«plaza deas palabras en su sección orbis & urbispresenta elensayo punto de »inflexión: el
plaza de las palabras en su sección
orbis & urbis presenta el ensayo
punto de »inflexión: el desafío de
subordinar la economía a la reproducción de la vida de álvaro
calix. el autor es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en
el cuento y en la poesía. actualmente reside con su familia en ecuador y
trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo. el autor esta vez nos presenta un fino análisis
y muy esclarecedor sobre de la actual globalización económica y sus
consecuencias en el planeta. dice Álvaro Calix
«más allá de los intereses y conflictos en el tablero
mundial, el principal rasgo de las tensiones del capitalismo del siglo xxi es
que la base de sustentación de la economía y de las sociedades humanas muestra
riesgos alarmantes. el planeta no puede soportar la pretensión de crecimiento y
acumulación ilimitada. el cambio climático, la destrucción de la biodiversidad
son dos de los principales límites ambientales transgredidos, y ambos se
comportan en forma sinérgica para desatar otros problemas que perjudican al
mundo entero, en especial a los grupos más carenciados. »
2812 palabras
Punto
de inflexión: El desafío de subordinar la economía a la reproducción de la vida
Álvaro Calix
Pueden identificarse dos rasgos esenciales
en el paradigma que sustenta al capitalismo financierizado global. Por un lado, la acumulación incesante
de riqueza en favor de una minoría y, por el otro, la aceleración de los
procesos y ritmos de vida sometidos por el régimen económico. Es evidente la abultada
acumulación de capitales, de conocimiento e información estratégica y, en
general, del conjunto de activos más valorados por el sistema capitalista. Esta
acumulación está concentrada en pocas manos, y responde al inviable afán de
crecimiento ilimitado en un planeta con recursos finitos. Para que este acaparamiento
tenga lugar, se recurre a una división internacional del trabajo basada en la
desposesión y alienación del grueso de la población. En complemento, el
rentismo y la especulación se han convertido en una diada estratégica para
generar el enriquecimiento del statu quo
tanto en el norte como en el sur global.
Es también indiscutible la
aceleración de los ritmos del metabolismo social. Esto se expresa en la celeridad del tiempo
cotidiano, en la pronta obsolescencia de bienes, servicios y personas y, sobre
todo, en la aceleración de los flujos de comunicación y conectividad. La
gravitación de estos factores ha conformado un sistema complejo que, a falta de
frenos y contrapesos, acelera también la
depredación ambiental en proporciones nunca vistas. Por supuesto, la
complejidad de las sociedades comporta cambios e interacciones que son
inherentes y deseables a la condición humana, por lo que no sería sensato evocar
la inmovilidad de las estructuras sociales. El problema está en quiénes y con
qué propósitos gestionan la intensidad y dirección de los cambios estratégicos.
Si la aceleración
multidimensional que vivimos hoy riñe con el disfrute de una vida plena y emancipada,
conviene ponerla en tela de juicio y cuestionar sus móviles. Además de provocar
desigualdades inexcusables en una época en la que es posible producir bienes y
servicios para cubrir las necesidades básicas de toda la población, el problema
de fondo es que las fuerzas motrices del sistema capitalista nos conducen al
precipicio, al poner en riesgo los hábitats que sustentan las diversas formas
de vida. El ritmo actual de extracción, de utilización de materiales y de uso de
energía es insostenible. Tampoco hay que perder de vista las enormes brechas en
los niveles de consumo, así como el derroche de los estratos más ricos. Ya en
2018 se estimaba que se requerían 1.7 planetas tierra para satisfacer
la demanda actual de recursos. Detrás de
este promedio se solapan grandes contrastes, los países más industrializados
demandan recursos que multiplican por tres su biocapacidad. Si todo el mundo
consumiera como ellos se requerirían tres planetas para mantener ese tren de
vida. Al ser insostenible que toda la población consuma al ritmo de los
estratos más ricos y que, tampoco, se puede condenar a los grupos más pobres a
un subconsumo que linda con la miseria, urge una mejor distribución de los
frutos del progreso humano, pero, ante todo, es necesario replantear la
concepción de bienestar que subyace en el imaginario del desarrollo.
La vida y la ciencia están cada
vez más atadas a los designios del capital. Esta afirmación no pretende avalar
una oposición ciega hacia los innegables avances en la ciencia y la tecnología.
A lo largo de los siglos, la inventiva humana ha logrado superar grandes problemas
civilizatorios; no obstante, conviene interpelar los determinantes de este
vértigo que hoy parece imponerse y naturalizarse sin mayor resistencia. El
discurso hegemónico machaca hasta el cansancio que el mundo debe de estar en
permanente innovación, aunque esa
obsesión por lo “nuevo” responda más al afán de lucro y de poder que a la
solución de problemas cruciales de nuestro tiempo. A la vez tacha de “arcaicos”
a los grupos sociales que se resisten a la deshumanización, al frenesí de los
ritmos de vida y a la desmedida aprehensión por atesorar bienes materiales. Desde
esta perspectiva, el capitalismo, como régimen de producción y como modo de
organización social, es solo un resultante de un paradigma mucho más amplio que
está a la base del tipo de modernidad que se ha impuesto en el imaginario
occidental. Ciertamente, solo un
despertar masivo, un salto cualitativo
de la conciencia individual y colectiva podrá revertir la destrucción de la
diversidad biológica y cultural del planeta.
Estamos ante un punto de
inflexión dentro de los llamados ciclos largos del capitalismo. Nos aproximamos
quizás al fin del “largo siglo XX histórico”. El capitalismo sufrió crisis
cíclicas desde el siglo XIX hasta la fecha, y en cada episodio, entre los que
sobresale la Depresión Prolongada de
1873, la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2008, las fuerzas del
sistema han logrado salir adelante resolviendo de forma transitoria las
contradicciones. Pero a la larga lo que ha hecho el régimen de producción
capitalista es profundizar sus tensiones, al punto que su sobrevivencia va a
contrapelo de la reproducción de la vida digna y de los soportes ecosistémicos.
La actual crisis capitalista no
surge por generación espontánea. Es la reacción en cadena de múltiples eventos,
decisiones y acciones que han puesto en el centro la reproducción del capital
antes que la reproducción de la vida. Respecto a la dinámica del capitalismo financierizado, un hito decisivo lo
encontramos a principios de los años 70, con la desvinculación del dólar
respecto al patrón oro, decretado de modo unilateral por los Estados Unidos
para “resolver” las tensiones de su régimen de acumulación, en mucho agravado
por el endeudamiento al que condujo su empresa bélica en Vietnam. El abrupto desanclaje del patrón oro debilitó en buena medida
la esencia de los acuerdos de Bretton Woods. Esto le permitió a EUA, de la mano
del acuerdo logrado con Arabia Saudita para atar la comercialización de
petróleo al dólar, una tecla estratégica para multiplicar y expandir urbi et orbi la divisa del dólar sin la
obligación de contar con respaldo en oro. La decisión impactaría fuertemente el
funcionamiento del sistema mundo: un espejismo de afluencia de dinero que
exacerbó las contradicciones propias del sistema capitalista. Se inaugura una
época en la que las tasas de ganancia de la llamada economía real tienden a
estancarse en los países más industrializados. Para contrarrestar esa tendencia,
el capitalismo recurrió en los años siguientes a la ampliación de mercados a
escala global, a la contención de los salarios reales y a la automatización.
Los tres factores han servido como salvavidas temporales para mantener a flote
el régimen de producción.
El siguiente disparador de la
crisis aparece a inicios de los años ochenta, con las desregulaciones financieras impulsadas por los
gobiernos de Reagan y Thatcher, en EEUU e Inglaterra, respectivamente. Tales
medidas facilitaron la movilidad de los capitales, pero a la larga favorecieron
la especulación, ya que el dinero actuaba cada vez más en forma autoreferenciada
para (auto)reproducirse en los mercados
de capital. Años después, en 1999, con
la derogación de la Ley Glass Steagall se consumaría en EUA -con
impactos a nivel mundial- el rompimiento de los límites entre la actividad
formal bancaria y las operaciones de riesgo. Dicha ley había sido promulgada en
1933 durante la presidencia de F. D. Roosevelt, en plena época del New Deal,
para evitar condiciones como la que dieron lugar al crash financiero de
1929.
De manera que la expansión del
riesgo y el aumento sin freno de la deuda en nuestros días no son fortuitos, son
los efectos del desenlace que ha tenido el dinero fiat.
Además, la especulación financiera se sincroniza con la tendencia a concentrar el
comercio mundial en un puñado de corporaciones, que mantienen nexos con los principales
centros financieros para acceder con privilegios exorbitados a los beneficios de
la flexibilización cuantitativa y la baja de las tasas de interés. La inminente
explosión de la burbuja del dinero fiat es una amenaza para la estabilidad
global. Es por eso que en medio de la pandemia, organismos como el Foro
Económico Mundial y el Fondo Monetario Internacional han propuesto para 2021 un
“gran
reseteo mundial”. El objetivo es actualizar los Acuerdos de Bretton
Woods, aquellos que habían dado sustento al ciclo económico que está por
concluir. Si no se da una amplia participación democrática en una propuesta de
esa magnitud, aumenta la probabilidad de que se impongan como siempre los
intereses del statu quo global, con lo que las medidas ayudarían a
destrabar, temporalmente, los procesos de acumulación sin alterar las
estructuras inequitativas y tendencialmente especulativas de la economía en
boga.
Por otra parte, las tensiones
geoeconómicas de la crisis en curso no suponen la disputa entre proyectos
alternativos al capitalismo. Lo que vemos es un duelo entre algunas de sus
variantes por la tutela de la globalización. Las tensiones entre núcleos
geográficos son más complejas de lo que a
priori parecen, van más allá del forcejeo entre dos o tres países. En realidad,
existen profundas interacciones entre el capital financiero y productivo en
cada región del planeta, por lo que la diferencia entre países y regiones radica
en los roles que desempeñan dentro del modo de acumulación. Por esta razón,
reducir la pugna entre EEUU y China a una mera disputa entre proyectos
nacionales sería un artificio que dejaría de lado matices más complejos. En
efecto, hay que escudriñar los hilos y tentáculos del capital financiero
global. Los conflictos interregionales o interestatales por una mejor posición en
el tinglado sistémico son, en el fondo, conflictos subordinados a la primera
línea de intereses del statu quo global.
Está claro que de cualquier
manera hay una disputa por la zona territorial núcleo del capitalismo, visible en
las tensiones por el desplazamiento del eje principal desde EUA. y Europa
Occidental hacia Eurasia. Con el propósito de mantener las tasas de ganancia en
la economía real, el capital corporativo transnacional buscó la expansión de
los centros de producción y consumo, aunque eso significase deslocalización de
empresas y pérdida de empleos estables para amplias capas de trabajadores en varios
de los países occidentales ricos. La compensación que supone recibir ahora
productos industriales a bajo costo elaborados en las periferias, no compensa
para esas poblaciones los impactos negativos en la cantidad y calidad del
empleo. Estos efectos se observan con espacial énfasis en EUA y en mucho
explican el efecto Trump que llevó a este personaje a la presidencia
durante el periodo 2017-2020. Cabe remarcar que la mayor deslocalización y
fragmentación de los procesos productivos, paradójicamente, va de la mano con
una mayor concentración del capital en unos cuantos grupos corporativos que
controlan los principales eslabones de las cadenas globales de valor.
Los países y regiones, según sus
capacidades, buscan acomodarse para atraer inversiones, insertarse en las
cadenas globales de valor y preservar o alcanzar privilegios estratégicos dentro
del orden económico internacional. Al respecto conviene subrayar que en nuestro
tiempo el capital, en varias facetas, está desterritorializado. Por tal razón
no es exagerado decir que la soberanía es un atributo que parece corresponder
cada vez más al capital que a los propios Estados. En consecuencia, se observan
Estados muy dóciles respecto a las exigencias del capital transnacional, al tiempo
que se muestran fuertes para reprimir y aplicar las políticas que favorecen a
las corporaciones globalizadas.
De cualquier manera, son los
países del Sur los que suelen sacar la peor parte en los cursos de acción que
toman las pugnas capitalistas, puesto que siguen siendo vistos como fuente de
materias primas, concesiones fiscales
más que generosas y, no menos importante, como reservas de fuerza laboral
abundante y barata. Esto no impide afirmar que existe un pequeño grupo de
países periféricos y semiperféricos que han aprovechado mejor su rango de
maniobra para escalar dentro de las cadenas globales de valor. Pero, no pasan
de ser excepciones. En términos generales, un proyecto alternativo para los
países del sur global tendrá que provenir de sus propias entrañas y de una robusta
acción conjunta. Sería ingenuo pensar que, las tensiones geoeconómicas que hoy
vemos, suponen un proceso de liberación y cambio del papel de los países más
subordinados en la división internacional del trabajo.
Más allá de los intereses y
conflictos en el tablero mundial, el principal rasgo de las tensiones del
capitalismo del siglo XXI es que la base de sustentación de la economía y de
las sociedades humanas muestra riesgos alarmantes. El planeta no puede soportar
la pretensión de crecimiento y acumulación ilimitada. El cambio climático, la
destrucción de la biodiversidad son dos de los principales límites ambientales
transgredidos, y ambos se comportan en forma sinérgica para desatar otros
problemas que perjudican al mundo entero, en especial a los grupos más
carenciados.
Entre los desafíos para emprender caminos
alternativos destaca la necesidad de un nuevo orden económico que revierta la
financierización y la concentración excesiva de la riqueza. El gran capital
buscó en la sofisticación de los mercados financieros una vía rápida para
acrecentar sus ganancias. Los contrastes entre las alzas de los mercados
bursátiles y el comportamiento de la economía productiva son el reflejo de esta
situación anómala. La financierización de la economía y la captura corporativa
atentan contra la creación suficiente de empleos dignos, y agudizan las brechas
de inequidad. Debido a lo insostenibles que resultan las burbujas especulativas, los gobiernos de los países más poderosos
recurren cada vez más a la emisión monetaria sin respaldo y a la creciente toma
de deuda a fin de mantener a flote la ficción de una bonanza económica. La
expansión cuantitativa y la deuda con tasas de interés cercanas a cero parece
una salida atractiva y fácil, pero si se vuelven cuasi permanentes se tornan en
un espejismo que soslaya las secuelas de este fenómeno en el tiempo. A la
postre se están promoviendo condiciones para crisis recurrentes. Los
privilegios desbordados de los principales bancos centrales del mundo solo
empeoran la situación y provocan una competencia desleal entre las políticas
monetarias de los países más ricos y el resto. Algunas regiones, como América
Latina, reciben beneficios espurios de las dinámicas del sistema financiero, en
cambio quedan muy expuestas a los efectos de la sobre liquidez y la
especulación que es inherente al dinero ficticio. Este fenómeno, según el
momento del ciclo, incide sobre el
comportamiento de las inversiones, el sobrecalentamiento de la economía, las
fluctuaciones cambiarias, la extranjerización de los activos, la súbita salida
de capitales, y el encarecimiento de la deuda externa.
Respecto
a las consideraciones sobre la multiplicación ficticia del dinero, en todo caso
hay que
escapar de la trampa de tener que decidirse entre el apoyo a la emisión
exponencial del dinero sin respaldo (que termina favoreciendo a los más ricos)
o una rígida austeridad monetaria-fiscal (que mutila las oportunidades de
generar bienes públicos universales). Es una polarización engañosa, ya que es
factible diseñar otras políticas que combinen la solidez macroeconómica, el
emprendimiento y la capacidad distributiva.
Por estas razones se requiere una nueva
institucionalidad monetaria y financiera, democráticamente construida, para
enfrentar los sesgos y excesos de la actual.
Finalmente,
frente a la crisis global multidimensional no se puede anhelar un retorno a la
vieja normalidad. Este debería ser el momento para una movilización a escala
global que plante cara a la manera en cómo se están tomando las decisiones que
afectan a la población. Se tiene que ir
más allá de
la mera gestión de la emergencia y, al mismo tiempo, evitar los saltos al
vacío. Se tiene que promover un cambio por diseño en lugar de uno que surja por
la reacción espontánea a los efectos de una catástrofe. Los caminos al futuro
deberían al menos respetar cuatro principios innegociables: el bienestar
inclusivo, la autonomía individual, la solidaridad y la sustentabilidad de la
biosfera. De cara al futuro no vale más fetichizar al mercado o al Estado; se
requieren más bien pactos y equilibrios dinámicos que optimicen en cada momento
la contribución de estas esferas. Es preciso pensar la emergencia en curso como
la punta del iceberg de una crisis
planetaria. Esto marca la necesidad de un punto de inflexión. Los cambios
deseables y viables suponen enfrentar una serie de dilemas cuya atención
amerita una comprensión y propuestas transdisciplinarias. A partir de acuerdos
globales básicos, cada sociedad debería gozar de una relativa autonomía para
tomar las decisiones que más convengan, en tanto no menoscaben los derechos de
sus integrantes ni del resto de naciones y grupos sociales.
Además de pactos ecosociales en
los territorios locales y en el plano nacional, se requiere una gobernanza
global que sustituya la imposición del capital corporativo, y que aliente la
cooperación en lugar del “sálvese quien pueda”. Por último, desde esta
perspectiva no hay que temer a los avances de la ciencia y la tecnología; sin
embargo, se precisan reglas e incentivos para que estén al servicio del interés
general y de la protección ambiental, al tiempo que se revaloricen los
conocimientos de los pueblos y se facilite el diálogo entre saberes.