Arabia, cuento de James Joyce (Escritor ingles)
26/03/2014
La calle North
Richmond, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, excepto en la
hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba a sus alumnos. Al
fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus
vecinas por su terreno cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de
las familias decentes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con
imperturbables caras pardas.
El inquilino anterior de nuestra
casa, sacerdote él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo
atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de
desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles.
Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel, con sus páginas dobladas
y húmedas: El abate, de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de
Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín
silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos
arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de
bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era un cura caritativo; en su
testamento dejó todo su dinero para obras pías, y los muebles de la casa, a su
hermana.
Cuando llegaron los cortos días de
invierno oscurecía antes de que hubiéramos acabado de comer. Cuando nos
reuníamos en la calle, ya las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de
cielo sobre nuestra cabezas era de un color violeta fluctuante y las luces de
la calle dirigían hacia allá sus débiles focos. El aire frío mordía, pero
jugábamos hasta que nuestros cuerpos relucían. Nuestros gritos hacían eco en la
calle silenciosa. Nuestra carreras nos llevaban por entre los oscuros
callejones fangosos detrás de las casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las
salvajes tribus de las chozas hasta los portillos de los oscuros jardines
escurridizos en que se levantaban tufos de los cenizales, y los oscuros,
olorosos establos donde un cochero peinaba y alisaba el pelo a su caballo o
sacaba música de arneses y de estribos. Cuando regresábamos a nuestra calle, ya
las luces de las cocinas bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la
esquina, nos escondíamos en la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la
hermana de Mangan salía a la puerta llamando a su hermano para el té, desde
nuestra oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo. Aguardábamos
todos hasta ver si se quedaba o entraba, y si se quedaba dejábamos nuestro
escondite y, resignados, caminábamos hasta el quicio de la casa de Mangan. Allí
nos esperaba ella, su cuerpo recortado contra la luz que salía de la puerta
entreabierta. Su hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo
me quedaba junto a la reja a mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba con
su cuerpo y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.
Todas las mañanas me tiraba al suelo
de la sala delantera para vigilar su puerta. Para que no me viera bajaba las
cortinas a una pulgada del marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un
vuelco. Corría al pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener
siempre a la vista su cuerpo moreno, y cuando llegábamos cerca del sitio donde
nuestro camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría
un día tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas
palabras de ocasión; sin embargo, su nombre era como un reclamo para mi sangre
alocada.
Su imagen me acompañaba hasta los
sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde,
yo tenía que ir con ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por
calles bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las
maldiciones de los trabajadores, las agudas letanías de los pregoneros que
hacían guardia junto a los barriles de mejillas de cerdo, el tono nasal de los
cantantes callejeros que entonaban un oigan esto todos sobre O’Donovan Rossa o
la balada sobre los líos de la tierra natal. Tales ruidos confluían en una
única sensación de vida para mí: me imaginaba que llevaba mi cáliz a salvo por
entre una turba enemiga. Por momentos su nombre venía a mis labios en extrañas
plegarias y súplicas que ni yo mismo entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas
a menudo (sin poder decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la
boca. Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle, y si le
hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era un
arpa y sus palabras y sus gestos eran como los dedos que recorrieran mis
cuerdas.
Una noche me fui a la saleta en que
había muerto el cura. Era una noche oscura y lluviosa y no se oía un ruido en
la casa. Por uno de los vidrios rotos oía la lluvia hostigando al mundo: las
finas, incesantes agujas de agua jugando en sus camas húmedas. Una lámpara distante
o una ventana alumbrada resplandecía allá abajo. Agradecí que pudiera ver tan
poco. Todos mis sentidos parecían querer echar un velo sobre sí mismos, y
sintiendo que estaba a punto de perderlos, junté las palmas de mis manos y las
apreté tanto que temblaron, y musité: ¡Oh, amor! ¡Oh, amor!, muchas veces.
Finalmente, habló conmigo. Cuando se
dirigió a mí, sus primeras palabras fueron tan confusas que no supe qué
responder. Me pregunto si iría a la “Arabia”. No recuerdo si respondí que sí o
que no. Iba a ser una feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.
-¿Y por qué no puedes ir? -le
pregunté.
Mientras hablaba daba vueltas y más
vueltas a un brazalete de plata en su muñeca. No podía ir, dijo, porque había
retiro esa semana en el convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una
gorra y me quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros
inclinando hacia mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a nuestra puerta
destacaba la blanca curva de su cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí
y, descendiendo, daba sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido
y cogía el blanco borde de su falda, que se hacía visible al pararse
descuidada.
-Te vas a divertir -dijo.
-Si voy -le dije-, te traeré alguna
cosa.
¡Cuántas incontables locuras
malgastaron mis sueños, despierto o dormido, después de aquella noche! Quise
borrar los días de tedio por venir. Le cogí rabia al estudio. Por la noche en
mi cuarto y por el día en el aula su imagen se interponía entre la página que
quería leer y yo. Las sílabas de la palabra Arabia acudían a través del
silencio en que mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo oriental.
Pedí permiso para ir a la feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó
sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera una cosa de los masones. Pude
contestar muy pocas preguntas en clase. Vi la cara del maestro pasar de la
amabilidad a la dureza; dijo que confiaba en que yo no estuviera de holgorio.
No lograba reunir mis pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado
serio de la vida que ahora se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía
juego de niños, feo y monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a
mi tío que deseaba ir a la feria esa noche. Estaba atareado con el estante del
pasillo buscando el cepillo de su sombrero, y me respondió, agrio:
-Está bien, muchacho, ya lo sé.
Como él estaba en el pasillo no podía
entrar en la sala y apostarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé
lentamente hacia la escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me
abandonó.
Cuando volví a casa para la cena mi
tío aún no había regresado. Pero todavía era temprano. Me senté frente al reloj
por un rato, y cuando su tictac empezó a irritarme me fui del cuarto. Subí a
los altos. Los cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui
de cuarto en cuarto cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros
jugando en la calle. Sus gritos me llegaron indistintos y apagados; recostando
mi cabeza contra el frío cristal, miré la casa a oscuras en que ella vivía.
Debí estar parado allí cerca de una hora, sin ver nada más que la figura morena
proyectada por mi imaginación, retocada discretamente por la luz de la lámpara
en el cuello curvo y en la mano sobre la reja y en el borde del vestido.
Cuando bajé las escaleras de nuevo me
encontré a la señora Mercer sentada al fuego. Era una vieja hablantina, viuda
de un prestamista, que coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que
soportar todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más de
una hora, y todavía mi tío no llegaba. La señora Mercer se puso de pie para
irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le
gustaba andar por fuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue empecé
a pasearme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:
-Me temo que tendrás que posponer tu
feria para otra noche del Señor.
A las nueve oí el llavín de mi tío en
la puerta de la calle. Lo oí hablando solo y oí el crujir del estante del pasillo
cuando recibió el peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando
iba por la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se
le había olvidado.
-Ya todo el mundo está en la cama y
en su segundo sueño -me dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:
-¿No puedes acabar de darle el dinero
y dejarlo que se vaya? Bastante lo hiciste esperar.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse
olvidado. Dijo que él creía en ese viejo dicho:Mucho estudio y poco juego hacen
a Juan un majadero. Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por
segunda vez, me preguntó que si no conocía Un árabe dice adiós a su corcel.
Cuando salía de la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos
del poema.
Apreté el florín bien en la mano
mientras iba por la calle Buckingham hacia la estación. La vista de las calles
llenas de gentes de compras y bañadas en luz de gas me hizo recordar el
propósito de mi viaje. Me senté en un vagón de tercera de un tren vacío.
Después de una demora intolerable, el tren salió lento de la estación y se
arrastró cuesta arriba entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación
de Westland Row la multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los
conductores la rechazaron diciendo que éste era un tren especial a la feria.
Seguí solo en el vagón vacío. En unos minutos el tren arrimó a una improvisada
plataforma de madera. Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj
que eran las diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el
mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las
entradas de seis peniques, y, temiendo que hubieran cerrado, pasé rápido por el
torniquete, dándole un chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré
dentro de un salón cortado a la mitad por una galería. Casi todos los
estanquillos estaban cerrados y la mayor parte del salón estaba a oscuras.
Reconocí ese silencio que se hace en las iglesias después del servicio. Caminé
hasta el centro de la feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor
de los estanquillos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la
que aparecían escritas las palabras Café Chantant con lámparas de colores, dos
hombres contaban dinero dentro de un cepillo. Oí cómo caían las monedas.
Recordando con cuánta dificultad
logré venir, fui hacia uno de los estanquillos y examiné las vasijas de
porcelana y los juegos de té floreados. A la puerta del estanquillo una
jovencita hablaba y reía con dos jóvenes. Me di cuenta de que tenían acento
inglés y escuché vagamente la conversación.
-¡Oh, nunca dije tal cosa!
-¡Oh sí!
-¡Oh no!
-¿No fue eso lo que dijo ella?
-Sí. Yo la oí.
-Oh, pero qué… ¡embustero!
Viéndome, la jovencita vino a
preguntarme si quería comprar algo. Su tono de voz no era alentador; parecía
haberse dirigido a mí por sentido del deber. Miré humildemente los grandes
jarrones colocados como mamelucos a los lados de la oscura entrada al
estanquillo y murmuré:
-No, gracias.
La jovencita cambió de posición una
de las vasijas y regresó a sus amigos.
Empezaron a hablar del mismo asunto.
Una que otra vez la jovencita me echó una mirada por encima del hombro.
Me quedé un rato junto al estanquillo
-aunque sabía que quedarme allí era inútil- para hacer parecer más real mi
interés por la loza. Luego me di vuelta lentamente y caminé por el centro del
bazar. Dejé caer los dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz
gritando desde un extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte
superior del salón estaba completamente a oscuras ya.
Levantando la vista hacia lo oscuro,
me vi como una criatura manipulada y puesta en ridículo por la vanidad, y mis
ojos ardieron de angustia y de rabia.
Fuente:Zona Literatura .http://zonaliteratura.com/
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