Plaza de
las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX, presenta Algo había pasado, (Qualcosa era successo) de Dino
Buzzati Traverso (1906–1972), italiano, escritor polifacético, fue un periodista,
novelista, cuentista, dramaturgo, guionista de operas. Como periodista desde
los 21 años trabajo para el Corriere
della será, del cual llego a ser
corresponsal de guerra. Tenía una afición por la música, estudio violín y piano, y también manifestó una afición por el dibujo y la pintura. No le gustaba
que le dijeran que era escritor, y en su lugar prefería presentarse como periodista. Porque como él mismo
señalaba: «but he believed that fantasy
should be written with all the detail of a newspaper account.» (1) Buzzati
alcanzo la fama y renombre mundial su novela El desierto de los Tartaros. (1940) (Il deserto
dei Tartari): Una novela con una cierta dosis de absurdo, y cuyo personaje
Giovanni Drago, espera en cuartel
militar un ataque de los tártaros que nunca ocurre. Es en esa espera infinita donde
el tiempo se convierte en un «Presente
perpetuo e interminable». Y que nos recuerda Esperando a Godot de Becket. Pero sobretodo, Buzzati fue un gran cuentista, que amparado en las alegorías y en las parábolas, escribió
relatos y cuentos magistrales. Se le
atribuyen varias influencias, el surrealismo
anidado en lo onírico y el realismo fantástico de Kafka. Pero también se le
vincula al existencialismo de Sartre por La
nausea o a Camus por El extranjero. En ocasiones sus cuentos tocan lo fantástico
pero desde una cotineidad sana y no estrambótica o sobrenatural.
Buzzati no
se consideraba un escritor
«Llamativamente,
Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como
un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a
las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus
contemporáneos, ha contradicho profundamente el punto de vista del propio
Buzzati.» (2)
Sobre sus influencias los
críticos se decantan por varias corrientes y autores
«Parece preceptivo al
hablar de Buzzati mencionar a Poe, Kafka y la novela gótica. Yo me conformaría
con Kafka, no porque las otras dos influencias no existan, sino porque esta
última es la que atañe al tronco central de su obra. También suele hablarse de
surrealismo, pero entonces deberíamos fijarnos sobre todo en dos compatriotas
suyos: De Chirico y Alberto Savinio, hermanos ambos, por cierto. En buena
parte, esta aplicación de influencias se debe al hecho de que la obra de
Buzzati pertenece a la fantasía, a lo alegórico. También hay mucho de esa
figura llamada parábola con su valor ejemplificador y cargado de
consideraciones morales. Y, por último, hay una fuerte recurrencia –como no
puede ser menos a tenor de lo anteriormente dicho– al espacio de lo simbólico.» (3)
Siempre sobre sus influencias,
otro critico señala: «Los
antecedentes de Buzzati son autores de la talla de Joyce, Gertrude Stein o
Beckett, aunque también es cierto que se dejó influir por las artes visuales.
Citados a menudo como representantes del estilo collage, sus relatos maceran
alusiones históricas y artísticas en referencias y voces pop-culturales que
oscilan entre lo demótico, lo burocrático y lo formal. Lugar y tiempo, en sus
manos, son conceptos elásticos cuando no paradójicos. Pintor, poeta,
dramaturgo, editor y periodista, encontró algo parecido a la fama con la
publicación en 1940 de El desierto de los tártaros, una novela inquietante que
recuerda a Kafka y Camus, donde un joven soldado, en su puesto de vanguardia,
espera de la llegada de los bárbaros. La narración, que condena la mentalidad
militar, evita el salvoconducto de una explicación, pero, al hacerlo, captura los
difíciles contornos de eso que denominamos, a falta de mejor nombre, realidad.» (4)
Sobre su
método narrativo
«Él deja ver casi siempre por dónde va o
adónde se dirige, de modo que por ahí renuncia, en principio, a sorprender al
lector; es decir, se aleja de ese pretendido mandamiento del cuento de que al
lector hay que sorprenderlo al final. La fuerza de la narración la pone, por
tanto, en el desarrollo y, muy a menudo, en el desarrollo de lo previsible, lo
que exige verdadera maestría. El lector se dirige a una constatación esperada o
intuida y lo hace con el alma encogida por el misterio que se contiene en el desarrollo
de la anécdota y los detalles que la conforman, todos ellos en orden de
formación hacia el final, en una especie de suave pero implacable crescendo.
Algo parecido, si se me permite la aproximación, al Bolero de Ravel. Quien lea
el relato titulado «Y sin embargo llaman a la puerta» comprenderá enseguida el
sentido de mi discutible comparación. Esa capacidad de colocar el misterio en
el desarrollo del relato es propia de un escritor de fuste. Y no me refiero, al
hablar de misterio, a algo que se esconde para luego desvelarse (un secreto,
una adivinanza, un acertijo), sino a todo lo contrario. Cuando un verdadero
escritor coloca su mirada, se convierte en un ser que donde los demás ven lo
mismo él ve lo distinto; cuando logra plasmarlo en su escritura, está plasmando
en realidad lo que de misterioso, por inevidente, tiene el transcurso de la
vida. Es un logro decisivo y la frontera entre la mera reproducción y la
auténtica creación. » (5)
Sobre su finalidad como narrador y de su
obra
« Una
constante lección moral acerca de la transitoriedad de la existencia se
entreteje siempre en la urdimbre de sus fábulas, cuentos fantásticos y de
aventuras, con un intenso dejo melancólico: “El hombre se da cuenta, con
estupor, de que toda la vida, con sus penas, alegrías y esperanzas correspondientes,
no valía absolutamente nada; como si se tratara de un gran andamio construido
tras largos años de fatigas y que cierto punto ya nadie entiende, porque estaba
totalmente equivocado.” Una de las grandes razones de la universalidad de la
obra buzzatiana es la de colocar al lector sobre su fantástico tablero de
ajedrez, de obligarlo a asumir su papel en una partida entablada contra la
fatalidad, contra las ineluctables fuerzas del destino.» (6)
Por otra parte, «Sostiene Cózar Santiago que la mayor
fortaleza de Buzzati reside en una narrativa donde “se acorta la distancia
entre lo absurdo y lo posible; ir y venir de un territorio a otro, borrando
huellas y cancelando aduanas, hasta no saber dónde estamos.» (7)
Algo había
pasado
En esta ocasión aunque
los críticos señalan varios de sus cuentos como magistrales: Miedo en la Scala, El Colombre. El hundimiento de Belivernia. Y que otros
críticos consideran su cuento El séptimo
piso como una joya de la literatura mundial. No obstante, presentamos un
cuento menos conocido, y que a nuestro juicio reúne varias de las
características de la narrativa corta de Buzzati Algo había pasado, (Qualcosa
era successo), publicado en 1954. Dicho
cuento, un recorrido por tren desde el sur de Italia hasta Milán. El cuento parte de lo cotidiano y se va
abriendo como un abanico. Su final no es rebuscado ni aspira a sorprender al
lector, sino que cae naturalmente como parte del desarrollo de la trama pero
sugiere un final metafísico. ¿Qué es lo que el personaje del cuento va viendo
en el paisaje que pasa ante sus ojos? Y
que surge a partir de un hecho trivial al ver a una muchacha:
«Pero
cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección
se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo
que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un
peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé
preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. »
Mas adelante dice Buzzati:
«Y
ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la
casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que
reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el
campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque
el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete
personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal,
pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes
lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero
todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del
muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna
inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus
vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos
tiempo de observar nada más. »
Por supuesto
algunos críticos, sugieren que el cuento esta construido con base a las insinuaciones,
el espectador pasajero del tren va hilvanado su propia realidad de los hechos
con base a la sugestión. Y suena plausible, pero en sentido contrario al método
inductivo empleado por el pasajero del
tren, se podría dar una explicación desde lo deductivo considerando el final
del cuento. (Una vez leído todo el cuento). Bajo esa particularidad se abre un
mundo más amplio que da cabida a grandes sucesos e incluso a lo metafísico. Bien
podría ser una asonada militar, el inicio de una gran guerra, posibilidades que Buzzati sugiere, o quizá el fin del
mundo: léase grandes terremotos o una guerra nuclear iniciada en otro lado. En ese contexto, imagínese el lector , escenas como esas replicadas en todos los confines del mundo. Y ya no estamos ante los particulares sino ante los universales. Y por que no decirlo también dado, el interés
de Buzzati por la ciencia ficción, hasta algo descabellado como una abducción con la llegada de
los alienígenas. Visto desde lo
cotidiano que es el observar el paisaje y a la gente de la campiña desde un
tren en movimiento. Buzzati nos sugiere traspasar a una realidad también
cotidiana pero universal. Pero, ¿cómo los grandes hechos nacionales, mundiales
o metafísicos se pueden filtrar desde la mirada sorprendida de un pasajero al
ver hechos cotidianos?
Algo había
pasado
(Versión en
español)
DINO BUZATTI
El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el
camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada,
después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un
paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas
otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía
nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era
evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro
tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de
vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas
cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente
gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en
nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo
y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera
a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó
atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre
a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al
rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente
de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un
murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos.
También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me
dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas,
los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo
importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de
una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo
alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!,
espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,
quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un
relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos
kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso,
al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el
campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud.
Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es
que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados
una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas
afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a
esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa
agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la
zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba
adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo
se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y
venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no
sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en
el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora
de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso
sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar.
Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente
la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas
los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había
descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso,
no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían
ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres
aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y
todo era producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba.
Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma
generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el
anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se
habría detenido el tren; en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales
de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de
pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca
del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos,
carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que
marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran
cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos
llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro
mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida
nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el
fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas,
en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno
quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda
aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de
esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está
un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién
se despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta
la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por
azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el
aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia
de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían
advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en
dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos
veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban
desconcertados. Un multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían
señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las
voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas
estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía
decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio
y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno
se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su
velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo
hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes
donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía,
esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos
con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la
primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a
mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo
arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus
manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme
título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso
aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que
pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A
medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos
hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante;
poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la
vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando
casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del
cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con
la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del
grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha
cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de
nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la
suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya
descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y
su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a
dar un poco de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto
de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio,
las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún
el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos
y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se
detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de
nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi
en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta,
aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De
pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo
estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo
el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para
siempre.
Qualcosa era
successo
(Version
original en italiano)
DINO BUZATTI
Il treno aveva percorso solo pochi chilometri (e la
strada era lunga, ci saremmo fermati soltanto alla lontanissima stazione
d'arrivo, così correndo per dieci ore filate) quando a un passaggio a livello
vidi dal finestrino una giovane donna. Fu un caso, potevo guardare tante altre
cose invece lo sguardo cadde su di lei che non era bella né di sagoma piacente,
non aveva proprio niente di straordinario, chissà perché mi capitava di
guardarla. Si era evidentemente appoggiata alla sbarra per godersi la vista del
nostro treno, superdirettissimo, espresso del nord, simbolo per quelle
popolazioni incolte, di miliardi, vita facile, avventurieri, splendide valige
di cuoio, celebrità, dive cinematografiche, una volta al giorno questo
meraviglioso spettacolo, e assolutamente gratuito per giunta.
Ma come il treno le passò davanti lei non guardò
dalla nostra parte (eppure era là ad aspettare forse da un'ora) bensì teneva la
testa voltata indietro badando a un uomo che arrivava di corsa dal fondo della
via e urlava qualcosa che noi naturalmente non potemmo udire: come se
accorresse a precipizio per avvertire la donna di un pericolo. Ma fu un attimo:
la scena volò via, ed ecco io mi chiedevo quale affanno potesse essere giunto, per
mezzo di quell'uomo, alla ragazza venuta a contemplarci. E stavo per
addormentarmi al ritmico dondolio della vettura quando per caso - certamente si
trattava di una pura e semplice combinazione - notai un contadino in piedi su
un muretto che chiamava chiamava verso la campagna facendosi delle mani
portavoce. Fu anche questa volta un attimo perché il direttissimo filava eppure
feci in tempo a vedere sei sette persone che accorrevano attraverso i prati, le
coltivazioni, l'erba medica, non importa se la calpestavano, doveva essere una
cosa assai importante. Venivano da diverse direzioni chi da una casa, chi dal
buco di una siepe chi da un filare di viti o che so io, diretti tutti al
muriccioio con sopra il giovane chiamante. Correvano, accidenti se correvano,
si sarebbero detti spaventati da qualche avvertimento repentino che li
incuriosiva terribilmente, togliendo loro la pace della vita. Ma fu un attimo,
ripeto, un baleno, non ci fu tempo per altre osservazioni.
Che strano, pensai, in pochi chilometri già due
casi di gente che riceve una improvvisa notizia, così almeno presumevo. Ora,
vagamente suggestionato, scrutavo la campagna, le strade, i paeselli, le
fattorie, con presentimenti ed inquietudini.
Forse dipendeva da questo speciale stato d'animo,
ma più osservavo la gente, contadini, carradori, eccetera, più mi sembrava che
ci fosse dappertutto una inconsueta animazione. Ma sì, perché quell'andirivieni
nei cortili, quelle donne affannate, quei carri, quel bestiame? Dovunque era lo
stesso. A motivo della velocità era impossibile distinguere bene eppure avrei
giurato che fosse la medesima causa dovunque. Forse che nella zona si
celebravan sagre? Che gli uomini si disponessero a raggiungere il mercato? Ma
il treno andava e le campagne erano tutte in fermento, a giudicare dalla
confusione. E allora misi in rapporto la donna del passaggio a livello, il
giovane sul muretto, il viavai dei contadini: qualche cosa era successo e noi
sul treno non ne sapevamo niente.
Guardai i compagni di viaggio, quelli dello scompartimento,
quelli in piedi nel corridoio. Essi non si erano accorti. Sembravano tranquilli
e una signora di fronte a me sui sessant'anni stava per prender sonno. O invece
sospettavano? Sì, sì, anche loro erano inquieti, uno per uno, e non osavano parlare.
Più di una volta li sorpresi, volgendo gli occhi repentini, guatare fuori.
Specialmente la signora sonnolenta, proprio lei, sbirciava tra le palpebre e
poi subito mi controllava se mai l'avessi smascherata. Ma di che avevano paura?
Napoli. Qui di solito il treno si ferma. Non oggi
il direttissimo. Sfilarono rasente a noi le vecchie case e nei cortili oscuri
vedemmo finestre illuminate e in quelle stanze - fu un attimo - uomini e donne
chini a fare involti e chiudere valige, così pareva. Oppure mi ingannavo ed
erano tutte fantasie?
Si preparavano a partire. Per dove? Non una notizia
fausta dunque elettrizzava città e campagne. Una minaccia, un pericolo, un
avvertimento di malora. Poi mi dicevo: ma se ci fosse un grosso guaio,
avrebbero pure fatto fermare il treno; e il treno invece trovava tutto in
ordine, sempre segnali di via libera, scambi perfetti, come per un viaggio
inaugurale.
Un giovane al mio fianco, con l'aria di
sgranchirsi, si era alzato in piedi. In realtà voleva vedere meglio e si
curvava sopra di me per essere più vicino al vetro. Fuori, le campagne, il
sole, le strade bianche e sulle strade carriaggi, camion, gruppi di gente a
piedi, lunghe carovane come quelle che traggono ai santuari nel giorno del
patrono. Ma erano tanti, sempre più folti man mano che il treno si avvicinava
al nord. E tutti avevano la stessa direzione, scendevano verso mezzogiorno,
fuggivano il pericolo mentre noi gli si andava direttamente incontro, a
velocità pazza ci precipitavamo verso la guerra, la rivoluzione, la pestilenza,
il fuoco, che cosa poteva esserci mai? Non lo avremmo saputo che fra cinque
ore, al momento dell'arrivo, e forse sarebbe stato troppo tardi.
Nessuno diceva niente. Nessuno voleva essere il
primo a cedere. Ciascuno forse dubitava di sé, come facevo io, nell'incertezza
se tutto quell'allarme fosse reale o semplicemente un'idea pazza,
allucinazione, uno di quei pensieri assurdi che infatti nascono in treno quando
si è un poco stanchi. La signora di fronte trasse un sospiro, simulando di
essersi svegliata, e come chi uscendo dal sonno leva gli sguardi
meccanicamente, così lei alzo le pupille fissandole, quasi per caso, alla
maniglia del segnale d'allarme. E anche noi tutti guardammo l'ordigno, con
l'identico pensiero. Ma nessuno parlò o ebbe l'audacia di rompere il silenzio o
semplicemente osò chiedere agli altri se avessero notato, fuori, qualche cosa
di allarmante.
Ora le strade formicolavano di veicoli e gente,
tutti in cammino verso il sud. Rigurgitanti i treni che ci venivano incontro.
Pieni di stupore gli sguardi di coloro che da terra ci vedevano passare,
volando con tanta fretta al settentrione. E zeppe le stazioni. Qualcuno ci
faceva cenno, altri ci urlavano delle frasi di cui si percepivano soltanto le
vocali come echi di montagna.
La signora di fronte prese a fissarmi. Con le mani
piene di gioielli cincischiava nervosamente un fazzo1etto e intanto i suoi
sguardi supplicavano: parlassi, finalmente, li sollevassi da quel silenzio,
pronunciassi la domanda che tutti si aspettavano come una grazia e nessuno per
primo osava fare.
Ecco un'altra città. Come il treno, entrando nella
stazione, rallentò un poco, due tre si alzarono non resistendo alla speranza
che il macchinista fermasse. Invece si passò, fragoroso turbine, lungo le
banchine dove una folla inquieta si accalcava anelando a un convoglio che
partisse, tra caotici mucchi di bagagli. Un ragazzino tentò di rincorrerci con
un pacco di giornali e ne sventolava uno che aveva un grande titolo nero in
prima pagina. Allora con un gesto repentino, la signora di fronte a me si
sporse in fuori, riuscì ad abbrancare il foglio ma il vento della corsa glielo
strappò via. Tra le dita restò un brandello. Mi accorsi che le sue mani
tremavano nell'atto di spiegarlo. Era un pezzetto triangolare. Si leggeva la
testata e del gran titolo solo quattro lettere. IONE, si leggeva. Nient'altro.
Sul verso, indifferenti notizie di cronaca.
Senza parole, la signora alzò un poco il frammento
affinché tutti lo potessero vedere. Ma tutti avevamo già guardato. E si finse di
non farci caso. Crescendo la paura, più forte in ciascuno si faceva quel
ritegno. Verso una cosa che finisce in IONE noi correvamo come pazzi, e doveva
essere spaventosa se, alla notizia, popolazioni intere si erano date a
immediata fuga. Un fatto nuovo e potentissimo aveva rotto la vita del Paese,
uomini e donne pensavano solo a salvarsi, abbandonando case, lavoro, affari,
tutto, ma il nostro treno no, il maledetto treno marciava con la regolarità di
un orologio, al modo del soldato onesto che risale le turbe dell'esercito in
disfatta per raggiungere la sua trincea dove il nemico già sta bivaccando. E
per decenza, per un rispetto umano miserabile, nessuno di noi aveva il coraggio
di reagire. Oh i treni come assomigliano alla vita!
Mancavano due ore. Tra due ore, all'arrivo, avremmo
saputo la comune sorte. Due ore, un'ora e mezzo, un'ora, già scendeva il buio.
Vedemmo di lontano i lumi della sospirata nostra città e il loro immobile
splendore riverberante un giallo alone in cielo ci ridiede un fiato di coraggio.
La locomotiva emise un fischio, le ruote strepitarono sul labirinto degli
scambi. La stazione, la curva nera delle tettoie, le lam- pade, i cartelli,
tutto era a posto come il solito.
Ma, orrore!, il direttissimo ancora andava e vidi
che la stazione era deserta, vuote e nude le banchine, non una figura umana per
quanto si cercasse. Il treno si fermava finalmente. Corremmo giù per i
marciapiedi, verso l'uscita, alla caccia di qualche nostro simile. Mi parve di
intravedere, nell'angolo a destra in fondo, un po' in penombra, un ferroviere
col suo berrettuccio che si eclissava da una porta, come terrorizzato. Che cosa
era successo? In città non avremmo più trovato un'anima? Finché la voce di una
donna, altissima e violenta come uno sparo, ci diede un brivido.
" Aiuto! Aiuto! " urlava e il grido si
ripercosse sotto le vitree volte con la vacua sonorità dei luoghi per sempre
abbandonati.
NOTAS BIBLIOGRAFICAS
1. Fantasticfiction. com
2.Wikipedia
3. Guelbenzu, José María. En el centenario de Dino
Buzzati. REVISTA DE LIBROS. RdL, enero 2019
4. Romero, José de María, La DEVASTADORA HABILIDAD DE DINO BUZZATI. Revista de Libros. RdL Revista de Libros, RdL. 8 septiembre, 2017
5. Ob cit., Guelbenzu. José
María.
6. DINO BUZZATI, Seis cuentos Selección,
traducción y nota de GUILLERMO FERNÁNDEZ. Material de lectura, UNAM, (PDF).
7 .Ob.cit., Romero, José de María.
Enlaces
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