Una tumba
se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.
Un día en
todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!
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En el pueblo todos
sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con
nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano.
Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos
disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió
enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas
todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con
la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo
unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de
George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y
poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel
lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de
hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de
los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur
de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a
buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería
infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir
y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines
de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles
eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía
que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores
proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero
las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su
derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa
clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como
George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se
sentía justificada -y sus amigos estaban de acuerdo con ella- al cortar
todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las
ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el
nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que
ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de
George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía
exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de
partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la
frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo
mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer
nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no
había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada
para siempre.
En unos años
Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre
lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis
años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos
los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las
tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle
«mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos.
Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo
contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
-¿Por qué se lo has
dicho? ¿Por qué? -preguntó al final de la rabieta.
-Porque lo mejor es
decir siempre la verdad -respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él
pataleaba en la cuna.
-Bueno, pero cuando
la verdad es algo feo no me parece bien.
-¿No te parece
bien?
-No, y además -y
Helen sintió que se ponía tenso-, además, ahora que lo has dicho ya no te
voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
-Pero ¿no te parece
una crueldad? -preguntó Helen en voz baja.
-¡No me importa!
¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré
daño toda mi vida!
-¡Vamos, guapo, no
digas esas cosas! No sabes lo que...
-¡Pues sí! ¡Y
cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
-Gracias a Dios yo
me moriré mucho antes que tú, cariño.
-¡Ja! Emma dice que
nunca se sabe -Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de
Helen-. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a
hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un
respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le
hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los
diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le
sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen
con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la
familia.
-No me creo ni una
palabra -dijo animadamente al final-. La gente no hubiera dicho lo que dijo
si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído
muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas
de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y... bueno,
montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea...
eso, ¿verdad?
-Como si me fuera
a... -empezó ella.
-Bueno, pues ya no
volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.
Y nunca lo volvió a
mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo
las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40
grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el
delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran
las cosas entre ellos.
Los cursos en su
internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano
se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales
joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios
intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su
interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con
todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como
Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que
prometía ser una brillante carrera.
En octubre tenía
que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de
sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se
lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de
milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo
persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un
batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía
llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba
incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña
húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara
directamente.
-Pero es la
costumbre de la familia -había reído Michael.
-¿No me irás a
decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo?
-dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi
palabra de honor, y la repito, de que... que... no pasa nada. Te lo
aseguro.
-Bah, a mí no me
preocupa eso. Nunca me ha preocupado -replicó Michael indiferente-. A lo
que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena...
Igual que mi abuelo.
-¡No digas esas
cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
-No caerá esa
breva. Ya sabes lo que dice K.
-Sí, pero el lunes
pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de
Navidad. Por motivos financieros.
-Ojalá tenga razón.
Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para
largo.
El batallón de
Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios
«permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la
costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario
escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados
de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael
iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria
más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos
y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida.
En Francia, el
batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde
llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la
batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de
Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó
que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y
de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so
pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en
la zona de Ypres.
Un mes después, y
cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y
por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en
una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo
saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un
establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto
hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.
Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan
típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella.
Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama
oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del
pastor protestante:
-Le ha tocado a la
señorita Helen, esta vez.
Y él replicó,
pensando en su propio hijo:
-Bueno, ha durado
más que otros.
La niña llegó a la
puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos.
Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una
tras otra y diciéndole a cada ventana:
-Cuando dicen que
ha desaparecido significa siempre que ha muerto.
Después ocupó su
lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones
estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y
profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros.
Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero
siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio,
les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se
pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían
comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de
los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó
todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en
uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones,
donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el
cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que
no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora,
al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una
afligida pariente».
En su momento,
cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban
profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno
cedió y todos sus sentimientos -salvo el de agradecimiento por esta
liberación- acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su
propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella
estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le
afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que
podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la
cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo
apropiado de condolencia.
Cuando por fin
comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el
armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se
enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico
a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y
desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba
para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni
personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en
varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes -porque podía
escucharse mientras hablaba- acerca del lugar del monumento a los caídos
del pueblo que éste proyectaba construir.
Después le llegó,
como pariente más próxima, una comunicación oficial -que respaldaban una carta
dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un
reloj- en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del
teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a
enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de
la letra de la fila y el número de la tumba.
De manera que ahora
Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno
de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en
la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le
explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y
lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.
-No es lo mismo
-como dijo la mujer del pastor protestante- que si lo hubieran matado en
Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.
La agonía de que la
despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal
de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de
que a Hagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde
que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito
agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía
pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del
caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una
chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de
polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.
-A propósito -dijo
la autoridad-, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
-Sí, gracias -dijo
Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir
portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno
de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de
Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido
cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero
como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el
nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No
tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres
de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la
Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y,
si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual
cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial
de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a
la mujer a la cama turca.
-Esto pasa muy a
menudo -dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada-.
Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el
número de su tumba? Eso es lo más importante.
-Sí, gracias -dijo
Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a
sollozar de nuevo.
El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules,
llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más
sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de
facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a
Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
-Yo también voy a
Hagenzeele -explicó-. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la Fábrica
de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de
Hagenzeele-Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
-Sí, gracias. Les
envié un telegrama.
-Estupendo. A veces
está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto
cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la
Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la
clientela.
-Yo soy nueva aquí.
Es la primera vez que vengo.
-¿De verdad? Yo ya
he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a
nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos
que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio
que venga alguien para ver... el sitio y contárselo después. Y además se
les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer -rió nerviosa y
se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tres
que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la
zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo
suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y
vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
-Claro. Supongo
-respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
-Claro que sí. Qué
suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser
así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo
menos 10 ó 15 encargos -y volvió a golpear la Kodak-. Esta noche tengo que
ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
-Un sobrino -dijo
Helen-. Pero lo quería mucho.
-¡Claro! A veces me
pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
-Bueno, yo no... No
he querido pensar mucho en ese tipo de cosas -dijo Helen casi levantando
las manos para rechazar a la mujer.
-Quizá sea mejor
-respondió ésta-. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de
pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.
Helen se lo
agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se
habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella,
y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que
hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías
de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más
cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su
habitación.
Casi inmediatamente
después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la
horrorosa lista en las manos.
-Sí... sí..., ya lo
sé -comenzó-. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa.
Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no
importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
-Pero, por favor...
La señora
Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo
gestos contenidos con la boca.
-Dentro de un
minuto -dijo-. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba
hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas
-paseó la vista por la habitación-. Qué papel de pared tan extraordinario
tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que
hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
-Más que nadie en
el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar
nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por
eso.
-Pero ¿por qué me
lo cuenta a mí? -preguntó Helen desesperada.
-Porque estoy tan
harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año.
Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que
inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo
que no tenía que haber sido... lo único verdadero... lo único importante
que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada.
Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba
a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
-¿Cuántos años?
-preguntó Helen.
-Seis años y cuatro
meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle
ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a
verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien
antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa,
hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... por eso... tenía que
decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!
Se llevó las manos
juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía
juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó,
le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:
-¡Pobrecilla!
¡Pobrecilla!
La señora
Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
-¡Dios mío! -exclamó-.
¿Así es como se lo toma usted?
Helen no supo qué
decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.
A la mañana
siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de
encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía
no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el
camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de
entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe
sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con
superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No
sabía que en Hagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era
un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de
estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir
ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una
maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban
hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha,
desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos
de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas
que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado
flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver
letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio
que no era allí donde tenía que buscar.
Junto a una línea
de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque
estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el
papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos,
preguntó:
-¿A quién busca?
-Al teniente Michael
Turrell... mi sobrino -dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como
había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó
la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la
hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
-Venga conmigo
-dijo-, y le enseñaré dónde está su hijo.
Cuando Helen se
marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo
lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida
de que era el jardinero.
FIN
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