J. Alvaro Calix
Sobre las aguas achocolatadas del río,
se dilata la espuma que deja el Ferry. Atrás quedan, borrados por las nubes
bajas, el rimero de edificios altos y los brotes de nuevas construcciones en
medio de grúas, excavadoras y cientos de peones hormigueando sobre los
andamios. Los vientos de otoño empiezan a calar. No tengo frío. Desde mi asiento
en el interior del buque, a través de la escotilla, veo el río, las últimas
siluetas de la ciudad y, por supuesto, el perfil de Diana acodada en la barda
de la cubierta, sola, mirando sin mirar la corriente. Pero ya no es mía.
No se mueve, apenas para recogerse el cabello
que remolinea con la brisa, apenas para mirar su reloj, un poco menos para
intentar concentrarse más de dos líneas en el libro que aprisiona bajo el
brazo. ¿Una novela de Sweig?, quizás. Yo también permanezco inmóvil, ni
siquiera he reparado en la señora que viaja a mi lado y sorbe un granizado de
café. Tengo más de cincuenta años, como quien no quiere la cosa. Al contemplar
a Diana ˗sospecho ha de
pasarle a muchos˗ me siento el
mismo veinteañero que la conoció en el parquecito del barrio. Salvo que tuviera
un espejo enfrente, olvido arrugas y también las vastas entradas en las sienes.
Soy o me figuro un Adán que transmuta su cuerpo por las décadas, como si nada,
inmune al moho de los años y a la merma de los afanes. ¿Y ella?
Deja la pose y se dirige, de seguro, a la
cafetería. No deseo comprar nada pero la seguiré para encararla; a lo mejor me
reconoce. Acerté, viene a la cafetería, tararea la música de fondo, un
estribillo de moda, que juzgo vulgar; pide un emparedado de queso y zumo de
mango. Puedo sentir ya su huraño perfume de jazmín. Parece que se ha fijado en
mí, pues voltea y me ve; alza la barbilla, nos encontramos y… no existo. Sigue de paso.
Con la tez bronceada, engreída como siempre,
Diana, tan remota; pero qué distinto sería si ella viese en mí, como yo lo
hago, el brillo de los años sesenta. La novela no es de Sweig, debí suponerlo
antes. En su ajustada blusa color piel y la falda blanca de pliegues largos se
vuelve hacia la cubierta. En el mismo sitio, se acoda en la baranda; de nuevo
ve o imagina la otra orilla, que ya está a mitad de camino.
Regreso a mi asiento. La señora ahora come un
emparedado, entre sorbos apurados de gaseosa; ella sí que me mira con
inconfundible chispa en las pupilas. Sonrío y le pido permiso para pasar al
fondo. Me dejo caer en la butaca y sigo la huella de burbujas del buque y,
claro, de reojo, miro a Diana. La señora pregunta si soy norteño, niego con la
cabeza; arremete luego para saber a qué me dedico, si el viaje es por asuntos
de trabajo. Supongo que no le gustó el tono con el que le dije desempleado. Saca unas agujas, una
madeja de lana, y comienza a distraerse con las puntadas de un gorrito o algo
así. Me reclino cuanto puedo en el
asiento y como un relámpago, el primer beso a Diana, bajo el pórtico de su casa
en la calle Zaldívar, justamente el día que yo cumplía 18. Primero y único,
pero qué más para atolondrarme un par de años, hasta que las once horas en el
almacén acabaron con los retozos.
El río es siempre inescrutable en su anchura,
como un océano interior; termina siempre empequeñeciéndonos, tragándonos en su
delta, hasta que, como un espejismo, aparece la otra orilla, la de la ciudad
modesta y bulliciosa. Diana se yergue cuando avista la ribera, los últimos
rayos de sol se derraman sobre su cabello. No se me puede ocurrir otra cosa,
coger la cámara, y tras la ventana
sacarle una foto así, espléndida, magnética, con desdén hacia todo lo que no forme parte de su
ciudad, su mundo, su barrio porteño. Ya no tengo más que hacer durante el
recorrido. Me recuesto y cierro los ojos, con la imagen de Diana en el pórtico
de su casa. En cinco minutos estaré bajando al muelle, tomaré el autobús y
cenaré esta noche la sopa de almejas que
prometió el compadre Tano.
La luz del día se va esfumando y se trueca con
los primeros destellos de los faroles en el muelle. El agua refleja los
mástiles de los botes que salpican el puerto. Me cuelgo la mochila de los
hombros y busco la salida; ya he perdido el rastro de Diana. En la puerta de la
terminal, ir y venir de gente braceando contra lo que queda del día. Resiento
el empellón de un muchacho y luego recojo el peluche que se le cayó a una beba
de chongos celestes, se lo entrego a los padres y avanzó hasta una de las
puertas, sin volver a ver, sin afanarme con una nueva estampa de Diana. ¿No
basta acaso una?
Una mano alzada me saluda, ante mi sorpresa, pues no espero a nadie. Es
Braulio, viejo amigo, de esos que las prisas más que las distancias nos van
alejando. Noto que anda medio achispado, propio en él los domingos. Abrazo,
como se debe, con palmada doble. Pero se distrae, espera algo y enseguida toma
por el talle a una mujer joven, dice que es su hija, y tiene edad para serlo;
bella, fuera de toda duda, con una blusa color piel y un libro desconocido bajo
el brazo.
Fuente: Ariana y la burbuja (2014) http://www.amazon.com/Ariana-y-Burbuja-Spanish-Edition-ebook/dp/B00IL15MTE