La orientación de la mirada un cuento de Mario A.Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras


2600 palabras


La orientación de la mirada



Y hubo un ángel cautivado  

por una doncella de la tierra. 

Entonces el ángel conmovido lloró 

porque sabía que aquella 

doncella  jamás sería  suya. 



I

Uno a veces se cree que solamente es cuestión de memoria, pero no eran únicamente los simples recuerdos escolares los que volaban como pájaros locos;  sino una confluencia de vertientes que lo empañan todo. Lo de Marina vino después, aunque aquello era otra cosa, pero al final el asunto no fue ni tan simple ni tan claro. Es como si Vasil hubiese sido un inicio verbal y los ojos lagrimosos de Marina, una inesperada epifanía concluyente.  Cuando cerca de la glorieta Vasil apareció por primera vez,  los compañeros lo rodeaban y lo escuchaban atentamente. Aunque era su primer día en la escuela, Vasil había llegado tan naturalmente como si siempre hubiese estado en la Escuela Antonio Nariño de Bogotá. Él siempre tenía algo que decir; ya fuera el último resultado de las grandes ligas o el intento de algún inglés por cruzar a nado el Canal de la Mancha. No era solamente cuestión de su prodigiosa memoria, sino su manera de contar las cosas. Si de béisbol se trataba, uno veía la pelota subir, subir y subir; luego, bajar, bajar y bajar; y bruscamente ver aparecer la redonda pelota blanca hundida irremediablemente en un guante amarillo. 


Entonces Vasil volvía a tomar la palabra, no le bastaba con describir la forma de las olas, el rítmico movimiento en escuadra de los brazos del nadador y la fatiga impostergable del triunfador. A todos  nos dejaba boquiabiertos. Lo espectacular de su descripción sobre las luciérnagas había causado una franca conmoción hasta en los profesores más escépticos. Aquel acervo del detalle, el uso apropiado de términos científicos y las acrobacias verbales que volaban, nos tenían enloquecidos. Simplemente Vasil era alguien portentoso, a quien nunca supimos cómo tratar. Sin habérselo propuesto habíamos creado un nuevo juego: sin reglas precisas, sin una finalidad a la vista y sin un principio exclusivo. «Pero qué clase de juego era ese», piensa Valencia.  


—Te lo digo ha de ser mayor —decía con firmeza—. Vendrá de repetir el mismo grado en otra escuela —insistía Pereira. 

—Mira, hay que aceptarlo.  Vasil, nos guste o no, es un fenómeno —decía Gallo, quien creía a pie juntillas que Vasil tenía nuestra misma edad. 

—Cómo va a ser mayor si tiene la cara intacta de un niño —finalizaba afirmando Sandoval, hasta que todos terminaban convencidos: Vasil era de nuestra edad. 

— ¿Sabes? Para mí es un impostor —dijo al descuido Peralta. 

— ¿Quién? —preguntó López, no sin cierto disimulo. 

—Vasil, —respondió rápidamente Peralta. 

—Sí, ¿cómo lo sabes? —volvió a preguntar López. 

—Porque sólo un impostor podría actuar así —recalcó Peralta. 


II

Aparte de la escuela Vasil no existía. Nadie jamás supo en dónde vivía. Tampoco Vasil llegó a formar parte del equipo de balompié, ni a reunirse con la pandilla de los Templarios de la Mirada en la calle de las Catalanas. Esa renuncia a integrarse, a ir más allá del contacto humano,  lo había convertido en su paso por la escuela, en un ser exclusivamente de los recreos y del aula. Nunca nadie de la escuela conoció a sus padres, quienes jamás fueron a las reuniones de padres de familia, ni asistieron al paseo campestre semestral de la escuela a la Sabana, ni a la Acción de Gracias, anual en Zipaquirá. Por un momento se pensó que Vasil era argentino, pero no sé de dónde surgió el rumor que había estado en el colegio jesuita de Bogotá, donde descubrieron que era judío y había sido expulsado porque se negaba a rezar el Padrenuestro. Nada de eso se confirmó. Así que para nosotros Vasil solo era Vasil. 

« ¿Pero por qué tanto misterio?», piensa Valencia. 


«Sabes tengo una idea lejana de él», me comentó muchos años después Benavides. «Pero, sinceramente, por más que lo he intentado, no logró atrapar completamente su mirada». En realidad Benavidez casi no recordaba a Vasil; y cuando hablaba de este, lo hacía con esa lejanía gris, con que uno habla de un fantasma blanco en una tarde amarilla. No lo recordaba como el condiscípulo que había pasado casi un año entero entre nosotros. Y cuya presencia la gran mayoría había olvidado casi por completo. Tan completamente que algunos de nosotros apenas recordábamos lejanamente sus hazañas. Pero, en general;  hay que decirlo,  al aceptar esa generalidad que a veces se utiliza para cubrir los huecos: el olvido de los años escolares había sido demoledor. Y así ocurría con todos, lo de Vasil siempre había quedado en la periferia, no en el centro. «Pero ¿Dónde más van a verlo?», piensa Valencia. 


III

Entonces, ¿Por qué no desenmascarar las palabras y encontrar su significado más oculto? Pensar que Vasil era un símbolo verbal obediente a su mirada. No sé cuántos condiscípulos hayan intuido su trayectoria. «Pero, en qué piensas», me decían entre una frase y otra, con una sonrisa benévola, cuando años después les interroga acerca de Vasil. «Déjalo así. Así no más. Mejor vámonos al Camping, hoy juega Millonarios». «O mejor vámonos a un bar de Chapinero a emborracharnos, huesear mujeres, coger la fruta y sacarle la mirada fina a la luna». Poco a poco mis negativas e insistencia en Vasil me fueron orillando y alejando de mis ex condiscípulos. « ¿De cuál Vasil hablas?», me replicó López al encontrarlo en el vestíbulo del hotel Tequendama. Luego, el encuentro sorpresivo y directo con el gordo Pereira en Falabella de Santiago de Chile. «No me arruines» me dijo, «sí nunca tuvimos ningún compañero con ese nombre; te lo juro que no lo recuerdo; viejo sólo tú te acuerdas de esa cara esotérica». 


A veces había creído que todo era una gran conspiración, no contra Vasil, sino contra mí. Y que toda la cofradía amigable de aquellos tiempos se había confabulado en negar la existencia de Vasil; y que todo aquel asunto se había convertido en una trama bien urdida alargándose en el tiempo. Con los años hasta llegué a pensar en un juego siniestro: una venganza tardía de gris envidia. Una especie de pacto secreto contra alguien que nunca habíamos entendido. Era como si ellos quisieran ganarle la guerra ahora. O como si él aún estuviera aquí, separándonos con su mirada. Pero en realidad el único que se había separado de la cofradía era yo. Supe por Ramírez que ellos seguían en contacto. Poco a poco los fui perdiendo. Y llegué a sospechar que ellos habían tomado cartas en el asunto. Lo habían juzgado y habían emitido una sentencia: expulsado de sus miradas y de su comprensión. El que sustentaba el pecado de la Mirada Original, solo existía para ser negado. «Pero, si todo esto es pura especulación.     ¿Por qué no dejar las cosas como están?», piensa Valencia 


IV

Pero poco a poco lo de Vasil fue esfumándose con la categoría indiscutible de una voluta de humo. Porque algo nuevo había ido apareciendo. Aquello fue algo mágico. Al aparecer Marina, paulatinamente fue desapareciendo Vasil. Es curioso cómo se dan las cosas, cuando una cosa va sacando suavemente a la otra con perfecta naturalidad y con rigor silogístico. Conocí a Marina casi al mismo tiempo de la partida de Vasil de la escuela. Ocurrió casi providencialmente, fue la insistencia fervorosa de los López la que me arrastró a la fiesta. Para mí sorpresa Ramírez estaba ahí porque era vecino de Marina. Eso era todo, porque en un sentido muy escueto no había nada más que pensar, que  lo que sucede siempre en ese tipo de fiestas. Pero en realidad lo que sucedió fue otra cosa totalmente distinta. Algo que aún hoy no termino cabalmente de comprender. 


Marina en realidad no se acordaba de Vasil, a pesar de que algo le había contado de Vasil en aquellos tiempos y algo más le había vuelto a decir muchos años después. Sin cambiar por ello su inmediata displicencia sobre  el tema. Marina, siempre me decía, «Pero no sé ni de lo que me hablas». Siempre con esa naturalidad cartesiana con que uno al final termina aceptando todo. Con Marina no se podía, pero a veces pensaba que en el fondo todo se reducía a una barrera que perseveraba por ahí. Entonces Marina me decía muy indiferentemente: 


—Vasil, no me suena ese nombre, me acuerdo de que se hablaba de un extranjero, al cual nunca vi —decía Marina. Y luego aconsejaba—: ¿Por qué volver siempre sobre lo mismo? Acaso no es mejor dejar los recuerdos escolares como lo que siempre han sido, simples recuerdos escolares. 


—Sabes —Le dije a ella—. Él estuvo aquella noche en tu fiesta de cumpleaños.  

— ¡Fiesta! —exclamó Marina algo sorprendida—. Pero, ¿cuál fiesta? 

—Aquella noche, la misma noche en que te conocí. Cuando los López me llevaron a tu fiesta — dije enfáticamente. 

—Mi fiesta de quince —exclamó Marina sorprendida…

—Sí, tú fiesta de quince —volví a responderle. 


Entonces ella bajaba la vista y se quedaba ahí frente a mí, muda como una nube, lejana como una estrella,  y chocándose los nudillos de los dedos, como si quisiera espantar las nubes y convocar las miradas. 


V

Algo había ahí como un hueco en la mirada, algo que se negaba rotundamente a salir a la vista. Era como si la mirada de Vasil se evaporase cada vez que estaba a punto de enfrentarla. Era como un duelo que nunca terminaba. Entonces, al fin una tarde después del «once», Marina me dijo  muy a desgana:  


—Sí, algo supe del extranjero, pero no sé quién me lo contó —Eso era todo, ella no decía nada más.

—Te lo digo, Vasil estuvo esa noche en tu fiesta. Yo me sorprendí de verlo ahí, ya que sería el último lugar en el mundo en el cual se me hubiese ocurrido verlo. No era alguien a quien solía vérsele en cualquier lugar. Además para ese entonces Vasil ya se había ido de la escuela. 


  —Sí —dijo Marina con un tono de desdén.


  —Te lo juro —le dije a Marina—, que por mucho que lo he intentado, nunca he logrado explicarme por qué él estuvo ahí. Sin embargo, hubo otro detalle impresionante en esa noche. No fue únicamente verlo ahí, sino aquellas luces que había instalado Ramírez; ya sabes las cosas redondas que se le ocurrían. Aquel ambiente claroscuro sugería algo irreal; pues las luces se apagaban y se encendían. Y mientras todos bailaban, se veían rostros que de pronto aparecían y al instante también desaparecían. Las siluetas iban y venían; era la infatigable danza de las sombras contra la luz. Fue así entre luces que le volví a ver, casi como saliendo a saber de dónde. Te lo digo, esa fue la única vez que le tuve miedo a su mirada; hasta entonces siempre lo había visto con simpatía. Por el contrario, esa vez Vasil lucía lejano, no era la simple sensación de extravío que a veces uno percibe en alguien que está preocupado o distraído. Lo de él era más intenso, más profundo, más incomprensible. En definitiva, era algo más que todavía ahora no terminó de comprender. 


»En el momento en que las luces le volvieron a enfocar, tenía su mirada fija hacia un punto del salón, con la obsesión de que sólo ahí se pudiese ver. Te lo juro, nunca antes había visto a alguien mirar algo o a alguien con tanta intensidad. Esperé a que la luz circular volviera a pasar por aquel punto indeterminado, y ¿no adivinas lo que vi? La mirada se detuvo en un cuerpo con un rostro primoroso, fue cuando te miré. Esa fue la primera vez que te miré y te miré al seguir la mirada de Vasil. Nunca olvidaré esa escena.  La luz te dio en plena cara y te quedaste ahí, casi como flotando en el aire con esa cara luminosa y angelical que tenes, viendo a la nada porque del otro lado no se veía nada. 


—Sí, lo sé, ya me habías contado en la luna de miel en Cartagena, lo de las luces de mi cumpleaños. —dijo Marina. 


—No, eso te lo había dicho en Montserrat, mucho tiempo antes de que fuésemos a la luna de miel. Lo que nunca te había revelado es que Vasil había estado en tu fiesta. 

—Sí, pero, qué cambia eso —manifestó Marina con cierto ánimo de impaciencia—. Al fin y al cabo era mi cumpleaños, había un juego de luces fantástico, la música estuvo sublime y seguro que la pasé sensacional. 

—Sí, pero hay algo de aquella noche que todavía no he logrado comprender y, lo ignoras puesto que eso nunca te lo había contado. 


Marina se levantó de la silla y parecía abstraída. Luego dijo enérgicamente: 


— ¡Válgame Dios! A esta altura de los años y me sales con…, ¿qué puede importar eso ahora? Cualquier cosa que haya pasado esa noche…, estamos hablando de casi tres  décadas atrás —dijo Marina irritada. 

—Por eso mismo te lo contaré —le dije a Marina—. Quizás si hubiese sabido cómo manejar el asunto, pero nunca he tenido la certeza para…

— ¡Asunto! !Certeza! —exclamó Marina francamente molesta—. Pero, ¿qué asunto?, ¿cuál certeza? —preguntó Marina aún más irritada. 


— ¡Mira! Esa noche cuando Vasil te miraba, aunque yo todavía no te conocía, después al recordar esa escena no sé por qué sentí rabia de que te mirara de esa forma.

Pero no solo fue eso, ocurrió otra cosa que aún hoy resulta inexplicable. Al verlo ahí, me acerqué tanto que sentí su respiración y le vi contemplarte casi extasiado. Tal vez no creerás lo que voy a contarte. ¡Mira! Seré directo y franco; esa noche, mientras Vasil te miraba se le rodaban las lágrimas. Ninguna cosa me ha impresionado más que esa escena. No te imaginas lo terrible que después me sentí. Sabía porque se lo pregunté después a Ramírez, que Vasil no te conocía para estar llorando por ti. Y te lo juro, ni siquiera me impresionó tanto lo que le sucedió después a Ramírez. Y sabes bien cuánto me dolió lo de Ramírez, ni siquiera mirar su cuerpo inerte sobre aquella mesa metálica, todo derrotado y sin la posibilidad de volver a echar una última mirada. No obstante, nada me ha conmovido tanto como aquella noche de tu cumpleaños, ver llorar a Vasil por entre aquel juego de luces intermitentes, verlo mirándote.  Verlo mirar algo que solamente él miraba, verlo mirar algo que únicamente él comprendía, verlo mirar algo que solo a él le desgarraba el alma. Te lo digo, esa noche no dormí, sentí odio contra él, y por muchos años le guardé un inmenso rencor. Pero, lo que más me dolió, y no te crea que fueron celos, es que si algo comprendí esa noche, es que yo nunca hubiese podido mirarte con la intensidad con que Vasil te miró. En aquel tiempo no supe qué hacer y ahora  ni siquiera sé qué pensar.


— ¡Por Dios! ¡Llorar, Vasil! —gritó Marina —. ¡Por Dios! —repitió   conmovida mientras se incorporaba de su silla. 


—Pero no te pongas así…—le dije sorprendido pero con un  tono de tranquilidad.  


Entonces ella por un instante me miró, me miró como nunca antes la había visto mirarme. Era una mirada penetrante, si bien pronto dejó de mirarme  y por un momento pareció que ella se iba a marchar, pero repentinamente se dio media vuelta y con una voz certera que parecía venir desde muy lejos, pronunció unas cuantas palabras.   


—Siempre había creído que esa noche en mi cumpleaños, al que había visto llorar era a ti. —exclamó Marina con lágrimas en sus ojos. 


Créditos

Cuento del libro La orientación de la mirada, © Mario A. Membreño Cedillo, (2012)


Ilustración

Dibujo de portada del libro Plaza de las palabras