El escritor neoyorquino
Paul Bowles (1910-1999) viajó por primera vez a Tánger por recomendación de la
vanguardista de la Generación Perdida, la poetisa Gertrude Stein (1874-1946),
para pasar unas vacaciones. En 1947, luego de visitar Cuba, se instaló allí
definitivamente: "No elegí vivir en Tánger de forma permanente: fue una
casualidad. Tenía la intención de que mi visita fuera breve... Me hice perezoso
y demoré la partida", dijo en una oportunidad. "Si ahora estoy aquí
es porque estaba aquí cuando comprendí hasta qué punto había empeorado el
mundo... En defensa de esta ciudad, puedo decir que, hasta el momento, los
aspectos negativos de la civilización contemporánea la han afectado menos que a
la mayoría de ciudades de su tamaño. Y más importante aún, saboreo la idea de
que por la noche, mientras duermo, la hechicería horada sus túneles invisibles
en todas direcciones".
En Tánger escribió su
primera novela, "The sheltering sky" (El cielo protector), que se
convirtió en un éxito de ventas, a la que le siguieron "Let it come
down" (Déjala que caiga), "Too far from home" (Muy lejos de
casa), "The spider's house" (La casa de la araña) y "Up above
the world" (La tierra caliente). Autor de varios libros de viajes,
memorias, diarios y poemarios, también publicó volúmenes de relatos, entre
ellos "The delicate prey" (Delicada presa), "The time of
friendship" (El tiempo de la amistad) y "A distant episode" (Un
episodio distante).
Precisamente sus
relatos cortos, recogidos luego en múltiples colecciones, son los que se
consideran, habitualmente, lo mejor de su obra. Gore Vidal (1925), ensayista y
novelista norteamericano, suele afirmar que Bowles es el mejor escritor
norteamericano de relatos cortos. El dramaturgo y novelista estadounidense
Norman Mailer (1923-2007), por su parte, ha dicho que Bowles "abrió el
mundo del embrollo. Dio entrada al asesinato, a las drogas, al incesto, a la
muerte de lo convencional, a la llamada de la orgía, al fin de la
civilización". "Usó la violencia y los colapsos psicológicos como una
manera de poner de relieve situaciones de extrema tensión y subrayar mejor la
naturaleza de sus caracteres -dijo en su momento el periodista y ensayista cubano
Lisandro Otero (1932-2008)-. Sus protagonistas a menudo chocan con el
tradicionalismo y lo sacramental en su búsqueda de nuevas respuestas a viejas
angustias. Verbalizó algunos de los horrores que plagan la condición humana lo
cual le sitúa entre los autores de este siglo cuya obra debe ser tenida en
cuenta por haber intentado descender a los abismos de la naturaleza del ser
social".
A comienzos de la
década del '60 comenzó a traducir a autores marroquíes como Ahmed Yacoubi
(1931-1985), Mohamed Choukri (1935-2003) o Larbi Layachi (1937-1986), y a
recoger cuentos populares magrebíes, los que aparecieron en "A hundred
camels in the courtyard" (Cien camellos en el patio) y "A life full
of holes" (Una vida llena de aprietos), poniendo de manifiesto su interés
por la región y realizando una investigación antropológica sobre las raíces y
la cultura del desierto. En esa línea se inscribe el siguiente cuento,
"The hyena" (La hiena), escrito en Tánger en 1960 y publicado
originalmente en la revista "La Gaceta" de Cuba. Posteriormente, en
el ejemplar correspondiente al invierno de 1962, apareció en la revista
norteamericana "Transatlantic Review" y, luego de su muerte, fue
incluido en diversas antologías.
LA HIENA
Una cigüeña iba
cruzando el desierto en dirección al norte. Estaba sedienta y empezó a buscar
agua. Cuando llegó a las montañas de Khang el Ghar, vio una charca al pie de
una cañada. Descendió volando por entre las rocas y se posó a la orilla del
agua. Luego avanzó y bebió. En aquel momento llegó cojeando una hiena y, viendo
a la cigüeña de pie en el agua, dijo:
- ¿Vienes de muy lejos?
La cigüeña nunca había
visto a una hiena. "De modo que éste es el aspecto de una hiena",
pensó. Y se quedó mirándola, porque alguien le había dicho que si la hiena
dejaba caer un poco de su orina sobre alguien, este alguien tendrá que seguirla
hasta donde a la hiena se le antoje.
- Pronto llegará el
verano -dijo la cigüeña-. Voy rumbo al norte.
Al mismo tiempo, se
internó un poco más en la charca, para no estar tan cerca de la hiena. El agua
era allí más profunda, y estuvo cerca de perder el equilibrio, teniendo que
batir las alas para mantenerse derecha. La hiena caminó hasta el otro lado de
la charca y la miró desde allí.
- Sé lo que estás
pensando -dijo la hiena-. Crees eso que cuentan de mí. ¿Crees que tengo ese
poder? Tal vez las hienas fuesen así hace mucho tiempo. Pero ahora somos como
los demás animales. Te podría orinar des¬de aquí si quisiera. ¿Pero para qué?
Si no quieres ser mi amiga, vete al centro de la charca y quédate allí.
La cigüeña miró en
torno a la charca y vio que no había ningún sitio donde pudiera estar fuera del
alcance de la hiena.
- Ya he terminado de
beber -dijo la cigüeña.
Extendió las alas y las
batió para salir de la charca. En la orilla correteó rápidamente hacia adelante
y se elevó en el aire. Describió un círculo por encima de la charca, mirando a
la hiena.
- De manera que a ti te
llaman ogro -dijo-. El mundo está lleno de cosas extrañas.
La hiena alzó la
mirada. Tenía los ojos estrechos y torcidos.
- Alá nos ha traído a
todos -dijo-. Tú lo sabes. Tú eres la que sabe de Alá.
La cigüeña voló un poco
más bajo.
- Eso es cierto -dijo-.
Pero me sorprende oírtelo decir. Tienes muy mala reputación, como tú misma
acabas de reconocer. La magia es contraria a la voluntad de Alá.
La hiena ladeó la
cabeza.
- ¡Así que vas a creer
esas mentiras! -exclamó.
- No he visto el
interior de tu vejiga -dijo la cigüeña-. Pero, ¿cómo es que todos dicen que
puedes ejercer la magia con ella?
- ¿Para qué te habrá
dado Alá una cabeza, me pregunto? No has aprendido a usarla.
Pero la hiena habló en
voz tan baja que la cigüeña no pudo oír lo que decía.
- Tus palabras se han
perdido -dijo la cigüeña, y se dejó caer un poco más.
La hiena volvió a mirar
hacia arriba.
- He dicho que no te me
acerques mucho. ¡Podría alzar la pata y cubrirte de magia!
Se rió, y la cigüeña
estuvo lo bastante cerca como para ver que sus dientes eran marrones.
- Sin embargo, debe
existir alguna razón -empezó a decir la cigüeña.
Entonces buscó una roca
elevada por encima de la hiena y se posó en ella. La hiena se sentó y se puso a
mirarla con la cabeza alzada.
- ¿Por qué todos te
odian? -continuó la cigüeña-. ¿Por qué te dicen ogro? ¿Qué has hecho?
La hiena entrecerró los
ojos.
- Eres afortunada -le
dijo a la cigüeña-. Los hombres nunca intentan matarte porque creen que eres
sagrada. Te llaman santa y sabia. Y sin embargo no pareces ni santa ni sabia.
- ¿Qué quieres decir?
-preguntó de pronto la cigüeña.
- Si comprendieras de
veras las cosas, sabrías que la magia es como un grano de polvo en el viento,
que Alá tiene poder sobre todas las cosas y nada temerías.
La cigüeña se quedó de
pie un largo rato, pensando. Alzó una pata y la mantuvo doblada ante la hiena.
La cañada se tornó de color rojizo según iba descendiendo el sol. Y la hiena
seguía sentada tranquilamente mirando a la cigüeña en lo alto, esperando que
hablase. Finalmente, la cigüeña bajó la pata, abrió el pico y dijo:
- Quieres decir que si
la magia no existe, el que peca es aquel que cree que existe.
La hiena se rió.
- No he dicho nada
acerca del pecado. Pero tú sí, y tú eres la sabia. No estoy en el mundo para
decirle a la gente lo que está bien o lo que está mal. Vivir noche tras noche
es suficiente. Todo el mundo espera verme muerta.
La cigüeña volvió a levantar
la pata y se quedó pensativa. La última luz del día ascendió hasta el cielo y
desapareció. Los acantilados de la cañada se perdieron en la oscuridad. Al cabo
de un rato la cigüeña dijo:
- Me has dado algo en
qué pensar. Eso es bueno. Pero ahora ha llegado la noche. Debo proseguir mi
camino.
Abrió las alas y empezó
a volar desde la roca donde se había posado. La hiena escuchaba. Oyó cómo las
alas de la cigüeña batían lentamente el aire y, de pronto, el ruido del cuerpo
de la cigüeña cuando chocaba contra el acantilado al otro lado de la cañada.
Escaló sobre las rocas y encontró a la cigüeña.
- Te has roto un ala
-dijo-. Mejor hubiera sido si te hubieras marchado mientras era de día.
- Sí -dijo la cigüeña.
Se sentía desgraciada y tenía miedo.
- Ven a mi casa -dijo
la hiena-. ¿Puedes caminar?
- Sí -dijo la cigüeña.
Juntas bajaron al valle
y pronto llegaron a una cueva en una de las laderas de la montaña. La hiena
entró primero y advirtió:
- Inclina la cabeza.
Cuando estuvieron
dentro, dijo:
- Ahora puedes levantar
la cabeza. La cueva es alta aquí.
En el interior de la
cueva sólo reinaba la oscuridad. La cigüeña se quedó quieta.
- ¿Dónde estás?
-preguntó.
- Estoy aquí -contestó
la hiena, y se rió.
- ¿Por qué te ríes?
-preguntó la cigüeña.
-Estaba pensando que el
mundo es extraño -le dijo la hiena-. La santa ha entrado en mi cueva porque
cree en la magia.
- No te comprendo -dijo
la cigüeña.
- Estás confusa. Pero,
por lo menos, ahora puedes creer que no poseo magia alguna. Soy como cualquier
otro ser en el mundo.
La cigüeña no contestó
enseguida. Husmeó el hedor de la hiena cerca de ella. Entonces dijo con un
suspiro:
- Tienes razón, claro.
No hay más poder que el poder de Alá.
- Estoy contenta -dijo
la hiena, respirando en su cara-. Por fin comprendes.
Rápidamente se apoderó
del pescuezo de la cigüeña y lo desgarró. La cigüeña aleteó y cayó de costado.
- Alá me dio algo mejor
que la magia -dijo la hiena para sí-. Me dio un cerebro.
La cigüeña yacía
inmóvil. Intentó decir una vez más: "No hay más poder que el poder de
Alá". Pero sólo consiguió abrir desmesuradamente su pico en la oscuridad.
La hiena se volvió.
- Estarás muerta dentro
de un minuto -dijo sobre su hombro-. Dentro de diez días volveré. Para entonces
ya estarás a punto.
Diez días más tarde la
hiena fue a la cueva y encontró a la cigüeña donde la había dejado. Las
hormigas no habían estado allí.
- Bien -dijo.
Devoró cuanto quiso y
salió fuera, hasta una gran roca plana encima de la entrada de la cueva. Allí,
a la luz de la luna, se quedó un rato, vomitando. Comió parte del vómito y se
revolcó largo tiempo en el resto, frotándoselo bien en el cuerpo. Después dio
gracias a Alá por los ojos que podían ver el valle a la luz de la luna y por la
nariz que podía olfatear la carroña en el viento. Se revolcó un poco más y
lamió la roca. Du¬rante unos instantes se quedó allí echada, jadeante. Después
se levantó y siguió su camino, cojeando.