Tres poemas de José Antonio Domínguez. Post Plaza de las palabras.1/2


En esta ocasión Plaza de las palabras presenta tres poemas de José Antonio Domínguez: La primera parte incluye Dos sonetos La risa y  La musa heroica y en la segunda parte su  poema más conocido Himno a la materia.   



José Antonio Domínguez (1869-1903),  Olancho, Honduras, fue un reconocido abogado y poeta. Perteneciente si bien no generacionalmente a todos, si oriundo de una comarca literaria que produjo a connotados escritores hondureños: Alfonso Guillen Zelaya, Clementina Suárez, Froilán Turcios, Salatiel Rosales y el historiador Medardo Mejía. El poeta Domínguez por las circunstancias de la época se ubico en ese tramo que linda entre el romanticismo y el modernismo. Aunque los críticos lo ubican más por su perfil romántico. Poeta también perteneciente a esa hado fatalista, de los poetas románticos que por su sensibilidad y decepciones se autoliquidan: Mayakosky, Delmira Agustini, Manuel Acuña.




El humor y la risa

La risa un tema que ya ha sido abordado por los poetas y los filósofos. Decía Bergson que la risa es solo humana. Voltaire pensaba que el hombre es un animal risible, y Espinoza que la risa es saludable para el cuerpo y alma. No son los únicos pensadores y escritores que  han tomado el humor, la risa o la ironía como motivos de su discurso literario. Entre otros Pirandello, Croce, Freud estudiaron el tema de la risa con absoluta seriedad. De ahí el dicho “El humor es  cosa seria. Y hay que situar esto en un contexto más amplio, en la filosofía de Bergson, hay una preocupación por la vida, las relaciones del cuerpo y alma, hay cosas que no son medibles, cuantificables, sino que  se abordan desde los movimientos del espíritu. Bergson intenta escaparse de ese absolutismo positivista  que aspiraba  reducir todo a los condicionantes fisiológicos. La risa es algo que no se puede medir, es el producto de un impulso  inserto en el crisol de la sociedad. Por eso  “la risa debe responder a ciertos exigencias de la vida común, y debe, tener, pues, un  significado social.” (1) Muchos  definieron al hombre como un animal que ríe. (2). Para Bergson la risa “No es un sonido articulado, claro, definido, es algo que quisiera prolongarse  y resonar progresivamente rompiendo en un estallido y retumbando como un trueno entre montañas”. (3) Para Bergson, quien se atreve a lanzar una aproximación a la risa, vía lo cómico “cómico es todo incidente que llama nuestra atención sobre la parte física de una persona en el momento en que nos ocupábamos de su aspecto moral.” (4)  Bastan estas citas para ubicarnos en la risa como fenómeno social. Por eso “En todo ello el humor es una operación superior y mas compleja, que la sátira, la ironía  o la pura comicidad que son mas bien liquidadoras”. (5)  

Y aquí apuntamos que en la risa también hay un modo de critica, es un sentido muy general la risa deviene del humor. Si quisiéramos encuadrarla en un movimiento literario, quizá estaría cerca del surrealismo. Pero tampoco la risa es sorpresa. La risa es una declaración ante un hecho, ante un emparejamiento de dos hechos, siempre hay una comparación, una especie de analogía. La risa camina a pies juntillas entre lo trágico y lo cómico. Esa juntura de dos hechos es lo cómico, y lo que produce la risa. En Domínguez su poema es una manera de criticar algo, de decir algo, reduce su visión a una risa, que se burla de la realidad, pero que también la cuestiona.

En literatura el humor es un recurso del escritor, del artista, del poeta. Siempre se da ese péndulo entre la tragedia y cómico. Si la risa es muy humana, dado que los animales no ríen, entonces es una expresión del alma. Si bien no queremos referirnos a la obra completa de Domínguez, más que brindar algunas observaciones sobre su poema La risa. Otros poetas, han utilizado el humor como recurso literario: para desbrozar la realidad, desnudar el paisaje, rasgar las vestiduras. No es el caso muy notorio y ya estudiado del humor en la poesía, valga el caso de  César Vallejo, en sus Poemas Humanos. Un poeta que ha sido etiquetado a la ligera, de sombrío, pesimista y a veces hasta oscuro. A tono a una primera mirada con Domínguez: con su solemnidad, pesimismo, y hasta fatalismo.
Pero también hay otras radiaciones para el humor, poetas como César Vallejo quien se nutrió del humor y la risa en muchos de los fondos de sus poemas. Desde una perspectiva muy diferente a la de Domínguez. Solo recordémoslo:

“¡Amado sea aquel que tiene chinches/el que lleva zapatos rotos bajo la lluvia/el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas/el que se coge un dedo en una puerta /el que no tiene cumpleaños/el que perdió su sombra en un incendio/el animal, el que parece un loro/el que parece un hombre, el pobre rico/el puro miserable, el pobre pobre.” De traspiés entre dos estrellas.

Sin embargo hay una diferencia entre los poemas de Vallejo y el poema de Domínguez. En Vallejo su poesía no conduce a un abismo, ni a la nada o al vacío. Hay en Vallejo una intención de rescatar por la crítica y en su humor al sujeto. En versos de Vallejo: “para ayudar a reír al que sonríe. Hay en su visión poética una solidaridad con los pobres, con su acerada visión marxista humanista. Por eso  “su poesía hace adivinar un mito, una utopía”. (6)  Mientras que en Domínguez hay un carácter poético fatalista, casi sin esperanza, un leve intento de sobrevivir entre lo mundano y cruel del mundo, visión que queda estampada en su poema supremo, Himno a la materia.   Pero que definitivamente le falta oxigeno para sobrevivir porque descree de los hombres. Hay en ambos poetas un culto a la anti heroicidad, pero de diferentes cuño. En Vallejo se la entrega a los pobres, Domínguez se la entrega a la materia.      

Ya Domínguez decía que a la vida “Mejor mil veces es tomarla a broma”. Concibe el dolor como una catarsis que produce lo bello, el arte.  La risa es en Domínguez un escudo contra los infortunios de la vida. Por eso Nietzsche sentencia  El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. Y también Nietzsche sentenciaba desde Así hablo Zaratrusta;  “¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida”. Hay en el sentido más amplio una filosofía de vida.  Pero la raíz es su romanticismo, ese espectro poético que asalta a la  profundidad de lo sensible de la vida, que cultiva lo alegre y triste del mundo. A lo clásico y romántico como Keats con su canción de los opuestos. Ese sentimiento de los contarios. Pero Keats trasmuta su dolor en lo opuesto. Típico entre ese duelo entre la tragedia y la comicidad. Asunto que Keats resuelve con la integración poética.  

Bienvenida alegría, y bienvenida tristeza, /Hierba del Leteo y pluma de Hermes; /Venid hoy y venid mañana, / ¡os amo a ambas por igual! Adoro poner malas caras al buen tiempo, /Y oír una alegre risa en medio del trueno; /lo hermoso y lo desagradable amo a la vez.

Por lo contrario en  Domínguez como poeta romántico, no hay un sentido de los opuestos sino la elección, como lo hacia Nietzsche  de convertir la  risa en una burla de la vida.   Hay en Domínguez un tono escéptico, casi nihilista. Pero también hay otras radiaciones para el humor, poetas como César Vallejo quien se nutrió del humor y la risa en muchos de los fondos de sus poemas. Desde una perspectiva muy diferente a la de Domínguez. Solo recordémoslo:

“¡Amado sea aquel que tiene chinches/el que lleva zapatos rotos bajo la lluvia/el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas/el que se coge un dedo en una puerta /el que no tiene cumpleaños/el que perdió su sombra en un incendio/el animal, el que parece un loro/el que parece un hombre, el pobre rico/el puro miserable, el pobre pobre.” De traspiés entre dos estrellas.






LA RISA

José Antonio Domínguez

 Vive Dios que en verdad es siempre necio
el que la vida por lo serio toma.
Mejor mil veces es tomarla a broma
y sólo al goce tributarle aprecio.

Del drama y la tragedia tener precio
suele el dolor si embellecido asoma
por el arte, si no, sólo es carcoma
que merece la burla o el desprecio.

Hay que buscar el ridículo de todo:
El que hay en el mundo y en la vida,
pues el placer no existe de otro modo.

Alabemos la risa hermosa y fuerte
que escuda el corazón de tanta herida
y esparce la alegría hasta la Muerte.


Las musas

Las musas vuelan alrededor de los artistas, una concepción romántica que da sustento a la inspiración. De origen antiquísimo, desde los altos del Olimpo, las musas especie de ninfas convertidas en divinidades, y con tramos en el tiempo en que se les rendía culto. Asociadas a la palabra latina musae (en plural), para señalar a unas divinidades menores que inspiraban las artes y conversaba la memoria y los recuerdos. Las nueve hijas de Zeus y Mnemosine diosa de la memoria. Las musas inspiraban los recuerdos anidados en el poeta. Por eso Dante dice:

“¡Oh musas, oh altos genios, ayudadme!/ ¡Oh memoria que apunta lo que vi, /ahora se verá tu auténtica nobleza!

Y por eso Homero al inicio del primer verso de la Odisea, la invoca:   

Háblame, Musa, del hombre de los muchos giros…

Pero también se les atribuye cierto don profético por estar asociadas a Apolo.

El tema no es nuevo abundan los poemas dedicados a las musas. Una poeta como Delmira Agustini, aborda el tema de manera interesante. En su poema La musa, toma ambas caras de la moneda y la tira al aire. No descree ni de lo bello y hermosos, ni de lo triste ni de lo  melancólico. Tigre o paloma dice la poeta. “y que sorprenda en su risa el dolor de una queja. Oigamos La musa de Delmira Agustini



“Yo la quiero cambiante, misteriosa y compleja; /con dos ojos de abismos que se vuelven fanales; /en su boca, una fruta perfumada y bermeja/que destile más miel que los rubios panales.//A veces nos asalte un aguijón de abeja; /una raptos feroces a gestos imperiales/
y sorprenda en su risa el dolor de una queja; /¡En sus manos asombren caricias y pañales!/

//Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante, /y sea águila libre, tigre, paloma en un instante.///Que el universo quepa en sus ansias divinas; /tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame, /y una frente que erguida su corona reclame/de rosas, de diamantes, de estrellas o de espina!/”

 Otra  poeta Ana Ajmátova en su poema La musa, también nos devela una faceta poco exhibida de las musas. Por lo general se sitúa a las musas en el bando de la belleza, la inspiración, la genialidad. Lo que viene de las musas debe ser verdad y bello. Pero Ajmátova nos preséntala otra cara. Las musas también inspiran lo oscuro, lo sombrío, el infierno. De ahí que la poeta pregunte a la musa:

"¿Has sido tú la que le dictó a Dante las páginas/sobre el infierno?"/Y ella responde: "Yo soy aquella.".

La musa
 Ana Ajmátova

“Cuando en la noche oscura espero su llegada, /se me antoja que todo pende de un hilo.
¿Qué valen los honores, la libertad incluso, /cuando ella acude presta y toca el caramillo?//

Mira, ¡ahí viene! Ella se echa a un lado el velo/y se me queda mirando larga y fijamente. Yo digo: /"¿Has sido tú la que le dictó a Dante las páginas/sobre el infierno?"/Y ella responde: "Yo soy aquella."

Otro tema novedoso en el tratamiento de la musas, lo da el escritor chileno Roberto Bolaños, quien en su poema La musa, le atribuye a la musa una especie de don de ángel guardián del escritor. No solo en las cosas artísticas, sino como un resguardo que protege su integridad física y sus actividades.  Su pequeña diosa a la carta. Mas cercano a la visión de Domínguez es la La muse malade (La musa enferma), poema maldito de su libro Flores del mal. Arranque poético en que  Charles Baudelaire, presenta una musa agotada en sus recursos, que solo tiende hacia lo oscuro. Pero que también refleja las oscuridades del propio poeta: soledad, abandono, el dolor del acto creador.  Malestares del fin de siglo y típicamente románticos.  Pero que sin embargo, el poeta intenta consolar a la musa:

Mi pobre musa, ¡ay! ¿qué tienes este día?/Llenan tus vacuos ojos las visiones nocturnas, /Y alternándose veo reflejarse en tu tez/La locura y el pánico, taciturnos y helados.

Otro aspecto, por demás peculiar y valido, es la musa de carne y hueso, vestida de amor platónico, pero que también ha servido de modelo y fuente de inagotable inspiración a artistas y escritores. Para citar algunos: Sea Edgard Allan Poe con su Virginia Clemm, Dalí y Paul Elaurd con Gala, Kafka con Milena Jesenska, Lewis Carroll con  Alicia Lidell. William Butler Yeats con Maud Gonne. Y en el campo artístico Modigliani con Jeanne Hèbuterne. Pero los más conocidos y tratados son Petrarca con Laura y Dante con su sublime Beatriz. Por eso incluimos en esta selección comparativa un enfoque de Ricardo Gullón en un breve pero notable texto.  




La musa del poeta
Ricardo Gullón

“Los eruditos tienen algo de policías. Lanzados sobre la pista son capaces de trabajos heroicos y pacientes para esclarecer la fecha de una obra, el lugar donde tal otra fue compuesta, la persona en quién se inspiró un autor para trazar determinada figura novelesca. Guillaume Apollinaire escribió en 1903 La Chanson du Mal-Aimé, y desde su publicación se creyó, o que la amada perdida era ficción poética o que se trataba de María Laurencin, cuya intimidad con el poeta era conocida. Ni se supuso que pudiera tratarse de la Annie o Anna de otros poemas.

Mas un grupo de eruditos, con técnica detectivesca, ha conseguido   aclarar el misterio, y más aún, encontrar a la desconocida dama. Hubo musa antes que poema, y al cantarla narró el hábil renovador de la poesía francesa cuitas personales, poco antes sentidas. Tres investigadores, rastreando «con astucias de sioux» a través de cuatro países, lograron averiguar que la inspiradora de esos poemas vivía aún y era una inglesa: Annie Playden, ahora residente en California. L.-C. Breunig ha tenido la fortuna de entrevistarse con ella y de recoger (en un artículo publicado en el Mercure de France) noticias muy interesantes sobre la juventud de Apollinaire.

El poeta y Miss Playden se conocieron en París, en casa de la vizcondesa Elinor de Milhau, a cuyo servicio coincidieron durante un año en Neu-Clük y Honnef (Alemania); en esa etapa germinaron los poemas «renanos» y estalló el violento amor de Apollinaire. Estallido, sí, y violento, pues cuando la joven inglesa rechazó su oferta de matrimonio, formulada teatral, melodramáticamente, en la cumbre del Drachenfels, la amenazó con arrojarla por el acantilado si no le aceptaba, y más tarde, en Londres, la atemorizó hasta obligarla a partir -a huir- para América, desde donde dio orden de que en ningún caso comunicaran su dirección al pasional pretendiente, por miedo a que hiciese realidad el verso de Oscar Wilde que le escribió en una tarjeta postal: «Cada hombre mata lo que ama».

Annie Playden ignoraba que Guillaume de Kostrowitzky (pues tal era el nombre usado entonces por Apollinaire, único que ella le conocía) hubiera llegado a ser poeta famoso, e incluso que fuera poeta. Súbitamente, esta mujer, a quien puritanos parientes acusaban cuando joven de tener «ojos perversos», ha surgido del pretérito -desde la lejanía de un rancho californiano- convertida en envejecida sombra del mito, en discreta e inverosímil sombra de la figura grácil y atrayente de la Musa, cierta vez reencarnada en los veinte años de una hermosa muchacha de las Islas. (7)


Por su parte José Antonio Domínguez en La musa heroica da un giro a su lado romántico. Ya no es un poema en el corte clásico de la musa que inspira. Sino de una musa que además de su canto debe dejar de lado el eros (amor), tema tan mancillado y abusado por los poetas románticos, ni caer en esa dupla de “lágrimas y besos”. Un Domínguez vigoroso dirige su mirada a otro aspecto de la realidad. Aquí tenemos un poema en que la musa no es solo musa sino también heroica. Concibe esa inspiración de la musa, en que hay una tarea del poeta, “yérguete activo en la social pelea”. Hay que ser un Hércules “Hoy la estrofa compite con el rayo”. Podría haber otra a interpretaciones para ese verso final, es una comparación entre la estrofa y el rayo. Lo que el poeta podría señalar  es esa agotamiento de la poesía ente la irrupción de otras formas de elaborar la poesía. Pero también ese vacío que se da entre lo que el poeta aspira y el mundo real. Ya no basta hacer versos líricos y amorosos, se esta en una nueva realidad.

Domínguez escribió en las postrimerías del siglo XIX y primeros años del siglo XX;  cuando se estaban incubando las nuevas vanguardias europeas. Es evidente que Domínguez había calibrado esa diferencia entre lo que podía hacer la poesía, como instrumento de abordar la realidad; y lo que no podía hacer. El poeta vislumbraba las formas del mundo por irrumpir, en que el poeta se ve limitado con el lenguaje y las formas, pero sobretodo con la fuerza avasalladora de la realidad que vivía. Por eso la musa, para sobrevivir, para competir, para conquistar; necesitaba ser heroica. Lo mismo el poeta  ahora tiene que ser un Hércules con la lira en las manos: un dios poético.  
  




LA MUSA HEROICA

Jose Antonio Dominguez 

Si quieres que tu canto digno sea
de tu misión, del siglo y de la fama,
no derroches el astro que te inflama
en dulce pero inútil melopea.

Lanza las flechas de oro de la idea:
depón el culto de Eros y proclama
otro mejor: la lucha te reclama:
yérguete altivo en la social pelea.

No enerves tu vigor con el desmayo
del femenil deliquio: ya no es hora
de lágrimas y besos: doquier mira:

¡Hoy la estrofa compite con el rayo,
la inspiración es lava redentora
y clave en manos de Hércules la lira!





Notas bibliográficas

1. Henry Bergson, Henry. La metafísica. La Risa. Editorial Porrúa. 1999, página 51
 2. Ídem…Ob…Cit. página 50
3. Ídem., Ob.…Cit. página 50
4. Ídem.,Ob…Cit. página 64
5.César L. Ángeles César Vallejo y el humor. Coleccionables del diario La  Prensa, 5 de septiembre de 1999.
6. Ídem., Ob…Cit.

7. Ricardo Gullón, La musa del poeta

 



Bibliografía  


Introducción a la metafísica. La risa. Editorial Porrúa,1999

 

Para enlaces de  César Vallejo y el humor.

 

         Ángeles, César. “César Vallejo  el humor” En Espéculo N° 12 Edición digital. Madrid: Universidad Complutense.http://www.ucm.es/info/especulo12/c_vallej.html 
 
   
      Mg. Sonia Luz Carrillo SENTIDO Y ESTILO DEL HUMOR EN CÉSAR VALLEJO.



Para enlace Ricardo Gullón, LA MUSA DEL POETA 




Créditos de las imágenes

José Antonio Domínguez, foto Honduras literaria Siglo XX.  https://hondurea.wordpress.com/2015/08/17/jose-antonio-dominguez/ 
Beginning smile, Paul Klee, pintor expresionista y abstracto suizo 
La risa, Umberto Boccione, pintor futurista italiano
Las musas inquietantes, Giorgio de Chirico, pintor metafísico italiano.
Madona,  Julio Vizquerra, pintor figurativo hondureño 
Ángel,  Leticia Benegas, pintora figurativa hondureña 
Las nueve musas abandonan a su padre Apolo para ir a iluminar al mundo. Gustave Moreau pintor simbolista francés. 

Cuentos hispanoamericanos. Un extraño en el puerto de Javier Vásconez. Post Plaza de las palabras.








Plaza de las palabras continuando con la sección Cuentos hispanoamericanos, en la cual ya se han publicado los cuentos El árbol de la escritora chilena María Luisa Bombal, y La cena del escritor mexicano  Alfonso Reyes,  en esta ocasión presenta un cuento enigmático y fluidamente narrado: Un extraño en el puerto del  escritor ecuatoriano Javier Vázconez, uno de los grandes referentes de la literatura ecuatoriana y de la narrativa latinoamericana.  De J.Vásconez  críticos prestigiados han anotado: Juan Villoro  "
Por sus personajes y ambientes hipnóticos, El viajero de Praga es sin duda una novela emblemática dentro de la literatura latinoamerican. También afirma: "es un caso singular de la imaginación narrativa. Leerlo significa un acto migratorio, cruzar una frontera, una ‘línea imaginaria’ para llegar al otro lado, hacia la ficción cierta y duradera”. (1) Y Ignacio Sánchez Prado, «Sin la escritura de Vásconez, la literatura latinoamericana sería un poco más vacía y bastante menos sublime.» Por su parte Eva Guerrero:  "«En la obra de Javier Vásconez asistimos a un total cuestionamiento de los parámetros de lo literario, de los límites de la realidad y la ficción. Aspecto que responde a una escritura postmoderna que cuestiona sus propios límites y que no sólo se interroga sobre el hecho literario como transmisor de la verdad, sino que en dicha interrogación nos pone frente a las fisuras de la realidad


.



“Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco”.
De Las ciudades invisibles de Italo Calvino.




JAVIER VÁSCONEZ

El escritor Javier Vásconez (1946), es un novelista y cuentista ecuatoriano. “Nació en Quito, aunque vivió su infancia en otros países. Realizó estudios secundarios en el Mount Saint Mary’s College de Inglaterra. Luego, en el colegio Holy Croix de Roma y en Estados Unidos. Se graduó de bachiller en el Colegio Spellman de Quito. Prosiguió sus estudios de Artes Liberales y Filosofía en la Universidad de Navarra, en España, donde se graduó con una tesis acerca de los personajes en la obra de Juan Rulfo. También asistió a la Universidad de Vincennes, en París”. (2) Las obras de Javier Vásconez permiten descifrar las constantes temáticas del autor y, sobre todo, los lugares únicos en los cuales se identifican los acontecimientos, la descripción del discurso, es decir, el manejo temporal y espacial, la construcción de personajes y las formas narrativas, nos enseñan el estilo que el autor acogió a los largo de todas sus obras. El recorrido por las páginas de Vásconez es la confirmación del valor exclusivo que encierran sus textos y la certeza de que es uno de los autores ecuatorianos fundamentales y originales en la narrativa de la lengua española en las últimas décadas”. (3)

“La mayoría de sus obras corresponden a un mismo escenario, Quito, desde una perspectiva ficticia, en la que la visión de una ciudad aislada predomina, poblada por habitantes que son víctimas de la ilusión en un marco de descenso de los antiguos ideales. Porque la necesidad de crear una ciudad fue una meta obsesiva en su proyecto narrativo desde el comienzo de sus obras”. (4) Vásconez quien en una entrevista llego a decir que la “La literatura es, sobre todo, una suma de singularidades”. Y en esa misma entrevista que sus autores favoritos eran Faulkner, Kafka, Novokov, Onetti, John Le Carre. (5)  
  ​
Sus principales obras Novela. El secreto (1996),El viajero de Praga (1996),La sombra del apostador (1999),El retorno de las moscas (2005),Jardín Capelo (2007),La piel del miedo (2010),La otra muerte del doctor (2012),Hoteles del silencio (2016). Relatos. Ciudad lejana (1982),El hombre de la mirada oblicua (1989),Un extraño en el puerto (1998),Invitados de honor (2004),El secreto y otros cuentos (Campaña de Lectura Eugenio Espejo), 2004),Estación de lluvia (antología) (2009).






De su libro de cuentos  Un extraño en el puerto (1998), reproducimos el cuento del mismo nombre. Un  cuento extraño y enigmático. El  mismo contiene  algunos de los puntos nodales que obsesionan a Vásconez como autor. Y  “una síntesis de mi narrativa” (6) como el mismo afirmó. Escritor trota mundo que ha vivido y estudiado en varias ciudades. Escritor de vocación universal, pero de raíces telúricas,  igual que su coetáneo, también de Quito, el pintor Oswaldo Guayasamín. (7) Su eterno retorno, más nostálgico y existencial que romántico, pero también un llamado del homeland, su ciudad Quito. Ciudad que siempre es un punto de salida y un punto de regreso. Y en ese regreso se siente como un extraño. Porque la ciudad siempre es otra a la que pensamos, a la que idealizamos. Una ciudad que quizá vive más en la memoria. Y de la cual  nunca atraparemos totalmente su rostro atemporal.  Ciudad  escenificada desde el  artificio de un juego palabrero en que el lenguaje sirve de subterfugio para fundir realidad y ficción. Y en que la línea imaginaria tiene una calidad migratoria. El cuento está  narrado en primera persona, y el protagonista es el mismo autor Javier Vásconez; quien se encuentra en un puerto, sentado en un café y que a veces se desdobla a su estudio.  “un escritor, apresado en el laberinto de escribir un cuento”. El puerto podría ser cualquier ciudad portuaria: “Hamburgo o Shangai”. Pero por supuesto también podría ser Quito. “Esa ciudad sin puerto”. Con ese péndulo móvil de los que se van y de los que regresan. Vásconez a la espera de algo  o de alguien, pero con la idea entre manos de encontrar un protagonista o personaje para poner a navegar  una historia. Y el personaje aparece, un viajero que puede venir de Praga. Tal vez uno de los protagonistas  de la novela de Vásconez:  El viajero de Praga. (8) 




Ya casi desde el inicio Vásconez:  abre el tono del cuento. “Esta historia que comienza con la sirena de un barco sonando entre la niebla del puerto, aunque en esta ciudad jamás hubo un puerto”. Esa peculiar  dualidad, de afirmación y negación entre lo que se ve y lo que realmente es. Entre un presente real y un pasado ficcional, o a la inversa. Tal y como la pintura de Magritte, “Esto no es una pipa”. Aunque uno este viendo una pipa. Un extraño arriba a dos ciudades, separadas por el tiempo, una inmediata y otra lejana. Pero ambas ciudades atemporales y con una notable e inmediata calidad nómada de transponerse una en la otra.Una la ciudad real y presente, la otra la de posibilidad de recuperar la idea original de la ciudad. Entre sus personajes camina  a tientas la herida y la ausencia. La  labor del protagonista es ir hilvanando las historias pero simultáneamente exorcizando y liberando otras. Y la del lector sumergirse en ese mundo e ir releyendo los vasos comunicantes a su propia historia. Nos evoca en su contexto general, esa aspiración de redescubrir la ciudad.  Imaginarla a partir de otra lectura, las de la ausencia o la de los personajes, que pueden ser ficticios o reales. Es una ciudad que está ahí, pero también que no está ahí, que existe en posibilidades. Quizá solo en la memoria o lo onírico.

 Detrás de la ciudad física hay una ciudad invisible, con el potencial de salir  a flote. A la manera de esas ciudades invisibles que Marco Polo describía a Kublai Kan, en las Ciudades invisibles, de Italo Calvino. Aquí J. Vásconez es el Marco Polo, viajante incansable, y el Kublai Kan los lectores. La ciudad es un personaje   dormido, latente, minimalista, apenas insinuado, porque respira por  sus personajes
El relato es el desembarco en una ciudad que como un espejo   refleja dos imágenes que se hermanan en una sola mirada. Y que convoca una serie de tramos narrativos que se van bifurcando, pero que están anclados a un solo origen. Es como la entrada a un portal virtual casi surrealistico,  no en su lenguaje, sino en esa invasión de lo real en lo ficticio, y de lo ficticio en lo real. Con ese ilusionismo verbal que en el campo pictórico creaban Magritte, Escher o Gonsalves. Puede ser la ciudad de la felicidad o la ciudad de las tristezas. O la ciudad del extrañamiento.  O  la ciudad de los imposibles, una ciudad que se desvanece y que intenta reconstruirse a partir de la memoria. Esa ciudad de los deseos   que aspira a tener un puerto sin tener costas  Ese intento por atraparla, visibilizarla  a partir de la historia de sus personajes, porque la vida secreta de sus personajes  la dimensiona,  y porque  también ese acervo es parte de la historia secreta de las ciudades.      






Finalmente, el mecanismo narrativo es acertado y funciona,  y Vásconez ya sea como autor o protagonista se encuentras con personajes que aunque ficcionales, adquieren en la medida que el relato se desarrolla una personalidad verosímil y dúctil. El personaje de María es el más desarrollado, mientras que la del hombre que llega al puerto, posiblemente el doctor Kronz,  alter ego de  Vásconez, se escurre como un fantasma entre penumbras. “Ahora había abandonado el muelle y estaba delante de la oficina de inmigración, tan solitario como la primera vez que llegó a la ciudad. En días sucesivos dudé de su existencia y de que pudiera tener una vida propia, pero él había regresado para recordarme lo contrario

Mientras que Vásconez como protagonista  se interesa cada vez más por María y su trasfondo, lo hace con cierta ternura y un acercamiento a lo Pigmalión. Auxiliado por sus propias interpretaciones, lo que le dice María pero también por las confesiones de la Señora Maruja. María es un callejón sin salida atrapada entre el amor idílico de su adolescencia, por  un hombre que la abandono, el Siciliano, y una enfermedad de “rítmica violencia”, que la aqueja: la epilepsia.  “estaba seguro de haber ingresado en un túnel peligroso, donde el tiempo quedaba abolido, como si el puente tendido entre las orillas de un río se hubiera venido abajo dejando incomunicados a los viajeros”. María representa ese lado oscuro del doble abandono:  el del padre y del amante, que tiene su corona en una epilepsia. Es un túnel del que a veces vuelve y  es arropada por la luz vana que le llega de los resquicios de la realidad.  Nos recuerda la famosa María de El túnel de Sábato. Mientras que Vásconez como protagonista, es una especie de extraño en el puerto, y curioso que sus personajes María, Maruja y hasta el Siciliano, son convincentes y adquieren una parcela generosa de la realidad. Están bien posesionados, mientras que J. Vásconez, como personaje del relato queda más en lo ficcional, un personaje que se va reinventando así mismo al ir figurandose las historias. 
  
Hay también en Un extraño en el puerto una fina línea entre lo onírico y la realidad, entre la llamada marítima que representa la movilidad, lo universal, y la llamada telúrica que fabrica  la inmovilidad, lo fijo, el entrañamiento.  Acompañado  de  un hábil manejo de la trama  que postula esa dicotomía: ficción y realidad. Los personajes son introducidos casi como reales, entre una  fina línea que separa la realidad presente del narrador como protagonista y la evolución ficcional de los personajes.  Sin embargo, al hacerlo, no advierte al lector. El cual ya esta en medio de la trama. Y lo acepta como tal, el final es bipolar en tanto abierto para e lector, pero cerrado para los personajes y el protagonista. Y hace recapacitar a lector que no lo sabe todo, pero que Vásconez  protagonista tampoco lo sabe todo. Él es un extraño cómplice de la trama.  Dice el propio autor sobre este cuento: “[…] Y este cuento, que proviene directamente de un sueño, exigió muchas cosas de mí. Escribirlo fue un ejercicio de exorcismo y, de algún modo, me ayudó a conjurar mi sensación de claustrofobia ante la ciudad”. (9)





UN EXTRAÑO EN EL PUERTO
Javier Vásconez
A Iván Oñate
1.
A esa hora en que el cielo se pone de color anaranjado son tantas las historias que uno se cuenta, tantos los puertos y los barcos que zarpan silenciosos al amanecer, que las imágenes empiezan a girar abrumadora y desordenadamente como una película dentro de una apacible sala de cine, y entonces las ideas se van aquietando hasta formar un muro de silenciosa incomunicación con la ciudad. Ahora, cuando me he servido el primer whisky de la noche, tras haberme sometido al flujo de esta historia que comienza con la sirena de un barco sonando entre la niebla del puerto, aunque en esta ciudad jamás hubo un puerto. Sin embargo, el barco ya había atracado en el muelle haciendo sonar de nuevo la bocina. Ahora puedo constatar que el café estaba desierto, pues no había nadie que siguiera desde la penumbra el movimiento de los buques al amanecer.
A esa hora esperaba con ansiedad la llegada de alguien, acaso el retorno intempestivo del protagonista. Sabía que tarde o temprano iba a aparecer caminando bajo la lluvia, y pensé que tal vez no fuera un hombre sino una mujer con el rostro demacrado, brillante, como si acabara de llorar, pero no hubo un solo visitante que hiciera posible esta historia ni tampoco una mujer que estuviera agitando un pañuelo en el muelle.
Desde el estudio podía dominar la llegada del barco con bandera italiana, ingresando muy lento en la noche andina. Cada vez que me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo, imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el bosquejo minucioso del puerto. Fue cuando advertí que un hombre caminaba a paso ligero hacia la taberna, y mirando furtivamente a los lados, como si temiera que alguien lo estuviera vigilando, buscó y extrajo un sobre del abrigo.
Entre tanto, el barco que provenía de Nueva York había echado anclas, sin estrépito, silencioso como un elefante que se dispone a dormir. Una corriente de aire húmedo y salino me provocó remotas resonancias. Al ver las construcciones portuarias tan impersonales como las de Hamburgo o Shangai comprendí que estaba frente a un paisaje conocido.
Desde el primer momento supe que ese hombre no había venido arbitrariamente, y tardé un poco en entender que no estaba allí para que los aduaneros lo vieran entrar a las oficinas de inmigración ni para que yo contara su historia con ecuanimidad. Ahora había abandonado el muelle y estaba delante de la oficina de inmigración, tan solitario como la primera vez que llegó a la ciudad. En días sucesivos dudé de su existencia y de que pudiera tener una vida propia, pero él había regresado para recordarme lo contrario. Me había excedido demasiado, pues el hombre carecía de protección en ese puerto solitario y tenía el aire enigmático de los recién llegados. Podía seguirlo donde fuera y espiarlo desde una cantina. Sin duda yo jugaba a ser un dios controlador, incluso un poco infame: sabía tanto de aquel hombre que a veces me sorprendía y avergonzaba, pero ahora no podía hacer nada porque las coordenadas ya estaban trazadas.
Yo seguía recostado en la cama, con el cigarrillo humeando en el cenicero y un libro de Patrick Modiano abierto sobre la colcha. Al pie del velador, una mancha de luz de la lámpara rozaba los libros apilados en desorden sobre la alfombra. Ningún ruido venía de la calle. Sólo sentía la necesidad de completar esta historia, la cual podía haber ocurrido en cualquier puerto o tal vez estaba por empezar: un viajero que acaba de descender de un barco y permanece un momento en el muelle, la brisa agita sus cabellos mientras se dirige con paso resuelto a las oficinas de inmigración, pero nadie está ahí para recibirlo a pesar de que ha venido arrastrando su infortunio desde Praga.
Con la noche se inaugura el embrujo, el límite ininterrumpido de la lluvia, y entonces uno empieza a contarse historias a fin de conciliar el sueño y para que la vida cotidiana en el puerto vaya cobrando sentido: el ruido sordo de las grúas levantadas contra el cielo, el barco rodeado con manchas de grasa y las luces de los faroles debilitadas por la niebla habían ido tomando la consistencia de una pesadilla. Así que seguí bebiendo y atribuyendo a la soledad este vacío contraído en la infancia. Me bastaba poder imaginar y compartir con alguien esa música de acordeón tocada en la taberna del puerto. Ya no me importaba lo que vendría después, porque estaba seguro de conocer esa historia de la muchacha abandonada por el padre, así que hice girar el curso de mis pensamientos hacia ella.
–Es un poco tocada– me dijo la señora Maruja, cuando una mañana bajé a comprar el pan y María acababa de salir con el periódico bajo el brazo. María era gorda, pecosa y tan vulnerable como sus ojos suavizados por la luz de la mañana. En otro tiempo debieron ser inocentes, a pesar de haber perdido su brillo inicial.
–Parece estar bien –dije–. ¿Es huérfana?
–No, tiene a los abuelos. Supongo que para ellos es una carga. Primero se fue con un inglés que andaba con un gato por la Amazonas. Luego con un cantante a quien le llaman el Siciliano.
Desde entonces, cada vez que la encontraba donde la señora Maruja, y cuando la veía merodear por el barrio, solía inventarle un pasado porque probablemente llevaba doble vida como la mayoría de la gente.
Una tarde me asomé a la ventana. Estaba parada delante de la librería, y vi que me concedía una sonrisa pensativa y sin afectación, como si me conociera de toda la vida. Había adelantado la quijada por encima de un coche aparcado en la acera, para que yo la viera inclinarse sobre el espejo retrovisor. Se pintó los labios con pulcritud, reiterando una alianza inexistente entre ella y yo.
Por las noches empecé a seguirla con mi imaginación: tenía el propósito absurdo de forzar el curso de los acontecimientos. Me hubiera resultado imposible entrar en su mente sin terminar impregnado de ella. Sus ojos anunciaban una sombra anómala, pues sólo concedía un segundo a cada persona, como si fuera culpable o temiera ser acusada de algo. En ella confabulaban la nostalgia y el miedo, pues vivía alterada por el recuerdo imborrable del padre. Si bien sus ojos poseían una indudable capacidad de ternura, se adivinaba en ellos un miedo sostenido, implícito, como si estuvieran amenazados por la posibilidad de una crisis futura.
En vano busqué entre las carátulas de los libros una réplica de aquel rostro, que segregaba una tristeza tan enconada como insondable. De mi parte fue un acto defensivo, casi gratuito, ya que en realidad deseaba ignorar la historia de María, aunque el fantasma de su enfermedad rondara por mi cabeza. “Cuando el padre anunció que se iba a Nueva York tuvo la primera crisis“, me había dicho la señora Maruja.
Esa noche fui a comer solo al París. Volví tarde a casa. Luego estuve despierto hasta la madrugada, mirando la sombra del árbol sobre la pared del estudio y escuchando los ruidos que provenían de la calle. Temblando de frío, con el abrigo cerrado hasta el cuello, caminé hacia ese local abierto hasta la madrugada, donde sirven un apetitoso caldo de gallina. El lugar era ruinoso y tenía en el interior la misma temperatura, la misma suciedad que la llovizna. Detrás del mostrador un hombre dirigía con ojos fatigados a los meseros. La música era arrojada con violencia hacia la calle, donde se extinguía entre el brillo de los autos al pasar.
De vez en cuando yo interrumpía mi tarea, apresado en el laberinto de escribir un cuento. Al alcance de la mano tenía una botella de Cutty Sark con la fragata navegando sobre el oleaje engañoso del cristal: acaso era el mismo cuento del cual ya no podría salir sin ayuda del viento que golpeaba infatigable mi ventana. Afuera la luna derramaba sus entrañas sobre la noche interminable. Sin embargo, pensé que debía encajar con suavidad y destreza en el relato.
Una y otra vez volvía el recuerdo de María, quien no se sorprendió al verme comiendo en ese local adonde yo sólo iba a refugiarme del insomnio. Al fin estuve frente al humeante caldo de gallina, y empezaba a sentirme feliz cuando la vi jugar alegremente con el bolso bajo la luz que procedía del angosto mostrador. Aquel sitio albergaba hombres de la noche, y María había soportado con indiferencia el murmullo de sus voces. Pero ni las muecas entusiastas ni las grosería dirigidas hacia ella parecían haber quebrantado su compostura. Se echó a reír cuando el dueño le alargó el platillo con el vuelto. De repente se calló, como si estuviera frente a un espejo, batiendo las manos con un gesto de inocencia. Llevaba un vestido largo y acampanado, el cuello de encaje realzaba aún más las cuentas del collar y eso le daba un aire de orfandad, mientras sus manos regordetas apretaban el bolso contra el pecho. Se detuvo a dos pasos de la mesa. Noté que estaba un poco rígida, como si tuviera la certeza de que iba a ser rechazada, cuando se inclinó para decirme:
–Usted es J. Vásconez, el escritor. Y suele comprar el periódico donde la señora Maruja.
– ¿A qué viene eso?
María no se inmutó. Se había sentado, colocando el bolso entre ella y yo. Debió sentir mi incomodidad, porque sonrió con dulzura mientras me miraba juguetear con el tenedor. Luego volcó el contenido del bolso sobre la mesa, buscando un kleenex para sonarse.
–He leído algunos de sus libros. El secreto me hizo temblar de miedo –dijo echándose a reír.
–No opinan lo mismo los críticos.
–¿Cómo se le ocurren esas ideas? –me preguntó apoyando las manos sobre la mesa–. Yo sólo escribo postales que mi papá jamás responde.
–¿Escribes cartas?
–Claro, y después olvido echarlas al correo –agregó.
–Escribir es igual que fabricar una cadena –dije–. Inventamos historias, escribimos la vida de otros porque nadie está satisfecho con la que le tocó en suerte.
–Debe ser lindo –intervino María, admirándose por lo que acababa de decir–. Es como vivir varias vidas a la vez. Algún sentido tendrá padecer una enfermedad. Y tener una madre muerta en un accidente y un padre viviendo en Nueva York.
–¿Qué enfermedad? –le interrumpí con suavidad, llenando hasta los bordes el vaso de cerveza.
–No se haga el sonso –dijo sacudiendo los hombros con insolencia–. Porque la señora Maruja le ha contado todo. Incluso lo del manicomio.
Ella se recostó en el respaldo, alargando un brazo hasta el bolso.
–Sí, es muy conversadora –dije.
Es cierto que unos días atrás había revivido la escena desde el estudio, incluso había deseado incluir una mentira para suavizar con gesto magnánimo el episodio ocurrido en el banco, pero no quise hacerlo. Deseaba darle nombre a la imbecilidad que hizo posible aquel asunto. María no iba a olvidar jamás los sordos gruñidos del perro, porque éste siguió ladrando y escarbando victorioso dentro de su cabeza hasta que se despertó en el manicomio. Es fácil imaginar un ataque de epilepsia, cualquiera puede asistir a uno y presentir su violencia arrolladora.
–El tipo del banco actuó como si yo fuera una apestada –dijo María agitando las manos gordas, lentas, enlazadas con angustia sobre la mesa–. El muy idiota fue y llamó al manicomio.
–No tenía por qué hacerlo –asentí.
–Imagínese, poner un perro a la entrada.
Incursionar por aquel hospital debía ser como andar por una ciudad desconocida, sin amigos. María hacía un esfuerzo para no vomitar, desorientada, convencida de que no iba a salir de allí. Por eso cuando al fin la fueron a buscar, dos semanas mas tarde, la ciudad tenía un poderoso olor a tierra y le pareció más familiar y legítima que nunca, aunque en realidad imitaba los ruidos, las sombras huidizas del manicomio.
–Y el Siciliano ese...
María se quedó pensativa, con la mano apoyada en la quijada, haciéndome sentir que yo estaba viejo y que no teníamos nada en común. Podía salir y desaparecer tan suavemente como había entrado donde la señora Maruja, oprimida por la noche, dejándome un recuerdo tan efímero como la llama de un fósforo. Me quedé mirando el vaso sin cerveza y quise pronunciar su nombre en la penumbra fría del restaurante, pero ella se adelantó hasta que sentí su respiración junto a la mía.
–Usted no va a entender nunca. El Siciliano fue diferente para mí, porque me llevó en la moto y me enseñó a cantar. Conocí hoteles con ventiladores y cucarachas corriendo por los bordes de las ventanas. Incluso corrí desnuda sobre la arena. Y en la moto me sentí transporta- da quién sabe dónde.
–¿Te gustan las motos?
–Andar en una es como volar. Imagínese, tiene una Harley Davidson–. Sacó un kleenex arrugado y con manchas de carmín en los bordes, y como una máscara oriental realzó el brillo de su cara. Muy tranquila y alegre empezó a sonarse.
En ese momento no pude hacer nada por ella, porque ni siquiera conocía a ese hombre. Tal vez había hablado para ocultar lo que verdaderamente quería decir. Ahora estaba aplastada y sin ánimo, entonces me di cuenta de que seguiría marchitándose hasta la madrugada en una mentira de amor.
–¿Quieres comer algo? –pregunté.
–Las sopas son para los viejos –afirmó–. Mis abuelos toman un plato de sopa antes de irse a dormir. ¡Qué horror!
–Los escritores nacemos viejos –respondí.
–No –dijo María con ardor–. Usted es más joven que papá. Aunque hace tiempo que no lo veo.
Había empezado a desear lo que sus ojos escondían, cuando percibí una expresión de tristeza en las pupilas. Súbitamente comenzó a reír, con una risa exaltada y sin lágrimas a pesar de que esa risa ya no le pertenecía, porque se volvió tan impúdica y real como el kleenex donde ella había retenido su alegría.
Ahora estaba despeinada, con los ojos brillantes, pues había adivinado mis pensamientos. Lo comprendí todo. La vi inclinarse para hablarme en un susurro, segura de lo que iba a decir mientras me tomaba recelosa de la mano.
–Sí, béseme –dijo–. Porque eso es lo que quiere.
Estaba tan cerca que me sofocaba. La besé sabiendo que cuando terminara de besarla ella ya no estaría conmigo. Luego nos quedamos inmóviles, sin decidirnos a aceptar y ni siquiera a reconocer lo que había ocurrido.
El estudio se había ido enrareciendo con el humo de los cigarrillos. Sobre la colcha de lana verde el cenicero estaba lleno de puchos. El silencio se fue cargando de sombras vivas y movedizas. Yo seguía imaginando la partida del carguero. En medio de la noche, con la luz del velador dándome en la cara, sentí un vago malestar que no sabía de dónde procedía. Lentamente había empezado a emborracharme, pero ya no me importaba Mi mano se había deslizado hasta el velador, tomé el vaso y la botella sin saber dónde estaba ni cómo proseguir la historia de María, porque nuevamente se me había negado la posibilidad de completar su vida. Afuera la lluvia y la luz del farol se reflejaron sobre el árbol, mientras un lejano rumor empezaba a adormecerme.
Nada podía compararse al vértigo producido por el whisky: ni siquiera el lejano sonido de las sirenas ni la niebla procedente del mar, en el puerto.
Vi cómo el hombre avanzaba despacio, con sus idas y venidas hasta quedar pensativo delante del mostrador, al tiempo que sostenía la gabardina y el maletín con la documentación en el brazo derecho. Invisible, con una mancha de grasa en la corbata, no parecía ir a ninguna parte. Sólo se había limitado a parpadear, hundiendo la mano en el bolsillo del saco, cuando el policía tomó el pasaporte y detuvo su índice en una página. Alzó la vista hacia el pasajero y le preguntó:
–¿Está de paso?
–No exactamente...
Pero al cabo de un segundo se calló. Le había bastado con echar una mirada al policía para que se pusiera a la defensiva. De repente su confianza en sí mismo se alteró. Debió tardar un momento en reparar el tono hosco, incluso malicioso con que había sido formulada la pregunta. Ese policía, que simultáneamente era todos los policías con los que se había ido encontrando durante sus viajes, le hizo sentir mal y tal vez culpable.
–El permiso de residencia está en regla –se atrevió a comentar.
–Tranquilícese, doctor –le indicó con frialdad el policía, recargando un tono altanero en la voz, mientras un abyecto movimiento de la mano había contribuido a absolverlo de un pasado sospechoso.
–Deberían retirarle este pasaporte. Ya no hay páginas en blanco.
–Sí, tiene razón –replicó sin interés el doctor.
Así que continué de un extremo a otro de la historia, sin entender qué hacía el médico en el puerto. Ahora parecía ser un exiliado de sí mismo, vaciló un momento y se puso a caminar en dirección a la puerta, solitario, obedeciendo al deseo de seguir adelante, como si volviera al mismo punto de partida de donde nunca se había alejado, porque seguiría dando vueltas, empeñoso, hasta completar el círculo. Fue como seguir a un hombre a través de unos prismáticos, y cuando al fin había pasado la tensión, me sentí molesto con la sola idea de haber olvidado algo. Tal vez la forma un tanto sospechosa con que sujetaba el portafolio mientras el policía lo interrogaba.
La neblina se había desprendido del mar y flotaba en espiral sobre los faroles del puerto. El hombre salió por fin a la calle, tomó un taxi y se alejó hacia la Floresta, donde probablemente lo esperaba Elmer: un gato relamido, inescrupuloso y huraño, al cual se le estaba cayendo el pelo.

2.
–¿Qué voy a hacer? –dijo con voz fingida la señora Maruja, cuando una tarde entré a la tienda para abastecerme de cigarrillos y whisky–. Viene cada mañana, se come una bolsa de higos. Y no para de hablar. Me trata como si yo fuera su mamá. Y viene trayendo un dolor tan antiguo como las arrugas de la abuela.
En la esquina, apenas a dos pasos de la tienda, un frondoso capulí se agitaba estremecido por el viento. Aumentaron los aromas tibios venidos desde el jardín. Una telaraña de sombras se arremolinaba sobre el muro de la casa. El tiempo iba a cambiar y esa noche la luna volvería a desnudarse con indolencia muy cerca de mi ventana.
–Olvídese de ella. Que ya no es una niña –dije guardando en una bolsa la botella, aunque tal vez estaba mintiendo.
–Siempre me habla del papá –agregó la señora Maruja, mientras cortaba con una tijera trozos de papel periódico para después usarlos como servilletas–. Al parecer le prometió escribir, pero la carta nunca llegó. Y la pobre se pasa suspirando. Además está el tal Siciliano que arrendó el cuarto de atrás donde los abuelos.
–¿Y cuándo se fue?
–Hace cuatro años que se largó –dijo bajando la vista. Tenía los ojos fijos en la tijera y el montón de papeles dispuestos sobre la revista Vistazo–. Nadie le quiso tanto a María como ese hombre, y sin embargo tuvo que irse. Estaba sin trabajo. Los abuelos viven del arriendo de ese cuarto y de los ahorros.
– ¿Qué hacía antes de irse?
–Era técnico de televisiones, pero alguien me aseguró que ahora tiene un negocio de camisas en Nueva York.
– ¿Las crisis vinieron después?
La imaginé caminando con el padre por la Alameda, quien seguramente era incapaz de celebrar con espontaneidad la devoción con que su hija lo miraba, apegada al tronco de un ciprés, lamiendo el cono de un helado. A esa hora no debía de haber nadie en el parque, y María quizás se había apoyado en el árbol, con la cabeza vuelta hacia el hombre que la observaba, indiferente y fumando.
–Es difícil saber cuándo empezó todo –concluyó la señora Maruja–. No sé si fue antes o después. Y ahora sólo se pasa suspirando por un tipo que no vale nada.
– ¿Y él que tiene que ver?
–Imagínese el escándalo para los abuelos cuando se la llevó a una playa de Manabí.
–Veo que usted se preocupa demasiado por ella. El mar hace bien a cualquiera –repuse empezando a desinteresarme por la historia.
–Lo terrible fue cuando regresó –dijo enderezándose en la silla.
– ¿Ese tipo es siciliano?
–No, es de Ibarra.
Sólo tenía que cruzar la vereda para alejarme de la señora Maruja, del parque donde el padre y la niña habían paseado, del hombre que le hizo posible llegar al mar.
Tal vez la señora Maruja me ocultaba algo más, pues mantenía la cautela de quien está a punto de modificar una opinión. Por eso se abstuvo de decirme lo que ya conocía: la historia sumaria de aquel hombre, puesto que para ella el Sicilano era un impostor.
Es posible que todo haya comenzado en la cama de un hotel. Los amantes debían tener las manos entrelazadas bajo unas sábanas arrugadas, malolientes, como si antes hubieran sido usadas por otros. Las botas cuarteadas en la punta y tiradas junto a la silla, el poncho argentino y la guitarra apoyada contra la pared. En medio de la noche, despierta y enajenada, María probablemente se pondría a observar la cara de quien roncaba a su lado, como si no fuera ella misma sino lo que debía ser el amor, un hombre corroído por el alcohol durmiendo bajo el ruido triste y acusador de la lluvia.
Al recorrer aquellos hoteles debió confirmar sus sospechas, pensé bajando la vista hacia el cenicero, donde toqué con la punta de los dedos la ceniza y hasta me la llevé en un acto perverso a la nariz, sospechando que la señora Maruja tenía razón. En ese momento yo había levantado deliberada y meticulosamente el escenario de aquellas piezas insalubres, donde ella se despertaría al amanecer, sobrecogida por el espanto. Involuntariamente había tocado las sábanas, mientras palpaba bajo la yema de los dedos el rastro casi invisible dejado por alguna cucaracha, pero cuando buscó protección en los brazos del hombre cuya voz ronca y melódica ella admiraba, se encontró frente a un desconocido que podía otorgarle un simulacro del amor.
–El tipo era un vago –me dijo dos días más tarde la señora Maruja, mientras colocaba latas de atún sobre las estanterías–. Ella sólo tenía diecisiete años y ya había agregado un problema a su vida.
 –Puede que a ella le gustara compartir con él esos hoteles –le dije.
–Eso se acabó, pero volvieron las crisis. Y ahora únicamente espera la carta y el próximo ataque. La enfermedad se ha ensañado a tal punto con ella que la ha convertido en una sonámbula.
–Quizá fue el amor por ese hombre –le objeté, sacando un cigarrillo del paquete.
En días sucesivos, mientras alternaba el trabajo en la librería con la soledad de mi estudio, conjeturé el origen de su enfermedad. Decidí suprimir la creencia de atribuirla a herencias familiares y abolí la superstición de la luna. Poco a poco fui modificando mis indagaciones, hasta penetrar no tanto en sus orígenes como en el terror que este mal produce en los enfermos: estaba seguro de haber ingresado en un túnel peligroso, donde el tiempo quedaba abolido, como si el puente tendido entre las orillas de un río se hubiera venido abajo dejando incomunicados a los viajeros.
Recordé cuando la vi por primera vez sentada en el mostrador de la tienda. El rostro estaba vuelto hacia la luz de la mañana, con los labios endurecidos por el miedo, y una mano nerviosa asiendo las cuentas baratas del collar. En los ojos extenuados de María se advertía una inteligencia, una capacidad para mirar a través de las cosas. De vez en cuando nos observaba de reojo, como si los rasgos de su cara se hubieran desvanecido en un gesto de aturdimiento. La ausencia fue tan corta y fragmentada como un relámpago. Apenas si había durado unos segundos, pero durante ese tiempo María ya no estaba con nosotros.
Eso era parte del horror, la incapacidad para tocar el puerto deseado y tal vez nunca alcanzado de la muerte, tras haberse desplazado sin memoria por una ignota geografía. Era como si hubiera quedado expuesta a la vergüenza de andar desnuda por esos parajes, de modo que al volver no recordaba nada, salvo el hecho de haber perdido durante la travesía unas cuantas horas de su vida. Mientras estaba en lo más violento del ataque, las crisis sin duda ocupaban el lugar de una privilegiada ceremonia. Ella debía odiar esos espasmos. Ya vienen, se diría, sin atreverse a gritar desde el umbral del miedo.
Eso debí suponer la mañana en que la encontré conversando con la señora Maruja, porque el miedo era como un largo corredor que se perdía en la oscuridad de su garganta.
¿Adónde iba a parar cuando caía estremecida por los ataques? ¿Qué extraños puertos y parajes tocaba su mente delirante durante esos instantes? La imaginaba indefensa, rindiéndose al hecho inevitable: el cuerpo agarrotado, gordo, mientras se rasgaba la blusa con las manos. Las crisis se iniciaban con la pérdida del conocimiento, al tiempo que se desplomaba mordiéndose la lengua hasta sangrar. Era como si la sangre fuera el único asidero, la tabla de salvación antes del naufragio irremediable, pues aceptar el olvido significaba excluirse de la vida. Debía tener la cara blanca y adolorida, los ojos fijos en la abuela, ya que toda enfermedad requiere de un interlocutor para existir.
Cuando le daba los ataques, María no estaba completamente sola, porque durante todo ese tiempo tenía la enfermedad para hacerle compañía. Al deslizarse por aquella recta final, tras haber caído en el vértigo de las convulsiones, se apoderaba de ella un cambio radical. Finalmente se había encontrado ante algo que conocía y tal vez amaba demasiado: el abrazo con la luna. La imaginé entonces cumpliendo el ritual de la sangre, desnuda y con los senos dirigidos a la noche, exponiéndose sin pudor a los peligros, como si buscara ser poseída por una mano desconocida. Supuse que debía tener con la enfermedad una relación servil, aunque sin duda más lícita que con el amor, porque durante esos viajes mantenía un largo y duradero vínculo con la muerte.

3.
Tal vez había empezado a quererla, pues durante toda la tarde estuve modificando los rasgos de su cara. Fue como si el brillo exaltado de sus ojos hubiera borrado la proximidad de la lluvia, sabiendo que la tarde estaba perdida, ya que María no iba a volver. Ella no tenía por qué darme lo que mi fantasía deseaba, una ilusión pueril, ya que todo había quedado sepultado en el instante en que mis labios la besaron.
Al salir me subí el cuello del abrigo y me dirigí a casa. La lluvia me obligó a refugiarme donde la señora Maruja. La saludé, mientras tomaba un paquete de galletas, pero cuando ya iba abrir el congelador para buscar una cerveza la oí comentar con lentitud a mis espaldas:
–Está feo el tiempo. Va a llover hasta mañana. Vea cómo está la calle –dijo señalando el barro pegado al borde de la acera, pero sin sacar la mano debajo de la chalina.
–Sí, tendremos lluvia para largo.
–Y más goteras en el techo –comentó.
–Hábleme del Siciliano, señora Maruja –dije, mirándola a los ojos.
–Ah, veo que empieza a interesarse –replicó, haciendo un gesto de indignación–. No me gusta hacer suposiciones, pero ese tipo no va a volver. Mejor para María, porque si ese asunto llega a durar demasiado...
–¿A qué se refiere?
–No se va a recuperar después de lo que le hizo.




Notas bibliográficas
2. Javier Vásconez ,  Extractos de datos biográficos, Wikipedia.
3.  El universo literario de Javier Vásconez. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador. p. 1-6. Citado en Wikipedia
4. Barrionuevo, C. «LA NARRATIVA DE JAVIER VÁSCONEZ, EL TEJIDO DE LA CIUDAD INMÓVIL.». 2002. Consultado el 2017.Citado en wikipedia
5. Entrevista desde Lima“La literatura es, sobre todo, una suma de singularidades” Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán, viernes, 15 de julio de 2011http://entrevistasdesdelima.blogspot.com/2011/07/javier-vasconez.html
6. Margarita Borja. La llegada de un extraño en el puerto,  El Universo. http://www.eluniverso.com/opinion/2013/10/18/nota/1595846/llegada-extrano-puerto
 También se puede consultar el enlace de Aurora Boreal, con breve reseña acerca del libro Un extraño en el puerto de Julio Ortega. 
 7. Oswaldo Guayasamín, (1919.-1999), nacido en Quito, Ecuador.  Pintor, escultor, muralista.  
8. Para Vásconez, los temas de sus novelas le surgen a partir, no tanto de las ideas o de los sentimientos, sino a partir de  una  imagen.    El viajero de Praga,novela emblemática, cuyo principal personaje es el doctor Josef  Kronz, quien puede ser un alter ego del propia Vásconez. Pero que también es una alusión y homenaje a Franz Kafka. Novela donde el protagonista marca un itinerario por varias ciudades: Praga, Barcelona, Quito. Y explora desde una visión postmodernista el problema de los límites del lenguaje entre la realidad y la ficción. Pero también una novela que tras un fondo de novela negra explora el extrañamiento intelectual y la identidad y el amor.   
9.Op…Cit., Margarita Borja


Crédito del cuento Un extraño en el puerto.


Créditos de las ilustraciones
En orden de aparición

Quito, Guayamasin, 1971, pintor y muralista ecuatoriano.
The seductor, 1953, René Magritte, pintor suarrealista belga
The Sun Seats Sail,  Robert Gonsalves, pintor del llamado realismo mágico, canadiense de origen portugués.
Toward the Horizon, Robert Gonsalves, pintor del llamado realismo mágico,  canadiense de origen portugués.
J. Vásconez en el Café Gijón de Madrid, foto tomada por Patricio Burbano. Wikipedia.
Quito, Guayamasin, pintor y muralista ecuatoriano.