El espacio inmenso y La Unidad de Cuidados Intensivos dos cuentos distópicos de J.G. Ballard. La utopía de las distopias. Post Plaza de las palabras



Plaza de  las palabras en su sección Cuentos, presenta a J.G.Ballard, escritor ingles de ciencia ficción. (1930-2009). Las piezas seleccionadas son La Unidad de  Cuidados Intensivos, un cuento profético escrito en 1977, y  El espacio inmenso, escrito en 1989.  Aunque este último no es cumplidamente un cuento de ciencia ficción, pero sí plantea situaciones y escenarios a futuro con un realismo cotidiano, escenografía distópica,  y no sin cargar en sus líneas arquitectónicas cierta argamasa gótica. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine, entre ellas, y que no es de ciencia ficción,  El imperio del sol, dirigida por Steven Spielberg.

J.G.Ballard afirmó en 1971 que «Ahora todo era ciencia ficción…» No obstante, las distopías son solo un subgénero  en el amplio campo de la ciencia ficción. Pero Ballard como un escritor instalado en ese paisaje, su horizonte mental no solo son los viajes espaciales o futuros hipotéticos en la conquista del  universo,   sino que también supo combinar en su narrativa una balanceada introspección hacía  el espacio interno del hombre. De ahí su ensayo ¿Cómo  viajar al espacio interno? (1962). 

J.G.Ballard, en su momento cumbre fue catalogado como un visionario, tuvo diferentes perspectivas, sus primeros textos acusan un tono gótico y macabro, etapa luego superada en su evolución como escritor. En ciertos círculos de los escritores y críticos de ciencia ficción, para referirse a sus obras y paisajes narrativos acuñaron el termino ballardiano algo así como oír de Kafka lo kafkiano. Además de escritores ingleses como H.G. Wells, Aldous Huxley,  George Orwell y Joseph Conrad,  Ballard incluyó entre sus influencias  a pintores surrealistas como el italiano Giorgio De Chirico y los pintores belgas René Magritte, y  sobre todo, a Paul Delvaux. 


La utopía de las distopias

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El cuento El espacio inmenso, aunque no tiene un indicio temporal ni alude a un futuro inmediato o lejano, se mueve en el marco de una distopía social. El personaje principal y casi único decide quedarse el resto de su vida sin salir de su casa, paulatinamente se va desconectando de todo lo que le une con el mundo exterior.  Pero al mismo tiempo va permeándolo un desvarío que crece con su prolongado aislamiento. Y si bien pereciera que su conciencia del espacio de la casa se expande, en sentido contrario es un avance regresivo a aquel Viaje a la semilla de Alejo Carpinter o aquel personaje que describía Oscar Acosta, El regresivo. En otro cuento futurista que también es una distopía social aunque mejor ambientada en un  futuro concreto y lejano y tecnológico, El peatón de  Ray Bradbury, (ya publicado y comentado en este blog). En ese relato el personaje principal, en lugar de quedarse recluido en su casa, sale todos los días por la noche a caminar por una ciudad semi despoblada, y en la que tal actividad es prohibida o  se le considera un acto antisocial.  Porque para todos lo normal en ese tiempo era pasársela  encerrados en sus  casas: ver televisión y depender de artefactos externos para vivir. 

 En 1977, J.G.Ballard escribió  también otro notable cuento,  casi profético,  Unidad de Cuidados Intensivos, muy a tono con estas distopías, en que los seres humanos ya no se relacionan personalmente porque toda la existencia está sometida a un mundo virtual  y además todos llevan puesta una  mascarilla. En ese cuento el personaje principal decide dar un paso atrevido y contactarse con su esposa e hijos, a quienes solo conocía virtualmente, y con los que  solo tenía comunicación vía Zoom.

En estos cuentos sale a colación un matiz casi kafkiano.  Algunos antecedentes extremos y que vienen del pasado y no del futuro, y a tono con los cuentos reseñados de situaciones extremas;  aunque tampoco son relatos proveniente de la ciencia ficción. Citamos  los conocidos textos Wakefield del escritor norteamericano del siglo XIX,  Nataniel Hawthorne y la  pieza Los condenados de Altona de J.P.Sartre. 

El primero, cuento con una clara aureola absurda,  un  relato que anticipa las narraciones de F.Kafka y que con cierto ingenio podría presentarse como una distopía en un lejano futuro.  En ese relato el personaje de nombre Wakefield, un buen día decide abandonar a su esposa, lo hace sin decirle una palabra: y nunca se sabe por qué lo hace.  Lo extraño es que no se va lejos de donde vive,  sino que se va a una casa cercana, desde la cual  puede ver su antigua casa. Wakefield vive 20 años en esa casa, solitario y sin que absolutamente nadie de su familia y conocidos sepa que ahí vive. Y en esa casa y desde la ventana frecuentemente atisba a su  esposa. Y el segundo,  una pieza literaria con carácter distópico Los condenados de Altona de J.P.Sartre, cuyo personaje principal, de apellido Gerlach y miembro de una acaudalada familia colaboracionista de  los nazis. Y quien una vez derrotado el nazismo para expiar los crímenes de su familia y de la Alemania nazi, decide tomar el camino de la encerrona, y quedarse en su cuarto sin salir por el resto de su vida.   

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Estas distopias son extremas, hacen contrastar  el mundo normal con un mundo futuro en que los seres se vuelven alienados y dependientes. En  ese sentido,  como afirman los estudiosos del tema, Gregory Claeys y Lyman Tower Sargent, las distopías son escenarios a veces peores que los escenarios sociales y humanos que existían en el momento en que sus autores las escribieron. O a veces estas distopías se convierten en anti utopías para denunciar o evadir tecnologías y regímenes sociales excluyentes, y quizá hasta totalitarios. 

Pero también hay que decirlo, estas distopias nunca se presentan como una solución o como venturosos mundos alternos. Ni pueden tener un carácter real de justificación  o expiación. En ese sentido las distopias tienen un carácter de aviso o de denuncia. Bien lo dijo alguna vez Ray Bradbury, que la ciencia ficción no solamente es para predecir sino que también es para prevenir. Y Ballard también dijo que escribía  «A modo de advertir». Todas estas narraciones nos presentan escenas extremas y casi kafkianas o provenientes del teatro del absurdo.  Todos los  cuentos distópicos aquí señalados, ya sean del pasado o sean los cuentos futuristas de Ballard y Bradbury, y quizá de tantos otros escritores de ciencia  ficción, concitan a reflexionar sobre la verdadera utopía: vivir normalmente sin ataduras extremas a  la tecnología o a las ideologías de cualquier signo o a los enclaves corporativos. 

Para la humanidad, la gran utopía del siglo XXI, con pandemia o sin pandemia,  será vivir en el regazo casi inevitable de la gran ola de la tecnología y estar blindados contra todo tipo de pandemias  físicas y mentales,  ideológicas o económicas,  sin por ello perder la fe en la humanidad y en la naturaleza. Ya sea aferrándose desde la plataforma  de la normalidad,  o del sentido común  o de los valores  espirituales. 

  


3648 palabras 


La Unidad de Cuidados  Intensivos


J.G.Ballard


En pocos minutos comenzará el próximo ataque. Ahora que por primera vez me rodean todos los miembros de mi familia, parece apropiado dejar un registro cabal de este singular acontecimiento. Mientras yazgo aquí —apenas capaz de respirar, con la boca llena de sangre y cada temblor de mi mano reflejado por el atento ojo de la cámara situada a dos metros de distancia— me doy cuenta de que habrá mucha gente que considerará curioso el tema de mi elección. En todo sentido, esta cinta constituirá la película casera suprema, y yo solo espero que quienquiera que la vea comprenda el inmenso cariño que siento por mi esposa, por mi hijo y por mi hija, así como el cariño que ellos, en su modo singular, tienen por mí. 

Ha pasado media hora desde el estallido, y todo en esta habitación, otrora elegante, está en silencio. Estoy tendido en el suelo, junto al sofá, mirando la cámara montada a buen resguardo, fuera de mi alcance, en el techo sobre mi cabeza. En esta inquieta inmovilidad, interrumpida únicamente por la débil respiración de mi esposa y el movimiento irregular de mi hijo por la alfombra, puedo ver que todo lo que he coleccionado con tanto amor los últimos años, ha sido destruido. Mi porcelana de Sèvres yace hecha añicos en la chimenea, y los rollos de Hokusai están agujereados en una docena de lugares. Con todo, a pesar de los importantes daños, esta es todavía la escena reconocible de una reunión familiar, aunque de una clase bastante especial. 

Mi hijo David se agazapa a los pies de su madre, con el mentón sobre la alfombra  persa rasgada, su lento movimiento señalado por una sucesión de manos impresas en la lana. En ocasiones, cuando levanta la cabeza, puedo ver que aún está vivo. Sus ojos me están observando, calculando la distancia que hay entre nosotros y el tiempo que tardaría en llegar hasta mí. Su hermana Karen está a poco menos de un brazo de

distancia, tendida junto a la lámpara de pie caída, entre el sofá y la chimenea, pero él le hace caso omiso. A pesar de mi temor, tengo un potente sentimiento de orgullo de que haya dejado a su madre y haya partido en este larguísimo viaje hacia mí. Por su propio bien, preferiría que se quedara quieto y conservara las pocas energías y el  poco tiempo que pudieran quedarle, pero él avanza con toda la decisión que su cuerpo de siete años puede reunir. 

Mi esposa, Margaret, sentada en el sillón frente a mí, levanta la mano en una especie de confusa advertencia y después la deja caer flácidamente sobre el damasco manchado del brazo del sillón. Distorsionada por el lápiz labial corrido, la breve sonrisa que me dedica podría parecer irónica y hasta amenazadora al espectador ocasional de esta película, pero yo solo estoy impactado, una vez más, por su notable belleza. Mientras la contemplo, aliviado por que probablemente no volverá a levantarse de su sillón, pienso en nuestro primer encuentro como ahora, bajo la mirada benévola de la cámara de televisión. 


La idea poco habitual, por no decir ilícita, de encontrarme realmente en persona con mi esposa y con mis hijos se me ocurrió unos tres meses antes, durante uno de nuestros largos desayunos familiares. Desde los primeros días de nuestro matrimonio, las mañanas de los domingos siempre habían sido especialmente agradables. Estaban los placeres del desayuno en la cama, de hablar de los periódicos y de todo lo que había acontecido durante la semana. Tras cambiar a nuestro canal privado, Margaret y yo hacíamos el amor y celebrábamos la profunda paz de nuestros tálamos matrimoniales. Más tarde, llamábamos a los niños y veíamos cómo jugaban en sus habitaciones, y quizá los sorprendíamos con la promesa de una visita al parque o al circo. 


Todas estas actividades, desde luego, como nuestra propia vida familiar, las hacía posibles la televisión. En esa época, ni yo ni nadie más había soñado nunca que realmente pudiéramos encontrarnos en persona.De hecho, aunque rara vez eran invocadas, todavía existían normas antiquísimas que lo impedían: encontrarse con otro ser humano era una transgresión punible (en especial, y por razones que entonces no alcanzaba a comprender, con un miembro de la familia propia, supuestamente parte de un antiguo sistema de tabúes del incesto). Mi propia educación, mi instrucción y prácticas médicas, mi cortejo de Margaret y nuestro feliz matrimonio, todo sucedió dentro del generoso rectángulo de la pantalla de televisión. La inseminación de Margaret, por supuesto, se realizó mediante el AID y, como todos los niños, el único contacto de David y Karen con su madre tuvo lugar durante su breve vida uterina.

 Huelga decir que, en todo sentido, esto produjo un aumento de la riqueza de la experiencia humana. De niño, me criaron en la guardería del hospital y, en consecuencia, me protegieron de todos los peligros psicológicos de una vida familiar con intimidad física (por no mencionar los riesgos, estéticos y de otros tipos, de la higiene doméstica compartida). Pero lejos de estar aislado, estaba rodeado de compañeros. En la televisión, yo nunca estaba solo. En mi guardería jugaba durante horas a alegres juegos con mis padres, quienes me observaban desde la comodidad de sus hogares y cargaban en mi pantalla una multitud de videojuegos, dibujos animados, películas de animales y series familiares que, en conjunto, me abrieron el mundo. 

Mis cinco años como estudiante de Medicina transcurrieron sin que jamás necesitara ver a ningún paciente en persona. Mis habilidades con la anatomía y la fisiología las había aprendido en la pantalla del terminal del ordenador. Avanzadas técnicas de diagnóstico y cirugía eliminaron toda necesidad de entrar en contacto directo con las enfermedades orgánicas. La cámara de sondeo, con sus escáneres infrarrojos y de rayos X, sus instrumentos computarizados para el diagnóstico, daban mucha más información que cualquier ojo humano por sí solo. 

Puede que yo fuera particularmente experto en el manejo de estos complejos, que tuviera una sensibilidad en las yemas de los dedos, el equivalente moderno de las habilidades quirúrgicas del cirujano clásico, pero a los treinta años ya había establecido una próspera consulta general. Liberado de la necesidad de visitar la consulta en persona, mis pacientes solo debían sintonizarse en mi pantalla de televisión. La selección de las llamadas entrantes —cómo fundir a negro a un ama de casa menopáusica y hacer entrar en escena a un niño con disentería, mientras se recuerda dar entrada de forma separada a los pacientes ansiosos— exigía un grado de habilidad considerable, en especial cuando los propios pacientes compartían esos talentos. Los pacientes más neuróticos solían superarlos de sobra, y se presentaban con técnicas de corte inconexo, zum agresivo y pantalla partida que iban mucho más allá de los peores excesos del cine experimental. 

Mi primer encuentro con Margaret tuvo lugar cuando me llamó durante una ajetreada cirugía matutina. Mientras miraba lo que aún se conocía nostálgicamente como «la sala de espera» —el aparato que proyectaba breves perfiles fílmicos de los pacientes del día— lo normal habría sido aplazar para el día siguiente toda llamada de un paciente sin cita previa. Pero quedé impactado de inmediato, primero por su edad —parecía estar en el final de su segunda década— y después por la acentuada palidez de esta joven. Bajo su cabello muy corto y rubio, las cejas poco iluminadas y la boca delgada estaban enmarcadas por un rostro casi ceniciento. Comprendí que, a diferencia de mí y de todo el mundo, no llevaba maquillaje para las cámaras. Esto explicaba tanto sus tonos de piel árticos como su apariencia carente de juventud: en la televisión, todo el mundo, sin importar su edad, tenía veintidós años; las crueles divisiones de la cronología habían sido desterradas para siempre.

Debió de haber sido esa carencia de maquillaje lo que sembró en mí la idea, que florecería diez años después con devastadoras consecuencias, de encontrarme con Margaret en persona. Intrigado por su aspecto inclasificable, cancelé las citas con mis demás pacientes y di comienzo a nuestra entrevista. Me dijo que era masajista y, tras un cortés preámbulo, fue al grano. Llevaba varios meses preocupada por un pequeño bulto que tenía en el pecho izquierdo, porque pensaba que podía ser canceroso. Le di alguna respuesta tranquilizadora y le dije que la examinaría. En ese momento, sin advertencia previa, se inclinó hacia delante, se desabrochó la camisa y me enseñó el seno. 

Sobresaltado, miré ese órgano enorme, de más de sesenta centímetros de diámetro, que llenaba la pantalla de mi televisor. Un código de ética visual casi victoriano regía la relación entre médico y paciente, así como toda relación social. Ningún médico veía jamás a sus pacientes desnudos, y la localización de toda dolencia íntima siempre la indicaba el paciente mediante diapositivas con diagramas. Aun entre las parejas casadas, la exhibición parcial de sus cuerpos era una relativa rareza, y los órganos sexuales solían permanecer velados tras los filtros de niebla más intensos o se los aludía tímidamente mediante dibujos animados. Desde luego, había 

un canal pornográfico clandestino y personas de ambos sexos que ejercían la prostitución, pero ni siquiera la más cara de ellas aparecería jamás en vivo, y en su lugar emitían una grabación previa de ellas en el momento del clímax. 


Estas admirables convenciones eliminaron todos los peligros de las relaciones personales, y esta falta de emotividad permitía a quienes lo deseaban explorar el abanico más completo de posibilidades sexuales y preparaba el camino para el día en que todos pudieran disfrutar de una perversión sexual y hasta de una psicopatología auténticamente carente de sentimiento de culpa.

Mirando el enorme seno con su pezón, sus geometrías intransigentes, decidí que la mejor manera de tratar con aquella joven excéntricamente franca era hacer caso omiso de toda desviación de las convenciones. Después de que el examen infrarrojo confirmara que el supuesto nódulo canceroso era un quiste benigno, ella se abrochó la camisa y dijo:

—Es un alivio. Llámeme, doctor, si alguna vez necesita un curso de masaje. Estaré encantada de devolverle el favor. 

Aunque todavía intrigado por ella, estaba a punto pasar los títulos finales al acabar esa extraña visita cuando su ofrecimiento informal se alojó en mi mente. Curioso por verla otra vez, arreglé una cita para la semana siguiente. 


Sin percatarme de ello, había comenzado a cortejar a esta joven tan poco común. En la tarde de mi cita, yo tenía la ligera sospecha de que ella era una especie de aprendiz de prostituta. Sin embargo, mientras estuve tendido en el sofá recreativo, manipulando mi cuerpo según las instrucciones de Margaret, no hubo ni el más ligero atisbo de indecoro. Durante las noches que siguieron, jamás capté un destello de interés sexual, pese a que en ocasiones, mientras avanzábamos juntos en los ejercicios, exhibíamos nuestros cuerpos en una medida mucho mayor que la de buena parte de las parejas casadas. Margaret, comprendí, era una mutación, una de esas raras personas sin conciencia de sí mismas y que casi no se percatan de las emociones libidinosas que pueden provocar en los demás. 


Nuestro cortejo entró en una fase más formal. Comenzamos a salir juntos, o sea que compartíamos las mismas películas en la televisión, visitábamos las mismas salas de teatro y los mismos auditorios musicales, mirábamos la misma comida en los restaurantes, todo desde la comodidad de nuestros respectivos hogares. En realidad, en esa época yo no tenía la menor idea de dónde vivía Margaret, si a ocho kilómetros o a ochocientos. Tímidamente, al principio, intercambiamos viejas secuencias de nosotros mismos, de nuestras infancias y época escolar, de nuestros complejos turísticos favoritos en el extranjero. 

Al cabo de seis meses nos casamos en una ceremonia realizada en el más exclusivo de los estudios capilla. Más de doscientos invitados asistieron a la boda, uniéndose en una gigantesca conexión de pantallas televisivas, y el servicio fue realizado por un sacerdote renombrado por su dominio de la técnica de pantalla partida. Se proyectaron películas pregrabadas de Margaret y de mí por separado en nuestras propias salas de estar en el interior de una catedral y nos mostraron avanzando juntos por un inmenso pasillo. 

Para nuestra luna de miel fuimos a Venecia. Compartimos gozosamente las vistas panorámicas de las multitudes en la plaza de San Marcos y miramos los Tintoretto de la Galería de la Academia. Nuestra noche de bodas fue un triunfo del arte del director. Tumbados cada uno en su cama (Margaret, de hecho, estaba a unos cincuenta kilómetros al sur de mí, en alguna parte de un complejo de enormes rascacielos), cortejé a Margaret con una sucesión de atrevidos zums, a los que ella respondió de una forma dulcemente incitante con sus tímidos fundidos y cortinillas. Cuando nos desvestimos y nos exhibimos el uno al otro, las pantallas se fusionaron en un último y abandonado primer plano…

Formamos una bella dupla desde el principio, compartiendo nuestros intereses y pasando más tiempo juntos en pantalla que ninguna otra pareja conocida. Oportunamente, mediante el AID, Karen fue concebida y alumbrada, y pronto, antes de su segundo cumpleaños en la guardería residencial, se le unió David. 


Siguieron siete años de dicha doméstica. Durante ese período me labré una impresionante reputación como pediatra de vanguardia, a causa de mi defensa de la vida familiar, esa esencial unidad —como solía describirla— de cuidados intensivos. No dejaba de solicitar que se instalasen más cámaras en los hogares de los miembros de la familia, y provoqué una vigorosa controversia al proponer que las familias debían bañarse juntas, ir desnudas en sus respectivos dormitorios sin sentir vergüenza, y hasta que los padres debían asistir (aunque no en primer plano) al nacimiento de sus hijos. 

En el transcurso de un agradable desayuno familiar se me ocurrió la extraordinaria idea que cambiaría nuestras vidas de manera drástica. Yo estaba mirando la imagen de Margaret en la pantalla, disfrutando la belleza de la mascarilla que llevaba: cada vez más gruesa y elaborada a medida que pasaban los años, y que la hacía cada vez más joven. Me deleitaba con la manera elegante y estilizada con la que ahora nos presentábamos el uno al otro. Por suerte, habíamos pasado de la gravedad de Bergman y los frívolos amaneramientos de Fellini y de Hitchcock al

ingenio y la serenidad clásicos de René Clair y de Max Ophüls, aunque los niños, con

su pasión por la cámara de mano, aún recordaban a tantos Godard. 

Rememorando la forma brusca en que Margaret se había exhibido ante mí la primera vez, me di cuenta de que la extensión lógica de la franqueza de Margaret —sobre la cual yo había edificado mi exitosa carrera— era que todos debíamos encontrarnos en persona. A lo largo de toda mi vida, reflexionaba, jamás había visto, ni mucho menos tocado, a otro ser humano. ¿Quién mejor que mi esposa y mis hijos para comenzar? Vacilante, se lo propuse a Margaret y quedé encantado cuando ella estuvo de acuerdo.


—¡Qué idea más extraña y maravillosa! ¿Por qué demonios no lo ha propuesto nadie antes?

Decidimos en el acto que la arcaica prohibición de encontrarse con otro ser humano merecía, sencillamente, abandonarse. 

Por desgracia, y por razones que no entendí en ese momento, nuestro primer  encuentro no salió bien. Para evitar confundir a los niños, limitamos deliberadamente el primer encuentro a nosotros dos. Recuerdo los días de expectación mientras hacíamos los preparativos para el viaje de Margaret, una empresa complicada para gente que rara vez viajaba, excepto a la velocidad de la señal de televisión.

Una hora antes de su llegada, desconecté las complejas precauciones de seguridad que sellaban mi casa del mundo exterior: las señales de alarma electrónica, las verjas de acero y las puertas a prueba de gases.  

Por fin sonó el timbre. De pie junto al rastrillo interno, al final del vestíbulo, abrí los cerrojos magnéticos de la puerta de entrada. Pocos segundos después, la figura de una mujer menuda y de hombros estrechos avanzó por el recibidor. Aunque estaba a más de seis metros de mí, podía verla con claridad, pero casi no reconocí en ella a la esposa con la cual yo llevaba diez años casado. 

Ninguno de los dos llevaba maquillaje. Sin su mascarilla, la cara de Margaret parecía macilenta y enfermiza, y los movimientos de sus blancas manos eran nerviosos e inquietos. Me impactó su avanzada edad y, sobre todo, su pequeño tamaño. Durante años había conocido a Margaret como un enorme primer plano en una u otra de las pantallas de televisión de la casa. Hasta en plano entero ella solía ser más alta que esta mujer encorvada y diminuta que rondaba el final del vestíbulo. Era difícil creer que yo me había excitado alguna vez con aquellos pechos vacíos y esos muslos delgados. 

Permanecimos sin decirnos nada, avergonzados el uno por el otro, cada cual en el extremo opuesto del vestíbulo. Comprendí, por su expresión, que Margaret estaba tan sorprendida por mi aspecto como yo por el suyo. Además, su mirada tenía un curioso aspecto escrutador, un elemento casi hostil que jamás había visto antes. 

Sin pensarlo, llevé mi mano al tirador del rastrillo. Margaret ya había retrocedido hacia la entrada, como si temiera que pudiera dejarla encerrada para siempre en el vestíbulo. Antes de que yo pudiera decir nada, ella se había dado la vuelta y había huido. 

Cuando se marchó, comprobé meticulosamente el cerrojo de la puerta principal. En la entrada flotaba un olor tenue y no del todo agradable. 


Tras ese primer encuentro frustrado, Margaret y yo volvimos a la feliz paz de nuestra vida matrimonial. Yo estaba tan aliviado de verla en la pantalla que no podía creer que nuestro encuentro realmente hubiera tenido lugar. Ninguno de nosotros mencionó aquella catástrofe, ni las desagradables emociones que nuestro breve encuentro había suscitado. 


Durante los días posteriores reflexioné una y otra vez acerca de la experiencia. Lejos de habernos acercado, el encuentro nos había separado. La auténtica cercanía, ahora lo sabía, era la de la televisión: la intimidad del zum, del micrófono en la garganta, el propio primer plano. En la pantalla de televisión no había olores corporales ni respiración dificultosa, ni contracción de las pupilas, ni reflejos faciales, ni mutuo aprovechamiento de las emociones del otro, ni desconfianza ni inseguridad. Solo a distancia se puede encontrar la verdadera cercanía respecto de otro  ser humano que, con el tiempo, puede transformarse en amor.


No obstante, sucedió lo inevitable: quedamos para un segundo encuentro. Todavía no

comprendo por qué lo hicimos, pero a ambos parecían impulsarnos esos mismos motivos de curiosidad y desconfianza que yo suponía era lo que más temíamos. Discutiendo todo sosegadamente con  Margaret, supe que ella había sentido la misma repulsión por mí que yo había sentido por ella, la misma vaga hostilidad.

 Decidimos que llevaríamos a los niños a nuestro siguiente encuentro, y que todos iríamos maquillados y ajustaríamos nuestra conducta lo máximo que nos fuera posible a nuestra vida juntos en la pantalla. En consecuencia, tres meses después, Margaret y yo, David y Karen, esa unidad de cuidados intensivos, nos reunimos por primera vez en mi sala de estar. 

Karen se está agitando. Ha rodado sobre el pie de la lámpara rota y su cuerpo mira hacia donde estoy yo, del otro lado de la alfombra manchada de sangre, tan desnuda como cuando se desvistió frente de mí. Ese acto provocativo, presuntamente dirigido a sacudir una incierta fantasía incestuosa en la mente de su padre, desencadenó el estallido de violencia que nos ha dejado ensangrentados y extenuados en las ruinas de mi sala de estar. A pesar de las heridas de su cuerpo, de los moratones que desfiguran sus pequeños senos, Karen me recuerda la Olympia de Manet, tal vez pintada escasas horas después de la visita de un cliente psicótico. 

También Margaret está mirando a su hija. Se inclina hacia delante mirando a    

Karen con ojos a la vez posesivos y amenazantes. Salvo por un breve lance a mis testículos, no me ha prestado atención. Por algún motivo, las dos mujeres se han escogido, la una a la otra, como principal objetivo, del mismo modo que David ha expresado casi toda su hostilidad conmigo. Yo no había previsto que tendría las tijeras en las manos cuando lo abofeteé por primera vez. Ahora está a pocas decenas de centímetros de mí, listo para su última arremetida. Por algún motivo, parece especialmente enfurecido por la exhibición de ositos de peluche que yo he montado con tanto cuidado para él, y hay jirones de esos animales desmembrados por todo el suelo. 

Por suerte, ahora puede respirar un poco mejor. Muevo mi cabeza para captar la atención de la cámara del techo, así como la de mis colegas combatientes. Todos tenemos un aspecto grotesco. El grueso maquillaje para la televisión que todos decidimos llevar se ha disuelto en un grupo de estrafalarias máscaras de noche de brujas.  

Además, por fin estamos juntos y mi afecto por ellos supera estos pequeños  problemas de desajuste mutuo. En cuanto llegaron, el moratón en la cabeza de mi hijo y la sangrante oreja de mi esposa revelaron las pruebas de un altercado potencialmente letal. Sabía que sería un momento de prueba. Pero al menos estamos comenzando, estableciendo a nuestra propia manera la posibilidad de llevar a cabo una nueva vida familiar. 

Ahora todos estamos respirando con más fuerza, y el ataque comenzará, es obvio, en un minuto. Puedo ver las tijeras ensangrentadas en la mano de mi hijo y recordar mi dolor mientras me apuñalaba con ellas. Me apoyo en el sofá, dispuesto a darle una patada en la cara. Probablemente estoy lo bastante fuerte como para enfrentarme con el brazo derecho a quienquiera que sobreviva en esa última confrontación entre mi esposa y mi hija. Les lanzo una sonrisa afectuosa y, mientras la furia espesa la sangre en mi garganta, solo soy consciente de mis sentimientos de amor infinito.


1977




4833 palabras 

El Espacio Inmenso


J.G.Ballard


He tomado la decisión esta mañana, poco después de las ocho, mientras me encontraba ante la puerta de calle, a punto de irme a la oficina en el coche. Después de todo, no tenía alternativa. Sin embargo, dado que se trata de la decisión más importante de mi vida, parece extraño que nada haya cambiado. Yo esperaba que se estremecieran las paredes, que hubiera, como mínimo, un ligero cambio en las perspectivas de estas familiares habitaciones. 

En un sentido, la ausencia de toda alteración refleja el aire tranquilo de este suburbio de Londres. Si yo viviera en el Bronx o en Beirut occidental, en lugar de Croydon, mi acto no sería más que un sensato camuflaje local. Aquí va a contracorriente de todos los valores sociales, pero resulta invisible para aquellos a quienes más ofende. 

Incluso ahora, tres horas más tarde, todo está en calma. La avenida continúa tan tranquila como siempre. Ha llegado el correo y está sin abrir, sobre la repisa del vestíbulo. Desde la ventana del comedor miro al ingeniero de la British Telecom regresar a su furgoneta tras reparar el teléfono de los Johnson, instrumento que sus hijas adolescentes reducen a restos nerviosos dos veces al mes. La señora Johnson, vestida con su chándal turquesa cierra la verja y mira mi automóvil. Un tenue vapor se eleva desde el tubo de escape. El motor aún está en marcha todas estas horas después de que yo comenzara a desempañar el parabrisa, antes de acabar mi desayuno. 

Este pequeño desliz puede revelar todo el juego. Mirando el coche, impaciente, estoy tentado de salir de la casa y apagar el motor, pero consigo controlarme. Pase lo que pase, debo atenerme a mi decisión y a todas las consecuencias que se sigan de ella. Afortunadamente, un 747 de Air India cruza sin prisa el cielo dirigiéndose sin esfuerzo hacia el aeropuerto de Londres. La señora Johnson, que comparte algo de su maciza elegancia, levanta los ojos hacia las turbinas que zumban en lo alto. Sueña  con la Martinica o con Mauricio; mientras tanto yo no sueño con nada. 


Mi decisión de soñar ese sueño puede haber sido tomada esta mañana, pero supongo que su lógica secreta ya había comenzado a afectar a mi vida muchos meses antes. Una fuente desconocida de fortaleza me sostuvo durante el infausto período de mi  accidente automovilístico, convalecencia y divorcio, así como de los incontables problemas que encontré al regresar al banco comercial. De pie ante la puerta, tras acabar mi café, miraba cómo se desempañaba el parabrisa del Volvo. El portafolio  que llevaba en la mano me recordaba cada una de las reuniones, que se prolongarían todo el día, del comité financiero en el cual defendería, una vez más, el presupuesto  de mi acosado departamento de investigación. 

Entonces, cuando conecté la alarma, comprendí que podía cambiar el rumbo de mi vida mediante un único acto. Para acallar el mundo y resolver todas mis dificultades de un plumazo, disponía de la más simple de las armas: la puerta de calle. Lo único que necesitaba era cerrarla y decidir no salir de mi casa nunca más. 

Desde luego, esta decisión suponía más que solo convertirme en un hombre hogareño. Recuerdo haber entrado en la cocina sorprendido por esta repentina muestra de fortaleza e intentar deducir las consecuencias de lo que había hecho. Aún con el traje y la corbata, me senté ante la mesa de la cocina y tamborileé mi declaración de independencia sobre la formica pulida. 

Al cerrar la puerta de calle, mi intención no fue separarme solo de la sociedad que me rodeaba. Con ello, rechazaba a mis amigos y colegas, a mi contable, a mi médico y a mi abogado, y, sobre todo, a mi exesposa. Cercenaba toda conexión práctica con el mundo exterior. Jamás volvería a cruzar la puerta de calle. Aceptaría el aire y la luz, la energía eléctrica y el agua que continuaban fluyendo por los contadores. Pero en todo lo demás no dependería del mundo exterior para nada. Comería lo que pudiera encontrar en la casa. Después de eso, confiaría en que el tiempo y el espacio me sostuvieran. 

El motor del Volvo aún está en marcha. Son las tres de la tarde. Han pasado siete horas desde que lo encendí, pero no recuerdo cuándo llené el depósito por última vez. Es notable los pocos transeúntes que se han fijado en el gas del tubo de escape; el único que se detuvo a mirarlo realmente fue el director de escuela retirado que ronda la avenida mañana y tarde. Lo vi murmurar algo para sí y sacudir su bastón, antes de alejarse arrastrando los pies. 

El rumor del motor me inquieta, al igual que el persistente sonido del teléfono. Puedo adivinar quién llama: Brenda, mi secretaria; el doctor Barnes, director de márketing; el señor Austen, director de personal (ya he estado de baja por enfermedad tres semanas); la recepcionista del dentista (un nervio sensible me recuerda que ayer tenía cita); el abogado de mi esposa, para insistir en que el primero  de los pagos de la separación caducó hace seis meses. 

Finalmente, cojo el cable del teléfono y desconecto este persistente escándalo. Me sosiego y acepto que dejaré entrar en la casa a todo aquel que tenga legítimo derecho de estar ahí: el hombre del alquiler de televisores y los lectores de los contadores de gas y electricidad, hasta la policía local. No puedo pretender que me dejen solo del todo. A la vez, pasarán meses antes de que mi acto provoque auténticas sospechas y confío en que para entonces ya me habré mudado a un ámbito diferente. 

Me siento sumamente animado, casi eufórico. Ya nada me importa. Solo pienso en lo esencial: la física del giróscopo, el flujo de los fotones, la arquitectura de estructuras de gran tamaño. Cinco de la tarde. Tiempo de hacer un balance y calcular con exactitud los recursos que ofrece esta casa en la que he vivido siete años. 

Primero llevo mi correo sin abrir a la mesa del comedor, abro una caja de cerillas y enciendo una fogata pequeña y gratificante en el hogar. Añado a las llamas los contenidos de mi portafolio, todos los billetes de mi cartera, las tarjetas de crédito, mi permiso de conducir y el talonario de cheques. 

Inspecciono la cocina y las repisas de la despensa. Antes de marcharse, Margaret había provisto el congelador y la nevera de huevos, jamón y otros alimentos básicos de soltero para dos semanas, un gesto incisivo si se tiene en cuenta que ella estaba a punto de desaparecer con su amante (un aburridísimo gerente de ventas). Estas raciones básicas desempeñan el mismo papel del barril de agua dulce y el saco de harina dejados a los pies del marinero abandonado en una isla desierta: un recordatorio del mundo que lo rechaza.

Sopeso algunas cajas de pasta en mi mano, los frascos de lentejas y arroz, los tomates y los calabacines, la ristra de ajos. Sumándoles las anchoas enlatadas y varios sobres de salmón ahumado del congelador, hay calorías y proteínas suficientes para mantenerme por lo menos diez días, tres veces ese tiempo si lo racionara. Después debería hervir las cajas de cartón para hacer un caldo nutritivo, y confiar en la caridad del viento.

 A las 6:15 el motor del coche vacila y se detiene. 


Desde todo punto de vista, estoy abandonado en una isla, pero soy un Crusoe reduccionista que se desprende precisamente de esos elementos de la vida burguesa que el Robinson original reconstituyó tan obedientemente. Crusoe deseaba resucitar los Croydons de su época en la isla. Yo deseo expulsarlos y descubrir un ámbito mucho más rico, formado a partir de los elementos de la luz, el tiempo y el espacio. 


La primera semana ha terminado en paz. Todo está bien y he estabilizado mi régimen de una forma agradable. Para mi sorpresa, ha sido notablemente fácil rechazar el mundo. Me ha molestado poca gente. El cartero ha traído varios paquetes que he llevado directamente al hogar del comedor. El tercer día, mi secretaria, Brenda, llamó a la puerta de la calle. Sonreí triunfalmente, la tranquilicé diciéndole que solo estaba tomándome un tiempo sabático prolongado. Me miró con su aire adorable y perspicaz —ella había representado un gran apoyo tanto durante mi divorcio como durante la crisis en la oficina— y después se marchó con la promesa de que seguiríamos en contacto. Llegaron una serie de cartas del doctor Barnes, pero las usé para calentarme las manos en la chimenea. El hogar del comedor se había convertido en un eficiente incinerador en el cual borré todo mi pasado: pasaporte, certificado de nacimiento, título universitario y títulos de acciones, cheques de viajero que nunca había cobrado y dos mil francos franceses de nuestras últimas infaustas vacaciones en Niza, cartas de mi corredor de bolsa y del cirujano ortopédico. Documentos de un pasado muerto,  resucitaban efímeramente en las llamas y después se convertían en humo.


Eliminar estos detritos me ha mantenido ocupado. He arrancado las pesadas cortinas que colgaban junto a las ventanas. La luz ha inundado las habitaciones, convirtiendo cada techo en una vívida tabula rasa. Margaret se ha llevado la mayoría de los adornos y las baratijas, y he arrojado el resto dentro del armario de la loza.  Bañada en luz, la casa puede respirar. En la planta superior, las ventanas se abren al cielo. Las habitaciones parecen más grandes y menos encerradas, como si ellas también hubieran encontrado la libertad. Duermo bien y por la mañana, cuando me despierto, casi siento que estoy en la cumbre de alguna montaña suiza, con el cielo bajo mis pies.


No cabe duda, estoy mucho mejor. He dejado atrás el pasado, una región en la cual me arrepiento de haber ingresado alguna vez. Disfruto la especial tranquilidad que procede de no depender ya de nadie más, sin importar lo buenas que sean sus intenciones. 

Sobre todo, ya no dependo de mí mismo. No siento ninguna obligación hacia esa persona que me alimentaba y me aseaba, que me proporcionaba ropas costosas, que me transportaba en su automóvil, que suministraba a mi mente libros inteligentes y me mostraba películas y exhibiciones de arte interesantes. Puesto que no deseo nada de eso, nada debo a esa persona, a mí mismo. Por fin soy libre de pensar solo en los elementos esenciales de la existencia, el continuo visual que me rodea y el juego del aire y la luz. La casa empieza a parecer una avanzada superficie matemática, un tablero de ajedrez tridimensional. Todavía hay que colocar las piezas, pero siento que ya se van formando en mi mente. 

Un representante de la fuerza pública se acerca a la casa, un agente uniformado que ha bajado del coche de policía aparcado junto a la entrada. Mira el techo de mi casa, observado a su vez por una pareja de ancianos que al parecer lo habían llamado. Confundido, me debato entre abrir la puerta y no hacerlo. Mis brazos y mi camisa están tiznados con el hollín de la chimenea. 

—¿Señor Ballantyne…? —Un agente bastante ingenuo me mira de arriba abajo

—. ¿Es usted el dueño de casa?

—¿Puedo ayudarle, oficial? —Asumo la convincente pose de un suburbanita respetuoso de la ley, interrumpido en ese acto de adoración laica que es el «hágalo usted mismo».

—Hemos recibido denuncias de un allanamiento de morada, señor. Sus ventanas de la planta superior han estado abiertas toda la noche, dos o tres noches, según los

vecinos. Creían que usted podría haber salido de viaje.

—¿Un allanamiento de morada? —Estoy perplejo—. No; he estado aquí. De hecho, no planeo salir en absoluto. Estoy limpiando las chimeneas, oficial, deshaciéndome de todo el hollín y el polvo.

—Muy bien, entonces… —Titubea antes de marcharse; su nariz husmea en busca  de cierta irregularidad que ha olido, como un perro convencido de que en algún lugar hay un premio oculto. Está seguro de que estoy abusando de las normas suburbanas de alguna forma censurable, como un esposo que le pega a su mujer o un abusador de niños. 

Espero hasta que se marcha y desaparece en ese sofisticado holograma llamado realidad. A continuación, me reclino contra la puerta, agotado por esta falsa alarma.  El esfuerzo de sonreírle al oficial me recuerda la distancia interior que he recorrido durante la semana pasada. Pero debo tener cuidado y esconderme detrás de esas fachadas de comportamiento convencional que pretendo subvertir. 

Cierro las ventanas que dan a la calle y me dirijo con alivio a los dormitorios abiertos que se abren, en lo alto, hacia el jardín. Las paredes constituyen secciones de gigantescas cajas-antenas orientadas hacia la luz. Pienso en las pendientes de hormigón de la vieja pista de carreras de Brooklands y en las gigantescas cámaras excavadas en los acantilados de bauxita de Les Baux, donde Margaret comenzó a distanciarse de mí. 

Desde luego, ha habido un allanamiento de morada, de una clase muy especial. 


Ha pasado un mes, un período de muchos progresos y unos pocos retrocesos. Descansando en la cocina, junto a la nevera vacía, me como las últimas anchoas y hago un balance de mí mismo. Me he embarcado en una larga migración interna a lo largo de una ruta grabada en parte en mi cabeza y en parte dentro de esta casa, que es una estructura mucho más compleja de lo que yo había advertido. Tengo la sensación de que hay más habitaciones de las que parecía a simple vista. Hay una riqueza de espacio interior que me había pasado completamente desapercibida durante los siete años que viví aquí con Margaret. La luz lo inunda todo y expande las dimensiones de las paredes y el techo. Estas calles silenciosas fueron construidas sobre el terreno del viejo aeródromo de Croydon y parece como si las perspectivas de las antiguas pistas de hierba hubieran regresado a acechar estos pulcros jardines suburbanos y las mentes de quienes los cuidan. 

Todo este entusiasmo me ha conducido a desatender mi sistema de racionamiento. En la despensa no queda casi nada: una caja de terrones de azúcar, un tubo de pasta de tomate y unas pocas puntas de espárragos marchitas. Me chupo los dedos y los paso por el fondo de la panera vacía. Me descubro deseando haberme provisto mejor antes de embarcarme en esta expedición. Pero todo lo que he logrado, la inmensa sensación de libertad, de puertas ya abiertas y de otras puertas aún por abrir, dependía de que actuara según mi decisión del momento. 

Aun así, me he cuidado de no revelar mi táctica. Mantengo una apariencia razonablemente pulcra, saludo a la señora Johnson desde las ventanas de la planta alta y me disculpo con gestos por el césped que no he cortado. Ella lo entiende: mi esposa me ha abandonado, condenándome a la desesperación de un mundo sin mujer. Estoy hambriento todo el tiempo y solo me mantienen en pie las tazas de té con azúcar. Mi peso ha caído en picado: he perdido más de siete kilos y me siento constantemente mareado. 

Mientras tanto, el mundo exterior continúa bombardeándome con sus mensajes intrascendentes: correo basura, periódicos de regalo y una lluvia de cartas del doctor Barnes y del Departamento de Personal del banco. Arden con llamas gruesas y solemnes; supongo que me han despedido. Brenda llamó hace tres días para que nos viéramos, desconcertada aún por lo animado de mi comportamiento. Me ha dicho que la han recolocado y que se han llevado los papeles y los muebles de mi oficina. 

La ranura del buzón tintina. Levanto del felpudo dos folletos y un sobre de plástico con una muestra gratis de una nueva marca de chocolate. Le arranco el envoltorio e hinco mis dientes en su corazón correoso, incapaz de controlar la saliva que anega mi boca. Estoy tan abrumado por el sabor del alimento que no oigo el timbre de calle. Cuando abro la puerta encuentro a una mujer elegantemente vestida, con un traje de tweed y un sombrero; supongo que se trata de la esposa de algún abogado que trabaja como limosnera voluntaria para el hospital local. 


—¿Sí? ¿Puedo…? —La reconozco con esfuerzo, mientras me paso la lengua por los restos de chocolate entre los dientes—. ¿Margaret…?

—Claro. —Sacude la cabeza, como si esta insignificante metedura de pata lo

explicara todo sobre mí—. ¿Quién demonios te pensabas que era? ¿Estás bien,

Geoffrey?

—Sí, estoy bien. He estado muy ocupado. ¿Qué quieres? No querrás volver…

—¡No, por Dios! El doctor Barnes me ha telefoneado. Dice que has renunciado.

Estoy sorprendida.

—No, decidí marcharme. Voy a trabajar en un proyecto privado. Es lo que he

querido hacer siempre.

—Lo sé. —Sus ojos recorrían el vestíbulo y la cocina, persuadidos de que algo

había cambiado—. A propósito, he pagado el recibo de la luz, pero es la última vez.

—Muy bien. Bueno, debo volver al trabajo.

—Bien. —Ella está obviamente sorprendida por mi autosuficiencia—. Has perdido peso. Te queda bien. 


La casa relaja su abrazo protector sobre mí. Cuando Margaret se marcha, reflexiono acerca de lo rápido que la he olvidado. No hay rastros de afecto. He cambiado. Mis sentidos están sintonizados con todas las longitudes de onda de lo invisible. Margaret ha permanecido en un mundo más limitado, un mundo con un gigantesco elenco de actores estables de ese imperecedero melodrama provinciano que llaman «vida cotidiana».

Ansioso de borrar su recuerdo, subo las escaleras y abro las ventanas para disfrutar íntegramente del sol de la tarde. Las habitaciones que miran al oeste, sobre el jardín, se han transformado en inmensos observatorios. El polvo lo cubre todo con una bruma como de mezcalina y luz violeta, y los fotones retroceden al chocar contra   la superficie del alféizar de la ventana y el tocador. Margaret se ha llevado muchas  piezas de mobiliario consigo dejando huecos e intervalos imprevistos, como si este fuera un universo espacialmente inverso, la plantilla del que habitábamos juntos. Casi puedo sentarme en su silla William Morris ausente, casi puedo verme reflejado en el espejo art déco desaparecido, cuyo borde cromado ha dejado una aureola en la pared del baño. 

Un descubrimiento curioso: las habitaciones son más grandes. Al principio creí que se trataba de una ilusión producida por el mobiliario reducido, pero la casa siempre ha sido más grande de lo que yo pensaba. Ahora mis ojos ven todo tal cual es, libres del velo de la parafernalia de la vida convencional, como en esos preciosos instantes, cuando uno ha regresado de las vacaciones y ve su casa como realmente es. 

Mareado por el aire vívido, entré a trompicones en el dormitorio de Margaret. Las paredes estaban extrañamente desplazadas, como si un equipo de utileros las hubiera movido para crear un nuevo decorado. No hay señales de la cama ni del colchón manchado con el vino que yo derramé la noche de su partida, mientras me autocompadecía a causa de su aburrido amante. Me he extraviado en una zona poco familiar de la habitación, en alguna parte entre el lavabo de Margaret y los armarios empotrados en la pared. El resto de la habitación se aleja de mí, la luz tira de las paredes hacia atrás. Veo la cama por primera vez, pero parece tan distante como un viejo diván en el fondo de un almacén vacío.


Otra puerta conduce a un corredor amplio y silencioso, en el que evidentemente

nadie ha entrado en años. No hay escalera, pero a lo lejos hay entradas a otras habitaciones, llenas con esa clase de luz que resplandece en los negatoscopios para ver imágenes de rayos X. Aquí y allá hay una silla solitaria contra un muro, en una habitación inmensa no hay nada excepto un tocador; en otra, la reluciente caja del reloj de pared de un abuelo domina un interminable suelo alfombrado.  

La casa se me está revelando de una forma sutilísima. Sorprendido por sus perspectivas, tropiezo con mi propio pie y siento que mi corazón corre delante de mí. Encuentro una pared y coloco mis manos sobre el papel rayado, luego avanzo tambaleándome por el aire intensamente iluminado, hacia el rellano. Por último, llego a la cima de una vasta escalera, cuyos balaustres se van uniendo mientras yo corro hacia la seguridad del suelo, allá abajo. 

Percibir las verdaderas dimensiones de esta casa puede resultar estimulante, pero desde ahora dormiré en la planta baja. El tiempo y el espacio no están necesariamente de mi lado.


He atrapado un gato. Estoy tan perplejo por la experiencia de haberme perdido en mi

propia casa que me lleva media hora percatarme de que tengo un pequeño compañero. La gata persa blanca de la señora Johnson. Mientras yo tropezaba por el Marienbad Palace que ahora ocupa la primera planta, la gata entró en la sala por una hoja abierta del ventanal y quedó atrapada cuando una ráfaga de viento la cerró. 


Me sigue amistosamente, a la espera de que la alimente, pero esta vez soy yo el que necesita su caridad. 

Ya han pasado dos meses. Esta convencional residencia suburbana es, en realidad, la intersección de nuestro pequeño mundo ilusorio con otro mundo más grande y más real. Milagrosamente, he sobrevivido, aunque hace semanas que mis reservas de comida se agotaron. Tal como esperaba, Margaret me hizo una segunda y última visita. Aún desconcertada por mi confianza en mí mismo y mi atractiva figura delgada, me  dijo que ya no se haría responsable de mis crecientes deudas. Me despedí de ella y volví a mi almuerzo de pastel de caniche. 

La idea de no volver a ver a Margaret nunca más aumentó el deleite de mi modesta comida; después volví a montar cuidadosamente la trampa para perros junto a la puerta abierta de la sala. El jardín sin cuidados, con su hierba a la altura de la rodilla, ha atraído a las mascotas de mis vecinos, bestias confiadas que vienen directamente hacia mí cuando les sonrío, sentado en el sillón, con el cuchillo de carnicero oculto bajo un tentador cojín. Cuando, pocos días después, sus siempre esperanzados dueños pasan por mi casa, yo ya he enterrado los huesos en el espacio que hay debajo de las tablas del suelo del comedor, considerable osario donde reposan Bonzo, Comandante, Yorky y el señor Fred. 

Estos perros y gatos, y los escasos pájaros que he conseguido atrapar, pronto se convirtieron en mi único sostén. Se me hizo obvio, sin embargo, que ahora los vecinos vigilan más de cerca a sus mascotas y me resigné a una dieta de aire. Por fortuna, intervino la compañía de alquiler de televisores, que me suministró una generosa fuente de raciones extra.

 Recuerdo al joven con su instrumental, que vino a desmontar la antena del ático. Había atendido antes otras llamadas por el barrio, y su furgoneta estaba aparcada a unos cien metros de la casa. Lo seguí mientas subía la escalera, preocupado por que él también pudiera perder el rumbo en aquellas habitaciones inmensas. 

Por desgracia, mi intento de advertencia no llegó a nada. Cuando entró en una de aquellas cámaras blancas, tan enormes como hangares, pareció percatarse de que había entrado en una zona peligrosa. Forcejeé con él mientras tropezábamos por aquel mundo blanco, como exploradores del Ártico que hubieran perdido todo sentido de la distancia estando a pocos pasos de su tienda. Lamentablemente, una hora después, cuando tras calmar sus nervios lo dejé en la planta baja, él ya se había entregado a los terrores de la luz y el espacio. 


Tres meses. Un período de permanente descubrimiento y escasas interrupciones. El mundo exterior ha decidido dejarme en paz. Ya no abro cuando llaman a la puerta,  algo que ocurre con bajísima frecuencia, aunque sí llegan cartas de amenaza, del ayuntamiento y de las compañías de agua y electricidad. Pero rige una lógica imperturbable, y confío en que mi proyecto se haya completado antes de que desconecten el suministro de energía y agua.

La casa se amplía a mi alrededor. La inundación de luz que me reveló sus verdaderas dimensiones ha llegado a la planta baja. Para mantener la orientación me he visto forzado a retirarme a la cocina, adonde he mudado el colchón y las sábanas. De cuando en cuando me aventuro en el recibidor e inspecciono las ominosas perspectivas. Me asombra que Margaret y yo hayamos vivido en esta inmensa mole y la hayamos reducido tanto dentro de nuestras mentes. 

Ya puedo sentir que las paredes de la cocina se están distanciando de mí. Paso aquí todo el día, sentado en el suelo, contra el armario. El horno, la nevera y el lavavajillas se han tornado objetos anónimos del escaparate de unos remotos grandes almacenes. ¿Cuánto tiempo más puede continuar esta expansión? Tarde o temprano el proceso se detendrá y en ese instante se revelarán las auténticas dimensiones del mundo que habito y que los centros visuales de nuestro tímido cerebro nos han ocultado. Estoy en el umbral de una revelación singular, comparable, quizá, al descubrimiento de Colón del Nuevo Mundo. No veo la hora de llevar la noticia a mis vecinos: ¡la modesta residencia que la señora Johnson cree habitar es, en realidad, un vasto Versalles! 

Cerca, los huesos del técnico de televisión yacen sobre el linóleo amarillo, como las costillas y la calavera de un viajero del desierto descompuestas hace largo tiempo. En algún lugar intentan forzar una puerta. Escucho el chirrido de unas llaves que prueban la cerradura, luego el ruido de unos tacones en el patio un momento antes del segundo intento de abrir el ventanal haciendo palanca con algo. 

Me animo y avanzo, tambaleándome, por la cocina, intentando afirmarme en la distante lavadora. Gira una llave y se abre una puerta en alguna parte, más allá de las

grandes perspectivas alfombradas de la sala.

 Una joven ha entrado en la casa. Mientras vuelve a guardar las llaves en su bolso reconozco a Brenda, mi antigua secretaria. Observa las trampas para perros desmontadas junto a la ventana y después echa un vistazo a la habitación, hasta que por fin me ve mientras yo la observo desde la puerta. 

—¿Señor Ballantyne? Siento haber forzado la puerta. Me preocupaba que usted

pudiera haber… —Sonríe de forma tranquilizadora y saca las llaves del bolso—. La

señora Ballantyne me dijo que podía usar el segundo juego de llaves. Usted no contestaba el teléfono y me he preguntado si acaso no estaría enfermo… 

Viene hacia mí, pero con tanta lentitud que la inmensa habitación parece llevársela lejos de mí en su volumen en expansión. Se aproxima y se aleja de mí al mismo tiempo, y me preocupa que vaya a perderse en la vastedad casi planetaria de esta casa. 

La cojo en el momento en que cambia de dirección abruptamente y la protejo del bullicio exterior del tiempo y el espacio.


 Supongo que ya estoy en el cuarto mes. Ya no puedo ver el calendario fijado en la puerta de la cocina, tan lejos de mí ha quedado. Estoy sentado con la espalda apoyada contra el congelador, que he trasladado fuera de la cocina, a la despensa. Pero las paredes de esta estancia otrora minúscula ya constituyen un universo por sí solas. El techo está tan lejos que debajo de él podrían formarse nubes. 

La última semana no he probado bocado, pero ya no me atrevo a dejar la despensa y rara vez me aventuro más de un paso desde donde estoy. Podría perderme fácilmente al cruzar la cocina, y no conseguir volver jamás a la seguridad y la compañía que me es familiar. 

Solo queda un retiro más. Tanto ha retrocedido el espacio que yo debo estar cerca del núcleo irreducible donde está la realidad. Esta mañana sucumbí brevemente al temor de que todo esto haya estado ocurriendo dentro de mi cabeza. Al cerrarme al mundo, mi mente puede haber derivado hacia un mundo sin criterios ni sentido de la escala. He ansiado durante tantos años un mundo vacío que tal vez lo he construido en el interior de esta casa. El tiempo y el espacio se han apresurado a llenar el vacío creado por mí. Hasta se me ocurrió completar el experimento y me puse de pie con la intención de llegar a la puerta de calle, un viaje que parecía tan condenado al fracaso como el regreso de Scott al Polo Sur. De más está decir que me vi obligado a renunciar a mi intento mucho antes atravesar el umbral del vestíbulo. 

Detrás de mí Brenda yace cómodamente, con su rostro a solo unos pocos centímetros del mío. Pero ahora ella también comienza a alejarse de mí. Cubierta por una escarcha enjoyada, descansa en silencio en el  compartimento del congelador, como una reina a la espera de renacer de su sueño criogénico.

 Las líneas de perspectiva fluyen desde mí, ensanchando el interior del compartimento. Pronto yaceré junto a ella, en un palacio de hielo que se cristalizará a nuestro alrededor, y encontraremos, por fin, el centro inmóvil del mundo que ha venido a llevarme.


1989

 


CREDITOS

J.G Ballard, Cuentos completos, 2001, traducción Manuel Manzano Gómez & Rafael Gonzales del Solar 

  Editor digital Titivillus

ePub r1.0


Enlace 

J.B.Ballard Cuentos Completod pdf



CuidadosIntensivos, 

pp. 986-993


El Espacio Enorme,

pp. 1191-1200