Plaza de las palabras presenta el cuento
Susana de Álvaro Cálix, incluido en su
libro La plaza de los poetas (2006).
Álvaro Calix, es un académico y
escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. Actualmente
reside con su familia en Ecuador y trabaja como investigador social y analista
de políticas de desarrollo. Susana
es el segundo de tres cuentos que
volveremos a publicar del autor. Cuento narrado desde la tercera persona y que
presenta el tema de la ausencia por un amor perdido, que luego remite a una
escena circunstancial en que el amor aparece sorpréndentemete como una posibilidad
de recuperación. Final abierto sin
ninguna explicación y que se puede interpretar de muchas maneras. El mismo
autor en el trascurso de la narracion nos adelanta una mirada: «mundos
paralelos que de pronto convergían y luego se separaban para volver luego a
juntarse.»
1478 palabras
Susana
Se distraía viendo las movedizas
formas de las nubes, de repente escuchó
una voz que le pareció familiar.
—¡Hola!... ya días no lo miraba por
aquí.
No se volteó de inmediato, prefirió
replicar en su mente el timbre de aquella voz que le traía tantos recuerdos.
Ella no insistió. Tal vez, él no tenía la certeza de que alguien le había
hablado. Con desgano, se dio vuelta. Los chillantes colores del atuendo de la
mujer lo sobresaltaron. La enorme nariz roja y el desproporcionado mechón rubio
terminaron asustándolo.
—Disculpe, estaba distraído —dijo
Juan, tratando de ocultar la impresión.
Pero enseguida recordó que junto a
la plaza había un centro de animación de eventos, en el que los fines de semana hay payasos que hacen turno para ir a
cubrir cumpleaños infantiles.
—Más bien, perdóneme usted. No quise
molestarlo —dijo ella—. Es que lo vi tan decaído. Pensé que, quizá… necesitaba
platicar con alguien.
—Gracias —contestó, apenado—. ¿Me conoce usted? He creído escuchar que… ¿Ha
dicho usted que hace tiempo no me miraba?
—Sí... sé quién es usted
—respondió—. Varias veces lo miré acompañado de una dama. Por cierto,
acostumbraban sentarse en esta misma banca. ¿Supongo que era su novia?
Mientras la escuchaba, notaba de
nuevo el parecido con la voz de Susana.
—Es cierto. Veníamos algunos fines
de semana.
—¿Hoy no pudo acompañarlo ella?
—No, no pudo.
—Bueno, no molesto más. Me voy. Que
mejore su ánimo.
—No, no se vaya por favor. Disculpe.
En realidad, me haría bien hablar con alguien—replicó, dibujando a medias una
sonrisa—. A propósito, me llamo Juan, ¿y usted?
—Mi nombre no importa. Ahora sólo
soy una payasita.
—Está bien... como quiera.
Ella se sentó en el espacio vacío de
la banca. Sin percatarse, conversaron casi dos horas. Los minutos se bifurcaban
en laberintos impensables, mundos paralelos que de pronto convergían y luego se
separaban para volver luego a juntarse. Al principio la plática era un flujo
intermitente de palabras, se limitaba a preguntas cortas, acompañadas de
respuestas esquivas. Más tarde, él fue entrando en confianza. Quería desatar lo
que se había callado durante meses. Hasta ahora aparte de su abuela, nadie se
había mostrado dispuesto a escucharle.
La plaza se iba quedando sola. Los
vendedores de algodón de azúcar y los de raspados de hielo comenzaban a guardar
sus carritos. Los zorzales, buliiciosos, invadían las copas de las jacarandas.
En algún momento, Juan no pudo callarse y le contó lo de Susana.
—¿ Hace cuánto sucedió?- preguntó
ella.
—Seis meses… Hoy se cumpen
exactamente seis meses.
—Si le va a ayudar a sentirse
mejor... cuénteme cómo pasó.
—Veníamos de visitar a su madre, no
eran más de las nueve… de la noche —comenzó a relatarle, miraba hacia las
baldosas para no tener que verla de frente—. De repente ella se cayó. Pensé que
había sido un mareo. Al agacharme, para intentar hacerla volver en sí, miré
sangre que salía de su cabeza. En la calle casi no había gente a esa hora, y la
iluminación no era muy buena que se diga.
—¿Pidió usted ayuda?
—Grité, tan fuerte como me fue
posible. La gente seguía su camino como si nada. Por fin un taxista se detuvo y
se bajó para ver qué ocurría. La llevamos a la sala de emergencias del Hospital
Escuela. Después de un rato, uno de los médicos de turno dijo que ya no se
podía hacer nada. La mató una bala perdida.
Ella guardó silencio, no parecía
contagiarse con la angustia de aquel hombre, como si asumiese que la muerte no
fuese en sí una tragedia, sino la salida, ineludible, de un laberinto atestado
de íconos y espejos alucinantes, que nos distraen del transitorio paso de las
horas. Aun así, algo en su expresión mostraba que lo comprendía, quizas de una
manera lejana, pero en sus ojos brillaba una chispa, como una esperanza tenue.
Juan ya no podía detener las lágrimas y se le quebró la voz.
—Disculpe... —reaccionó él—. No
tengo por qué contarle esto. La estoy haciendo perder su tiempo.
—De ninguna manera... Recuerdo que
me gustaba verlos sentaditos aquí. Eran parte del paisaje.
Pronto oscurecería; el sol, cayéndose,
pintaba de bermellón el contorno de un banco de nubes. Siguieron hablando hasta
que ella advirtió que era hora de irse.
Él insistió en acompañarla, al menos hasta la estación de buses. La
mujer se rehusó. Juan preguntó si podían volver a encontrarse. Ella dijo que
sí, el próximo domingo, allí mismo a las cuatro de la tarde.
Durante la semana, Juan pensó a
menudo en aquel inesperado encuentro. Quiso darle una sorpresa. Decidió
visitarla el sábado en la casa de payasos.
Unos arbustos de Ficus sombreaban
la acera y unos limonarios adornaban la malla ciclón que protegía el patio de
la vivienda. Unas caras de payasos estaban pintadas en la pared frontal. Tocó
el timbre, casi de inmediato el pasador eléctrico se abrió y pudo pasar sin
demora. Una muchacha le recibió desde un pequeño escritorio situado a unos
metros de la entrada.
—Buenas tardes, ¿qué desea? —dijo la
adolescente, sin prestarle mayor atención.
Juan observó a varios payasos en el
pasillo, sentados en una banca, de seguro esperando ser llamados para atender
alguna fiesta. Los recorrió con la vista, pero no reconoció en ninguno las
fachas de su amiga.
—Buenos días… —dijo, titubeante.
—¿Tiene algún evento?... —preguntó
con apuro la recepcionista— Revise este catálogo, aquí puede ver si le interesa
algo. Ahí están los precios también.
Él
tomó el papel e intentó leerlo a grandes trazos, dándose tiempo para animarse a
preguntar.
—En realidad, busco a alguien. A una
de las payasitas que trabajan aquí, pero... no conozco su nombre.
Ella se quedó viéndolo con
incredulidad, mientras acomodaba una pilada de
papeles en una carpeta.
—Creo que se equivocó de lugar. Aquí
no trabajan mujeres. Los doce payasos son hombres.
—¿Está segura? La semana pasada
estuve platicando con una mujer vestida de payaso… allá en la plaza de
enfrente.
—Pues, le repito que aquí no
trabajan mujeres-payasos —afirmó, cortante. Luego de una pausa añadió—: Aunque,
mire... podría ser que alguien se vaya allá para conseguir clientes directos… ¿Me entiende
usted?
Juan trató de recordar su encuentro
con la mujer y se convenció de que nunca
mencionó que trabajara en esa empresa.
—Disculpe… señorita. Me equivoqué. A
lo mejor trabaja en otro lugar, o… es “independiente”, como usted insinua.
—No hay problema. Pero dígame… para
estar enterada... ¿cómo era ella?
Él explicó que no le había visto la cara. Pero
le describió a la recepcionista los detalles de la vestimenta y otras señas que
pudo recordar, como la altura, más bien alta, quizás muy delgada y el timbre
aflautado de la voz.
—¡Caramba!, podría ser una
casualidad. En realidad, si tuvimos una mujer trabajando con nosotros, y por lo
que me dice, se parece a la descripción que usted da. Lo único es que ella
tiene más de seis meses de haber renunciado.
—¿Y me podría usted decir su nombre?
—¡Susana!, se llamaba Susana.
—¿Susana?
—Sí. Ese era su nombre.
La tarde del domingo era soleada y
los caminos de la plaza estaban tapizados por las flores de los napoleones y
las jacarandas. Eran las cuatro de la tarde. Juan miraba a cada minuto el
reloj, y de rato en rato se levantaba de la banca para ir a rodear la manzana,
y anticipar así la llegada de la mujer. Sudaba copiosamente y el corazón
parecía salírsele de la camisa. Se
reprochó por verse tan pronto implicado en aprietos. La vida puede
ensañarse macabramente con los que sufren alguna pena de amor. Volvió otra vez
a la banca y se sentó en el espacio de siempre, dejando libre el sitio en el
que Susana prefería sentarse. Juan se sentía como un tonto, estaba exagerando
las consecuencias de un encuentro casual. Cuando ya pasaba media hora de las
cuatro, decidió no esperar más. Pensó que yendo al cine se le pasaría el mal
momento. Había un cinema apenas a unas cuadras, podría irse a pie. Por si
acaso, dispuso dar una última vuelta. Al pasar cerca de los columpios, vio a un
par de niños meciéndose, acompañados de alguien enfundado en un traje de
payaso. Se acercó por detrás y pudo observarlos a los tres, sin que ellos lo
viesen aún.
—¿Susana? —gritó.
Los niños siguieron columpiándose.
Ella volteó la cabeza, y sin mucha sorpresa contestó:
—Juan...
Creditos
Cueto de libro Plaza de los
Poetas (2006). © Alvaro Calix
Ilustracion
Dibujo por Plaza de las palabras