Dos mundos un cuento por Álvaro Calix. Post Plaza de las palabras

 




 Plaza de las palabras presenta el cuento Dos mundos  de Álvaro Cálix,  incluido en su segundo libro de cuentos Ariana y la burbuja (2014). Álvaro Cálix, es un académico y escritor hondureño que ha incursionado en el cuento y en la poesía. Actualmente reside con su familia en Ecuador y trabaja como investigador social y analista de políticas de desarrollo. Dos mundos es el tercero de los cuentos que hemos vuelto a  publicar del autor. Cuento narrado desde la primera persona y que presenta el tema de esa contradicción y encontronazo que se da entre el mundo urbano y el mundo rural,  pero que también más íntimamente se da entre el mundo  anidado en la memoria y ese mundo más inmediato que representa la prisa por la vida de las ciudades modernas. Como dice uno de los personajes del cuento  «Hay muchos mundos… y no es fácil cruzar de uno a otro.»



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Dos mundos


El autobús, traqueteando, por fin llega al poblado. Desde la ventana veo que franqueamos el pequeño puente de piedra y sus arcadas sobre el Río Negro. El abuelo se puso grave al caerse de una de las ramas del Matasano. Quisiera llegar a tiempo; si fallece antes, no me lo perdonaría.

Pido al conductor que pare en el desvío de Las Marías. Tras el chirrido de los frenos, advierto que nadie más se baja conmigo. La nube de polvo me envuelve mientras cruzo la calle. Con el pañuelo trato de limpiar las briznas de tierra, mezcladas con sudor, que me curten cara y cuello. Enseguida, sin proponérmelo, se agolpan las imágenes de los eneros antes de mis quince, cuando madre, durante las vacaciones venía a dejarme donde el abuelo. A mis treinta y dos, al ver el letrero de la aldea, pierdo la noción del tiempo y asumo este momento como un apéndice de aquellos días.

Siempre invariable al final de cada enero la misma pregunta… y la misma respuesta del abuelo. ¿Por qué no se viene a vivir con nosotros?, así nos contaría cuentos todas las noches. El viejo hundía la mirada en mi cara, en una encrucijada que siempre concluía con un no, Davidcito... ya querés que me muera de musepo. Entonces, convenza a mamá para que nos vengamos a Las Marías. Él titubeaba, pero de lejos tenía lista la respuesta, con voz baja decía no, tampoco eso sería bueno.

Solo una vez fue a visitarnos a la capital. Jacobo y yo cedimos el cuarto, dormíamos entretanto en un par de colchonetas en la sala. Pero antes de cumplir la semana se volvió al pueblo, sin avisar a nadie. Tiempo después entendí sus motivos: encerrado en aquella cárcel-casa de la colonia, recortada como las otras cárceles-casa, el asfalto en lugar de la gramilla, azorado por el continuo ir y venir de autos en la calle, extrañado porque los vecinos apenas cruzaban palabra. El viejo se sentía en cautiverio, y mejor se largó.

Por mi parte, nunca hasta los quince dejé de ir durante las vacaciones, fuese o no mi hermano Jacobo. Disfrutaba pisando la hojarasca del robledal, corriendo a campo traviesa, saltando los terraplenes, tendiéndome boca arriba en la sabana del campo de futbol. No salía del asombro cada vez que mi abuelo, con sólo escuchar el gorjeo, adivinaba qué pájaro se posaba en la copa de un árbol, ya fuese un alcaraván, un cenzontle o un carpintero. Pero sin duda, ¡vaya que sí me acuerdo!, lo que más esperaba eran los días de pesca en la quebrada, aguas arriba, entre los riscos, buscando las pozas zarcas en tardes iluminadas, azules, que se estiraban entre los silencios que obliga la faena. Más tarde las sardinas doradas en el fogón de la casa, con limón y tortilla. No podría tampoco olvidar las cabalgatas en mula, cruzando las lomas detrás de la aldea, luego avistar la planicie y sus plantíos de maíz y sorgo.

Cuando sea grande, abuelito, vendré a vivir con usted. Él sonreía, sin conceder crédito a la promesa, solo me mecía el flequillo del pelo. Nunca me vine a vivir aquí, ni siquiera lo pensé en serio; aunque en el fondo, sospecho, jamás dejé de desearlo. A modo de consuelo, yo creía que esa añoranza era la de un hombre que sublimaba sus vacaciones infantiles, pues vivir en estos rincones sería insufrible.

Por eso suponía que así como él se regresó sin dar parte a nadie en la visita de aquel lejano 1983, igual hubiese pasado conmigo, dos tres días respirando el aire fresco, pero al tercero, sin tele, sin cable, y despojado de la maraña de artefactos de la ciudad, saldría también huyendo. Pero a la vez, como un lamento desde el subsuelo, sabía que la ciudad podía ser distinta a ese arrebato de compras, a esa fábrica de miedos y estéticas deprimentes.

Los dos kilómetros y pico que van desde el desvío a la aldea se me antojan tan eternos como entrañables. A la orilla del camino, muestra la campiña tonos de una tarde a medias soleada; algunas casas a la vista, con sus techos de teja, el corredor infaltable y el horno abombado en el zaguán. Mis pulmones se llenan del soplo fresco, trocando el asco de aire que respiro a diario. A cada paso, intuyo que a lo mejor esta sea la última vez que ande por estos caminos; una vez muerto mi abuelo escasearán los motivos para volver. Es por eso que bebo del paisaje sorbo a sorbo, para que nunca se me olvide.

En los recodos, es como si viese al abuelo en cada campesino, con su edad imperturbable, el sombrero de junco, machete al cinto y botas de hule. Lo reconozco en el gesto para limpiarse el sudor de la frente, en el saludo canturreado, en la fusión del cuerpo con la tierra, como si hombre y mujer fuesen troncos andantes provistos de ramas dóciles.

Hijo, no vayas a sentirte mal si un día ya no querés venir a Las Marías. Como golpeado por una piedra lanzada con resortera, yo respingaba. ¿Qué dice abuelo?, no diga eso. Él insistía: no vayas a sentirte mal; los hombres vivimos en esta misma pelotita que es la tierra pero, verás cuando te crezcan bigotes, hay muchos mundos… y no es fácil cruzar de uno a otro.

Tres casas se divisan al bajar la pendiente. La vegetación se vuelve escasa y ahí donde el pasto cede, el lomo de la tierra va dejando ver las formaciones de laja. Una de las tres casas es la de mi abuelo, la más pequeña, acorralada entre las otras dos. Falto de ejercicio, jadeo como si hubiese andado dos leguas. Respiro hondo, con doble propósito, recuperar el aliento y prepararme para lo peor. Un tropel de perros flacos comienza a ladrar, como rutina, sin tomarme en serio. A un grito mío, levantando la vara que llevo en mano, salen espantados. Puedo avanzar hasta el portal. Veo las bocanadas de humo de la chimenea enturbiando el nítido aire de la tarde. Destrabo la estaca del ojal de alambre; al fondo, una grulla de niños, de seguro sobrinos, corretea una cabra. Olfateo -o es traición de los sentidos- aromas de café de palo y tortilla tostada en el comal. De la casa de adobe, sale una señora flaquísima; se para en el corredor. Duda al verme. Camino hasta ella. Es mi tía Francisca, la de las grandes trenzas, su cara delata el desvelo de más de una noche.

¡David, qué bueno que viniste!, dice, y veo que le brota una lágrima. La abrazo, no tarda en deshacerse en llanto. ¿Y el abuelo?, pregunto. Ella suspira, viendo al cielo, un cielo que pronto se cundirá de estrellas. Con su vocecita de niña grande dice: es un roble, no para de preguntar por vos… Tiene cuerda para veinte años.



Creditos 

Cuento  Dos mundos Ariana y la burbuja  2014 ©  Alvaro Calix

Dibujo Plaza de las palabras