2983 palabras
El sueño de Valverde
Palabras
convencionales que delatan
una
trama sencilla,
pero que progresivamente toman
una
careta insospechada.
Es
como jalar una correa creyendo
que
lo que va asomar
es un simpático bichon maltes,
y lo
que aparece es un
imperativo
tiranosaurio incoloro.
Para comenzar no había un principio claro y definido. Todo tan fuera de
las manos, todo tan borroso, todo tan
perfecto y circunstancial. La
cabeza se le revolvía con la fuerza de
un torbellino de figuras. Si bajaba o subía las escaleras no tenía la más
mínima importancia. Podría haber sido
como el salto inesperado de una rana,
nada cambiaría si saltaba de un lado al otro del charco. Después de la
matemática consumación, que importancia tendría una minuciosa inspección o un
detallado informe. Sobre todas las
impecables teorías y las calibradas especulaciones: yacía sobre las gradas de mármol, un cuerpo
que hasta hace unos minutos despuntaba en vigor. La cosa era para jalarse de
los pelos. A veces parecía que todo era
una opera cómica, como si una estatua de sal se hubiese desprendido de
su pedestal, y soberanamente
irrumpiese bajo la aromática luz
de una luna de queso gruyer y aceitunas.
I
Para Santiago
todo empezó cuando el señor Valverde lo llamó por teléfono a la medianoche. Él decidió levantarse, pensó
que era Isabela, algún problema de Isabela en Madrid. Solo ayer él estuvo
dejándola en la estación del tren, se despidió de ella con una sonrisa generosa
y un beso dulce en su mejilla
nacarada. Y ella le dio su adiós
lanzándole su inconfundible mirada enigmática. Pensó que la llamada obedecía a
esos arranques imprevistos de Isabela;
ya la imaginaba asegurándose si la
calefacción estaba en su punto, o si había dejado suficiente alpiste para los
canarios. Todo era posible con Isabela, siempre entre las imprevisibles
puntadas y las audaces corazonadas. Un
abanico de acertijos, ¿a qué no adivinas?, decía ella con una leve sonrisa editada en su rostro. Simplemente así era
ella: luna lunareja, verdes ojos verdes
y lindos labios de boquita dibujada. Pero en definitiva no era Isabela la que
llamaba; sino el señor Valverde, su vecino de enfrente y
recién mudado. El mismo que todas las mañanas solía salir
puntualmente, siempre de trajes grises, siempre perfecto ejecutivo bancario de
corbatas sobrias. Y siempre rodeándolo victoriosamente un olor a lavanda. Ese
mismo Valverde, que al teléfono con voz
agitada, lo había llamado a
medianoche.
—Soy Valverde…, su vecino de enfrente. —dijo
con voz entrecortada—. Necesito que venga, algo pasa….
— ¿El señor Valverde, mi vecino de enfrente? —preguntó
Santiago con cierta sorpresa en su tono.
— Sí, soy Valverde, su vecino de enfrente… —repitió
Valverde con indudable ansiedad en su voz.
—¿Cuál es el problema? —volvió a preguntar
titubeante Santiago, pero al otro lado del aparato ya no había voz.
II
Al principio Santiago quiso colgar el teléfono y casi lo cuelga, si no lo hubiese dominado ese deseo casi
fáustico de contestar un teléfono a medianoche, deseo que lo arrastró
lejanamente, casi como sí otra mano
poderosa que no era la suya se encumbrara desde a saber dónde. Y sin más y más, se vistió, si eso se puede
llamar vestir, y mientras lo hacía atisbó por la ventana, y comprobó que
había luz en la
casa del señor Valverde. Lo primero que pensó es que apenas lo conocía. Por lo que concluyó
que no tenía por qué ir; aunque recordó
que las pocas veces que lo había encontrado se había mostrado muy afable con él. Por lo que sin esa
manía de demorar las cosas, salió resuelto rumbo a la casa de su vecino.
A esas horas de la noche se respiraba una exquisita tranquilidad rupestre, y
el aire fresco desencadenaba una
inmutable serenidad prehistórica. Y
cruzó la calle bajo la luz redonda de las farolas, la verja estaba abierta, caminó por el
sendero adoquinado del pequeño jardín, y
subió las gradas al zaguán alumbrado. La puerta
estaba ligeramente abierta, la empujó con ese respeto con que uno abre
suavemente una puerta cuando no es la propia. El señor Valverde lo esperaba y
lo pasó de inmediato adentro, y luego, lo llevó a un saloncito sobre el que caía una pálida luz. Y ahí le
indico un sillón, ambos se sentaron uno frente al otro.
III
El señor Valverde no se
anduvo con preámbulos y rodeos, fue inmediato, y comenzó su discurso noctámbulo:
— Seré franco y directo Santiago, gracias por venir—dijo Valverde—,
sé que no es usual llamar alguien a medianoche. Disculpé que lo haya molestado,
ha ocurrido algo extraño, no soy muy dado a ensoñaciones, ni alucinaciones. He
tenido un sueño de lo más raro. No sé cómo explicárselo, siempre he tenido
aversión a este tipo de cosas. No sé qué pensar....tuve un sueño de estrellas.
—Sí, —contestó Santiago casi mecánicamente y todavía
con rezagos de sueño.
Valverde lo volvió a reiterar tajantemente, esta vez sin vacilaciones:
—Tuve un
sueño de estrellas. Sí, es como si las estrellas le cayeran a uno. Lo dijo con
tal convicción que Santiago comenzó a preocuparse. Mientras que Valverde
continuó:En disciplinado orden, las estrellas, de una en una, de dos en dos, de tres en
tres; repentinamente todas, implacables
y amenazadoras. Uno las ve fijamente, y
son un bosque en movimiento y
empiezan a venirse directo sobre uno.
—Si —dijo Santiago que seguía atónito y bostezo.
Valverde prosiguió hablando y casi como disculpándose le aseguró
a Santiago que no conocía nada sobre las
estrellas, ni de astrología, ni siquiera
acostumbraba ver las estrellas antes de dormirse.
— Para mí una estrella es solo una estrella. —dijo Valverde—. Luego continúo hablando. Soy un
hombre práctico, y para nada me gustan las cosas que no están sustentadas en
hechos reales. Aborrezcolas fantasías
y las cosas raras.Al decir las últimas palabras pareció vacilar, guardó
silencio por unos instantes, y Santiago se quedó con la impresión de que
Valverde iba a decir algo más que no dijo. Su talante cambio y parecía un
hombre preocupado por algún recuerdo atroz. No obstante, pronto, volvió a tomar el hilo, y siguió explicando
categóricamente: La cosa era tan real que me desperté al instante. Casi por instinto encendí
la lamparilla de la mesa; y después de salir del cuarto prendí
las luces que iluminan las escaleras, las bajé con cautela, hice un rápido recorrido por la planta baja; y desde la ventana de la sala, eché un
vistazo hacia afuera. Y seguidamente salí al zaguán y deje encendida la luz.
Volví adentro, subí al cuarto pensando que todo era una tontería, sin saber a qué hora y cómo me quedé dormido.
Y ahí volvió a comenzar todo.
Después de haber dicho eso volvió a callar. Y Santiago no interrumpió su silencio. Al poco rato Valverde reanudó su relato: Una negrura sin luna cubrió la cuadratura del horizonte, y luego, volvieron aparecer resplandecientes las estrellas: de una en una, de dos en dos, de tres en tres, y el horizonte se llenó de estrellas. La impresión fue tan intensa que volví a despertarme, esta vez con un ligero escalofrío. Decidí llamar a alguien pero ¿a quién llamar? Pensé que sería insensato telefonear a la policía por un sueño de estrellas. Lo recordé a usted, el único vecino que me había visitado cuando me mudé a ésta casa y que me había dejado su tarjeta de presentación.
IV
Santiago no le respondió de inmediato porque no
sabía que decirle, para él aquel asunto era una novedad, solo comparable a las
ocurrencias de Isabela. A toro pasado, Santiago, le aconsejo a Valverde, no sin cierta
indecisión que los sueños son los sueños, y que no hay que tomárselos tan en serio.
Sin embargo, Valverde no parecía ser la persona que espera comprensión, ni ese
parloteo que pide a gritos la anuencia a todas las cosas inexplicables. Fue en
ese intervalo, que por un momento Santiago estuvo a punto de levantarse e
irse, pero sin saber por qué cambio de
parecer, y pensó las palabras apropiadas
para tranquilizar al señor Valverde. Aunque aún se sentía tan
desconcertado como al inicio. Y las
palabras se le habían encabritado como una loca carrera de cometas desbocados.
En vano intento sonreír con ese tipo de
sonrisa que basta para decirlo todo. Y
curiosamente, entre estrellas y sueños, volvió a pensar en Isabela y sus
revelaciones siempre ocurrentes e inverosímiles. Sabía que a Isabela le encantaría semejante
historia. Ya le parecía estar escuchando sus exclamaciones, la imaginaba
resuelta y feliz lanzando incursiones a cada
gesto y a cada palabra de Valverde. Pensó cuánto disfrutaría Isabela con
las historias del señor Valverde, y hasta llegó a pensar que al regreso de
Isabela, no sería mala idea presentárselo. Mientras tanto Valverde que no le
quitaba la vista de encima, estaba ansioso de encontrar en Santiago unas
palabras que aliviaran, su tormento. Así que
Santiago pensó tomarse el asunto
por el lado flaco, e instalarse con
comodidad en una salida elegante. Y lo hizo a medias, le dijo a Valverde: “Ha
de ser una pesadilla, a veces sucede”.
El señor Valverde tampoco pareció darse por
aludido con lo de la pesadilla. Y Santiago creyó, por los movimientos de manos de Valverde, que éste esperaba algo más o que aquel creía que había
algo más. Y que Valverde no era de los tipos que se calmaría con un simple
enunciado del problema, sino solo con una acertada justificación de los
hechos. Pero Santiago sabía que no le
podía responder, porque aquello estaba más allá de su comprensión. Entonces fue el señor Valverde quien pasó a tomar al toro por los cuernos,
le preguntó a Santiago, si alguna vez había soñado exclusivamente con
estrellas. Santiago pareció vacilar, pero pronto volvió a conquistarlo el
semblante de quien nunca ha soñado con estrellas ni cree en cábalas. Y le aclaró a Valverde no saber mucho de
sueños y menos de estrellas. Y después
pasó a explicarle que no era tan frecuente soñar con estrellas, y que
uno a veces se sueña recorriendo una antigua casa que a todas
luces sabe que no conoce, o se sueña caminando por una calle que se alarga
mientras las fachadas ondulantes neciamente lo persiguen. Sin embargo, lo de
las estrellas parecía otra cosa. Valverde lo escuchó asintiendo cada afirmación
de Santiago, sin pronunciar ni una sola palabra. Hasta que Valverde sorpresivamente,
le dijo: “¿Y en lunas?”, Santiago pareció reaccionar con la pregunta, y le vino
a la mente, la Isabela de sus primeras citas, a
quien un día le había dicho: “Sabes Isabela, eres muy alunada y siempre
lunarosa”. Y recordó que a Isabela le
había encantado aquella frase. Pero eso había sido hace mucho tiempo, y aquello había sido otra cosa. Al fin y al
cabo, no tenía por qué estar recordando
a Isabela en casa de un desconocido.
Entonces Santiago asumió otra postura, y solo
se limitó a decir que no sabía nada de lunas.
— Si —le respondió Valverde—, pensé que había un parentesco entre las estrellas y la luna.
Santiago fingió no sorprenderse con esa
afirmación, pero prefirió no comentarla porque las cosas podrían tomar otro
giro. Para ese entonces a Santiago ya se le
había acabado su repertorio de sueños, lunas y órbitas celestes, y solo pensaba que era inaudito estar a
medianoche con un hombre con el que
apenas había cruzado palabras, conversando de estrellas y lunas. Al fin,
empuñando una salida cabal, término
exponiéndole, como teoría verbal:
— Simple, así son los sueños, uno nunca sabe si
sueña con estrellas narigudas olfateando la luna, o con paquidermos a dieta
reposando despreocupados en alguna playa mediterránea.
Después de aquella frase, entre lo espacial y lo turístico, la conversación sobrevivo entre frases puntuales y un tácito entendimiento. Y al puñetazo del tiempo, el propio señor Valverde, ya con el ánimo recobrado y sereno, fue quien le aseguro a Santiago que todo se debía al exceso de trabajo. La despedida fue breve, y Santiago se marchó a su casa flanqueado, entre unas ganas rotundas de volver a dormirse y una persistente extrañeza que aún no lograba descifrar.
V
Para Santiago todo volvió a esa normalidad de
reloj que con disimulo encubre el orden inmutable y secreto del universo. Uno se
duerme, o cree dormirse, pero intempestivamente se despierta porque lo golpea en la cara el descarado frío que entraba por la
ventana abierta. Se levanta de la cama y cierra la ventana. De golpe, lo vuelve a sorprender el timbre
del teléfono. Ya ante el teléfono, por
un instante duda en levantarlo, pero
creyendo que esta vez sí podría ser
Isabela que lo llamaba de
Madrid. Lo levanta; pero no era Isabela,
era de nuevo el mismísimo señor Valverde
quien lo volvía a llamar, esta vez más agitado, e insistiéndole que
urgentemente viniera. Santiago se arrepintió de haber contestado la llamada;
sin embargo le dijo a Valverde que se
calmara y le aseguró que pronto estaría allí. Aunque aquello le pareció que ya
era un juego de locos. Quiso llevarle a Valverde unas pastillas para dormir, y
las rebuscó en el tocador de Isabela,
sin poder hallarlas; entonces alcanzó
algo para abrigarse del frío, y se puso
la bata nueva que sorpresivamente
Isabela le había regalado antes
de irse a Madrid. Y mientras se la ponía
se imaginó a Isabela caminando glamorosa e irreverente por la Gran Vía, y atrapando una red de
miradas en la Plaza del Sol. Y todavía
pensaba en Isabela cuando a media escalera se detuvo bruscamente al
percatarse de los nítidos estampados de
la bata. Incrédulo, la repaso de arriba
abajo; y casi sintió la presencia de
Isabela como si ella hubiese estado
a su lado murmurándole misteriosas
palabras al oído.
VI
Y mientras tanto, Valverde cansado y frenético de esperar a Santiago, se asomó a la ventana,
y al ver las luces encendidas de
la casa de su vecino; decidió ir a su casa en lugar de seguir esperándolo.
Después de cruzar estoicamente la calle,
lo sorprendió la sombra veloz de un veloz gato; y ya en el jardín, a un extremo distinguió los contornos difusos de los tilos
que rompían en filigranas la guarnición
del horizonte; y sobre ellos
redonda se alzaba la concluyente luna. Ya frente a la puerta, no tocó porque la puerta estaba
ligeramente abierta y él solo le dio un leve empujón, como quien empuja el
aire, y al pie de las gradas halló tirado un cuerpo cercado de puro silencio.
Aún conmovido no tuvo ni la mínima duda de que era Santiago, y que estaba tan
muerto como la misma muerte. Valverde aturdido y sin saber qué
hacer, casi por instinto, levantó su voz preguntando si había alguien más en
casa. Sin llegar a oír respuesta ni el más mínimo ruido. Entonces estuvo a
punto de salir y llamar a los vecinos, pero pronto desistió de eso. Por qué cómo
explicar su presencia en una casa que no era suya, con un muerto que prácticamente no conocía y en medio un sueño
de estrellas. Así que Valverde no hizo lo de rigor. Él no llamó a nadie ni abandonó la casa. Pensó que todo era un fatal accidente;
simplemente Santiago se cayó en las escaleras algo que a veces pasa. Sin
embargo, se imaginó los cansinos
interrogatorios de la policía, una legión de especialistas que entraban y
salían. Mientras, que anonadado pensaba que aquello no era con él. Y si la función terminase feliz
y con un final saludable, él se podría
despedir y decir “esto no es conmigo”. Pero no era así, Valverde estaba incómodo
y presentía que todo aquello lo arrastraría irremediablemente a un profundo hoyo negro.
VII
Todavía en la casa de Santiago, pero menos
impresionable y más repuesto, Valverde pensó en todo lo que sabía, que no era
mucho. Por lo que decidió acercarse más al pie de la escalera donde yacía
tendido Santiago: inerte y enfundado
en una primorosa bata azul marino. Esta vez lo observó con mayor
detenimiento y distinguió que en la bata en letras bordadas, a la altura del
pecho izquierdo, se leía: “De Isabela con Amor”. Al leerla Valverde se quedó
atónito, quiso largarse de inmediato, sin poder hacerlo. Ocurría algo que no
terminaba de explicarse, y que ahora lo
detenía. Ahora confuso, carente de voluntad y apabullado, por fin se
sentó en la comodidad de un sofá frente a la ventana. Y pensó
si ese nombre Isabela, bordado en la bata de Santiago sería la misma exótica mujer de pelo rojizo que un mes
atrás, en un bar de solteros le había recomendado la casa a la que se mudó. Y
que con una mirada voluptuosa le había dicho “Soy Isabela, siempre Isabela,
sabes cariño, los astros te sonríen”. Valverde impresionado por aquella
encantadora mujer, regresó
repetidas veces al mismo bar, sin
volverla a encontrar. Pero sabía bien
que desde entonces la imagen turbulenta y seductora de aquella mujer había venido pisándole los talones como si fuese su sombra, sin poder librarse
de ella. Pero pensó que lo prioritario era considerar todas las posibles
implicaciones. ¿Cómo explicar lo ocurrido?, se preguntaba afanoso Valverde; mientras volvía a ver a Santiago que
como una estatua yacente con los ojos levemente entornados, denunciaba
el mutismo de una piedra. Y que mientras
más lo veía, más lo doblegaba una profunda somnolencia. Él
quería irse, luchaba por sobreponerse, pero una fuerza irresistible lo
dominaba. Por unos instantes se quedó
pensativo como un forastero; y ya a punto de que el sueño lo envolviera, sacó
un último residuo de voluntad, hasta
llegar a un estado mental en que ya nada le importo: solo volver a
recordar con placer los seductores ojos
verdes de Isabela; su mirada avasalladora, sus provocativos labios turquesa, su
voluptuoso cuerpo pródigo, sus manos
ensortijadas siempre habitadas de frenéticos encantos. Y al fin, Valverde exhausto, gozoso y ya casi petrificado; por primera vez, la vio venir,
cara a cara .Y la visión era
terrible y concluyente.
Créditos
De La Orientacion de la mirada y de Cuentos profanos © 2007 Mario A. Membreño Cedillo.
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