Plaza de las palabras presenta el cuento La última lección de Brandel por Mario A. Membreño, relato que ya ha sido publicado en este blog pero que ahora publicamos en su versión completa. Cuento que narra unas cuantas horas en la vida del profesor Julián Brandel quien llega a su jubilación como catedrático, y éste acto final e irremediable de dar su última clase le hace reflexionar sobre el sentido de la vida y descubrir verdades insospechadas. Pero en que también cavila sobre lo ilusorio del conocimiento y ante esta frustración, decide hacer algo insólito y convierte su última clase en una fiesta con sus alumnos que desencadena una serie de hechos y sensaciones que le van revelando la belleza del mundo, y que le vuelve a recordar y a recuperar parcelas de su origen.
3717 palabras
La última lección de Brandel
Of This Time, Of That Place
Lionel Trilling
I
El profesor Julián Brandel sabía de su pronta jubilación. No tenía alternativa, su retiro era obligatorio. Durante muchos años había temido ese día, se había imaginado ese día de mil modos. Cuando el temido día llegó, no hubo nada de sorprendente. No obstante lo perentorio del término, el profesor Brandel, lucía un rostro muy sereno. Vestía un pantalón azul marino casi tirando a negro, la camisa blanca le contrastaba con un chaleco beis. La corbata de seda era de figuras simétricas superpuestas y parecía tener toda la geometría del universo, su pelo negro empezaba a blanquear dándole un aire de respetabilidad, sus quevedos le resbalaban levemente por la nariz, dejándole ver una mirada entrenada e implacable que parecía sopesar hasta el aire. Y cuando hablaba parecía pensar bien lo que decía y se esmeraba por pronunciar cada palabra, como si apostara su vida entera en la dicción de cada palabra. Pero a veces se quedaba en silencio por algunos instantes, y enseguida soltaba una andanada de ideas. Luego, quedaba a la espera de alguna reacción o una respuesta, que nunca la había; hasta que él mismo comenzaba a tantear las posibles respuestas y entonces tiraba una pregunta al azar. En sus exposiciones era sistemático, raramente usaba el pizarrón, decía que él no era Hemingway y menos Faulkner para estar escribiendo, sino que era un hombre de ideas al aire, un hombre de sonidos verbales. Para el profesor Brandel él mundo era un constructo verbal que debía tocar todas las notas de la escala musical.
Así que después de inspeccionar minuciosamente el salón, escudriñó el rostro de sus alumnos como ya lo había hecho mentalmente antes de venir. No halló en ellos nada que lo perturbara, seguían siendo los mismos alumnos de siempre. Él creía conocerlos mejor de lo que ellos se conocían. Los saludo sin mostrar ningún asomo de emoción. Sabía que era su última clase, y en el fondo eso lo aterraba porque los fines siempre evidencian un límite; y que al fin y al cabo, todo tenía una consumación: y que siempre habría un maldito final. Era como si la vida y las películas fueran lo mismo. No existía forma de escaparse de los ineludibles finales. Pero ese temor no se reflejaba en su rostro. Él estaba seguro de su poderío; y está era su última clase, y se dispuso a impartirla con la solemnidad y el pragmatismo de siempre.
Por fin el profesor Brandel tomó aire y pronunció algunas palabras: «Estamos aquí, es mi última clase, haremos una clase magistral sobre un gran tema que nos pellizqué el alma. Hablaremos sobre la verdad y la belleza… Sí, reflexionaremos sobre la verdad y la belleza». Prosiguió balbuceando otras palabras, algo más mencionó sobre los griegos y citó a Goethe y guardó silencio. Parecía como si de pronto se hubiese desconectado del mundo o que una nueva idea estuviera tomando forma en su mente. Su rostro era inescrutable y sus alumnos lo contemplaban con expectación. Algo inédito absorbía los pensamientos del profesor Brandel, casi como si de repente hubiera comprendido algo que siempre había estado al alcance de su mano y nunca había podido desentrañar. Pero además había algo más que le preocupaba y no sabía exactamente qué era.
Entonces, él dio unos pasos hacia adelante y respiro profundamente. Se acercó a la silla de su escritorio pero no se sentó, en cambio puso su cartapacio sobre el escritorio, giró su cabeza y dio una furtiva mirada a la ventana, la cual apenas asomaba, la cúpula de la rectoría. Volvió a enfrentarse a la mirada de sus alumnos. Parecía meditar las palabras con que iniciaría su clase. Pensó que todo había sido un leve miedo escénico, en fin ésta era su última clase. Sin embargo, de repente su rostro mostró un leve gesto de duda. La mirada de sus alumnos seguía clavada sobre él. Mientras que a lo lejos proveniente del campus se escuchaba el barullo de los estudiantes. Y muy cerca, alguien pasó por la puerta, que permanecía a medio cerrar y sus pasos fuertes se perdieron al final del largo corredor.
Y aquí estaba frente a sus desconcertados alumnos que le seguían viendo con preocupación en sus rostros. Pero no, absolutamente nadie pronunció palabra alguna, porque todas las palabras eran solamente una sola y única mirada más elocuente que todas las palabras del diccionario Webster. Y el silencio que crecía era más poderoso que todo el alfabeto cirílico. Entonces entre ese mar de silencio y esa multitud de miradas; repentinamente una esbelta figura se levantó y caminó como únicamente caminaría un ángel. Ella era definitivamente Ángela, la de las trenzas largas y los ojos de miel. El profesor pensó que ella se iría, que aquel acto era el anuncio de una epifanía final, pero al rato siempre angelicalmente ella regresó; siempre con sus largas trenzas y sus ojos de miel. Y entre esa ida y ese regreso, todavía persistía algo que al profesor Brandel le preocupaba y que no lograba recordar.
Finalmente, pareció tomar conciencia de que no estaba seguro de nada. Quería revelar una verdad categórica; clausurar su clase con una reflexión hermosa como el cielo, y tan sólida e inmutable como el silencio hermético de una roca; y sobre todo que fuese más transparente que la palabra aire. Sencillamente hablar de la belleza y la verdad. Y aquí estaba ante sus alumnos y no estaba seguro de lo que él pensaba era verdad. Volvió a dudar y el miedo se apoderó de él. Pareció desvanecerse y no saber por dónde empezar. Meditó, buscó las frases más obtusas, pensó en Hegel y en Schiller, pero todo le parecía pueril, quería dejar una verdad inmutable, cerrar su última clase con algo categórico, pero en la medida que reflexionaba todo le parecía tan vano como el viento.
Al fin se sentó, creyendo que su cambio de posición le ayudaría, no obstante seguía ensimismado y luchaba por encontrar una solución y una salida a la situación. Y sus alumnos parecían oírlo pensar en voz alta:
«Nunca me imaginé en una situación tan paupérrima, me siento como si estuviera fuera de lugar y me niego a creer que yo esté aquí. Y que no pudiera encontrar un argumento sólido, inmutable que tocará el alma de mis alumnos. Quizás estoy cansado, es el efecto de mi última clase. Mañana será otro día, con Leibniz o Espinoza los convenceré. Sin embargo, no me engaño, bien sé que no habrá un mañana. Ningún verdadero final tiene un mañana. Ésta es mi última clase, no cuento con la complicidad del tiempo, las dudas me asaltan. Pienso, pero no puedo razonar bien. Es como si algo obstinadamente me lo hubiese impedido. Sí, encontré unos cuantos argumentos, pero cada uno se derrumbaba ante la idea más trivial que opusiera.
En esa vana lucha pensé en la filosofía y en la ciencia, pero qué eran esos conocimientos ante la realidad de mi última clase. Lo vi todo tan abstracto y todo tan vano, que hasta la conversación del policía de la esquina me parecía más trascendente que la más brillante idea kantiana. Cómo no haberlo pensado antes, cómo esa realidad se me había escapado… sobre qué vanos artificios construí el mundo de mis pensamientos. En dónde no busqué, nadie podrá acusarme que no traté de ir a todas las ciencias y encarar todas las verdades. Pero ahora, al filo del tiempo intentó recordar aunque sea una frase por la cual yo pudiera poner el alma, la vida entera. Un solo punto de apoyo, una sola verdad que fuera igual para todos, una sola verdad que todos pudieran vivirla y trascenderla.
Pero en la medida que Brandel reflexionaba, todo le era tan irreal como los sueños de una manada de bisontes escarlatas. Los alumnos lo seguían mirando, y ya para entonces empezaban a angustiarse. Esto era algo en lo que él nunca había pensado. El profesor parecía tan incómodo; y tan inútil como una fogata al lado de un faro. Se sentía abandonado. Entonces, se oyó:
— ¡Profesor, profesor, profesor Brandel! ¿Se siente bien? —dijo Sussy con voz entrecortada, y poniéndole una mano sobre el hombro.
—Sí…sí, —alcanzó a responderle casi contestándole involuntariamente; mientras que la flaca y gótica Sussy volvía a su asiento.
Pero aún había algo más que a Brandel le preocupaba y no sabía qué era. Por un momento estuvo a punto de reírse; y pensó, de nuevo en salir al paso con alguna idea sencilla, pero profunda. Tan profunda como una risa sonora en una calle muda. Pero, luego rechazaba tal intento absurdo, quería encontrar una salida airosa y elegante. En fin ésta era su última clase. Pero ante esa verdad tan conclusiva, qué eran todos los conocimientos filosóficos, esa torre de babel interminable e inconclusa de teorías embodegadas que las termitas festivamente terminaran acabando. Por último pensó en alguna frase victoriosa de Montaigne o de Keats, pero comprendió que todo razonamiento era tan deshuesado, que todo discurso era tan enano, que toda frase era tan desnutrida; que la conversación más trivial de cualquiera de sus alumnos era más real y virtuosa. Volvió a tratar, inútilmente, de recordar aunque sea una sola frase por la cual pudiese arriesgar el alma, dar lo más sagrado de su vida; o por lo menos, encontrar una verdad conquistadora; y dar un saludo de manos certero y cariñoso.
Entonces, Brandel dejó de divagar, y decidió encarar a sus alumnos como siempre, tantas veces lo había hecho durante el último semestre. Pero al verlos Brandel notó algo nuevo en la mirada de sus alumnos. Esto lo aturdió aún más. Definitivamente que ahora todos poseían algo de lo que él antes no se había percatado: ellos parecían más inteligentes, más seguros de sí mismos, más clarividentes. Era como si cada uno de ellos tuviera su propia historia y su propia verdad. Una verdad más íntima, más poderosa y más sagrada que su propia historia. Él se estremeció, los miró detenidamente, y con sus miradas ellos parecían decirle:
«Bueno profesor Brandel, aquí estamos, usted y nosotros; frente al mundo. Ahora enséñenos algo que sea más robusto que un fin de semana, algo tan digerible como una gaseosa; y algo que nos sirva para defendernos de los rabiosos cuchilleros de las esquinas. Al fin y al cabo, no somos tan ingenuos, ni tan torpes, como usted siempre ha creído».
Después de pensar eso, el profesor se levantó de su silla, fue en ese instante que una nueva idea cruzó por su mente, y dio unos pasos hacia adelante. Y la idea fue tomando aún más vuelo en su mente; una ligera risita pareció escapársele del cerco de sus dientes. Pero, stop, cambió rápido de actitud, semáforo en amarillo, reflector en el cielo. Y en aquel momento, miró con seguridad a sus alumnos. Entonces con tono pausado pero con inclinada voz exiliada, les dijo: «Bueno muchachos, —nuevamente pareció vacilar, pero al instante se repuso y se encaminó hacia la puerta—, «permanezcan aquí, incólumes como Zeus, vuelvo enseguida».
Salió del salón de clases. Los alumnos solo miraron el reloj, nadie se movía, aunque un leve murmullo comenzó a recorrer la clase. Por un rato ellos guardaron silencio y ninguno de ellos se atrevió a moverse de su asiento. Pero pronto, se oyó un rumor; y una legión de simultáneas miradas volaban como pájaros que no tenían dónde posarse. «Deberíamos de irnos», dijo una de las jóvenes que estaba en las últimas filas. A la que otra voz replicó: «No veo por qué. En fin es la última clase. Me da lo mismo irme hoy o mañana.» Respondió un muchacho de lentes, pegado a una de las ventanas. Entonces, uno más se levantó y abrió la ventana de par en par. Luego se sentó de nuevo y estiró los pies contra el asiento de adelante que estaba vació. Afuera se oyeron voces que nuevamente se perdieron por el largo corredor, y desde las aulas vecinas se escucharon voces difusas que no alcanzaban a cuajar. Y de fondo se oyó el sonido de una campana y un sonido más, fuerte y seco que no era identificable. No obstante ninguno de los alumnos se movió. «Vaya, vaya y ahora qué», preguntó uno de los chicos de las filas traseras. Pero tampoco nadie le contestó.
II
Cuando el profesor Brandel regresó, no venía solo. Peter, el tendero, el de nariz respingada. Venía acompañándolo; y empujando una enorme carretilla atiborrada de comestibles y bebidas, que cuidadosamente fue poniendo sobre el escritorio, y cuando el escritorio estuvo atestado como una multitud en un callejón, siguió poniéndolos en el suelo; y desde del suelo fue emergiendo a la vista aquel cúmulo de compras como un rascacielos espectacular. Al punto todos los ojos apuntaban disciplinados sobre Brandel y aquella suma de refrigerios, y un perfil de estupefacción les encabritaba el paladar. El profesor lucía diferente, ya no parecía el temible y legendario profesor Brandel, el de la mirada imperturbable. Y ahora parecía tan humano como un tranquilo y pacifico vendedor de helados en Harvard Square.
El profesor volvió a tomar aire y con un tono de voz que ilustraba cierta incipiente alegría exclamó: « ¡Bueno, muchachos!, ustedes son mi última clase; y como dije al principio, viviremos la verdad y la belleza. Atraparemos lo heroico del instante, alzaremos nuestros brazos de acero inoxidable y tocaremos la nariz de corcho del cielo; haremos algo que revolucione nuestras almas y embosqué a la razón. Algo que podamos recordar toda la vida, tendremos a party, aquí y ahora.» Al escuchar aquel corto discurso los alumnos se quedaron atónitos, no sabían si el profesor bromeaba. Nadie decía nada, todos permanecían inmóviles y con un kilo de perplejidad en sus rostros. Pero todavía había algo que a Brandel le preocupaba y no sabía qué era.
El profesor permaneció a la espera de algún comentario y por un momento pareció vacilar. Entonces, vio a sus alumnos y exclamó: «Lo dije claro: una fiesta, tendremos una fiesta» Su tono era vivaz « ¡una fiesta con vino, cerveza, gaseosas y bocadillos!». Vio a sus alumnos y concluyó «Ya lo dije, aquí y ahora». A continuación Brandel tomó una cerveza, la abrió y se la llevó a la boca. Fue en ese instante, cuando Lauren, el que todo lo sabía, se levantó y caminó decididamente hacia el profesor Brandel y echó un vistazo a lo que había sobre el escritorio. Un par de veces lanzó una furtiva mirada a las cervezas, y luego, tomó una para comprobar si estaba fría. Y después de sonreír, vio a su profesor y a sus compañeros. Sin preámbulos, destapó la cerveza y dio un largo trago. Y aunque afuera no llovía, una exclamación al unísono se oyó en el salón, como si una bofetada de lluvia insólita cayera unánime desde un cielo benévolo y misterioso. Todo el entramado se ejecutó milimétricamente como si alguien hubiese tocado una señal secreta, como una trompeta que anuncia la aurora, o como un semáforo que da la luz verde en un túnel largo y deslumbrante.
Todos se levantaron de sus asientos y se acercaron a Lauren. Enseguida Mary sacó de su cartera un pequeño radio a transistores y lo encendió a todo volumen. Era la carga de caballería ligera que venía al rescate, apertura de Jazz. Irrumpió sin permiso la gangosa e inconfundible voz de Louis Armstrong: A what wonderful world; y una cadena cadenciosa de melodías se dejó oír en todo el reino de la improvisación. Luego, le siguió con sus ondulaciones tonales y estridencias arteras, el más progresista rock. Sí, We are the Champion, de los Queens. Y el fiel Michel, el de la luminosidad, reveló su rostro radiante, y sus mejillas sonrojadas; y empezó a perseguir vehementemente la música y a cantar:
We are the champions my friend /And we'll keep on fighting till the end/ We are the champions /We are the champions/No time for losers /'Cause we are the champions of the world /.
Sus movimientos rítmicos y su revolucionaria voz, convocaron todas las miradas y pronto se formó un coro; y parecía que todos sabían cantar y que todos conocían la letra: We are the champions. Y Brandel, pasmado, feliz y maravillado, pensaba verdaderamente en la verdad y en la belleza; mientras descorchaba una botella de vino, y los alumnos tomaban cerveza y gaseosas, y comían bocadillos, y locuaces inconmovibles hablaban hasta con la mirada: We are the champions. El salón se transformó en un vocerío, en la algarabía rebosante de un nuevo esqueleto imaginativo que se iba llenando del júbilo del mundo, y en el colorido asimétrico del mundo, y en el movimiento enigmático de las galaxias milenarias. Y ahora era Paul, quien empezó a mover sus brazos al unísono de la música y todos lo coreaban. Las voces borraron aquel silencio de papel cebolla que olía a solemnidad y archivos. Y décadas de gestos académicos y de tizas blancas huyeron como cien pájaros de cristal por una ventana inmediata e inagotable. Mientras que, afuera, pasaba revista una ligera brizna de viento; y el cielo azul exhibía su potencia verbal y el sol irradiaba su imperio de risas amarillas.
Entonces, Brandel se asomó a la ventana y advirtió aquel Wonderful World; y volvió a pensar en la verdad y la belleza. Y enseguida encaró a sus alumnos, los vio dispersos en delirante movimiento y los vio a los ojos; a esos ojos que tantas veces lo habían visto a él. A esos ojos que tantas veces había visto sin ver. Y comprendió algo que jamás se le había ocurrido. Vio en ellos, un brillo ensordecedor, un paisaje musical, unas palabras piadosas y conmovedoras como el silencio. Vio en esos ojos aventureros pero fieles: la felicidad del mundo, un filamento de la verdad del tiempo, y un espejo de las inesperadas realidades milagrosas del universo.
Brandel, Brandel parecían corear los alumnos, y su mirada huyente, se pobló de la húmeda del mundo y del golpe seco de la iluminación. Pero aún había algo que le preocupaba y no sabía qué era. Y mientras tanto, la música cambiaba de ritmo, y algunos; los más atrevidos, habían empezado a bailar y el resto a seguir la música con una vanguardia unánime de aplausos. Mientras que él, pensativo y lejano, ahora departía democráticamente con Susan, la rubia cavernosa y con Dick, el bohemio de pelo laberíntico. Y de nuevo acometía una carga rebelde de trompetas que enfilaba un ritmo apocalíptico. Al principio de una descarga desobediente, y luego, el desperdigar de furibundos truenos sistemáticos. Después de eso, un solitario saxofón se había echado al hombro el equipaje del mundo entero. Ahora Brandel estaba locuaz y exuberante como una calle multitudinaria, pero todavía persistía algo que le preocupaba y no lograba aprehender qué era. Mientras tanto, la tarde cerraba el telón cotidiano, y antes de irse un par de ellos ayudaron a limpiar el salón y poner todos los desperdicios y botellas en el basurero del corredor. Entonces en sonrisa y agradecimiento, de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres; todos se fueron marchando.
Fue Amy, la pelirroja pecosa y de lentes de carey, gruesos y graciosos, la última en irse; quien con una voz fina y acaramelada, le dijo: « Estuvo fantástico, Profesor Brandel. Nunca pensé que usted era un genio. Nunca olvidaremos éste día». Y después de darle un abrazo, ella recogió sus libros y se marchó. Y Brandel repitió tres veces « Nunca olvidaremos éste día». Y esas palabras resonaron en su cabeza más demoledoras que todas las verdades del mundo. Y aquella voz cremosa de Amy la pecosa, perdurará para siempre en su memoria. Entonces, Brandel se acercó a la ventana, y desde ahí vio como Amy caminaba irredenta por el sendero riguroso y simétrico de baldosas, hasta desaparecer tras dar la vuelta al soñoliento muro de piedras cubierto de yedra que separaba el campus de la festiva calle. Por fin solo, el profesor Brandel antes de irse del salón cerró las ventanas; y luego se fue a sentar a su silla Y ahí, por un rato permaneció en completo silencio. Y después de levantarse, dio una última mirada al salón. Y vio al gran reloj circular, el de la mirada eterna. Y le dijo: «Adiós mi fiel y viejo amigo, ya no volveremos a vernos, por lo menos no en este salón. Gracias por tu tiempo.»
Entonces, se dirigió a la puerta y apagó las luces. Pero en lo más recóndito de su ser aún había algo que le preocupaba y que no lograba recordar qué era. Por un instante, él estuvo a punto de recordarlo: lo tenía en la mera punta del techo de la memoria. No se precipitó, y nuevamente caminó como siempre caminaba por aquel pasillo; cuando de súbito; casi instintivamente, comenzó a tararear una canción, que a medida que la tarareaba había anunciado su absoluta presencia. Era una vieja balada que había olvidado por completo, y que siempre le había fascinado. Y su rostro se iluminó, porque era una música que solo él conocía, que nadie más había escuchado, y que por fin la había recordado. Su mente se pobló de bienaventuradas imágenes. Y pensó en todo lo que significaba aquella música cuya invasión súbita lo estremecía. Y que venía desde la ensoñación de una mirada abnegada, de una mano cálida y de la voz de la mujer que lo arrullo antes de que él tuviera un rostro. Sonrió, estaba feliz. Había recuperado una imagen del mundo, había encontrado una pizca de la verdad, había recobrado un átomo de su alma. Algo tembloroso y revelador que había estado sepultado por millones de palabras, por los mil añicos borrosos de la memoria, por las cuatrocientas imágenes huérfanas que se multiplicaban infinitamente; y que sigilosamente se reproducían enmascaradas por el millón de rostros del tiempo. Y aquel recuerdo que siempre se había resistido a emerger, irrumpía como un conquistador redentor que tocaba la canción de una puerta inmemorial, hogareña e inmediata.
I am ready, se dijo entusiastamente Brandel, casi como alguien que se apresta a correr una carrera de 100 metros en menos de diez segundos, la carrera definitiva, el sprint final. Y mientras tanto, seguía caminando por el largo pasillo, cada vez más largo y más largo y más largo. Alejándose por aquel camino que cada vez era menos un pasillo y más un túnel. Y que parecía perseguirlo, pero que en realidad era él quien lo perseguía. Era él quien marchaba invicto, y continuaba caminando; cada vez más seguro, más imperturbable y más feliz. Siempre hacia adelante, siempre guiado por la música de su alma, y que avanzaba por aquel túnel que a cada paso se abría más; y que a cada instante, se volvía más transparente. Pero cuyo final —tan familiar, tan nítido y tan iluminado—, era como el subway de Boston.
Créditos
Fuente: Del libro Cuentos profanos, © Plaza de las palabras
Ilustración
El reloj,dibujo por Plaza de las palabras