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Cuento: De regreso, por Alvaro Calix



 Sin ganas de nada me bajo del autobús, retiro la maleta del portaequipaje y me quedo un momento en la estación, sentado en una banca de madera descascarada. Del aeropuerto a mi ciudad son dos horas por la carretera central, entre serranías de pinos y valles con el pasto seco. El vuelo se me hizo largo. A pesar de que era mi primer viaje en avión, dada la situación, eso me valía un comino. Me dieron un asiento con ventana y tampoco tuve ánimo de ver el paisaje. Cuando el avión despegó, cerré los ojos y dejé que los mil pensamientos de mi aventura vinieran y se fueran como escenas de una película.
Nadie me espera en la terminal de buses. Bueno, nadie sabe que estoy de vuelta. Salgo a la calle. Paso de largo los taxis que merodean buscando carreras. Camino una, dos, varias cuadras. No tengo prisa pero tampoco quiero estar vagando por ahí. Voy recomponiendo en mi mente la fisonomía del centro de la ciudad. A menos de un kilómetro está la casa de mis padres, subiendo por empinadas cuestas y callejones de piedra. Pronto me ponen en ambiente los bocinazos de los autos y, no podían faltar, los gritos canturreados de los vendedores. No reconozco a nadie en la calle y, puedo decirlo sin exagerar, más allá de la diferencia de escala, me siento de repente tan solo como solía pasarme en las avenidas neoyorquinas.
Hace cuatro años que salí; hoy, regreso sin más equipaje que esta mochila a cuestas y estos enormes tenis que han de causar fiebre al que me los mire, no es que me gusten… es que aguantan de todo. Nada que ver con los viejos tenis que lancé al cableado de luz la noche que me marché.  En el fondo sé que no parezco uno de esos que viene de Miami.  ¡Qué alivio! Y es que no porto cadenas ni pantalones anchos, tampoco aretes ni walkman. No, ese no es mi estilo, pero si vengo del norte, y estoy aquí no sé si por accidente, pero a todas luces en contra de mi voluntad.
Cuando me fui, antes de agarrar para La Florida pude haberme quedado en Texas, pero el grupo de tamaulipecos al que me pegué dijo que ahí la paga era una babosada, que me les uniese para ir al sureste. Sin nada que perder, les hice caso. Mordí el polvo en mi  primer trabajo en una plantación de naranjas cerca de Tampa, más de diez horas al día metido en los surcos con el morral al hombro, subido en la escalera para pizcar los árboles cundidos de fruta; durmiendo en galpones improvisados, con decenas de hombres hoscos que no pensaban en otra cosa que pagarle el mandado al “pollero”, y de ahí en adelante escatimar gastos hasta donde fuese posible para enviar un fajo de verdes a casa  y, mostrar así que… comenzaba el “sueño americano”. Pero qué va, la paga apenas ajustaba para ir pasando y si se mandaba dinero era a costa de aguantar hambre y encerrarse como cucaracha.
Con el tiempo, el grupo se iba raleando, unos se iban a buscar otras chambas; decían que la cosa no estaba mal en los campos de tabaco en Kentucky, pero los más viejos nos guiñaban el ojo.  Otros caían en las redadas de la “migra” y, tras unos días en el bote, enviados de vuelta a casa. De repente llegaba nueva carnada a trabajar en los campos, se raleaba más tarde y, así, para sécula seculórum. La verdad es que a los que atrapaban en las cacerías, más era por no hacerle caso al patrón. Bien decía el patrón que no saliésemos del rancho, pero los peones se hartaban del encierro y así es que les ponían mano. Un par de veces escape de los patrulleros, hasta tuve que meter el esqueleto en un tonel de la basura para zafármeles. Se me fueron quitando las ganas de andar allá afuera. Pero había gato encerrado… Siempre me pregunté por qué en los pueblos cercanos a las plantaciones los de la migra andaban buzos, pero a las meras fincas nunca entraban. Para mí que había gato encerrado. Bueno, como sea, yo no puedo quejarme, aguanté cuatro años en los Estados Unidos.
Ya al año de estar por allá, las heladas destruyeron las cosechas y los jornaleros nos la pasábamos de brazos cruzados. No había chamba. Había decidido ir a rifármela a Nueva Orleans, a ver si un ceibeño me echaba la mano, pero vueltas de la vida, mi estrella cambió cuando por fin mi padrino se contactó conmigo y se abrió la puerta para subir a Nueva York.  Estaba yo que no me la creía. Desde el principio mi sueño era ir a probar suerte a la Gran Manzana y visitar los clubes de Jazz, Central Park y el puente de Brooklyn. Todo lo que mi padrino pudo hacer es ayudarme a conseguir trabajo de limpia platos en un restaurante de mala muerte en Bushwick, al noreste de Brooklyn. De ahí rodé por casi media docena de empleos hasta que la varita de la suerte me tocó y me colé de mesero en una compañía de Catering.
Cuando mejor iban las cosas, con decir que hasta el inglés lo masticaba bien, llegó aquel día, a inicios de la primavera, un domingo de abril, en el que yo estaba de lo más águila sirviendo en una casa de los suburbios. Creo que era una de las hijas de la dueña la que cumplía años o algo así. Yo me la pasé atendiendo, bandeja en mano, a la parvada de jóvenes que se reunía junto a la piscina. Las botellas se vaciaban en un santiamén. Grupillos de muchachos se escabullían en los rincones del jardín y en las habitaciones de la casa. Nadie bailaba, la música era estridente, y me costaba entender qué bebida o bocadillo me pedían de tanto en tanto los invitados. Poco antes de oscurecer, cuál fue mi asombro, gajes que nos caen del cielo, cuando veo a la anfitriona, quizás caldeada por el whisky, roja como un tomate, berreando porque había perdido unas alhajas. Pero lo que es peor, alegando que yo se las había robado. Lo demás es patético, la detención, constatar mi falta de papeles y unos días más tarde este vuelo inevitable al país. 
No tuve tiempo ni deseos de avisarle a mi familia. Lo que más me asusta es tener que pararme frente a mi padre. Él nunca perdonó que me fuera así por así… Ya lo imagino, con la perorata de que soy un bueno para nada, que perdí cuatro años de mi vida y que por una aventura sin ton ni son había dejado los estudios. También me da tirria pensar en los amigos del barrio. Tendré que poner cara de palo frente a los amigotes que me van a preguntar a qué se debe la visita… que si la logré “hacer allá”.  No tengo otro remedio que hacerme el papo. De algún modo estoy convencido de que no es para echarse a llorar... Aprendí a valerme por mí mismo. En eso, ya hay ganancia.
El barrio se ve igual que antes. Se siguen viendo tenis guindados en los cables de la luz, contra un fondo azul sin nubes. Las mismas pulperías y el deambular del perro tunco de doña Berta. Pero hay menos árboles en las aceras. Por fortuna no veo a ninguno de mis amigos. ¿Vivirán en el barrio todavía? Supe que Jorge y Erasmo pintaron llantas para Dallas, que mataron al Montuca, supuestamente en “pleito de pandillas”, que el Rolo quedó renco después que lo tirotearon para asaltarlo. Aquí la vida no vale nada. ¿Y Karla… todavía se acordará de mí?… ni siquiera tuve el valor de despedírmele. Oí decir que se ennovió con el Jimi, me cuesta creerlo. Ese Jimi era un asco, un playboy barato que no se merece a la Karla. Pero qué me importa eso ahora.
 ¡Qué grandes están los niños que ayer jugaban en la calle!; hoy, siguen allí, pertrechados en las esquinas, más espigados y con el pitillo en la mano. Otro grupo de muchachos juega fútbol en el callejón. Son casi de la edad de mi hermano menor. El mundo les cabe en una pelota. Detienen la potra al verme pasar. Les cuesta al principio, pero varios de ellos alcanzan a reconocerme. “El Rocky”, escucho que dicen, en voz alta. Otros susurran. “Volvió el Rocky. Sí, es él”. Me detengo para saludar a un par de ellos que avanza hacia mí. Sin levantarme las gafas de sol, les contestó animado, chocando los puños, alzando el pulgar y luego el apretón de manos. Masco el chicle con fruición para parecer más seguro y saco palabras encendidas para dar a entender que estoy a todo dar, que me ha ido macanudo.
­            —¿De vacaciones, Rocky? —pregunta uno de ellos.
—Pues… aquí, visitando a la tribu.
En este momento acabo de convencerme, por una cuestión de orgullo, que mi regreso ha de ser temporal. Que en cuanto pueda voy a intentarlo de nuevo y, por mucho, en un par de meses me estaré yendo a México para cruzar la frontera. Vamos a ver cómo le hacemos con la plata para pagarle al coyote, porque sin coyote no me atrevo. Le quito el balón de las manos al chico que la sostiene y lo lanzo hacia arriba, mientras les grito:   “¡Sigan el juego!”.
Los muchachos reanudan la jugada, menos uno, el más grande, aunque todavía usa pantalones cortos, que se acerca para susurrarme, como quien cuenta un secreto, “cuando me vaya, voy a buscarte en Nueva York, para que me des una ayudita… No te vas a hacer el loco, ¿verdad?…”.  En afán de no defraudarlo, le digo que no tenga cuidado, que en lo que pueda voy a darle una mano.
Sigo mi camino. Al verme frente al portón de la casa me da un escalofrío, es como retroceder en el tiempo. Cuatro años son tanto tiempo y a la vez se van en un soplo. Las ramas del sauce están podadas y las raíces han levantado las baldosas de la acera, ojalá que no se les ocurra cortarlo. Lo plantó papá cuando yo apenas gateaba. Me gustan los árboles, en parte porque dan un tono de continuidad a la vida; suelen estar ahí por mucho tiempo, aunque a uno le salga barba y sin que uno pueda hacer nada, años después, le salte la primera cana. No tengo canas, que conste, pero he visto a amigos, no tan mayores que yo, con mechones de pelo blanco. Como sea, los árboles estarán ahí, a no ser que un depravado los tronche porque quiere forrar de cemento la acera. Se ve que no leen aquel poema de Machado. Trato de tomar aire, aun así me flaquean las piernas… como si fuesen de papel. ¡Vaya, vaya…!, no podían faltar los testigos… Casi aseguraría que varios pares de ojos me escrutan, huidizos, desde el ventanal de la casa vecina. Que miren lo que quieran, me da lo mismo. 
Pusieron un timbre eléctrico, ¡bah!, pero no lo utilizó; como antes, toco tres veces con un manojo de llaves. Nadie viene a abrir. Vuelvo a intentarlo. Un lejano ¡Ya va! pone en mis oídos la voz de papá. Preferiría que otro familiar me abriese la puerta. Pienso en salir corriendo y regresar más tarde. Pero no, me quedo plantado, esperando. Total.
Lo veo venir con su poco pelo y en camiseta sin mangas, arrastra las sandalias con la misma pachorra de siempre, aguzando los ojos pequeños y saltarines. Creo que no me ha reconocido, pues al verme va revisándome de pies a cabeza, hasta que sin mayor asombro, parece darse cuenta que soy yo. Advierto que unos kilos menos y el pelo más largo pueden despistar a cualquiera, incluso a mi padre. Colaboro, quitándome las gafas. Y, típico en él, antes de saludarme pregunta: “¿Andás paseando… o es que ya te deportaron?”. No le contesto, pero la expresión delata. Le doy un abrazo; él no corresponde pero se deja, aunque se pone tieso como un tronco, enseguida se suelta y avanza hacia el interior de la casa, dejando el portón abierto. Esa es la bienvenida al hijo pródigo, pensé con sarcasmo. Entro y lo sigo por el patio sombreado que da a la puerta de la cocina. Huele a caldo de pollo, con culantro y todas esas hojas que mamá le pone.  Los napoleones están a punto de florear y el gato Morocho sale espantado. Papá se detiene en la puerta, escucho cuando le grita a mi madre: “¡Mujer, a qué no sabés quién vino… Volvió el ‘mojado’”!
Antes, cuando mi padre solía tratarme así, lo encaraba y le exigía más respeto. Tengo tantas ganas de ver a los viejos que no deja de resultarme cálida la bienvenida. Madre sale corriendo a la cocina. Sus lágrimas, colman el vaso. A ella, parece que le han pasado los años encima, se le nota más el rictus de dolor que se forma en las comisuras de la boca a causa del lumbago. Yo he de ser uno de los motivos, para qué lo voy a negar. Tampoco le hacen gran favor los trapos que lleva puestos, una falda gris que bien serviría como mecha de trapeador y una blusa crema que parece de bulto. Nunca se gasta un peso para arreglarse, cada centavo se lo da a los tiburones que hemos sido sus hijos. Después van saliendo mis hermanos, menos uno, que ya se ha ido para hacer familia.
Me siento como de otro planeta, aunque no comprendo con exactitud por qué. Parezco un holograma en medio de la sala. La casa se me vuelve apretada y adusta, no es que allá viviese en una mansión, pero hay cierta monotonía, y los objetos y muebles están muy cerca unos de otros y los colores desentonan a más no poder. Por si eso fuera poco, la decolorada pintura de las paredes da una sensación de abandono; sin embargo, no puedo explicarme a ciencia cierta quién luce más abandonado, si yo o la casa de mis padres. Soy parco a las preguntas de cómo me ha ido. A la larga, mi actitud provoca un silencio como de aquí a la luna. De repente, nadie quiere seguir hurgando. Tampoco yo intento responder más de lo necesario, finjo estar muy cansado. Pido un vaso con agua, al tiempo. No, no es necesario fingir… estoy muy agotado, no porque haya hecho un esfuerzo extremo o cosa que se le parezca. Mi madre sugiere que me vaya al cuarto y que me dejen descansar. En mis adentros agradezco su intuición, mucho más cuando agrega que, enseguida, va a llevarme algo de comer. Ojalá fueran enchiladas con queso rallado encima.
De lo que fue alguna vez mi cuarto, poco queda; mi hermano menor inundó la habitación con su estilo. Su ropa está desordenada, fuera de las gavetas de la cómoda; zapatos, sandalias y tenis sin pareja asoman en cada rincón. ¡Qué asco!, ni siguiera ha hecho su cama. En la pared sólo encuentro uno de mis afiches con las estrellas que hace unos años brillaban en la NBA, en su lugar puso a las oncenas futboleras que jugarán el próximo mundial. Mi pequeño librero ya no está, tampoco veo en ninguna parte los libros. Me pregunto si se habrá salvado la novela que siempre releía… Cipotes, de Amaya Amador o aquella otra, más corta, que me regaló el profe de español, el guardián entre el centeno, de un tal Salinjer o Salinger.  Sonrío al ver en la repisa el trofeo de máximo encestador que gané en un torneo colegial. Fuera de eso, no es mi cuarto, no se parece a mi cuarto. Mi hermano de seguro nota mi contrariedad, aunque trato de disimular. Además, ¿qué derecho tengo a estar molesto?
Con su ayuda despliego la cama de metal, medio desempolvo el colchón y a modo de cubrecama le pongo una cobija, aún olorosa a detergente. Acomodo la maleta a un lado y sin miramientos me acuesto bocabajo. Le pido a mi hermano que cierre la puerta al salir. Como cuando estuve detenido en los Estados Unidos, así me siento ahora, recluido en esta pequeña habitación que se me antoja tan, tan ajena. A decir verdad, no es que muera de ganas por irme  “mojado” otra vez, aunque para qué negarlo… tiene su gustillo, conocer mundo, pero… pasársela solo, sobre todo en los días nevados, comerse la cena solo y no tener quien lo espere en casa, esconderse y pelar el ojo para que no lo deporten a uno. Y si me pongo a pensarlo, tampoco me gusta esa prisa maniaca de la vida allá en los Estados… Si uno se descuida, no exagero, terminamos como zombis detrás del moni. Pero confieso que no sé qué hacer aquí, donde nada se mueve, salvo la merusa y los plomazos a la orden del día. Además no quiero que piensen que soy un acabado, que he vuelto con la cola entre las patas. 
Hace calor. Me faltan fuerzas para ir a abrir las celosías, total, afuera el aire es caliente y pesado. Mi hermano dejó mal cerrada la puerta y pude oír como ésta se entreabrió. Tampoco eso tiene gran importancia, de no ser porque el viejo Conde tomó ventaja y se escabulló sin darme cuenta, y sin más, salta a la cama, para acomodarse en el único espacio posible. Una pulga más, una pulga menos, no me va a privar de tan cálida compañía.
Qué dicha poder acostarme, estar solo, juntar otra vez los pensamientos que se cruzan… las caminatas por el puente de Brooklyn en domingos de cielo plomizo, los paseos en bote de remos por el lago de Central Park para ver la explosión de colores del bosque a mediados de otoño, la señora berreando por el collar, el avión blanco que me trajo de regreso, los calores de la ciudad, la cara de asombro de mi familia, y el grito sofocado del barrio en la sorna de una mañana de sábado. Pero a decir verdad, no tengo muchas ganas de pensar. Quisiera que la mente se me pusiese en blanco, que se congelara el tiempo, poder sacarme este punzón que siento enterrado en el pecho cuando pienso en  qué voy a hacer mañana… pasado mañana. No sé para dónde patear el tarro y lo que es peor, no me importa mucho. 
Me parece que en la sala hay gritos, luego silencios, sí, silencios calculados, como preludio a un nuevo estallido de palabras; un mosaico de voces que conozco de toda mi vida. ¿Estarán discutiendo por mí?, claro, ¿de qué otra cosa podrían hablar?  No hay que ser muy listo para saber que la discusión se parte entre los ruegos de mi madre y el enojo, quizá razonable, de papá. ¿Qué pensarán mis hermanos? Los parpados me pesan, Conde se ha dormido.
¿Qué sucede ahora?... Espero no haber perdido el seso, lo cierto es que… al voltear la mirada hacia la puerta, entre despierto y dormido, contemplo a la familia, con los brazos extendidos hacia mí. Destaca la expresión de mi madre: parada en el centro, sus ojos inmensos como soles y las puntas del cabello entrecano rozándole los antebrazos. Papá me mira, sin ese reclamo con el que suele clavarme los ojos; se le han desdibujado las líneas del entrecejo. Hasta mi hermano el que vive en el otro barrio está ahí parado, como una gran sorpresa. Todos parecen inmóviles, sin embargo, confío en que no me traicionan los sentidos (al menos anda bien mi olfato que percibe al maloliente Conde), pues con claridad les escuchó decir:
            —¡Bienvenido!...

Fuente: Del libro de cuentos, La plaza de los poetas (2006) 
Ilustración Fuente:  http://www.taringa.net/post/imagenes/
10544354/Los-tenis-viejos-un-final-por-lo-alto.html 

Dos cuentos de Alvaro Calix

Con las manos en la masa**

Álvaro Calix

            Dedicó semana y media para ultimar los detalles de la visita, sacrificó incluso su paseo del domingo por el Jardín de Paz, a pesar de los ojos suplicantes de Laika, arrinconada en el zaguán. El plan estaba listo. Según sus cálculos, entrar al cascarón no le tomaría más de un cuarto de hora, si todo salía bien.
Llegó el lunes, con una superluna prendida en el cielo; no muy lejos, Venus le hacía compañía. Al menos tuvo tiempo para verla anoche desde su telescopio. Entre bostezos se vistió con la ropa que había dejado sobre la cómoda del dormitorio. Sin desayunar, se despidió de Laika… Olimpo no aparecía por ningún lado. Caminó hasta la colonia vecina. Cruzó el atajo por los terrenos baldíos de los Sagastume, quizás una mala idea pues terminó con pinchazos de cardos y mozote pegado en los talones. Puesto en la casa, abrió sin problemas el portón de la entrada, la llave calzaba perfecto. Avanzó hasta la puerta principal, volteó a ver a ambos lados, metió la ganzúa en el cerrojo hasta forzarlo; dio un leve empujón a la puerta y, sin más, ¡estaba adentro! Escondió la ganzúa en el bolsillo de la gabardina. Se alumbró con el foco de mano. Respiró hondo y contempló la sala. No cargaba nada, ni mochila ni bolsa. En las manos sólo tenía el pequeño foco. Lo primero que hizo fue correr las cortinas de la ventana para alejar miradas indiscretas. Se acomodó a sus anchas en uno de los sillones, el más grande, y absorbió despreocupado el aire de la casa. Alumbró la foto de la retratera que estaba sobre la mesa de vidrio. Lo más probable es que la hubieran tomado en alguna de las playas del sur; una foto de la familia: la pareja con sus tres hijos, y un castillo de arena asomando apenas. Movió la linterna, detuvo la vista en un cuadro grande que colgaba de la pared, el paisaje de Venecia y sus góndolas aparecían tenuemente distorsionados en el lienzo. Al sentirse más a gusto, avanzó hacia la cocina, en puntillas, encendió la luz y abrió el chinero, sacó uno de los vasos azules y se sirvió agua del botellón. Fue hasta el refrigerador, entreabrió la puerta y miró con deleite lo bien surtido que estaba. Le llamó la atención un recipiente con su queso favorito, la boca se le hizo agua; alargó la mano con la intención de meter el dedo y darle una probada; se detuvo al recordar que tenía las manos sucias, aceptó conformarse con el aroma.
              Sin prisa, apagó la luz y salió de la cocina para moverse al cuarto de los varones; quizás, si le quedaba tiempo, pasaría después por el de la nena. Volvió a alumbrarse con la linterna. Aunque la puerta estaba cerrada, no le habían puesto el  pasador. Fue fácil entrar sin hacer ruido. Se colocó a un paso de la litera y contempló al hermano menor, que dormía en la cama de abajo, con la almohada apretada contra el pecho. Dio un paso en falso y tropezó con el balón tirado en el piso; trastabilló hasta detenerse en el guardarropa. La pelota viajó hasta el otro extremo y chocó contra la pared. El mayor dormía en la cama de arriba; a lo mejor despabilado por el ruido de la pelota, suspiró. Falsa alarma, Bayardo no despertó, sólo se dio vuelta para quedar de cara al rincón, al tiempo que se acomodaba la sabana.
            El de la gabardina amarilla contuvo la respiración, comenzó a sudar. Inmóvil, contó hasta cincuenta. Volvió a acercarse al niño que dormía en la cama de abajo. Con gran cuidado, se sentó en el colchón, a los pies de Jorgito. Se inclinó y estiró el brazo para acariciarle el cabello. El pequeño no se movió. El hombre recordó entonces los juguetes; se levantó para ir a abrir uno de los cajones del armario. Sintió algo pesado en el pecho cuando vio los soldaditos de plástico que estaban amontonados en la primera gaveta. Eran soldaditos a la usanza de la segunda guerra, por lo menos tenían treinta años. Venció la tentación de ponerse a jugar con los soldaditos. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, y ni siquiera había visitado el cuarto de la niña. A las suertes del tin marín, decidió tomar uno de las hombrecitos de la artillería. Titubeando, se lo metió en la gabardina, junto a la ganzúa.
            La niña, acostada boca abajo, con el rostro un poco ladeado a la derecha, se había quitado sin querer la cobija, pero no parecía sentir frío. Él la cubrió con la sábana. Jaló con picaresca manía el mechón largo del cabello de la nena; fue una suerte que no despertara. Tampoco pudo resistirse a darle un beso en la mejía, un beso suave, que sólo podía hacer más profundo el sueño de Elena. ¡Cómo deseó en ese momento haber tenido una flor y dejársela!, pero no trajo flores. Se conformó con el beso. 
            Regresó a la sala. El tic tac del reloj de pared era el único sonido percibible; sabía que pronto aparecería el coro de los gallos y, casi de inmediato, el rugido monótono de los camiones de la embotelladora. No deseaba llegar otra vez tarde al negocio, por lo que iba siendo hora de salir. Pero algo lo aturdía. Sin perder tiempo se desvió al pequeño cuartito de baño. Cerró la puerta, tanteó en la pared hasta encontrar el interruptor; encendió la luz.  Tuvo tiempo para verse en el espejo, sin perder ocasión de acicalar el cabello con los dedos, para afirmar el partido en medio. Descargó su turbación en el inodoro. Se abstuvo de jalar la palanca, bajó la tapa con cuidado. Por fin pudo lavarse las manos, aunque ya no le quedaba tiempo de ir por el queso. Mientras ponía el cierre a la faja, conjeturaba sobre el provecho de dar el siguiente y último paso. Dirigirse a la recámara principal entreveía mayor riesgo, pero, de no hacerlo, bien lo sabía, el propósito de su visita quedaria a medias. 
            Resuelto, salió del baño y avistó el dormitorio de la pareja. Tragó saliva y avanzó campante por el pasillo, por poco comete el desliz de tararear un estribillo de los Beatles. A unos pasos de la puerta, hubiera logrado entrar a la habitación de no ser porque alguien lo encañonó desde atrás: un hombre alto cubierto con un pasamontañas que acudió de inmediato al llamado del dueño de la casa.  El marido, sorprendido, pudo percatarse de que la suposición de su mujer no era una chifladura: alguien se había metido a la casa. Sin pensárselo llamó a la caseta de vigilancia.
Cuando lo esposaron, bajó la cabeza y cerró los ojos. Lo primero que pensó es que no iba a abrir a tiempo la cerrajería, la tercera vez en lo que va del mes. Cierto es que no daba las trazas de un ladrón común, pero como tal fue tratado.  En lo que lo llevaban a la posta de la colonia, el dueño le dijo de todo y, de no ser porque intervino el guardia, el de la pijama verde menta le hubiera dado una paliza ahí en plena calle.
            —¿Qué es lo que querías robarme?
El hombre de la gabardina, volteó a ver el polvo que se le había pegado a sus zapatillas de charol. No podía agacharse para limpiarlos.
            —Pues, quizás nada que usted vaya a extrañar. Y aunque no le llamaría con certeza “un robo”, casi he conseguido lo que quería. Pero… créame… en realidad, no es para tanto.
            —Pero, ¿qué me robaste?, pedazo de... Te vamos  a registrar de pies a cabeza, y no te vas a llevar nada a la cárcel… o a la tumba...
            Consternado por los insultos, se resignó a lo peor, lamentando no haber comido algo antes de salir de casa. 
            —¿Quiere que le diga la verdad?... ¿Eso es? Pues, puede ver que no cargo nada encima…—se sonrojó al recordar el soldadito que llevaba en el bolsillo—. Aun así, le repito, casi por completo me he salido con la mía. 
            No podía contenerse el propietario, las venas saltaban por sus ojeras. Vacilaba con apretar el gatillo de la pistola. Total, uno menos, se decía a sí. Uno de los vigilantes, carabina al hombro, miró con indulgencia al prisionero, como si quisiera decirle que pegarle un tiro era de lo de menos, que hablase de una vez si pretendía salvar el pellejo.
            —No sé si usted pueda creerme —vio al licenciado Serrano por primera vez a los ojos—. No gano nada con mentirle. Es, sin duda, difícil de explicar… Los conozco tanto, que sólo quería rumiar un poco de su intimidad... nada más.


*J. Álvaro Cálix Rodríguez Escritor hondureño, ha publicado dos libros de cuentos: La plaza de los poetas, (2006) y Ariana y la burbuja (2014, Ebook en la tienda de Amazon). Sus cuentos han sido publicados en varios medios de difusión nacional e internacional. En Honduras ha obtenido dos Premios literarios en la rama de cuento: Grupo Ideas (1989), y Juegos Florales Santa Rosa de Copán (2008).
** Del libro de cuentos La plaza de los poetas , Satyagraha editores, 2006


Punto de partida

Cuento de Álvaro Cálix

El soldado que se niega a servir en una guerra injusta es aplaudido por quienes aceptan sostener al gobierno injusto que hace la guerra. H.D. Thoreau (El deber de la desobediencia civil).


            Casi es tiempo de abordar, la vocecilla del altoparlante hizo el segundo llamado. Repaso por última vez la sala. Varios están leyendo el diario, como en cadena, varados en la penúltima página… Con grandes titulares y fotos a todo color, aparece el asesinato de turno. Es otra mañana de un lunes cualquiera, sí, porque mi partida es un suceso que, aparte de mi familia y algunos amigos, pasa muy bien inadvertido.
            Escucho ahora el estrépito de un avión que despega; ya me lo imagino horadando el aire tibio de la mañana y elevarse hacia el cielo de abril. Entre abrazos y consejos, descubro mi turbación. Son tan confusas las despedidas, sobre todo cuando vienen así, de repente. Un presentimiento se me revuleve en el estomago: intuyo que, quizás, no vuelva a ver a más de alguno de los que vienen a decirme adiós. 
            Sin poder evitarlo siento que la vida se parte en dos, un cruce de caminos, inesperado, constriñe a girar el rumbo. De seguro, este momento quedará grabado en mí como un paisaje sombrío del país ahora menos vivible que nunca. Aunque el viaje me alienta cierta esperanza, no parto porque se me antoja. ¡No!…, me han impelido las circunstancias.
            Confieso que todavía quedo boquiabierto al observar lo fácil que nos acomodamos al golpe de Estado…, a la disolución de la Asamblea y, unos meses después, como secuela, esta pasiva actitud frente a la guerra que está a la vuelta de la esquina. ¡Quién puede negar que la vida es una caja de sorpresas!… No pocos de los que ayer exaltaban el viejo régimen, picotean hoy las migajas que lanza el Dictador.
            Por las actitudes de muchos, supongo que los vientos de guerra con el país vecino se perciben como una circunstancia insalvable. Y no podía ser de otra manera, los micrófonos y las plumas mejor tasadas, como herreros, le han sacado filo a las palabras para arrojarlas aquí y allá, cargadas ya sea de elíxires heroicos para exaltar el ánimo, de jugos ponzoñosos para sacarse al punto a los opositores, o de sedantes para aplacar la conciencia de aquellos que andan sin ton ni son por las calles. Tal vez eso explica la naturalidad de la gente que, sin asombro, mira como va engrosándose la milicia con tierna carne de cañón de las barriadas y de los poblados tierra adentro. Y a los pocos que elevan la voz para invocar la objeción de conciencia, ¡lo sabré yo!, a más de tildarnos de ¡antipatriotas!, nos prodigan garrotazos y bartolina.
Tal vez no tenga la edad para entender ciertas cosas, pero, bien sé que cuando comienzan a encapotarse los cielos de la libertad, pronto emerge el desasosiego, indetenible; sé además que antes de consumirse el último vestigio de la tarde, brota, desde los intersticios, un clima subterráneo, y aunque yo no esté de acuerdo, la sangre de unos y otros nos salpicará el rostro, y no bastarán pañuelos blancos para limpiarnos, ni nuestras lágrimas serán suficientes para diluir el tono rojizo que se pintará culpable en las mejillas.
            Verifico por enésima vez que llevo los papeles en regla… boleto, pasaporte e impuestos. Tengo hambre, no me basta el capuchino y la galleta de avena.  Huelo un aroma casero que proviene del fardo de empanadas que aliñó la abuela en mi alforja; la abro y encuentro el bulto, envuelto en papel mánteca. Fueron horneadas en la mañanita, todavía están calientes; retiro la envoltura e intento con voracidad un bocado, pero algo me detiene, no es que crea que me voy a quemar la lengua, no es eso, más bien, un soplo de nostalgia enerva mi apetito y vuelvo a cerrar el paquete; quisera tenerlo todavía conmigo cuando finalice el vuelo.          
Un par de chiquillos pasa a mi lado, listo para abordar con su madre. Un hombre con aire de extranjero apresura el paso, mientras cierra el libro que lleva entre las manos. Al fondo, llanto, apretones y abrazos dilatados. Subo escaleras; risas de mujeres perfumadas me dejan al paso. Bien dicen que el mundo no se detiene… a pesar de todo…
            ¡Es tarde!... Tarde para darme la vuelta y desafiar la inercia.  Voy caminando por la manga que une el aeropuerto con la nave… un túnel gris, soporífero, que no parece estar en ningún lugar ni tiempo, es la antesala a la ruptura. Una sonrisa me espera del otro lado, la de la asistenta de vuelo en traje azul marino, que por supuesto no puede percibir mi vértigo, y dice: “Bienvenido”; apenas balbuceo una respuesta. Decenas de ojos me interceptan mientras avanzo por el pasillo del avión. Tropiezo, el rubor sube a mi cara, imagino que estoy dando manotazos en el aire para alcanzar mi asiento.
            Dicen que en la vida hemos de morir varias veces para asomar a la madurez. Hoy he muerto, como si lo sacasen a uno de raíz. Como un árbol deshojado por el otoño, me siento a la intemperie, en un desierto de fugaces miradas y sonrisas de témpano. Pero qué distinto efluvio transmite la atmósfera que me rodea: rostros animados, ejecutivos rimbombantes, el futbolista que se va a jugar a Italia, el exministro y el exdiputado, el turista que se larga a tiempo, maravillado por el sol y la playa, los primos del nuevo jefe de Estado y, no podían faltar, las señoras de tales que van de paseo a Miami. Una jungla diversa, de la que por supuesto formo parte.
            Abrocho el cinturón. Los motores han calentado, la nave comienza a moverse hacia la ruta de despegue. El pasillo se despeja, vuelve el vértigo, no quiero partir y, sin embargo, desde mi interior bulle una sensación de alivio. Cierro la ventanilla, compulsiones hacen temblar mi cuerpo; frente a lo cual, intento disimular mi estado; entonces, cierro los ojos para atrincherarme. Ahora los segundos se alargan, densos, mientras aumenta la velocidad del avión. Escucho los gritos de una niña asustada, la risa nerviosa de un anciano y, puedo escuchar también, mi llanto interior. Palpo el crucifijo y me persigno. El aire va tragando la aeronave.
            Tengo sed, una pesada aspereza recubre mis labios, apenas lubricada por el contacto ligero de la lengua. Pronto podré pedir un vaso de agua, aunque temo que mi sed sea más profunda. Para distraerme, de antemano cambió la hora del reloj para ajustarlo a mi nuevo destino. Quizás por la resequedad, estallo en un arranque de tos que sacude mi torax con furia. Esta circunstancia no deja de avergonzarme, puesto que desentona con el silencio artificial que priva. Con discreción, trato de manejar el incidente, tapando con el puño mi boca hasta reducir el espasmo.
            No habiendo salido todavía del percance, me toma de sorpresa lo que veo; para confirmar que siempre hay excepciones, una mujer en indudable estado de preñez, desafía las reglas; se ha levantado para ir a pararse en medio del pasillo. Supongo que busca captar nuesta atención, aun sin mediar palabra de su parte. Con suavidad golpetea el dedo índice contra el respaldar de un asiento. Parece estar tomando aire, como preparándose  para un acto final. Con la otra mano acaricia el vientre abultado, una y otra vez en movimientos circulares. Decidida, se yergue y lleva sus manos a la altura del pecho, con las palmas tendidas; alza con parsimonia la barbilla, mientras los ojos se van cargando de una pasión contagiosa.
            Con voz firme nos increpa: “¡Recua de insensatos!…, ¡que sin remilgos lamen las botas del ‘Superhombre’!... ¡Como no es la de sus hijos… la sangre que se va a derramar…!”. Atónitos aún, vemos que con su índice comienza a señalar a uno tras otro pasajero, como si estuviera repartiendo culpas. No escapo del señalamiento, hecho que asumo con serenidad, aunque no dejo de lamentar que, tras el biombo, se quedaron sin reprimenda los pasajeros que viajan en primera clase.
            Al compás de las palabras de la dama, siento que la sangre corre desbocada por mis venas. Y aunque la mujer guarda silencio ahora, su voz retumba una y otra vez en mis oídos, como réplicas de un gran temblor. Sin pensarlo mucho, canalizo mi asombro en enérgicos aplausos que, al no hallar eco en los otros viajeros, como una campanada fugaz, van perdiendo poco a poco intensidad. Al menos, pude atraer su atención, y al encontrarme con su mirada, comparte conmigo una sonrisa afable, como si es que nos hubiésemos conocido de toda la vida; luego agacha la cabeza y coloca sus manos contra las sienes, alcanzando a taparse los ojos con la cuenca de las palmas. Presumo que se va serenando, ahora que adopta esa pose. Por mi parte, reconozco que algo de mi impotencia se ha tornado en esperanza.
Dos miembros de la tripulación acuden pronto para poner a la mujer en cintura; sin resistencia de su parte, logran devolverla a su asiento. Nadie dice nada. Algunos se asustaron más de la cuenta al pensar que se trataba de un atentado. Sin embargo, ya las pantallas de televisión van deslizándose desde el techo para mostrar el comercial de moda; al tiempo que varios pasajeros reclinan los asientos y se relajan. Ha vuelto la calma.
            Abajo, entre contornos borrosos, una inmensa mancha azul perfila la costa y desaparece el país conocido. La diáspora comienza, mañana, varios cientos más serán desterrados. No obstante, contra lo que indican las circunstancias, tengo la certeza de que pronto caerá el telón de esta tragedia.
            ¡Nadie dude que ha comenzado un tiempo de Satyagraha!... [1]




[1] Satyagraha: la lucha por la verdad, en el contexto de la resistencia no violenta que planteara Gandhi.




Poesía: El papelote azul, por Alvaro Calix



Desde el puente,
ya el día nuevo y la labor.
Me arrebata la mañana los pasos descalzos
y los ojos con sueño aún.
¡Soy un niño y a veces lo olvido!,
lo recuerdo a veces:
reminiscencia de juguetes en las tiendas
y volar de papelotes en noviembre.

Desde el puente me asomo a la hondonada,
el famélico espectro del río y sus áridas márgenes;
me veo en el espejo de las aguas,
aguas turbias y espesas,
reflejo de mis sueños y del quién sabe destino.

Alzo la mirada,
y encuentro la plaza y su iglesia
con la aureola de las aves negras,
aves de la ciudad enferma que rondan  su carroña.

Soy tan parte de esto...
que nadie se percata de mí,
ni los apretados transeúntes
ni los fieles de la misa dominical.

Tengo el color del barro,
y el sol se incendia en mi espalda desnuda.
Voy y vengo por estas calles como peregrino del alba,
ando en busca del mendrugo,
en pos de la migaja que cae del cielo,
del cielo gris que es mi yugo.

Soy huérfano de padres
pero más lo soy de la vida.
Mi nombre no es sino un número
que se pierde en estas calles de tedio,
en las que discurre mi tiempo, donde inevitablemente
-y así lo esperan ellos-,
debo de perecer por el bien de la patria
y de los “hijos de su maná”.

Por de pronto,
desde aquí del puente volaré sin bridas,
lejos, hasta el confín donde se pierde el cometa,
el que escapó de mis manos y ahora los cielos remonta,
tan libre,  tan ligero,
allende los hombres de saco y corbata
y su antro de humo y comedia.

¡Soy un niño y a veces lo olvido!,
sin embargo, aún tengo la sonrisa que me delata,
frágil inocencia que el llanto abreva
y al arco iris me muestra,
el que no todos ven,
tan solo...
los que entienden mi lamento,
los que divisan en el cielo la estela blanca
del papelote azul que llevóse mi alma.

 Estas calles fueron mi cuna
y serán mañana, sus frías baldosas, mi lápida.
Junto a mí, otros miles,
salpicamos esta ciudad de miedo.
Desde el puente elevo mi silenciosa queja...
¿alguien allá... me escucha?

(1996)

Poesia por Alvaro Calix

Espejismo en Fa mayor


¿Puedes ver el cielo?...
ni una estrella, ni una sola;
no puedo ver tus ojos,
lejano fulgor,
brasas que el viento lleva.
No en vano se congela mi llanto en el laberinto de esta noche.

El aroma de los jazmines vuelve como aquel día,
flirteo evanescente,
torrente de efluvios, jardín de ensueño,
cuando sonreías esquiva y brotaba de tu pecho la primavera.

¿Por qué callan las horas y acaba sin más el gozo?
¿Acaso huyes y te llevas una parte mía?
Con la niebla se va tu nombre,
me queda apenas,
fútil placebo,
de tu cabello el vuelo,
y, ¿de qué sirve?,
la encriptada leyenda de tu rostro

De mí se aleja el almíbar de aquellos besos
que la dosis al mermar, deletéreo néctar,
los resortes de la vida enerva.
Sí, te veo distante, dibujada en los cristales
diciéndome adiós,
mano alzada y el rictus de una sonrisa,
mientras te acoge envanecido el esbozo del torbellino;
¿no escuchas mi lamento?...
No... no lo escuchas,
sólo el vestigio de tu mocedad y mi huraño extravío. (1999)

Publicado en Revista Remolinos No 39, agosto-septiembre de 2009.(http://revistaremolinos.blogspot.com/2009/08/revista-literaria-remolinos-39.html



Cuento: Cabeza de Jaguar de Alvaro Calix


Libio, mediodía en punto, ve sobre la cuneta un cuerpo boca arriba, tirado en las afueras del restaurante chino. Camina, lo rodea. No hay mirones ni tampoco ha llegado la Poli. El vendedor de chicles, pelo y bigote cano, lentes de plástico enormes, está a dos metros, cubierto del sol por el alero del restaurante. ¿Ladrón?, pregunta Libio. Por supuesto, dice el chiclero, uno menos… gracias a Dios, agrega. Tendrá unos veinte el muerto, cuando mucho; el pelo rapado a los lados, un arete diminuto en la oreja izquierda y, sobre el hombro desnudo, tatuada en gris se adivina la cabeza de un jaguar. ¿Quién los manda, verdad?, eso les pasa por andar de zánganos, murmura el viejo. Libio vuelve a preguntar, acomodándose las gafas de sol, ¿por qué no hay gente alrededor?, el otro se apresura a contestar: ¡No señor, ya nos curtimos!, hoy un malnacido, ayer una señora que se las tira de valiente, de vez en cuando un policía baleado…  Ya nos da igual.

En la cuneta, se ha encharcado la sangre. Arremolinada sobre el cadáver, zumba una nube de moscas verdes. La gente ignora el bulto y sigue su camino. Es un día más agitado que de costumbre, pagan el aguinaldo. Con megáfonos y grandes carteles, las tiendas anuncian descuentos. No hay tiempo que perder, es tiempo de arrebato. ¿Lo conoce usted?, increpa Libio de nuevo. No, ni idea, primera vez que lo veo; seguro es un pandillero del Zanjón.
Aparece la patrulla. Una Volkswagen que se cae a pedazos. A paso lerdo, se apean dos azulitos. Uno es alto, tostado, no puede ocultar el fastidio, se bambolea embutido en un pantalón digno de otro cuerpo. El otro, bajo, regordete y de pelo liso, parece más dulzón. Se acercan al cuerpo. Llegaron cuando se les antoja, dice el chiclero a Libio. El oficial alto, oído aguzado, cazó el comentario, lo mira, empurrando la cara, señala con el dedo y amenaza cuidadito con lo que dice, más respeto, si supiera qué día el de hoy, desde la madrugada, de arriba a abajo por todo el distrito. Luego se queja del sueldo, escupe, y vuelve a mirar al chiclero, así que mejor cállese la boca. El otro sospecha algo, se inclina y toca el pulso del muchacho. ¡Todavía está vivo!, llamá una ambulancia, le grita al compañero.
¿Cómo fue la cosa?, pregunta el bajito al chiclero. Yo no vi nada. Pero sí fue en sus narices, cómo va a decir que no vio nada. No se enoje señor oficial… El pícaro, navaja en mano le birló la cartera al cristiano que salía del banco; el hombre ni se resistió, mansito se la dio; ¡ah!, pero sólo esperó a que el bandido huyera y… comienza a perseguirlo; acortó distancia, sacó la pistola y ¡pum!, zampó el cuetazo. Y el hombre que disparó, ¿usted lo había visto antes?, dígame la verdad. Se lo juro que no, ni idea, el fulano siguió su camino como si nada.
Libio termina de comprar golosinas al viejo y se aleja unos metros para sentarse en las bancas donde se la pasan los lustrabotas. Con pasta neutral, le dice al bolero, que acaba de tragarse el último bocado de un taco de pollo. El muchacho, sin prisa, se limpia la boca con el envés de la mano. Saca la franela y la pasta. A la par, dos señores en camiseta, con chapas de refresco sobre un tablero de madera, juegan una partida de damas. El policía tostado continúa apuntando en su libreta. El encargado de turno del restaurante sale para reclamar a la policía por qué no se han llevado al muerto, que le están espantando la clientela. No se inmuta cuando el oficial le dice que el joven todavía está vivo. Que se lo lleven ya, por favor.  
Los botines, como nuevos; el polvo de las calles adherido al cuero cede a la fruición de franelas y cepillos. El bolero, palmea la cajita para que Libio cambie de pie. Baja la mirada y aprueba el trabajo del jovencito de gorra roja. Con el garbo de un caballero, piensa darle propina. Uno de los policías se acerca a las bancas de los lustrabotas para pesquisar. Pero nadie suelta hilo, dicen que no vieron nada, que el disparo se oyó de repente. Después, el azulito cruza la calle y comienza a preguntarle al guardia que cuida el banco. Escopeta al ristre, el vigilante, cejas tupidas y ojitos achinados, niega meneando la cabeza. Con el dedo índice, traza en el aire un cuadrado, demarcando el territorio a su cargo. Se dan la mano, a lo mejor se conocen. De mala gana, el policía cierra el cuaderno y va a reunirse con su compañero, que sigue platicando con el chiclero.
Llega la ambulancia. Dos muchachas se bajan, saludan a los policías. Se agachan con sus aparatos. La más joven de las socorristas se encoge de hombros, mientras se rasca la nariz. Ahora solo queda esperar a los de medicina forense.
De los transeúntes que pasan, una mujer en harapos se acerca, descalza y con llagas en las piernas. Comienza a insultar a policías y cruzrojistas, peor aún, blandiendo un estropajo de sombrilla amaga sopapearlos a punta de varillazos. ¡Mi hijo, mi hijo!, ¡ay, por qué me lo mataron!, ¡asesinos, asesinos!, ¡solo con los pelados se meten!, grita. El chiclero dice que no le hagan caso, es la vieja Crescencia, una loquita que no se mete con nadie, que sólo es el susto. Se carcajean, relajados, y ven como la mujer se aleja, da unos pasos más y comienza a reírse hasta reventar; inclina la cabeza hacia arriba y mira el cielo, la hora del cenit; deja de reír, se persigna, sigue caminando hasta perderse en el final de la calle. Alguien bosteza, otro recuerda que es la hora del almuerzo. Distraídas, un par de palomas picotean migajas en la acera de enfrente. Y mientras esperan a los forenses, una de las jóvenes extiende una sábana sobre el difunto.
En el cielo, nubes altas y delgadas se mueven con pereza. Los alisios se hacen esperar. En las tiendas de calles aledañas, las cajas registradoras redoblan facturación. Dos por uno es el estribillo que mejor engancha. Pero cautela, todos saben que el peligro acecha. Se aferran a sus bolsas y carteras, no vaya a ser que un espectro de los bajos fondos pille sus gangas.
Libio paga el lustre, propina incluida. Buen trabajo, muchacho. De nada, señor, vuelva cuando quiera. Se retira, erguido. Ve todavía el cuerpo en el suelo, ahora cubierto con la sabana. Pobre muchacho, dice, aunque un relámpago descubre en su interior un pensamiento paralelo: menos mal que no soy yo, menos mal...
A la semana siguiente, en su ir y venir por la ciudad, Libio vuelve a merodear la esquina de los limpiabotas. Jadea, lleva cuando menos dos horas gastando suela. La brisa de los macuelizos le devuelve de a poco el aliento. Se deja caer en la banca y, oyendo el ulular distante de alguna sirena policial, pone el pie en la caja. Agachado, el mismo muchacho de la semana pasada. ¿Siempre con neutral?, pregunta. Libio asiente con la cabeza. Rechaza el periódico que le alcanza el muchacho; apenas distingue en la portada el abrazo de futbolistas celebrando algún campeonato, pero no le interesa. Se afloja la corbata y destraba el último botón de la camisa, saca un pañuelo de la bolsa del pantalón y se limpia la cara. Alarga la mirada y observa el puesto del chiclero y, casi al lado, la afable sonrisa del encargado del restaurante que anuncia el combo del día. Libio, hinchado de nuevo por el reluciente marrón de los botines, dobla la propina y se levanta de la banca, con ganas de comprar un dulce de coco.
Saluda al vendedor. De primas a primeras el viejo no lo reconoce. ¡Ajá!, y en qué quedó la muerte del marero, pregunta Libio. ¿Qué dice?...  Ah, es usted, ¿cómo me le va?, pues vea, al rato se lo llevaron, y le apuesto el almuerzo a que ni siquiera saben quién lo palmó.
Oiga joven, ahí me disculpa, pero usted pintaba raro ese día... Me figuré que era detective. ¡No!, se sorprende Libio por la insinuación, pasaba por casualidad. ¿A qué se dedica pues?, es que verlo con ese maletincito. Ah, esto…, sonríe, soy vendedor de libros, por catálogo. Como acusado de un delito que urgiera refutar, abre el maletín malva y le enseña, en multicolor, los pliegos satinados de las colecciones. Toma la cajeta de coco de la chiclera y paga con un billete de cincuenta pesos. No, no tengo vuelto, se enfada el anciano.
El vendedor de libros compra también una goma de mascar para que el chiclero decida sacar un fajo de billetes de la bolsa del pantalón. Se lame el dedo antes de desdoblar el bulto y dispensar el cambio. ¡Conque vendedor de libros!... Me cae usted simpático, sabe, yo también tengo un hijo que los vendía. ¿Vendía?, a lo mejor no le entendió al trámite. Qué sé yo, la verdad es que le iba demasiado mal, por suerte halló chamba de botones en el hotel que está al fondo de la otra cuadra, lo mira… el que tiene treinta y pico banderas en la entrada. Sí, he pasado muchas veces por ahí, supongo que en otra época tuvo prestigio. ¡Bah!, no creo; y a propósito, ¿ha visto qué mujeronas se pasean por allí después de las siete?, colgadas del brazo de los gringos… Ya oyera usted las historias que cuenta mi hijo. Me imagino. Pero bien, volviendo a lo del jueves, escúcheme bien, jovencito, voy a contarle, eso sí, por favor no vaya a andar de lengua suelta,  le puede costar caro.
A ver, recuerda usted que el cliente del banco salió corriendo, hecho un diablo, y al tener al ladrón de cerca le apuntó con la pistola. Sí, me acuerdo, usted se lo dijo al policía. Pues bien, el hombre sacó la treintaidós y como a unos tres metros le puso la bala, supongo que no tiraba a matar, quién sabe, pero el caso es que el ladrón se resbaló, justo cuando el hombre jaló del gatillo. ¿Lo agarró entonces en el suelo?, ¡qué cobarde!, me lo suponía. ¡No, hombre!, escuche, cuando se cayó el ratero, si es que me parece estarlo viendo en cámara lenta, la bala caló al vago ése que venía atrás, ¿y el ladrón?, preguntará usted, pues ni se le vio la coleada, huyó con la billetera, aprovechando el molote. ¿Entonces?, error de cálculo. ¡Sí!, cabal… el pelón no tenía vela en este entierro. ¡Por Dios!, ¿por qué no le dijo la verdad a los azulitos?, hizo mal callándose. ¿Para meterme en líos?, no joven, suficientes tengo ya. ¿Y quién era entonces el finado?, ¿acaso andaba de compinche con el ladrón?, supongo. ¡No!, andaba solo, yo lo había visto un par de veces, un drogo trapo viejo; a lo mejor, si robaba, peinaba en otra zona, qué sé yo… Pero la pinta de bandido no se la quitaba nadie, por eso digo ¡Uno menos!
¡Uno menos!, uno menos, repite Libio con pesadez, como si resolviese un problema aritmético. Asegura el maletín, deja de mascar el chicle; suspira, con la vista en el hotel al final de la otra cuadra, el de las treinta y pico banderas en la entrada. Tiembla. De botones no, murmura para sí. Se despide del viejo. Quizás la próxima semana no tendrá cómo dar propina al lustrabotas y, de seguro, en la siguiente ni siquiera ajustará la lustrada. Para infundirse ánimos advierte de nuevo el magnífico brillo en sus botines, como corresponde a un caballero. Su cabeza no puede entender cómo alguien pueda malgastar plata comprando libros, aun así, conjetura, barajando sus cartas, si por fin, después de tres semanas, podrá vender un juego de enciclopedias.

Fuente:  Libro de cuentos Ariana y la burbuja, 2014


Cuento:Postal para la ausencia de Alvaro Calix



Ariana y la Burbuja

http://www.amazon.com/Ariana-y-Burbuja-Spanish-Edition-ebook/dp/B00IL15MTE


Postal para la ausencia*

J. Alvaro Calix


Sobre las aguas achocolatadas del río, se dilata la espuma que deja el Ferry. Atrás quedan, borrados por las nubes bajas, el rimero de edificios altos y los brotes de nuevas construcciones en medio de grúas, excavadoras y cientos de peones hormigueando sobre los andamios. Los vientos de otoño empiezan a calar. No tengo frío. Desde mi asiento en el interior del buque, a través de la escotilla, veo el río, las últimas siluetas de la ciudad y, por supuesto, el perfil de Diana acodada en la barda de la cubierta, sola, mirando sin mirar la corriente. Pero ya no es mía. 


No se mueve, apenas para recogerse el cabello que remolinea con la brisa, apenas para mirar su reloj, un poco menos para intentar concentrarse más de dos líneas en el libro que aprisiona bajo el brazo. ¿Una novela de Sweig?, quizás. Yo también permanezco inmóvil, ni siquiera he reparado en la señora que viaja a mi lado y sorbe un granizado de café. Tengo más de cincuenta años, como quien no quiere la cosa. Al contemplar a Diana ˗sospecho ha de pasarle a muchos˗ me siento el mismo veinteañero que la conoció en el parquecito del barrio. Salvo que tuviera un espejo enfrente, olvido arrugas y también las vastas entradas en las sienes. Soy o me figuro un Adán que transmuta su cuerpo por las décadas, como si nada, inmune al moho de los años y a la merma de los afanes. ¿Y ella?


Deja la pose y se dirige, de seguro, a la cafetería. No deseo comprar nada pero la seguiré para encararla; a lo mejor me reconoce. Acerté, viene a la cafetería, tararea la música de fondo, un estribillo de moda, que juzgo vulgar; pide un emparedado de queso y zumo de mango. Puedo sentir ya su huraño perfume de jazmín. Parece que se ha fijado en mí, pues voltea y me ve; alza la barbilla, nos encontramos y…  no existo. Sigue de paso.


Con la tez bronceada, engreída como siempre, Diana, tan remota; pero qué distinto sería si ella viese en mí, como yo lo hago, el brillo de los años sesenta. La novela no es de Sweig, debí suponerlo antes. En su ajustada blusa color piel y la falda blanca de pliegues largos se vuelve hacia la cubierta. En el mismo sitio, se acoda en la baranda; de nuevo ve o imagina la otra orilla, que ya está a mitad de camino.


Regreso a mi asiento. La señora ahora come un emparedado, entre sorbos apurados de gaseosa; ella sí que me mira con inconfundible chispa en las pupilas. Sonrío y le pido permiso para pasar al fondo. Me dejo caer en la butaca y sigo la huella de burbujas del buque y, claro, de reojo, miro a Diana. La señora pregunta si soy norteño, niego con la cabeza; arremete luego para saber a qué me dedico, si el viaje es por asuntos de trabajo. Supongo que no le gustó el tono con el que le dije desempleado. Saca unas agujas, una madeja de lana, y comienza a distraerse con las puntadas de un gorrito o algo así.  Me reclino cuanto puedo en el asiento y como un relámpago, el primer beso a Diana, bajo el pórtico de su casa en la calle Zaldívar, justamente el día que yo cumplía 18. Primero y único, pero qué más para atolondrarme un par de años, hasta que las once horas en el almacén acabaron con los  retozos.


El río es siempre inescrutable en su anchura, como un océano interior; termina siempre empequeñeciéndonos, tragándonos en su delta, hasta que, como un espejismo, aparece la otra orilla, la de la ciudad modesta y bulliciosa. Diana se yergue cuando avista la ribera, los últimos rayos de sol se derraman sobre su cabello. No se me puede ocurrir otra cosa, coger la  cámara, y tras la ventana sacarle una foto así, espléndida, magnética, con  desdén hacia todo lo que no forme parte de su ciudad, su mundo, su barrio porteño. Ya no tengo más que hacer durante el recorrido. Me recuesto y cierro los ojos, con la imagen de Diana en el pórtico de su casa. En cinco minutos estaré bajando al muelle, tomaré el autobús y cenaré esta noche la sopa de almejas  que prometió el compadre Tano.

La luz del día se va esfumando y se trueca con los primeros destellos de los faroles en el muelle. El agua refleja los mástiles de los botes que salpican el puerto. Me cuelgo la mochila de los hombros y busco la salida; ya he perdido el rastro de Diana. En la puerta de la terminal, ir y venir de gente braceando contra lo que queda del día. Resiento el empellón de un muchacho y luego recojo el peluche que se le cayó a una beba de chongos celestes, se lo entrego a los padres y avanzó hasta una de las puertas, sin volver a ver, sin afanarme con una nueva estampa de Diana. ¿No basta acaso una?
Una mano alzada me saluda, ante mi sorpresa, pues no espero a nadie. Es Braulio, viejo amigo, de esos que las prisas más que las distancias nos van alejando. Noto que anda medio achispado, propio en él los domingos. Abrazo, como se debe, con palmada doble. Pero se distrae, espera algo y enseguida toma por el talle a una mujer joven, dice que es su hija, y tiene edad para serlo; bella, fuera de toda duda, con una blusa color piel y un libro desconocido bajo el brazo.




Fuente: Ariana y la burbuja (2014) http://www.amazon.com/Ariana-y-Burbuja-Spanish-Edition-ebook/dp/B00IL15MTE