—"Que raro". — prorrumpió ella.Ese hombre si es extraño.
— No tiene nada de raro. —escuchamos que alguien decía a nuestras espaldas. Era la voz de un viejo de cara ovalada, barba luenga, abundante y canosa. Nosotros los vimos estupefactos. Al principio pensamos que la cosa no era con nosotros, y como no era con nosotros, nos dispusimos a marcharnos. Pero el viejo, que vestía un traje negro y usaba una camisa abotonada sin cuello; mirándome directamente a los ojos.
— Ese hombre. _—dijo señalando
hacia el arbolado por donde se había perdido el clarinetista. No tiene nada de
raro, pero yo si se cosas vertiginosamente extrañas. Nos quedamos en silencio
por un instante, hasta que ella, sin vacilar se adelanto unos pasos y
encarando al viejo, exclamó:
— Si. — dijo ella. Con un aire de curiosidad en su rostro, y luego preguntó ¿Y cuáles son esas cosas? Yo me quedé callado, viendo al locuaz anciano que en su semblante parecía tener visos de loquera. Por lo que estuve a punto de marcharme. Pero el viejo, como si hubiera adivinado mis intenciones cambió su rostro temerario y con voz serena narró:
͟͟Si, yo si he visto cosas extrañas. Sucedió en París, siempre que salía pasear solía, oh chaminer pour les Champ Elysees, hasta que un día vi a un hombre sentado sobre la grama, tocaba una canción con su flauta, los transeúntes solían escucharlo un rato y lanzarle un franco en su sombrero de fieltro. Vi esa escena muchas veces, el hombre siempre tocaba la misma tonadita. Yo la conocía, vaya, que la conocía, era la canción “El cóndor pasa”. Por varias semanas lo vi tocarla, hasta que un día involuntariamente me le acerqué más de lo que solía hacerlo, y ya ahí francamente le pregunté: “¿Por qué siempre toca la misma canción?
El hombre de cara
aindiada, posiblemente peruano o boliviano, levantó su cabeza, y una mirada
aquilina amaneció en su rostro, y sin ambages me contestó: “Porque esa es la
única canción que yo conozco, y porque esa es la única música que
me llega al alma”. Pronunció aquellas palabras con tal vehemencia en su
rostro y con tal convicción en su voz, que por un momento no supe que
hacer, ni que decir, ni que pensar. Acto seguido aquel hombre,
resueltamente se paró, levantó sus brazos ligeramente arriba de la altura de
los hombros, abriéndolos como dos poderosas alas transparentes; echó un vistazo
a su alrededor, enseguida me vio eficazmente a los ojos, distinguí que en sus
ojos revoloteaba un brillo de vehemencia; y frente a mí, se transformó en
cóndor, y voló inmaculadamente por los festivos cielos de París.
Fuente: De Cuentos miniatura © (2004) MarioA.Membreño Cedillo
Credito de la ilustracion: Rene Magritte.1962, The domain of arnheim. Imagen JPG