Saetas de junio un cuento por Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras

 




Plaza de las palabras presenta el cuento Saetas de junio de Álvaro Cálix,  incluido en su libro La plaza de los poetas (2006). Álvaro Calix, es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. Actualmente reside con su familia en Ecuador y trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo. Saetas de junio es  el primero de tres cuentos que volveremos a publicar del autor.

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El cuento seleccionado es Saetas de Junio, narrado en primera persona por un estudiante de la carrera de leyes que al final no se graduó porque abandonó los estudios a medio camino, pero que asiste a la graduación y va recordando a sus compañeros, entre ellos una compañera muerta, de nombre Hipatia que dice: « “El derecho”,(…) “oscila entre pulir la chapa del caballero o afilar la espada de Themis… De nosotros depende…”, decía Hipatia.»

 Un retrato hablado de una realidad en que el narrador testigo, del cual nunca sabemos su nombre, se aleja y se acerca  de la escena. Se va y abandona la carrera de leyes, pero luego vuelve para ver a sus ex compañeros recibir el titulo. Pero solo los ve. Casi como si tuviese una cámara y jugase con  el zoom  acercándose a la escena pero también alejándose.  

Cuento narrado con desenfado y un lenguaje diáfano y bien calibrado, con intromisiones acertadas de giros coloquiales, que retrata no solo el carácter de los estudiantes sino que ilustran el habla cotidiana para describir la  parcela de una   realidad muy usual y conocida, condensada en los personajes descritos.  Relato que hasta cierto punto también evidencia la banalidad de las cosas, y con un cierto eco del Eclesiastés o El predicador.


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Las saetas son flechas  o lanzas, tiene un carácter simbólico ya que puedes  ser buena o malas. En sentido bíblico son las saetas de Dios que pueden ser bendiciones, pero también la furia de Dios. El cuento presenta a lo ex compañeros del narrador como saetas cada quien elegirá si será una  saeta de salvación o una de destrucción. Así cada persona es una saeta, ya sea para el bien o para el mal. El narrador testigo solo presenta un catalogo de personajes, pero no se compromete. Actúa más como una voz de narrador que como un personaje. El relato no concluye con un  final moralista, todo queda en el aire como una saeta, que nadie sabe si dará en el blanco. El narrador-testigo con sus binoculares ve todo a la distancia, él también es una saeta.


                                                                  Saetas de junio  

Me cuesta sacarme las cobijas, ya lo sé; por eso es que tuve cuidado de acostarme más temprano que de costumbre, tenía que llegar a tiempo. ¡Vaya que me costó!, que lo diga mi madre, que para despertarme estuvo a punto de chorrearme la paila de agua. Por supuesto que no le conté adónde iba ni, mucho menos, le solté cuál era ese “asunto urgente” que exigía “madrugar”. Valga decir que eran quince kilómetros los que tenía que andar para llegar a la cita, una cita con la historia, puede decirse con propiedad. Con la camisa empapada de sudor -nada a tono con las formalidades académicas-, tras algo más de una hora de faena, llegué, como dije, a tiempo.

Encadené la bici a uno de los barrotes de la barda perimetral, saqué el bote de agua y fui a buscar el sitio más conveniente para sentarme. Se suponía que iban a iniciar a las siete y media, justo la hora que marcaba mi reloj cuando arribé al Campus. “Para variar”, no comenzarían a la hora en punto. La mañana aún era fresca, aunque los pronosticadores dijeron que iría calentando hasta merodear los treinta grados.

Poco a poco la gente iba colmando el local, entre poses y movimientos precipitados en busca de los mejores puestos; lo cual, desde mi leal saber y entender es una decisión de suyo relativa, sobre todo cuando de bancas de cemento se trata. Pero quién no conoce a los humanos y sus afanes por marcar territorio. Enseguida fueron llegando mis compañeros, a los que, para hacer tiempo, intenté repasar uno a uno.

Como es costumbre, desde ya asomaban los camarógrafos para acomodar tomas desde la parte alta del escenario o en los patios con grama del edificio. El ambiente empezaba a teñirse con el ropaje negro de la ocasión. Ya la multitud quería que el acto iniciase y, justo es decirlo, no dudo que muchos desearan también que acabase pronto. No diría lo mismo de algunas madres (sin venir al caso, no pude evitar pensar en la mía)  cuyos ojos brillaban, ubicuos, succionando de los segundos la eternidad.

A las ocho y minutos el Coro rompió el murmullo de la gente. Con épicos arrestos entonaban el himno nacional. Un aire solemne dominaba mientras se oía el cántico, como si las notas descendiesen del cielo. Con el pecho henchido, algunos sentíamos -supongo que no solo a mí me ocurría- la presencia de un halo que por momentos nos libraba de los bajos pensamientos. Sí, pero lo bueno es siempre breve, al concluir la intervención del Coro, el bullicio volvió a la carga como un agitado avispero.

Decenas de señoras fueron sacando sus sombrías, fulminadas por el sol que acaba de librarse de un banco de nubes. El maestro de ceremonias siguió con el programa. Me pregunto si se darán cuenta –los maestros de ceremonia- cómo impostan la voz para hacerla más grave, a mí me da un poquito de risa, pero sé que a la mayoría así le gusta. Que hablen como quieran.  Al pasar los minutos, en algún momento casi no le prestaba atención al programa, a hurtadillas me fui por un rato a cuando el profesor de Derecho Romano nos decía: “Hoy ingresan a esta Facultad... donde no faltarán escollos, mas para los de vocación genuina, serán apenas los primeros trazos en la senda de un jurista”. Palabras muy inspiradas, qué duda cabe. ¡Ah, pero cuánto se esconde detrás de un decálogo y una Constitución!

Ahí comencé a conocer estos compañeros que habitan el recuerdo de mis años de estudiante, años de idilio, cuando con ingenuidad creíamos que el saber se resumía en un discurso inspirado, en la teoría de Kelsen balbuceada por algún catedrático o, simplemente, en la euforia de un examen aprobado. Los suspiros de aquel tiempo tenían la enjundia de quien nada teme, nada debe; acorazados por la hidalguía, templados por la sangre caliente que nos arroja al cauce de los sueños. Sin embargo, entre día y noche, se fueron moldeando nuestras siluetas; mudando la piel que nos tornara en tal o cual clase de adultos, presionados por esa voz entre las sombras, esa que nos pedía camuflarnos con el traje gatopardo de la fiesta.

Me pongo a observar a Martínez, el de bigote recortado, en la segunda fila, si uno comienza a contar desde la parte baja del anfiteatro. De los más avispados. Yo diría que su interés está en la política más que en el derecho. Hijo de un encumbrado dirigente de uno de los partidos que malgobiernan el país. Muchacho en sus cabales... cuando de amigos se trata. Lo veo con una firme carrera por delante; estudioso de la sicología de masas, hábil para colarse en las tarimas. A cada quien lo suyo, Martínez tiene casta para zambullirse en esas aguas. Sin embargo, huelga decir, debe ser cauteloso, pues no a pocos se les hace agua la boca por comerse el mandado en ese reino de banderas y pancartas. Y a cualquier precio. Muchas anécdotas inolvidables con Martínez, cualquier cantidad de buenos momentos.  Excepto, cuando tocaba hablar de política.

Allí esta Marcelo, nadie discute su vocación: “¡Se equivocó de carrera!, nació para ser poeta”, él que se defiende: “No dejo de serlo por ser abogado”. Marcelo, el joven bardo, que si le daban orilla, retocaba en fina prosa hasta el más destemplado discurso. Siempre un libro bajo el brazo, pero eran todos libros de poesía, de unos autores que estaban de seguro metidos en el último estante de la biblioteca. Una mañana me dijo que tenía algo para mí, era una hoja de papel en tono mate con un poema de un tal W. B. Yeats. Marcelo lo había escrito a mano con pluma fuente, el poema se llama Navegando hacia Bizancio, me dijo que era la mejor traducción que se podía conseguir por aquí, lo mandé a enmarcar y lo colgué en mi cuarto. Puede ser que no terminé nunca de entender el poema pero igual lo tomé como un regalo especial. A Marcelo lo conocí desde la clase de Filosofía, hablaba poco, no lo miraba a uno de frente. Sí, era esquivo y creo que lo que no decía… lo escribía. A pesar de eso, ¡cuánto gancho al plexo cuando se animaba! Con él… poco que contar, aunque no olvido su detalle con el poema. Marcelo era, o al menos eso era para mí, una sombra que vagaba por los pasillos de la Facultad, siempre observando, como si grabase cada detalle, momentos que los demás suelen ignorar.

Armando es el de lentes oscuros, en la misma fila de Marcelo, siempre bien rasurado, la piel alba y ese aire enjuto. Fue de los mejores alumnos; siempre tan concentrado, tan puntual para acertar con su afinado análisis jurídico. Desde antes de terminar las clases, una firma de abogados de buena aureola lo acogió como procurador. En sus ojos brillaban los códigos, y desde su figura arropada en saco y corbata, nada costaba vislumbrar a un prominente hombre de leyes. No me llevé mucho con él; prefería codearse con personas de otro olor; era inusual verlo en un círculo que no fuese el de las oficinas alfombradas, los autos elegantes y los regios portafolios. Muy serio el Armando; siempre tan leal, tan incapaz de decir algo en contra de lo establecido. No alcanzamos a ser amigos, lo confieso; prejuicios a lo mejor, pero nunca terminó de agradarme.

Unas filas más arriba, cerca del pasaje de gradas que conduce al escenario, allí vemos a María Luisa; se gradúa porque Dios es grande, o mejor dicho, porque ella tiene el don de saber mirar; me refiero ciertamente, a la temible capacidad que poseía para alcanzar a ver las respuestas en los exámenes de los compañeros. No importaba si estuviesen correctas o no, de cualquier modo les sacaba provecho. Se ve tan alegre, lista para sentir el orgullo de portar el título entre sus manos, en honor a tan descomunal esfuerzo.

Ya me fijé en Ramiro, el del pueblito del sur; le costó un mundo venirse a estudiar a la universidad, no porque él nos lo haya contado; lo hemos visto con nuestros ojos. Sin embargo, ahí fue saliendo adelante, a veces trabajando, a veces... a veces no sé cómo sobrevivió, que prestame diez, te los pago mañana, en efecto, los paga mañana, que prestame otros veinte para fin de mes, y ahí estaba a la semana siguiente sin deberte nada. Un par de zapatos le duraba un siglo, y eso que caminaba como un chucho, él mismo nos decía que de vez en cuando buscaba una zapatería del mercado y les hacía cambiar la suela. Varias veces me fui con él en el bus de la universidad al centro, nos comíamos una banana y una naranja y a soltar la lengua, a masticar palabras para arreglar el mundo. Una vez me dijo, en broma y en serio, que iba a poner su despacho en su pueblo, que ni loco se quedaba en la capital; por qué, le pregunté, entonces me quedó viendo con una sonrisita burlona y me dijo que le gustaba dormir la siesta. Nunca se quejaba, es una especie de hombre para climas áridos, podría vivir con el rocío de la madrugada, con eso le basta.  Insistente el muchacho, hoy más que nadie siente en el alma este momento.

Quisiéramos ver a Hipatia, simpatías aparte, la de los ojos claros. Pero eso no es posible. La noticia nos cayó como plomo. Quién iba a pensar que no se estaría graduando hoy; cómo haber imaginado que moriría tan joven. Hipatia, la que desafiaba con buen tino los dogmas con los que algunos profesores querían herrarnos. Mientras se coció nuestro tiempo de universidad, tómenme la palabra, nadie tuvo jamás su talante. “El derecho”, solía decir, “oscila entre pulir la chapa del caballero o afilar la espada de Themis… De nosotros depende…”, decía Hipatia.

En el día de sus funerales, qué pena, no asistió ningún compañero, con eso de que todos se confiaron a que el otro iría... ¡Bah!, todos tenían miedo a que la policía los asociase con ella, porque era indudable que la policía iba estar husmeando por ahí. Detesto las velas y los camposantos, y sé que está de más decirlo ahora, pero me arrepiento de no haber ido al suyo. No sé, a lo mejor exagero, aun así me atrevo a pensar que vidas como la de Hipatia son un espejismo, un trazo surreal que solo podría caber en el interior del Campus. Fuera de ahí, la realidad desgarra cualquier ideal. Ojalá estuviese equivocado. Tal vez no esté bien pensarlo, pero desafío a la vida para que me muestre lo contrario…

Es una digresión, lo sé, de seguro, ecos del espíritu de Hipatia, pero admito, sin rodeos, que la ausencia de rumbo ha perdido ya en mí su encanto; empero, ni se me cruza en la mente, ¡por Dios!, ponerme al cuello el lazo de este mercado que es la vida; debo seguir huyendo; mientras, quién sabe, encuentre una ruta que valga la pena.

Sin advertirlo, infalibles, han pasado los minutos, la graduación está a punto de terminar. Cada uno ha sido llamado para recibir su título, menos yo, por supuesto. Sin embargo, aquí estoy en las gradas de arriba del anfiteatro, observando la escena con un par de binoculares. Está de más quebrarme la cabeza en justificar los motivos por los cuales abandoné la carrera, aunque a leguas se ve que me faltó tomar los estudios en serio, lo cual no es fortuito, si se toma en cuenta, reitero, que nunca pude encontrar incentivos para someterme a la rutina. El cebo no me atrajo, preferí comer fuera del plato. Pero no se malentienda, mi condición no implica, en lo absoluto, que lleve prejuicio hacia los que lograron adaptarse… De ninguna manera. ¡Allá ellos!

Casi lo olvido, el peso en la mochila me lo ha hecho recordar.  Saco con cuidado el vetusto libro de Derecho Romano, pasta dura, verde y con el lomo pegado con cinta adhesiva.  Es el libro de Eugene Petit, edición de 1958, ni pensaba yo en nacer. Veo por última vez sus páginas amarillentas y deslizo con cuidado el tomo por debajo de mis piernas. Alguien lo encontrará y de seguro le dará un mejor uso que el que yo pueda depararle.

El calor sofoca, mucho más a los que llevan puesta la toga, pero aún resta el acto final, algo que si bien no está en el programa se ha vuelto parte de la tradición. Así, jubilosos, los titulados, se quitan los gorros para lanzarlos al aire, por encima de sus cabezas; no obstante, contra lo que debería esperarse, impulsados por un vendaval, los birretes, tal si fueran cometas, con las borlas amarillas a manera de colas, comienzan a elevarse más y más, sin que regresen ya a las testas vacías. Puedo observar la angustia de todos, menos la mía... claro está.

Créditos

Texto

Saetas de junio por  Álvaro Calix,  PLAZA DE LOS POETAS. © Álvaro Cálix (2006)

Ilustración

Plaza de las palabrras