Vladimir Nabokov
(Rusia – Estados Unidos, 1899-1977), escritor de origen ruso y nacionalidad
estadounidense. Más Conocido por su polémica novela Lolita (1955). Sus primeras novelas las escribió en ruso, pero
llego a escribir en un fluido ingles. Además de crítico y traductor,,
principalmente de Puskhin; fue profesor de literatura en varias universidades
norteamericanas. Entomólogo y gran aficionado a los lepidópteros, conocidos como mariposas. Nabokov
decía que un escritor debía tener la precisión de un poeta y la imaginación de
un científico.
Muchas veces me preguntan quién me gusta y quién no,
entre los novelistas, comprometidos o no, de mi siglo maravilloso. Primero, no
aprecio al escritor que no ve las maravillas de este siglo, las pequeñas cosas,
la ropa masculina informal, el cuarto de baño que substituye al lavabo inmundo.
Las grandes cosas como la sublime libertad de pensamiento en nuestro doble
occidente. ¡Y la luna! Recuerdo con qué escalofrío delicioso, envidia y
angustia, miraba yo en la televisión los primeros pasos flotantes del hombre
sobre el talco de nuestro satélite y cómo despreciaba a quienes decían que no
valía la pena gastar tantos dólares para pisar el polvo de un mundo muerto.
Detesto pues a los divulgadores comprometidos, a los escritores sin misterio, a
los infelices que se alimentan con los elixires del charlatán vienés. Aquellos
que aprecio saben que sólo el verbo es el valor real de la obra maestra.
Principio tan viejo como verdadero, y eso no ocurre a menudo. No es preciso dar
nombres, nos reconocemos por un lenguaje de signos, a través de los signos del
lenguaje, o bien, al contrario, todo nos irrita en el estilo de un
contemporáneo detestable, incluso sus puntos suspensivos.
Vladimir Nabokov
LA PALABRA
Barrido del
valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un
camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de
extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los
ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían
las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables
lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí.
Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad,
de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta
mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me
traspasara – y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella
gigantesca belleza que me rodeaba-. Ese único pensamiento, esa llama desnuda de
sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y
sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y
luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un
milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y
agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que
bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los
troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se
rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran
luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos
convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas
maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida.
De repente,
cuando me encontraba cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se
llenó de una tempestad de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades
llegaron en enjambre los ángeles que yo estaba esperando, con sus alas
recogidas apuntando a las alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes
de colores en movimiento, y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a
excepción de un leve temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros
turquesa volaban entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos
animales color naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras.
Las criaturas se enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de
satén en silencio para atrapar las flores volantes que circulaban y se
elevaban, apretándose ante mí con ojos brillantes.
¡Alas! ¡Más
alas! ¡Por todas partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores?
Eran suaves y también poderosas – leonadas, violetas, azul profundo, negro
aterciopelado, con un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las
plumas curvas. Eran como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los
ángeles, suspendidas en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en
una especie de trance maravilloso, como si le fuera imposible contener por más
tiempo su felicidad, en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su
belleza alada y era como un estallido de sol, como una burbuja de millones de
ojos.
Pasaban en
enjambres, mirando al cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas
acerté a ver el vértigo del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una
lluvia de flores. Las flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los
esbeltos y elegantes animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los
pájaros tañían de felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Y yo,
un mendigo cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y
único pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo:
Llámales, diles… oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de
Dios hay una tierra, mi tierra… que se muere en la más absoluta y acongojada
oscuridad. Tuve la sensación de que si tan sólo hubiera podido agarrar con la
mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una
alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al
instante y hubieran comenzado a girar alrededor…
Alcé mis manos
trémulas, y esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar
el dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos
tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos
como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando
como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin
detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era
una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque
de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la
que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores,
dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y
sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros
coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de
las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba,
tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies,
impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de
aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la
distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado
abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en
sus agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí
una cierta debilidad, fui enmudeciendo…
Y entonces
ocurrió un milagro. Uno de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y
en silencio se acercó a mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí
desde el arco imponente de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas
relucía algo que parecía hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable
de gris, y cada pluma acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta
levemente risueña de sus labios y su frente limpia y despejada me recordaron
otros rasgos que conocía y había visto en la tierra. Las curvas, el destello,
el encanto de todos los rostros que yo había amado en vida… parecieron fundirse
en un semblante maravilloso. Todos los sonidos familiares que habían llegado
discretos y nítidos a mis oídos parecían ahora fundirse en una única y perfecta
melodía.
Se acercó hasta
mí. Sonrió. Yo no pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté
una red de venas azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y
deduje, a partir de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había
acabado de abandonar la tierra por completo, que quizás pudiera entender mi
plegaria.
Y entonces,
inclinando la cabeza, tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las
manos, sucias de barro, comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo
maravillosa que era mi tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no
encontré las palabras que necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una
serie de trivialidades, le hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo
en el que el brillo que el sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo
inclinado. Parloteé de viejos libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis
primeros poemas escritos en un cuaderno escolar color cobalto, de un gran
peñasco gris, cubierto de frambuesas salvajes en medio de un campo lleno de
mariposas y escabiosas… pero no pude, no acerté a expresar lo más importante.
Me confundía, me trastabillaba, me quedaba callado, comenzaba de nuevo, una y
otra vez, en un hablar confuso que no llevaba a ninguna parte, y le hablé de
habitaciones en una casa de campo fría y llena de ecos, le hablé de tilos, de
mi primer amor, de abejorros durmiendo entre las escabiosas. Me parecía que en
cualquier momento, en cualquier momento, me vendrían las palabras para decir
aquello que quería, lo más importante, que llegaría a poder contarle todo el
dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña razón sólo me acordaba de minucias,
de pequeñeces y detalles mundanos que no acertaban a decir ni a llorar aquellas
lágrimas corpulentas de fuego que yo quería contar sin acertar a hacerlo…
Me quedé callado
y alcé la cabeza. El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa,
contemplándome con celo desde sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces
que me entendía.
-Perdóname
–exclamé y besé con humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento-.
Disculpa que no sepa hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin
embargo, tú, mi ángel gris, de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame,
dime, dime, ¿qué es lo que puede salvar a mi tierra?
Me tomó por los
hombros un instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola
palabra, y en su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La
palabra que pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e
incliné aún más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron
por mis venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades
que habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción
edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien
lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su
dulce hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi
corazón.
La grité, me
deleité en cada una de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de
arcos iris radiante de lágrimas de alegría…
Dios mío… el
amanecer de invierno brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar
aquella palabra de mi grito.
Créditos
Blog
Narrativa Breve, con base a Rul´, 7.1.1923 (Revista del exilio ruso en Berlín)
Cuentos completos, trad. María Lozano.
Madrid, 2009, págs. 760-763
Ilustración
Dibujo Plaza de las palabras
Foto Nabokov in
Switzerland (1960/70) (photograph by Horst Tappe, via Nabokov Museum)