyo decorado no se encuentra nada más. Ésta es, en su poesía, la gran verdad que hace zarandear más de un fundamento social, una verdad muy brechtiana por cierto: también Bertold Brecht se esforzó para mostrar a la sociedad el vacío de! Idealismo burgués y de su concepto sobre e! individuo.  El sentido transcendental de las cosas lo suponemos al otro lado, en ese otro lado que – una vez destapado todo- no existe. Peter Rühmkorf provoca. Rompe con todos los tabús que no son sino la fachada de una sociedad vacía de contenido. Pues ¿tienen acaso nuestros valores algún contenido más allá de las convenciones sociales y del juego de funciones cotidianas? La clase intelectual alemana es autocrítica hasta la médula. Para nosotros, para quienes nos enfrentamos a una nueva cultura, ello exige saber romper con los muchos clichés que hemos acumulado sobre la misma. 

De entre lo inmanente, Peter Rühmkorf muestra su predilección especial por las combinaciones sonoras, cuanto más infantiles mejor: como esas rimas que cantan los niños con tanto placer sin que uno pueda entresacar significado alguno. La ingenuidad es la mejor vía para desenmascarar tabús. En la rima, Peter Rühmkorf encuentra vestigios de un saber y de un sentir colectivo. 

Eso ocurre en su escenario poético. En su prosa, en sus diarios, se revela comprensivo, casi sentimental, sensible, inusitadamente "normal" y" accesible". Desde la ventana de su taller divisa el río Elbe y los barcos, que en su opinión cada vez se parecen menos a verdaderos barcos, declara Rühmkorf al periódico "Die Zeit". y las personas, ¿también se parecen cada vez menos a verdaderas personas?, le pregunta la entrevistadora. Las personas van adquiriendo cada vez más la forma de un cable de corriente eléctrica con sólo un objetivo que de día en día cambia con más rapidez. La literatura reacciona nerviosa y sensible al vertiginoso cambio de los tiempos. ¿A quién habla todavía el poeta? ¿Detrás de qué fondo? Peter Rühmkorf considera perdidas tantas tradiciones literarias... ¿Dónde iniciar el trabajo de poeta? Parece como si valores poéticos estuvieran llegando a su fin... Pero la poesía es el único género literario que uno puede llevar consigo en la mente: el equipaje de viaje, por decirlo así, el maná para sobrevivir. Pero,- me pregunto- ¿y si ni siquiera notamos que estamos muriendo?





Dichterleben


Lieber Dichter, sage mír:

was verheißt uns dein Papier?

Wovon raschelt es und knistert?

Gibt es sich

in der schweren Abschiedsstund

uns verbrüdert, und verschwistert

oder noch was andres Großes kund?

Dichter, sprich!


Etwas Gro Bes? Gutes? Liebe Zeit!

Und dann euch, so insgesamt genornmen?

Was bewegt euch und wer seid ihr?

Manche heben morgens wie Loftleidir

aus den Betten ab und sind den ganzen Tag gefeit,

um zur Nacht vor Lust nicht reinzukommen -

Andre freilich, siehe Hugo von

Hofmannsthal,

seho wir trostlos ihrco Schmerz ergieBen

in den Tranenfluß von Babylon ...

Aber, was der Dichter daraus schlieBen

soIl? Seht hin. Lest nacho Und ratet mal.


Ach, der Dichter, ja, was kann er fassen?

Eigentlieh nur eine Regung, cine Rührung,

was ihn selbst wie Donnerkeile trifft;

cloeh sein Stift

quirlt es dann mit Farben der Verfiihrung,

die eueh irgendwie in Trance fallen lassen,

zu so einer Art von Nervengift -

Dies das Eine, do eh in seinen Krisenzeiten

wird er allgemeinverbindlieh abgewiesen,

selbst in Kreisen,

die ihm sonst Ergebenheit erweisen.


Dies nomal in Prosa, also: praktiseh

haut er seine Seele auf den Paektiseh

und umwindet sic mit buntem Glanzpapier -

Aber hütet eueh (ich spreeh von Irren. Liebeskranken, Säufern)

ihnen allen Ernstes naehzueifern,

denn das Ende ist meist kcin papiernes:

Wannsee - Missolunghi - Sheerness -

Wandle hin - und überleg es dir! 



Vida de poeta


Querido poeta, dime:

¿qué nos anuncia tu papel?

¿Sobre qué bisbisea y cruje?

¿Se nos muestra

en la difícil hora de despedida

fraternal, unido a nosotros como un hermano

o nos anuncia otra gran cosa?

Poeta, ¡habla!


¿Algo grande? ¿Algo bueno? ¡Dios mío!

y luego. ¿a vosotros, así considerados en grupo?

¿Qué os induce y quiénes sois?

Algunos despegan por la mañana como Loftleidir1

de las camas, permaneciendo invulnerables durante todo el día,

para no querer volver a entrar por la noche de tanta apetencia, de tanto placer ...

A otros, ciertamente, véase Hugo van

Hofmnnsthal, 2

los vemos verter su dolor desconsoladamente

en el río de lágrimas de Babilonia...

Pero, ¿qué conclusiones puede sacar el poeta de todo esto?

Mirad. Leed. Y adivinad.


Ah, el poeta, ¡ya me diréis qué es lo que logra captar!

En realidad, sólo un estado anímico, una emoción,

algo que cual rayo lo toca;

pero su pluma

lo bate todo entonces, removiéndolo

con colores de seducción,

que de una u otra manera os hacen caer en trance,

resultando algo así como una neurotoxina.

Eso por un lado, pero en sus épocas de crisis

es rechazado sencillamente por todos,

incluso es rechazado en círculos

que, si no, le son leales.


Lo mismo de nuevo en prosa, es decir: prácticamente

arroja violentamente su alma sobre la mesa de empaquetar

y la envuelve con papel brillante de colores.

Pero guardaos (hablo de locos, enfermos de amor, bebedores perdidos)

de imitar su ejemplo de veras,

pues el final no suele ser de papel:

Wannsee 3 - Missolonghi4 - Shernesss 5-

¡Ve hacia allí caminando ... y piénsatelo!



Betr. Rundfrage Grundfrage



Die Frage nach dem Sinn

kennt kein Ruh-

Wohl weiϐ ieh, daϐ ieh bin,

doch nicht, wozu.


Trotzdem behaupte ieh,

die Welt alleine,

ich meine, ohne mich,

das wär noch keine.


Selbst meine Tante

Wär nicht meine Tante.

Die Jahre die lhr kennt

die groBe Unbekannte.


Was ich im Sprung erhascht,

im Hasch ersprungen,

wär nur so weggeascht

und nicht zum Licht gedrungen.


Wen überragte

das von eigner Hand Gepflanzte?

Die um die Ihre einst Gefragte

und m t jungen FuB Ertanzte?


Auch dies ist ein Wahn,

weil: wer betriebe meine Praxis?

Wer waf der Milchmann

in der -nein! -nicht meinen Reirngalaxis?!


Ich denk, das sind doch Fragen,

die sieh wirklieh stellen,

jenseits der vagen

ultraintellektuellen.


Weil aben unterrn Dach

und nicht an meinem Tisch

säϐe - geht hin, schaut nach! -

ein Irr- und Anderwisch .


Ja, selbst der dieses ¡iest, der Rezensent,

blickte statt in ein Buch

ins relative Nichts

(Warum so trübe und woran geb rachs denn?

An mir - wen sonst - den ausnahmsweise keiner kennt)

und rein geschäftlich griffe er zum nachsten,

dicker an Urnfang

und geringeren Gewichts.



Asunto: Encuesta Cuestión fundamental 6


Preguntar por el sentido

no permite ni un rellano

Sé que soy, cómo no, es algo sabido,

¿para qué?, es preguntarme en vano.


Y a pesar de ello quiero asentir

que el mundo solo, en su soledad,

sin mí, es lo que quiero decir,

no lo sería, ¡qué gran verdad!7


Ni siquiera mi tía

sería mi tía,

Los años que conocéis,8

algo desconocido sería.


Lo que yo hubiera atrapado en un salto,

prendiendo y saltando prendido,

sólo sería ceniza en lo alto,

a la luz nunca habría salido.


¿A quién superaría

lo con propia mano plantado?

¿ A la por la suya preguntada en su día 9

y ante la cual con pie joven has bailado?


También esto es una quimera,

pues quién iba a hacer lo que yo, y encima:

¿quién sería la lechera

en mi -¡no!- no es mi galaxia de la rima?


En mi opinión, esto sí que son cuestiones

que ciertamente se plantean

más allá de las vagas razones

por las que ultra intelectuales se pelean.


Porque no a mi mesa

sino bajo el tejado

estaría sentado - id y contemplad semejante empresa:

una luz que danza como duende enajenado.10


Sí, incluso aquél que lee esto, el recensionista,

miraría no en el libro

sino en la relativa nada

(¿por qué tan triste?, ¿qué le faltaría?

Yo -quién, si no- a quien nadie conoce, excepcionalmente)

y por meras cuestiones de negocios tomaría el siguiente,

un volumen más grueso, eso sí,

aunque la sustancia no valiera nada.




Notas de traductora Aina Torrente Lenzen 


1 Loftleidir es el nombre de una compañía de vuelos islandesa. El mismo poeta confesó a la autora del presente artículo -"vía" editorial Rowohlt- haber escogido un vocablo tan enigmático sólo por motivos de rima. Pero ¿no es conmovedora la metáfora del poeta que "despega"? 

2 Hugo van Hofmannsthal nació en Viena en 1874. Vivió en una época y en un entorno en los cuales la literatura había degenerado a algo marginal, en todo caso decorativo. Llevó, pues, el estigma de ser poeta, por estar aislado como tal de los procesos y cambios sociales y, al mismo tiempo, por el hecho de que este mismo aislamiento corroboraba, inevitablemente, la visión aristocrática y decadente del arte. Hacia comienzos del siglo XX pasó un largo y profundo período de crisis creativa, cuyos motivos formuló en la carta llamada Chandos-Brief pudiendo resumirse en el siguiente postulado: el lenguaje no alcanza para volcar el alma humana sobre el papel. Esta imposibilidad del lenguaje y esta impotencia del poeta como tal, tanto personal como social en el caso de Hofmannsthal, constituyen probablemente el trasfondo de las bellas metáforas bíblicas del río de lágrimas y de Babilonia con su famosa torre de Babel que Peter Rühmkorf insiere con tanta elegancia en su poesía. Hugo van Hofmannsthal falleció en 1929. 

3 En Wannsee, cerca de Berlín, murió Heinrich van Kleist el 21 de noviembre de 1811, poeta alemán nacido en 1777. Fue soldado pru siano que luchó contra Napoleón. Se quitó la vida, junto con su amante Henriette Vogel, decepcionado por los acontecimientos políticos y desesperado por su propia falta de salud. 

4 Lord Byron, poeta romántico inglés, nacido en Londres en 1788, murió en Missolonghi (Grecia) a causa de la malaria el 19 de abril de 1824. Había ido a Grecia entusiasmado por la causa griega a fin de participar en las luchas político- sociales reivindicadoras de libertad e independencia. 

5 En Shernesson-Sea falleció en la noche del 23 al 24 de febrero de 1984 el poeta alemán Uwe ]ohnson, nacido en 1934 en Cammin (en la Polonia actual). Su biógrafo y comentarista Theo Buck afirma que a Johnson le habría gustado configurar el transcurso de su vida de otra manera. Fue un gran defensor del derecho a ser un individuo, desconfiado ante hombres de poder, escéptico ante la organización político-social, fanático de la justicia: todo ello le con• llevaría numerosas dificultades, tanto en su vida privada como en la profesional. Ya en su infancia se revo ltó contra la educación nacionalsocialista. Más tarde lo decepcionaría el camino hacia el socialismo de la ex República Democrática Alemana.

6 Dado que la galaxia de la rima - para expresarlo con  palabras del poeta - cobra tanta importancia en la obra poética de Peter Rühmkorf y dado que en esta poesía él mismo reconoce que tal galaxia no le pertenece (sexta estrofa, cuarto verso), me he tomado aquí la licencia como traductora de literatura de cambiar la estructura o nomasiológica de algunos versos en aras de obtener un poema rimado. 

7 El tema es típico de la poesía medieval trovadoresca y, muy especialmente, de los minnesíngeres alemanes (Minnesinger, del medio alto alemán minne, "amor")  Walter van der Vogelweide escribía igualmente que si él no estuviera allí, nadie podría cantar a la hermosa dama. La tradición literaria, y muy especialmente la tradición medieval, cobran una importancia enorme para Peter Rühmkorf. 

8 En su libro Die jahre, die ihr kennt (Los años que conocéis), Peter Rühmkorf se hace eco de los cambios político sociales. 

9 Este verso y, en general, toda la estrofa  se presentan especialmente difíciles de interpretar y traducir. En la traducción se ha optado por el siguiente análisis semasiológico: Si él [el poeta, es decir Peter Rühmkorfl no existiera, tampoco no habría podido plantar nada. Lo plantado puede entenderse perfectamente como metáfora de lo escrito, de su poesía. Si su poesía no existiera, ésta no habría tampoco podido superar a la mujer amada a la cual se dirige el poeta de manera muy ceremoniosa y tradicional y de acuerdo con la visión medieval trovadoresca: la lírica necesita de una fuente motivadora, pero al surgir encuentra su máxima complacencia en sí misma.

10 La traducción de ein Irr- und Anderwisch no puede realizarse sino con algo de imaginación. Según el diccionario

Grimm de la lengua alemana, un Irrwisch es una luz de fuego que se mueve escurridiza de un lado para otro. Se

trata de una expresión procedente de los escritores del centro de Alemania. El diccionario Grimm aclara también, de todos modos, que según los dichos populares, un Irrwisch es una especie de fantasma intranquilo. La palabra Anderwisch es muy probablemente una creación del poeta, que en la traducción corresponde someramente al adjetivo enajenado.




Bibliografía


Moser, Dietz-Rüdiger/ Büchl, Marion/Schedl, Susanne (ed.)

(1997): Lexikon der deufSchspr.1chigen CegenwartsJiter.1tur seit

1945. 2 volúmenes. - München: Nymphenburger.


Bayerdorfer, Hans-Peler ([19931 )19952): .. Pete.. Rühmkorfl., en:

Oeutsche DicMer. Leben ulld Werk deutsc¡'spr-Jchiger Autoren

vom Mitte/alter bis z ur GegellWJrt.- Darmstadt: Wissenschaftliche

Buchgescllschaft (üzenzausgabe), 834-837.


Grimm, Jacob / Wilhclm (1991): Dcutsches Wórtcrbucll, edición

fadsmil de la impresión de 1877/1884, 33 volúmenes,

München: Deutscher Taschenbuch Verlag.


Radisch, Iris: "Einmal noch. "Es geht da was zu Ende" - Ein

Gesprach mit Peter Rühmkorf zum 70. Geburtstag", en: Die

Zcir, 21 de octubre de 1999,55-56.


Rühmkorf, Peter (1997): Tabu J, Tagebücher /989-1991,

Rt-inbek bei Hamburg: Rowohlt.


Rühmkorf, Peter (1998): úrhc mir SchuB, antología, prólogo

de Rabert Gernhardt. - Frankfurt am Main: Suhrkamp.


Rühmkorf, Peter (19992): Wenll - aber dann, vorletzte

Gedichte, Reinhek hei Hamhurg: Rowohlt.


Créditos


Ensayo  DOS POETAS ALEMANES CONTEMPORÁNEOS

Peter Rühmkorf o la estética de lo inmanente por Aina Torrente Lenzen, Revista El  Ateneo de La Laguna, No 9,  pp. 82-88, 2000

Traducción  alemán –español por Aina Torrente Lenzen

Fotografia del poeta Peter Rühmkorf, Wikipedia


Enlace

A la fuente y texto original que también incluye un ensayo sobre la poeta Hilde Demin 

Dos poetas alemanes



En memoria de Paulina, un cuento de Alfredo Bioy Casares. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos,  presenta  a Adolfo Bioy Casares. (1914-1999) Escritor argentino, novelista, cuentista, guionista y editor.  Incursionó en la literatura fantástica, los relatos policiacos  y la ciencia ficción. Autor muy vinculado a  Jorge Luis Borges, y que estuvo casado con la escritora Silvina Ocampo. 



Estilo


«El mundo imaginario de Bioy Casares consiste en fantasías y en acontecimientos inexplicables, aunque también aluda a menudo al ambiente intelectual porteño. Cultivó un estilo depurado y clásico y su literatura se caracteriza, en parte, por ofrecer una versión paródica del relato fantástico o policíaco tradicional, consistente en observar lo irreal bajo lentes humorísticas. Los elementos típicos de estas literaturas son antes cómicos que aterradores; el carácter de los personajes es incompetente, insensato. A partir de esto, el historiador de la literatura José Miguel Oviedo ha pretendido llamar a sus narraciones «comedias fantásticas».[1] Se ha señalado, también, que la pasión amorosa, el elemento erótico, es fundamental en la narrativa de este escritor. Es notable que también esto sea contemplado desde una perspectiva muchas veces irónica; el amor es considerado algo sublime pero fatal.» 


«Existen desacuerdos sobre la neutralidad en el punto de vista de la versión actual de esta sección. 


Rasgos del amor cortés, pero las amadas suelen ser tenebrosas, cabría decir superiores. Se ha querido ver en esta cuestión alguna conexión con la vida de Bioy Casares, cuyo carácter enamoradizo es de sobra conocido. He aquí lo que ha referido Octavio Paz:[13] 


El amor —en Bioy Casares— es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra.» (1)


Obras (2)


Novelas

La invención de Morel (1940)

Plan de evasión (1945)

El sueño de los héroes (1954)

Diario de la guerra del cerdo (1969)

Dormir al sol (1973)

La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985)

Un campeón desparejo (1993)

De un mundo a otro (1998)


Cuentos

La trama celeste (1948)

Historia prodigiosa (1956)

Guirnalda con amores (1959)

El lado de la sombra (1962)

El gran serafín (1967)

El héroe de las mujeres (1978)

Historias desaforadas (1986)

Una muñeca rusa (1991)

Una magia modesta (1997)


Ensayos

La otra aventura (1968)

Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970)

Breve diccionario del argentino exquisito (1971)

De las cosas maravillosas (1999


El cuento En memoria de Paulina

«En memoria de Paulina es un cuento del escritor argentino Adolfo Bioy Casares que se encuentra en el libro de relatos breves La trama celeste. Durante muchos años, Carlos Daneri está enamorado de Paulina, con la que tiene muchos gustos en común, como si hubieran nacido para estar unidos para siempre. Pero su timidez le impide confesarle su amor. Ella elige al pedante escritor Julio Montero como marido. Paulina muere asesinada por su marido y su fantasma se aparece ante Carlos Daneri, que demora en comprender que ella está muerta. Él lo considera una muestra de amor eterno. ¿Pero ese fantasma es el de Paulina? ¿Es Paulina o solo tiene su fisonomía? ¿Es el fantasma creado por su marido que, en sus poderosos celos enfermizos de imaginarla junto a otro hombre, creó a esta Paulina? "Abracé un monstruo o fantasma de los celos de mi rival", dice Carlos Daneri.» (3)





Breve reseña de las aristas de la interpretación


En esta ocasión presentamos uno de sus cuentos más celebrados En memoria de Paulina, de su libro de cuentos La trama Celeste, 1948. Relato que se puede analizar desde varias aristas. Entre otras, el tema del doble, dado que hay dos personajes, el protagonista Carlos Daneri y el escritor rival del protagonista: Julio Montero. O ese doble también que se plantea entre el mismo protagonista y la propia Paulina, o quizá entre Paulina y Julio Montero (en las apariciones),  como apunta acertadamente Cynthia Duncan, autora que estructura y analiza el cuento desde la otredad, y las transposiciones del doble, pero también desde el uso de los símbolos y el inconsciente. (4) 

También se puede analizar como un  relato de amores perdidos. Un tema que comienza con un amor cortesano y en que la mujer y el amor son  sublimados y hasta idealizados. Y que luego se va diluyendo al confrontarse con la dura realidad.  Tema tan frecuente en la literatura. Un giro más provocativo es el cuento de fantasmas con un tinte gótico, dado que Paulina se le aparece a José Danieri, estas apariciones son sin saber que Paulina ya había muerto. Otro tema muy latente y dramático en la narración es el de los celos. Tema que remite a Shakespeare, con su Otelo. Y un tema más ambiguo de interpretación es el de la borrosa memoria como capa de los recuerdos. 



4825  palabras  

En memoria de Paulina


Alfredo Bioy Casares


Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos  ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía. 

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también:

En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en  donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección. A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y  un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.

—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Le presentaré a algunos.

Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche. 

—Le seré franco—me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con  una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.  Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:

—Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en  el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va  a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. 

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros.  Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:

—Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente:

—Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

—Yo también te acompañaré—respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio. 

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:

 —Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón

de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

—Estás cambiada.

—Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

—Gracias—contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:

—Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.

—Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería. 

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: 

—Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

—¿Quién?—pregunté.

En seguida temí —como si nada hubiera ocurrido— que Paulina descubriera que

yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

—Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada

me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:

—¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco. Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde. Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa  ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:

—Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.  

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran —si no para mí, para un testigo imaginario— una intención desleal, agregó rápidamente:

—Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. 

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

—Buscaré un taxímetro— dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

—Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. 

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera  recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no  contrarrestaba de noche las privaciones queyo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el  pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo —seis meses por lo menos— yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:

—¿Tostado o blanco'? Le contesté, como siempre:

—Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.

Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la

locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria

el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.

Luego —ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve— Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia—que era el mundo entero surgiendo, nuevamente—como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo  tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. 

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

—Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. 

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)  Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de  Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos.  Resolví buscar a un amigo—Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado—y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. 

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para  comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo  extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero.  Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?Elegí una imagen de esa tarde— Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo—y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). 

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de  ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la  derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. 

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. 

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía

Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme

en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos.Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

—¿Dónde vive Montero?—le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

—Montero está preso—contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:—¿Cómo? ¿Lo ignoras? imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. 

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.  

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:

—¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué:

—Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?

—Nada—contestó Morgan, con cierta vivacidad—. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le

pregunté:

—¿Sabe que murió la señorita Paulina?

—¿Cómo no voy a saberlo?—respondió—. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

—¿Le ocurre algo?—dijo, acercándose mucho—. ¿Quiere que lo acompañe? Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación —una equivocación atroz—y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me  pregunté—mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó— si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman. Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones— ¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?—la mató a la madrugada.

Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina—en la víspera de mi viaje—no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para  Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. 

No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente.  Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de  Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano—en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas—obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.


(De "La trama celeste", 1948)



Notas bibliográficas

1. Wikipedia 

2. Wikipedia 

3. En memoria de Paulina, Wiki  Literatura

4 Duncan , Cynthia EN MEMORIA DE PAULINA, DE ADOLFO BIOY CASERES, O EL DESEO DEL OTRO (University of Tennessee). p. 337-351


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"En memoria de Paulina" de Adolfo Bioy Casares, o El


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Adolfo Bioy Caseres, foto