Libio, mediodía en punto, ve sobre la cuneta un cuerpo boca arriba, tirado en las afueras del restaurante chino. Camina, lo rodea. No hay mirones ni tampoco ha llegado la Poli. El vendedor de chicles, pelo y bigote cano, lentes de plástico enormes, está a dos metros, cubierto del sol por el alero del restaurante. ¿Ladrón?, pregunta Libio. Por supuesto, dice el chiclero, uno menos… gracias a Dios, agrega. Tendrá unos veinte el muerto, cuando mucho; el pelo rapado a los lados, un arete diminuto en la oreja izquierda y, sobre el hombro desnudo, tatuada en gris se adivina la cabeza de un jaguar. ¿Quién los manda, verdad?, eso les pasa por andar de zánganos, murmura el viejo. Libio vuelve a preguntar, acomodándose las gafas de sol, ¿por qué no hay gente alrededor?, el otro se apresura a contestar: ¡No señor, ya nos curtimos!, hoy un malnacido, ayer una señora que se las tira de valiente, de vez en cuando un policía baleado… Ya nos da igual.
En la cuneta, se ha
encharcado la sangre. Arremolinada sobre el cadáver, zumba una nube de moscas
verdes. La gente ignora el bulto y sigue su camino. Es un día más agitado que
de costumbre, pagan el aguinaldo. Con megáfonos y grandes carteles, las tiendas
anuncian descuentos. No hay tiempo que perder, es tiempo de arrebato. ¿Lo
conoce usted?, increpa Libio de nuevo. No, ni idea, primera vez que lo veo;
seguro es un pandillero del Zanjón.
Aparece la patrulla.
Una Volkswagen que se cae a pedazos. A paso lerdo, se apean dos azulitos. Uno
es alto, tostado, no puede ocultar el fastidio, se bambolea embutido en un
pantalón digno de otro cuerpo. El otro, bajo, regordete y de pelo liso, parece
más dulzón. Se acercan al cuerpo. Llegaron cuando se les antoja, dice el
chiclero a Libio. El oficial alto, oído aguzado, cazó el comentario, lo mira,
empurrando la cara, señala con el dedo y amenaza cuidadito con lo que dice, más
respeto, si supiera qué día el de hoy, desde la madrugada, de arriba a abajo
por todo el distrito. Luego se queja del sueldo, escupe, y vuelve a mirar al
chiclero, así que mejor cállese la boca. El otro sospecha algo, se inclina y
toca el pulso del muchacho. ¡Todavía está vivo!, llamá una ambulancia, le grita
al compañero.
¿Cómo fue la cosa?,
pregunta el bajito al chiclero. Yo no vi nada. Pero sí fue en sus narices, cómo
va a decir que no vio nada. No se enoje señor oficial… El pícaro, navaja en
mano le birló la cartera al cristiano que salía del banco; el hombre ni se
resistió, mansito se la dio; ¡ah!, pero sólo esperó a que el bandido huyera y…
comienza a perseguirlo; acortó distancia, sacó la pistola y ¡pum!, zampó el
cuetazo. Y el hombre que disparó, ¿usted lo había visto antes?, dígame la
verdad. Se lo juro que no, ni idea, el fulano siguió su camino como si nada.
Libio termina de
comprar golosinas al viejo y se aleja unos metros para sentarse en las bancas
donde se la pasan los lustrabotas. Con pasta neutral, le dice al bolero, que
acaba de tragarse el último bocado de un taco de pollo. El muchacho, sin prisa,
se limpia la boca con el envés de la mano. Saca la franela y la pasta. A la
par, dos señores en camiseta, con chapas de refresco sobre un tablero de
madera, juegan una partida de damas. El policía tostado continúa apuntando en
su libreta. El encargado de turno del restaurante sale para reclamar a la
policía por qué no se han llevado al muerto, que le están espantando la
clientela. No se inmuta cuando el oficial le dice que el joven todavía está
vivo. Que se lo lleven ya, por favor.
Los botines, como
nuevos; el polvo de las calles adherido al cuero cede a la fruición de franelas
y cepillos. El bolero, palmea la cajita para que Libio cambie de pie. Baja la
mirada y aprueba el trabajo del jovencito de gorra roja. Con el garbo de un caballero,
piensa darle propina. Uno de los policías se acerca a las bancas de los
lustrabotas para pesquisar. Pero nadie suelta hilo, dicen que no vieron nada,
que el disparo se oyó de repente. Después, el azulito cruza la calle y comienza
a preguntarle al guardia que cuida el banco. Escopeta al ristre, el vigilante,
cejas tupidas y ojitos achinados, niega meneando la cabeza. Con el dedo índice,
traza en el aire un cuadrado, demarcando el territorio a su cargo. Se dan la
mano, a lo mejor se conocen. De mala gana, el policía cierra el cuaderno y va a
reunirse con su compañero, que sigue platicando con el chiclero.
Llega la ambulancia.
Dos muchachas se bajan, saludan a los policías. Se agachan con sus aparatos. La
más joven de las socorristas se encoge de hombros, mientras se rasca la nariz.
Ahora solo queda esperar a los de medicina forense.
De los transeúntes que
pasan, una mujer en harapos se acerca, descalza y con llagas en las piernas.
Comienza a insultar a policías y cruzrojistas, peor aún, blandiendo un estropajo
de sombrilla amaga sopapearlos a punta de varillazos. ¡Mi hijo, mi hijo!, ¡ay,
por qué me lo mataron!, ¡asesinos, asesinos!, ¡solo con los pelados se meten!,
grita. El chiclero dice que no le hagan caso, es la vieja Crescencia, una
loquita que no se mete con nadie, que sólo es el susto. Se carcajean,
relajados, y ven como la mujer se aleja, da unos pasos más y comienza a reírse
hasta reventar; inclina la cabeza hacia arriba y mira el cielo, la hora del
cenit; deja de reír, se persigna, sigue caminando hasta perderse en el final de
la calle. Alguien bosteza, otro recuerda que es la hora del almuerzo.
Distraídas, un par de palomas picotean migajas en la acera de enfrente. Y
mientras esperan a los forenses, una de las jóvenes extiende una sábana sobre el
difunto.
En el cielo, nubes
altas y delgadas se mueven con pereza. Los alisios se hacen esperar. En las
tiendas de calles aledañas, las cajas registradoras redoblan facturación. Dos
por uno es el estribillo que mejor engancha. Pero cautela, todos saben que el
peligro acecha. Se aferran a sus bolsas y carteras, no vaya a ser que un
espectro de los bajos fondos pille sus gangas.
Libio paga el lustre,
propina incluida. Buen trabajo, muchacho. De nada, señor, vuelva cuando quiera.
Se retira, erguido. Ve todavía el cuerpo en el suelo, ahora cubierto con la
sabana. Pobre muchacho, dice, aunque un relámpago descubre en su interior un
pensamiento paralelo: menos mal que no soy yo, menos mal...
A la semana siguiente,
en su ir y venir por la ciudad, Libio vuelve a merodear la esquina de los
limpiabotas. Jadea, lleva cuando menos dos horas gastando suela. La brisa de
los macuelizos le devuelve de a poco el aliento. Se deja caer en la banca y,
oyendo el ulular distante de alguna sirena policial, pone el pie en la caja.
Agachado, el mismo muchacho de la semana pasada. ¿Siempre con neutral?,
pregunta. Libio asiente con la cabeza. Rechaza el periódico que le alcanza el
muchacho; apenas distingue en la portada el abrazo de futbolistas celebrando
algún campeonato, pero no le interesa. Se afloja la corbata y destraba el
último botón de la camisa, saca un pañuelo de la bolsa del pantalón y se limpia
la cara. Alarga la mirada y observa el puesto del chiclero y, casi al lado, la
afable sonrisa del encargado del restaurante que anuncia el combo del día.
Libio, hinchado de nuevo por el reluciente marrón de los botines, dobla la
propina y se levanta de la banca, con ganas de comprar un dulce de coco.
Saluda al vendedor. De
primas a primeras el viejo no lo reconoce. ¡Ajá!, y en qué quedó la muerte del
marero, pregunta Libio. ¿Qué dice?...
Ah, es usted, ¿cómo me le va?, pues vea, al rato se lo llevaron, y le
apuesto el almuerzo a que ni siquiera saben quién lo palmó.
Oiga joven, ahí me
disculpa, pero usted pintaba raro ese día... Me figuré que era detective. ¡No!,
se sorprende Libio por la insinuación, pasaba por casualidad. ¿A qué se dedica
pues?, es que verlo con ese maletincito. Ah, esto…, sonríe, soy vendedor de
libros, por catálogo. Como acusado de un delito que urgiera refutar, abre el
maletín malva y le enseña, en multicolor, los pliegos satinados de las
colecciones. Toma la cajeta de coco de la chiclera y paga con un billete de
cincuenta pesos. No, no tengo vuelto, se enfada el anciano.
El vendedor de libros
compra también una goma de mascar para que el chiclero decida sacar un fajo de
billetes de la bolsa del pantalón. Se lame el dedo antes de desdoblar el bulto
y dispensar el cambio. ¡Conque vendedor de libros!... Me cae usted simpático,
sabe, yo también tengo un hijo que los vendía. ¿Vendía?, a lo mejor no le
entendió al trámite. Qué sé yo, la verdad es que le iba demasiado mal, por
suerte halló chamba de botones en el hotel que está al fondo de la otra cuadra,
lo mira… el que tiene treinta y pico banderas en la entrada. Sí, he pasado
muchas veces por ahí, supongo que en otra época tuvo prestigio. ¡Bah!, no creo;
y a propósito, ¿ha visto qué mujeronas se pasean por allí después de las
siete?, colgadas del brazo de los gringos… Ya oyera usted las historias que
cuenta mi hijo. Me imagino. Pero bien, volviendo a lo del jueves, escúcheme
bien, jovencito, voy a contarle, eso sí, por favor no vaya a andar de lengua
suelta, le puede costar caro.
A ver, recuerda usted
que el cliente del banco salió corriendo, hecho un diablo, y al tener al ladrón
de cerca le apuntó con la pistola. Sí, me acuerdo, usted se lo dijo al policía.
Pues bien, el hombre sacó la treintaidós y
como a unos tres metros le puso la bala, supongo que no tiraba a matar, quién
sabe, pero el caso es que el ladrón se resbaló, justo cuando el hombre jaló del
gatillo. ¿Lo agarró entonces en el suelo?, ¡qué cobarde!, me lo suponía. ¡No,
hombre!, escuche, cuando se cayó el ratero, si es que me parece estarlo viendo
en cámara lenta, la bala caló al vago ése que venía atrás, ¿y el ladrón?,
preguntará usted, pues ni se le vio la coleada, huyó con la billetera,
aprovechando el molote. ¿Entonces?, error de cálculo. ¡Sí!, cabal… el pelón no
tenía vela en este entierro. ¡Por Dios!, ¿por qué no le dijo la verdad a los
azulitos?, hizo mal callándose. ¿Para meterme en líos?, no joven, suficientes
tengo ya. ¿Y quién era entonces el finado?, ¿acaso andaba de compinche con el
ladrón?, supongo. ¡No!, andaba solo, yo lo había visto un par de veces, un
drogo trapo viejo; a lo mejor, si robaba, peinaba en otra zona, qué sé yo… Pero
la pinta de bandido no se la quitaba nadie, por eso digo ¡Uno menos!
¡Uno menos!, uno menos,
repite Libio con pesadez, como si resolviese un problema aritmético. Asegura el
maletín, deja de mascar el chicle; suspira, con la vista en el hotel al final
de la otra cuadra, el de las treinta y pico banderas en la entrada. Tiembla. De
botones no, murmura para sí. Se despide del viejo. Quizás la próxima semana no
tendrá cómo dar propina al lustrabotas y, de seguro, en la siguiente ni
siquiera ajustará la lustrada. Para infundirse ánimos advierte de nuevo el
magnífico brillo en sus botines, como corresponde a un caballero. Su cabeza no
puede entender cómo alguien pueda malgastar plata comprando libros, aun así,
conjetura, barajando sus cartas, si por fin, después de tres semanas, podrá
vender un juego de enciclopedias.
Fuente: Libro de cuentos Ariana y la burbuja, 2014