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Dos
mundos
El autobús,
traqueteando, por fin llega al poblado. Desde la ventana veo que franqueamos el
pequeño puente de piedra y sus arcadas sobre el Río Negro. El abuelo se puso
grave al caerse de una de las ramas del Matasano. Quisiera llegar a tiempo; si
fallece antes, no me lo perdonaría.
Pido al conductor que
pare en el desvío de Las Marías. Tras
el chirrido de los frenos, advierto que nadie más se baja conmigo. La nube de
polvo me envuelve mientras cruzo la calle. Con el pañuelo trato de limpiar las
briznas de tierra, mezcladas con sudor, que me curten cara y cuello. Enseguida,
sin proponérmelo, se agolpan las imágenes de los eneros antes de mis quince,
cuando madre, durante las vacaciones venía a dejarme donde el abuelo. A mis
treinta y dos, al ver el letrero de la aldea, pierdo la noción del tiempo y
asumo este momento como un apéndice de aquellos días.
Siempre invariable al
final de cada enero la misma pregunta… y la misma respuesta del abuelo. ¿Por
qué no se viene a vivir con nosotros?, así nos contaría cuentos todas las
noches. El viejo hundía la mirada en mi cara, en una encrucijada que siempre
concluía con un no, Davidcito... ya querés que me muera de musepo. Entonces,
convenza a mamá para que nos vengamos a Las
Marías. Él titubeaba, pero de lejos tenía lista la respuesta, con voz baja
decía no, tampoco eso sería bueno.
Solo una vez fue a
visitarnos a la capital. Jacobo y yo cedimos el cuarto, dormíamos entretanto en
un par de colchonetas en la sala. Pero antes de cumplir la semana se volvió al
pueblo, sin avisar a nadie. Tiempo después entendí sus motivos: encerrado en
aquella cárcel-casa de la colonia, recortada como las otras cárceles-casa, el
asfalto en lugar de la gramilla, azorado por el continuo ir y venir de autos en
la calle, extrañado porque los vecinos apenas cruzaban palabra. El viejo se
sentía en cautiverio, y mejor se largó.
Por mi parte, nunca
hasta los quince dejé de ir durante las vacaciones, fuese o no mi hermano
Jacobo. Disfrutaba pisando la hojarasca del robledal, corriendo a campo
traviesa, saltando los terraplenes, tendiéndome boca arriba en la sabana del
campo de futbol. No salía del asombro cada vez que mi abuelo, con sólo escuchar
el gorjeo, adivinaba qué pájaro se posaba en la copa de un árbol, ya fuese un
alcaraván, un cenzontle o un carpintero. Pero sin duda, ¡vaya que sí me
acuerdo!, lo que más esperaba eran los días de pesca en la quebrada, aguas
arriba, entre los riscos, buscando las pozas zarcas en tardes iluminadas,
azules, que se estiraban entre los silencios que obliga la faena. Más tarde las
sardinas doradas en el fogón de la casa, con limón y tortilla. No podría
tampoco olvidar las cabalgatas en mula, cruzando las lomas detrás de la aldea,
luego avistar la planicie y sus plantíos de maíz y sorgo.
Cuando sea grande,
abuelito, vendré a vivir con usted. Él sonreía, sin conceder crédito a la
promesa, solo me mecía el flequillo del pelo. Nunca me vine a vivir aquí, ni
siquiera lo pensé en serio; aunque en el fondo, sospecho, jamás dejé de
desearlo. A modo de consuelo, yo creía que esa añoranza era la de un hombre que
sublimaba sus vacaciones infantiles, pues vivir en estos rincones sería
insufrible.
Por eso suponía que así
como él se regresó sin dar parte a nadie en la visita de aquel lejano 1983,
igual hubiese pasado conmigo, dos tres días respirando el aire fresco, pero al
tercero, sin tele, sin cable, y despojado de la maraña de artefactos de la
ciudad, saldría también huyendo. Pero a la vez, como un lamento desde el
subsuelo, sabía que la ciudad podía ser distinta a ese arrebato de compras, a
esa fábrica de miedos y estéticas deprimentes.
Los dos kilómetros y
pico que van desde el desvío a la aldea se me antojan tan eternos como
entrañables. A la orilla del camino, muestra la campiña tonos de una tarde a
medias soleada; algunas casas a la vista, con sus techos de teja, el corredor
infaltable y el horno abombado en el zaguán. Mis pulmones se llenan del soplo
fresco, trocando el asco de aire que respiro a diario. A cada paso, intuyo que
a lo mejor esta sea la última vez que ande por estos caminos; una vez muerto mi
abuelo escasearán los motivos para volver. Es por eso que bebo del paisaje
sorbo a sorbo, para que nunca se me olvide.
En los recodos, es como
si viese al abuelo en cada campesino, con su edad imperturbable, el sombrero de
junco, machete al cinto y botas de hule. Lo reconozco en el gesto para
limpiarse el sudor de la frente, en el saludo canturreado, en la fusión del
cuerpo con la tierra, como si hombre y mujer fuesen troncos andantes provistos
de ramas dóciles.
Hijo, no vayas a
sentirte mal si un día ya no querés venir a Las
Marías. Como golpeado por una piedra lanzada con resortera, yo respingaba.
¿Qué dice abuelo?, no diga eso. Él insistía: no vayas a sentirte mal; los
hombres vivimos en esta misma pelotita que es la tierra pero, verás cuando te
crezcan bigotes, hay muchos mundos… y no es fácil cruzar de uno a otro.
Tres casas se divisan
al bajar la pendiente. La vegetación se vuelve escasa y ahí donde el pasto
cede, el lomo de la tierra va dejando ver las formaciones de laja. Una de las
tres casas es la de mi abuelo, la más pequeña, acorralada entre las otras dos.
Falto de ejercicio, jadeo como si hubiese andado dos leguas. Respiro hondo, con
doble propósito, recuperar el aliento y prepararme para lo peor. Un tropel de
perros flacos comienza a ladrar, como rutina, sin tomarme en serio. A un grito
mío, levantando la vara que llevo en mano, salen espantados. Puedo avanzar
hasta el portal. Veo las bocanadas de humo de la chimenea enturbiando el nítido
aire de la tarde. Destrabo la estaca del ojal de alambre; al fondo, una grulla
de niños, de seguro sobrinos, corretea una cabra. Olfateo -o es traición de los
sentidos- aromas de café de palo y tortilla tostada en el comal. De la casa de
adobe, sale una señora flaquísima; se para en el corredor. Duda al verme.
Camino hasta ella. Es mi tía Francisca, la de las grandes trenzas, su cara
delata el desvelo de más de una noche.
¡David, qué bueno que
viniste!, dice, y veo que le brota una lágrima. La abrazo, no tarda en
deshacerse en llanto. ¿Y el abuelo?, pregunto. Ella suspira, viendo al cielo,
un cielo que pronto se cundirá de estrellas. Con su vocecita de niña grande
dice: es un roble, no para de preguntar por vos… Tiene cuerda para veinte años.
Creditos
Cuento Dos mundos Ariana y la burbuja 2014 © Alvaro Calix
Dibujo Plaza de las palabras