(Escritor y poeta hondureño)
Lo esencial no está en ser poeta, ni artista ni
filosofo. Lo esencial es que cada uno tenga la dignidad de su trabajo, la
conciencia de su trabajo.
El orgullo de hacer las cosas bien,
el entusiasmo de sentirse transitoriamente satisfecho de su obra, de quererla,
de admirarla, es la sana recompensa de los fuertes, de los que tienen el
corazón robusto y el espíritu limpio.
Dentro de los sagrados números de la
naturaleza, ninguna labor bien hecha vale menos, ninguna vale más. Todos
representamos fuerzas capaces de crear. Todos somos algo necesario y valioso en
la marcha del mundo, desde el momento en que entramos a librar la batalla del
porvenir.
El que construye la torre y el que
construye la cabaña; el que siembra ideas y el que siembra trigo; el que teje
los mantos imperiales y el que cose el traje humilde del obrero, el que fabrica
la sandalia de sedas imponderables y el que fabrica la ruda suela que protege
en la heredad el pie del jornalero, son elementos de progreso, factores de
superación, expresiones fecundas y honrosas del trabajo.
Dentro de la justicia no pueden
existir aristocracias del trabajo. Dentro de la acción laboriosa todos estamos
nivelados por esa fuerza reguladora de la vida que reparte los dones e impulsa
actividades. Solamente la organización inicua del mundo estanca y provoca el
fracaso transitorio del esfuerzo humano.
El que siembra el grano que sustenta
nuestro cuerpo, vale tanto como el que siembra la semilla que nutre nuestro
espíritu. Ambos son sembradores, y en la labor de ambos va in vivito algo trascendental, noble y humano: dilatar y
engrandecer la vida.
Tallar una estatua, pulir una joya,
aprisionar un ritmo, animar un lienzo, son cosas admirables. Tener un hijo y
luego cultivarlo y amarle, enseñándole a desnudarse el corazón y a vivir a tono
con la armonía del mundo, es también algo magnífico y eterno. Tiene toda la
eternidad que es dable conquistar al hombre, cualquiera que sea su capacidad.
Nadie tiene derecho de avergonzarse
de su labor, ninguno de repudiar su obra, si en ella ha puesto el afecto
diligente y el entusiasmo creador.
Nadie envidie a nadie, que ninguno
podrá regalarle el don ajeno. Lo único necesario es batallar porque las
condiciones del mundo sean propicias a todos nuestros semejantes y a nosotros
mismos para hacer que florezca y fructifique cuanto hay en ellos y en nosotros.
La envidia es una carcoma de las
maderas podridas, nunca de los árboles lozanos. Ensanche y eleve cada uno lo
suyo, defendiéndose y luche contra la injusticia predominante, en la batalla
están la satisfacción y la victoria.
Lo triste, lo malo, lo criminal es el
enjuto del alma, el parásito, el incapaz de admirar y querer, el inmodesto, el
necio, el tonto, el que nunca ha hecho nada y niega todo, el que obstinado y
torpe cierra a la vida sus caminos; pero el que trabaja, el que gana su pan y
nutre con su esfuerzo su alegría y la de los suyos, el noble, el bueno, para
esa clase de hombre tarde o temprano dirá su palabra de justicia el porvenir,
ya tale montes o cincele estatuas.
No tenemos derecho a sentirnos
abatidos por lo que somos. Abatirse es perecer, dejar que la maldad nos
arrastre impune al desprecio, a la miseria y a la muerte. Necesitamos vivir en
pie de lucha, sin desfallecimientos ni cobardías. Ese es nuestro deber y esa es
la mayor gloria del hombre.
No maldigamos, no desdeñemos a nadie.
No es esa la misión de nuestra especie; pero no tengamos tampoco la flaqueza de
considerarnos impotentes.
Nuestra humildad no debe ser
conformidad, ni renunciamiento, ni claudicación, sino grandeza de nuestra
pequeñez que tiene la valentía de sentirse útil y grande frente a la magnitud
del Universo. Esa es la cumbre espiritual del hombre.