La provenza en la pampa. Un cuento de Mario A. Membreño Cedillo. Post de Plaza de las palabras




4005 palabras

Y se deslizó delante de ellos,
como una sombra,
y desapa­reció.
Mirèio, Canto VIII,
Federico Mistral

Todo se había decidido repentinamente, sin los cansinos preámbulos y las largas disquisiciones. La mañana había ayudado con su cielo columpiándose entre lo difuso y lo vigoroso. Era un día espléndido, cuestión de una tarde de paisajes cruzados de cercas, verdes prados partidos por una carretera que se va alargando sin final; y después una infinita extensión de tierra. Será un buen tonificante para los niños, pensó Arturo, dejar atrás la monótona ciudad con sus paisa­jes aprendidos de memoria; y olvidarse vilmente del hastío que socava las horas y tritura los minutos. Si sa­lían a esa hora, estarían en la pampa antes de que ano­checiera totalmente. El coche estaba cargado cuando a Paulina se le ocurrió, que también Dog iría. Pablito protestó, primero, con una mirada de desafío; luego, con su palabrerío de niño rebelde. Sospechaba que le endosarían a Dog, siempre sucedía igual, Dog y Pauli­na; luego el olvido y zas, Dog, y Pablito encargado del encantador cocker spaniel. «No seré yo quien está vez lo cuide», reclamó inútilmente Pablito, mientras que Paulina llevaba en brazos a Dog y lo depositaba, con la parsimonia de un peluche en la parte trasera del coche.
Paulina, alma de girl scout, era la de las repen­tinas ideas que pronto abandonaba, ya que empezaba a sospechar que el mundo no era tan perfectamen­te redondo como decían por allí. A su lado, Alicia dormía tirada a todas sus anchas en el acolchona­do asiento trasero, por la pegajosa costumbre que en viajes de auto, no soportaba ver el paisaje porque la náusea se le subía a la cabeza, convertida en un re­molino de estrellas. Se fastidiaba que la colmaran de tantos cuidados, prefería pasársela dormida igual que Dog, que dormía cómodamente en el comparti­miento de equipajes del auto. A todo esto, carretera, carretera y más carretera y el auto para en Lauquen. Los niños bajan hechos una repentina tromba, hacia una fuente de sodas; y Arturo les advierte de que nada de colas, sólo refrescos naturales y avena confitada.
Vueltos al coche, estampa repentina de un vue­lo de cóndor, pero no hay cóndores en la pampa, los cóndores solamente vuelan en los Andes. Pablito seguía con persistencia la sombra del ave que devo­raba la tierra. «Sí, sí es un cóndor, ha de andar per­dido», hablaba en voz alta sin esperar respuesta algu­na. «No es un cóndor, estoy seguro de que no es un cóndor», pensó Paulina, sin siquiera intentar verlo y sin atreverse a contradecir la comodidad de Pablito.
Mientras que Arturo manejaba plácidamente y pensaba que aquello no era un cóndor, sin saber porqué se le ocurrió pensar que era un luche, sí, esa extraña palabra de ave imaginaria de la Provenza, filtrándose sin preocupación, y trayéndole sucesivamente las lla­nuras áridas de la Crau y las verdes colinas de Baus. Y Ana Dolores, presentación exclusiva: te traigo regar­dello, no creerás lo qué es y abría la mano con el can­dor de quien abre el corazón completo; y no había nada más, sólo puro aire y una sonrisa que transfiguraba su rostro; como si un ángel invisible le hubiera rozado su tez con la punta de su delicada ala. Mientras irrumpía la sonoridad de Bizet y su primera suite, dando vueltas triunfalmente en un disco de 33 revoluciones, y estre­meciendo en desbandada el silencio de la pampa. Y sú­bitamente, la imagen de Ana Dolores lo tocó casi con la nostalgia del vuelo de un luche, cuya imagen se trans­portara de una realidad a otra. Al principio desganada­mente, luego aquella sombra imaginaria crecía como si reclamara su pedazo de recóndito sueño. Un vuelo de luche, sí, y Ana Dolores que ve fijamente la sombra de aquel pájaro imaginario curvándose en las ondu­ladas colinas. «Pero, ¿lo había visto?», pensó Arturo.
Como si no supiera cuánto le encantaba a Ana Do­lores jugar con lo imprevisto; esa manía de sorprender a todos y de sorprenderse a sí misma, siempre imaginán­dose las comparaciones más inverosímiles...¡Vamos!, tal vez me encuentro un ángel en un bello corcel con una jarra de agua, o a las Santísimas que vienen hacia mí surcando el aire en su barca, no ves que por ahí anda Mirèio; y por allí anda también la sombra de Leo­nor de Aquitania, en peregrinaje perpetuo; entre tro­vadores y nubes, descorriendo las cortes de amor. Sí y Arturo que manejaba, entre pensamientos de pampa y recuerdos de Ana Dolores, que revolvían rotunda­mente los colores prístinos de la Provenza. Entonces, cambio de vía y la carretera se alargaba abriendo la ancha pampa en atardeceres desvanecidos, y ráfagas de colores lejanos prolongaban un final que se anto­jaba siempre bienaventurado.
¡Vamos!, tal vez me encuentro un ángel en un bello corcel con una jarra de agua, o a las Santísimas que vienen hacia mí surcando el aire en su barca, no ves que por ahí anda Mirèio; y por allí anda también la sombra de Leonor de Aquitania en peregrinaje perpetuo, entre trovadores y nubes, descorriendo las cortes de amor. Sí y Arturo que manejaba, entre pensamientos de pampa y recuerdos de Ana Dolores, que revolvían rotundamente los colores prístinos de la Provenza. Entonces, entre paisaje y paisaje, le vienen a la memoria escenas contadas de la pampa: fogatas y estrellas y sombras y nubes se movían furtivamente en un fondo sin fondo; de cantos que subían y bajaban por un tobogán invisible; mientras los hombres se emborrachaban envueltos en el viento pampero y las miradas brincaban sobre las mujeres que bailaban prendidas en resplandores y volaban las palabras sacando chispas de fuego. Entonces, cambio de vía y la carretera se alargaba abriendo la ancha pampa en atardeceres desvanecidos y ráfagas de colores lejanos prolongaban un final que se antojaba siempre bienaventurado. En esto, Arturo volvió a pensar en Ana Dolores, en aquella cabellera negra y salvaje, ojos negros y piel blanca de cutis de concurso. Sí, Ana Dolores, caminar plácidamente por Arles buscando la casa en donde vivió Van Gogh, sin horario fijo deambular tomando ávidamente fotos en Saint Remy y merodear descorazonada entre esquinas furtivas cuando no puede ir al pico de Sainte Victore; y  Cezanne se quedó esperándola, entre pinceladas temblorosas de verde y tímidos amarillos.
Ana Dolores le guiña el ojo y Arturo siente su mano por sobre su hombro, un estremecimiento cálido recorre su cuerpo. Arturo espera y, vaya juego, estar a la espera inmediata de que en cualquier instante, en­tre un preludio de saxofón y un adaggieto de cuerdas aparecería Ana Dolores; y al final el Carillón y Ana Dolores sin asomar. La lucha infatigable por no pensar en ella y por creerse próximo a la zona cero. Sólo iría por un par de días, eso era todo, y los niños venían a divertirse, exclusivamente a divertirse. Y a la par vuelve flotando en el aire el recuerdo todavía nítido de Ana Dolores, « ¿cómo borrarlo?», se preguntó Ar­turo. Dejarlo extinguirse al paso de un alma pura que vaga infinitamente por la caminante pampa; y zas, la carretera inmaculada enfrente y el retrovisor del ca­rro que va dejando atrás pedazos de pampa y cielo; mientras la música de Glenn Miller sale nostálgica de la radio del auto, a batallar suavemente, contra los Beatles que anuncian a long and wandering road en la radio a transistores, que Paulina ha dejado encen­dida. Entonces, un alto en la carretera y dejar que una mano se mueva y apagué la radio del auto, Glenn Mi­ller se esfuma y quedan solamente los Beatles con su largo y sinuoso camino, mientras que Paulina dormita con la cabeza ladeada contra el vidrio, hasta que se despertó soñolienta todavía con las huellas de un sueño largo y sinuoso, despertándose en sus líquidos ojos de miel, y apoyada calladamente contra el vidrio, vien­do ensoñaciones y pampa. Entonces ella cree que todo es un sueño hasta que, súbitamente, ve el caballo.


«¡Veo un caballo blanco! », gritó Paulina; lo ven­go siguiendo desde hace varios minutos. Arturo prestó atención hacia su izquierda y; efectivamente, a lo lejos se distinguía un caballo blanco corriendo veloz con­tra la pampa indefensa. No había nada más que eso, un movimiento contra la inmovilidad de la pampa; un caballo blanco que galopa corriendo contra el viento, ganándole al viento que deja atrás al viento, y deja atrás la pampa, que le da vueltas y siempre lo espera adelante. Y el auto avanza definitivamente en aquella pista lineal de cemento hacia una lejanía inconcreta. Pero, aquel caballo vuelve a poner dibujado entre ceja y ceja, el recuerdo de Ana Dolores que cabalgaba  en la pam­pa. Y Arturo casi juraría que si alguien cabalgase en ese caballo, sería ella; envuelta en el sutil encanto de ir contra el aire, su cabello que flamea cual una bandera invicta, la caída del galope que duplica rítmicamente el pulso secreto de la tierra. «Es una locura», balbució Arturo, ¿cómo clausurar el paisaje?» Raz, raz, raz, y Arturo que de golpe deja de cavilar en Ana Dolores porque a sus espaldas, Paulina ha musitado algo gracio­so; y Alicia sigue tan dormida en el sueño de un mar al mediodía; y Dog moviéndose perezosamente en el compartimiento de atrás, entre grises maletas y la pam­pa casi hecha una calcomanía pegada al vidrio trasero.
            Y Arturo ve el espejo lateral y ve que atrás iba de­jando pedazos de pampa y cielo, y por delante la carre­tera de vez en cuando se cortaba en suaves curvas, que suavemente se alargaban bajo el mismo cielo, y en la misma pampa que extendía sus largos brazos esperan­do tenazmente abrazarlos. «Aquí vamos», pensó Artu­ro. Mientras Santa Rosa asomaba a lo lejos, corazón pampero; y luego, aparecería General Acha, redoble de tambor de pampa, leves desviaciones hacia la izquier­da entre flautas de viento; y al final las breves paradas, entre cruces camineros que alineaban un territorio im­preciso de caminos polvorientos y más cielos rasantes.
II
Si no les esperaban, era porque no era necesario que los esperaran, «pero, ¿por qué avisarles?», pensó Arturo. Y entre voces de júbilo y tres borroneados años de no verse, los recibió Anette, Carola y los niños. Allí estaban todos rodeados de un paisaje que los aguardaba con la paciencia de quien espera la llegada de un me­diodía eterno, de una lejanía que los amenazaba leja­namente; y se disimulaba por una yarda hermosamente cortada que dividía la pampa de la sagrada intimidad de la estancia. Pronto todos conversaban en un espacioso corredor, apertrechado de sofás y mesitas por doquier. Y colocada en el centro una mesa redonda, y sobre ella un canapé y una jarra de té helado a su disposición.
A la mañana del segundo día, los niños intem­pestivamente habían asaltado la yarda y jugaban a las estatuas encantadas; menos Paulina, que siempre resentía juegos tan infantiles, y prefería mil veces re­costarse sobre la yarda, con su radio a transistores a la mano, aunque los Beatles se le escaparan entre las manos: let it be, let it be y Martín Fierro en tenis y acosado por cuerdas de guitarra. Después, sonoramen­te, coloridamente, trompetísticamente: bamba, bamba, para subir al cielo se necesita… Y Paulina enterne­cida hundía libremente su mirada, en aquella pampa que se organizaba solitariamente, arrancada de la nada. Arturo que ya charlaba con Anette y con Alfredo en la sala que se abría hacia uno de los corredores; de repente, cambio de luces y paso libre: sin reparos la pampa entra abiertamente en el corredor y hacia la derecha de éste, se recortaba un horizonte en el cual ya se divisaba una apabullante mancha solar. Arturo, a ratos preocupado, contestaba instintivamente a Caro­la, quien era la que más hablaba. Mientras que Arturo a veces tenía la sensación de que nada había pasado; como si el enorme vacío de Ana Dolores hubiera sido un hueco tapiado con ladrillos de goma; y de repen­te quitarse los antifaces y sin escaramuzas, verse las caras y oírse las voces, entre palabras ocasionales y gestos disimulados en el que está prohibido pronunciar la palabra exacta. En donde todo se vuelve un sinuoso rodeo, una mano que nunca termina de tocar la puerta.
Quizá sólo era la falta de costumbre de ver una vez más los rostros, que Ana Dolores había visto y amaba, se decía Arturo; mientras que a lo lejos Ana Dolores desaparecía entre palabras huecas y tercas mi­radas: se esfumaba con la delicadeza de una sombra en el espejo de la Provenza, bajo el sol de Van Gogh. En una tarde cualquiera, en que las arlesianas vuel­ven de sus faenas, dejando atrás el verde encendido de las montañas y el amarillo caído de los campos. Todo tan irreal, como un cuerpo hermoso que empie­za a ladearse, una pierna trabada en un estribo, una figura blanda que pierde el equilibrio, un paisaje que empieza a darse vuelta, un cuerpo compacto que es arrastrado, una nube de polvo que nace de la dura tierra; un aire enrarecido que vuelve más lejana la le­janía. Por qué insistir, « ¿por qué había venido a la estancia?», caviló Arturo. Y fijamente determinado a buscar algo que en ningún lugar hallaría, quizá algo perdido entre soñolientas nubes y milenarias piedras.
De pronto como si Ana Dolores hablase: sí, la Pro­venza, adoro a Arles y este sol mediterráneo. Veo co­rriendo los salvajes caballos de la Camargo, casi con el mismo ímpetu con que lo han hecho por siglos. Sí, los miro cruzar el Ródano abriéndose paso, entre corrien­tes de agua que frágilmente se desprenden en lengüe­tazos líquidos; que vuelan como sorprendidos pájaros. Atrás, los atardeceres domesticados abren una amarilla perspectiva, y arriba las montañas coronadas enseñan el contorno de su cabellera erizada; alrededor la luz im­placable mordisquea los olivares, y las sombras de las colinas caen dobladas restregándose tercamente contra la piel indefensa del campo. Al fondo, en movimiento una sola figura armada en blanco satín, camina inma­culada acercando la lejanía. « ¿Cómo domesticar aquel ímpetu?», pensó Arturo. Después de diez años, todo hubiera sido tan sencillo en Piamonte o la Toscana, o simplemente haber ido a Roma o Praga, para al final únicamente quedar una rotunda y clara mirada anun­ciando, que no. Es como si todo se disolviera en algo lejano e incierto, poblado de raciocinios improbables y esotéricas conjeturas para terminar en una sólida demar­cación; como si la Provenza se hubiera instalado per­manentemente en la mirada redentora de Ana Dolores.
Todo fabricado con la certeza de un espejo en un auto que va dejando pedazos de la Provenza, mien­tras se avanza irremediablemente por la pampa y los Beatles siguen insistiendo con su she love me, ye ye ye. Y Ana Dolores continúa recorriendo la Proven­za y siguiendo con fidelidad espartana, caminos se­ñalados por flechas negras en una amarillenta car­ta Michelin. Después de ver la desteñida carta Michelin, alto y descanso. Pernoctar en un castillo de sueños, ocupada deshojando a cuentas gotas aquel estado natural; casi indómito y fortifica­do por un sol telúrico clavado en la piel transparente del paisaje. Arturo se ha dormido cavilando en Ana Dolores, bajo aquel sol abrasador pintado redonda­mente por Van Gogh, y que no se le ocurrió pintar a Cèzanne, porque este amaba más el verde magné­tico de Saint Victore, que el color opresivo del sol.
III
Y todo transcurría sin darse ninguna ruptura, en­tre aquel paisaje tumultuoso y aquellas miradas sere­nas; que avanzaba hacia una inmovilidad definitiva de pensativas estatuas y fantasmales palabras, en carre­ra abierta en una película en cámara lenta. La maña­na del tercer día transcurrió sin contratiempos y una asamblea de voces de niños batía la yarda. Dog tuvo su primera escaramuza, entonces, verlo corretear una liebre pampera o una persecución frenética mordiendo la cola del aire. Después del almuerzo, de asado y de vino tinto, pura siesta y puro atardecer; más reunión familiar en el fresco corredor flanqueado de helechos colgantes mecidos por un suave viento, cuyas som­bras extrovertidas se deslizan fantasmagóricamente contra la pared blanca, pegándose intactas sobre las baldosas celestes del corredor, como grandes arañas negras. Y Anette siempre tan remota y tan cercana y Carola siempre cortés; primero, servía una jarra de té y después una jarra de mate. Fue en ese instante cuan­do Arturo se fijó en la copa que tenía en su mano; al principio él la había mirado distraídamente, como quien ve algo que no es suyo; luego, la miró minucio­samente, con ese estado enervado con que uno mira un pájaro cuando se posa inauditamente en la mano.
Carola que lo había estado observando entre la terquedad y el disimulo, pareció adivinar lo que ya na­cía en los ojos de Arturo: eran «copas de Boj». Arturo las recordó inmediatamente, las había comprado Ana Dolores en Arles, le habían encantado porque tenían una partida de hermosos caballos de Camargo, tan hábilmente dibujados que con suma facilidad; uno se imaginaria que en cualquier instante aquellos caballos saltarían de la superficie de la copa; y volarían por el aire con sus músculos dibujados, con sus lomos impe­cables, con sus crines agitadas por el viento, con sus pescuezos alargados por el esfuerzo; y con el brillo de sus ojos cabalgando en vehemente carrera, como si quisieran alcanzar algo que solamente ellos miraban.
—No sé cómo se me ocurrió ponerlas —se lamentó Carola.
—Venían con las cosas de Ana Dolores — aclaró Anette a secas.
—No te molestes —contestó Arturo—, Ana Dolores...siempre estuvo fascinada con esas co­pas.


Se oyó un relincho de caballo y Arturo se le­vantó bruscamente de la silla. Era uno de los peo­nes que llevaba los caballos al aguadero. Sólo te­nemos un par de caballos, dijo Alfredo en franco tono explicativo. Todo volvió a la calma y Anette aprovechó el corto silencio para anunciar su viaje a Buenos Aires en verano y luego a Punta del Este.
— ¡Paulina quiere montar a caballo! —gritó Pablito desde la yarda.
Arturo se volvió a levantar rápidamente y salió del corredor hacia la yarda, seguido por Carola, que de inmediato les gritó a los niños. prohibiéndoles montar a caballo y ellos, enfadados, la obedecieron a re­gañadientes. Pero, poco después se oyó un relincho, era Pablito, sólo Pablito que corría con un palo en­tre sus piernas como si aquel palo fuese un caballo; jugaban al chuvau-frus, de pronto todos los niños y niñas corrían y relinchaban como si fueran caballos. Arturo que los observaba desde el corredor recordó que ese juego, se los había enseñado Ana Dolores. Arturo se rió y permaneció ahí sin ánimo de volver al corredor, como si aquel juego lo acercara más a Ana Dolores. Mientras que en la yarda, ahora los pe­rros correteaban a los niños, hasta detenerse repenti­namente y empezar a ladrarle a la indeterminada le­janía. Luego se oyeron los relinchos de los caballos que volvían del aguadero. Alfredo se despegó de la silla y salió meditabundo a la yarda; y vio el horizonte lejano, inmóvil, nítido, y a la espera de una mirada.
— ¡Qué raro! —aseveró Alfredo al ver hacia el poniente.
— ¿Qué es lo raro? —preguntó Arturo.
—Nunca había visto el sol tan ardiente... es una bola de fuego...



Al principio sólo se oyó un retumbar indefinido, poco después se sintió un temblor arañando el suelo, que subía con la fuerza de un cosquilleo de hormi­gas por los pies. Anette y Carola ya pisaban la yar­da. Arturo siguió con la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Anette y no vio nada. Pero Alfredo, quien conocía de memoria los colores de la pampa, distin­guió moviéndose tras la colina una nube de polvo que recortaba la pampa antes del desfiladero. El retumbar se oía cada vez más cercano y el suelo bajo lo pies parecía estarse sacudiendo de un sueño de siglos. Los caballos relinchaban en los cobertizos y los perros empezaron a ladrar con la impotencia con que se le ladra a una luna imaginaria. Al término de la colina se divisaba claramente una nube de polvo, y empezó a asomar una mancha en movimiento que aumenta­ba al acercarse al extremo más próximo a la estan­cia; las vibraciones en la tierra era cada vez más in­tensas. Los niños asombrados habían dejado de jugar y los peones de las cuarterías también habían salido. Todos avanzaban con la mirada fija hacia delante, sin dejar de mirar aproximarse la oscura mancha, por en­cima de la cual se iba formando una nube de polvo. Fue el grito de uno de los peones quien dio el aviso:
— ¡Son caballos, es una manada!
La inmensa mancha en movimiento doblaba bor­deando la colina, abriéndose en un gran circulo, cuya vanguardia pasaba frente a la barda frontal de la estan­cia. El horizonte inmediato se pobló de caballos. Se distinguían sus fuertes pescuezos, sus ancas dibujadas, sus musculosas piernas, el brillo parpadeante de sus ojos, sus lomos bruñidos por el sudor. Desfilaban fre­néticamente veloces; el grueso de la columna cruzaba abatiendo el aire con el ímpetu de una lanza, todos co­rrían con la cabeza fija hacia adelante, con sus hocicos abiertos, y sus pescuezos alargándose con el ahínco de perseguir algo inalcanzable, pasaban llenando todo el espacio entre la colina y la estancia. Y, ante la mira­da, aparecía en todo su vigor un mar equino: cabezas, crines y colas en movimiento; un trajín de musculosas patas en largas zancadas conmovían el campo; y le­vantaban una muralla evanescente de polvo, sus ca­bezas asomaban imperturbables, ninguno relinchaba, ninguno cayó a tierra, ninguno se desvió de su direc­ción definitiva, ninguno acortó su paso implacable.



Arturo, casi instintivamente, se acercó más a la barda y vio pasar los caballos más inmediatos, por un instante pensó en Ana Dolores y súbitamente recordó aquella tarde en Arles; cuando había comprado las copas de Boj, cuando ella le decía señalándole los caballos dibujados en las copas, « ¡te los imaginas!», y él le pre­guntaba: « ¿me imagino qué?» Y ella le respondía: « ¡te imaginas estos caballos corriendo salvajes una tarde en la pampa!». Arturo por un momento tuvo la sensación de que todos los caballos de todos los tiempos, habían pasado ante sus ojos en un torbellino de galopes, como si el tiempo se hubiera detenido un par de minutos, y se le hubiese concedido una sola y definitiva mirada.
« ¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya! », exclamó tres veces Anette. Esto no se ve todos los días, agregó tocándose una de sus trenzas con su mano derecha, mientras su mirada se concentraba exclusivamente en el perfil iz­quierdo del paisaje que se desvanecía como la nada del perfil derecho. Nadie dijo nada más, sólo Paulina ase­guró jamás haber visto tantos caballos juntos. Arturo lucía ensimismado y no comentó nada, los demás vol­vieron a refugiarse en los corredores de la casa. Mien­tras, Arturo miraba hacia la lejanía, pero no había nada que ver, salvo la incipiente letanía de colinas, la pro­fundidad ahuecada de la pampa y las nubes moviéndose a paso milimétrico de caracol. Luego, Arturo alzó la vista y sin saber por qué pensó que aquellas nubes blan­cas otorgándole profundidad a la lejanía, sólo eran las nubes de polvo blanquecino que iban levantando a su paso los caballos invisibles que galopaban en el cielo.
Por un rato más, Arturo miró pacientemente, sin punto fijo a la pampa, buscando algo que posiblemente estaba allí, pero que intuía que no encontraría: la leja­nía de la Provenza y la cercanía de la pampa. Algo que poco a poco se iba convirtiendo en una sombra, quizá lo mismo que sin saber perseguía Ana Dolores. Tal vez una palabra hermosa escondida en un rumor, un tenue color maravilloso que mecha un horizonte difuso, un luche sobre la pampa que vuela imprimiendo una este­la vigorosa de estrellas al mediodía, un cóndor que se posa nítidamente en la cima nevada del Ventour. Artu­ro oyó pasos a su espalda y una voz que con insisten­cia luchaba por llegar a sus oídos; luego, antes de que lo tocaran, sintió que alguien lo tocaría por la cintura. Arturo se dio media vuelta de inmediato. Era Pablito, que señalaba con el índice de su mano izquierda a la lejanía, mientras inocentemente repetía tres veces con su voz de niño tamborilero que va marcando el paso de las nubes: ¿la miraste?, ¿la miraste?, ¿la miraste?


*Del libro de cuentos,  La orientación de la mirada, junio de 2012

Ilustraciones en orden de aparición
Dibujo, Blanco (2014)
Dibujo, Blanco siguiendo amarillo, M.A. Membreño Cedillo (2006)
Composición,  Espejos, M.A. Membreño Cedillo, (2014)
Composición, Movimiento, M.A. Membreño Cedillo, (2014)
Composición, 100 caballos, M.A. Membreño Cedillo (2014)
Composicion, Galope,M.A. Membreño Cedillo, (2014)