Texto publicado inicialmente en Espinosa, n. 4 (2003), pp.11-16. (Traducción de Juan Gregorio Avilés)
Algunos relatos de Maurice Blanchot
concluyen con una visión extraña que se expresa en términos próximos a una
contemplación mística. Contemplación de algo lejanísimo, inalcanzable,
contemplación de lo que no tiene nombre, de una presencia indefinida.
En las páginas que siguen propongo
una reflexión sobre esta extraña versión de lo imaginario al final de “Thomas
el Oscuro”.
Esa contemplación de una imagen
extraordinaria se encuentra, ya desde el inicio de la obra de Blanchot, en
“Thomas el Oscuro”. Después de hacer un periplo, después de ciertos encuentros,
de varias metamorfosis, Thomas se convierte al final del relato en el pastor de
los hombres: al final de su recorrido se encuentra ante una imagen absorbente y
terrorífica: “Se vio elevarse, sobre la profundidad del cielo, un rostro
radiante y celoso cuyos ojos absorbían todas las demás imágenes” (TO(1), 132).
Como un icono, ese rostro brilla y resplandece, única luz en un paisaje del fin
del mundo. Si el icono se caracteriza por su luz y su mirada (que capta nuestra
propia visión), hay en este pasaje un icono más poderoso que cualquier otro,
que no se conforma con cruzarse con nuestra mirada forzándola a mirar fijamente
la imagen. Esta mirada fascina y engulle cada mirada. “Rostro radiante y
celoso” que se apropia de todo aquello que mira, rostro que parece hipnotizar a
quien lo observa.
En el último capítulo de “Thomas el
Oscuro”, dos episodios bíblicos parecen estar concentrados en uno solo: por un
lado el acontecimiento de la Revelación, por otro lado otra forma de
revelación: el Apocalipsis. He aquí las últimas líneas del libro:
“Lentamente, salieron de ese sueño
y hallaron una soledad tan grande que habiéndoseles acercado los monstruos con
los que se los había espantado cuando eran hombres, los miraron con
indiferencia, no vieron nada, e inclinándose sobre la cripta, permanecieron ahí
en una inercia profunda, esperando misteriosamente que la lengua que cada
profeta sintió nacer en el fondo de su garganta, saliera del mar y les arrojara
en la boca las palabras imposibles. Aquella espera, vapor funesto, exhalado
gota a gota desde la cumbre de una montaña, parecía que no podría tener fin.
Pero cuando, realmente, desde el fondo de las tinieblas se alzó un grito
prolongado que era como el final de un sueño, todos reconocieron el océano y
percibieron una mirada cuya inmensidad y dulzura despertaron en ellos deseos
que no pudieron soportar. Volviendo a ser hombres por un instante, vieron en el
infinito una imagen de la que gozaban y, cediendo a una última tentación, se
desnudaron voluptuosamente en el agua.
También Thomas miró ese flujo de
imágenes groseras y cuando fue su turno se precipitó en ellas, pero
tristemente, desesperadamente, como si la vergüenza hubiera comenzado para él.”
(TO, 136-137. El subrayado es mío).
Así, cada alma está investida por
la lengua profética, es decir por la lengua de la Revelación. Lengua que une
los dos mundos: la palabra de lo Alto fecunda lo de Abajo. Palabra increada,
inaudita, que se revela a todos o, mejor todavía, a “cada uno”. Paso de la
palabra de la Revelación a la palabra del Afuera, palabra de la Revelación que
desaparece en la del Afuera. Esta revelación exige, como escribe el narrador,
“una inercia profunda”, “una pasividad más pasiva que cualquier pasividad”, por
recoger una expresión de Lévinas. Abandono total de sí para dejar todo el
espacio a la palabra del Afuera. Palabras calificadas de “imposibles” porque
palabras que no llegarán jamás, palabras que no saldrán de la boca de los
profetas. Ninguna palabra, ningún apóstrofe, ningún envío vendrán del Afuera.
Para salir de esta contemplación que es también una experiencia de aniquilación
es necesario que surja “desde el fondo de las tinieblas [...] un grito
prolongado”. Grito del que no se sabe quién lo profiere, grito del que sólo se
conoce el lugar de origen desde el que es proferido. Era necesario que fuera
proferido desde lejos, de lo más lejano, para que pudiera ser oído por los
compañeros de Thomas. Extraña proximidad de lo lejano. Ciertamente ese grito
hace señas, pero no es sólo como Palabra como se produce la Revelación; lo que
es revelado no necesita profetas, mediadores, la mirada se presenta sola,
desnuda, sin velo, completamente visible.
¿Eikon o eídolon? Se trata aquí del
estatuto de la mirada. Después de haber oído “un grito prolongado [...]
percibieron una mirada cuya inmensidad y cuya dulzura despertaron en ellos
deseos que no pudieron soportar.” Como sucedía antes con el grito, esta mirada
no es sostenida por ningún cuerpo, ningún rostro; es una mirada suspendida en
el vacío y que llena el espacio. Esta mirada inmensa opera como una brecha en
la experiencia de los hombres que la perciben. Pues quien dice que percibe una
mirada, dice que es visto. Que es mirado con insistencia. La mirada que observa
viene hacia mí desde su Altura, esa mirada testimonia de un más allá del mundo.
Los compañeros de Thomas están expuestos a esa mirada, son vulnerables, están
desnudos. Esa mirada tan dulce que pudiera ser destituida, desposeída, conduce
a la pérdida del dominio sobre sí. Pérdida de dominio que los deja a merced de
“deseos que no pudieron soportar.” Deseos que exceden, deseos sin objeto,
paroxísticos y que, como tales, se convierten en sufrimiento. Deseos que, como
la mirada, traban cualquier posibilidad de movimiento por parte de los sujetos;
esos deseos son excesivos, abruman.
A primera vista, puede parecer
paradójico que esos deseos “insoportables” hallen su cumplimiento en el goce.
Goce contemplativo cuando menos idolátrico: “Volviendo a ser hombres por un
instante, vieron en el infinito como una imagen de la que gozaban y, cediendo a
una última tentación, se desnudaron voluptuosamente en el agua.” ¿Sería la
idolatría un deseo que se equivoca de objeto? Más aún: un deseo que no ve más
que el objeto, un deseo que el solo objeto basta para colmar. Puesto que la
idolatría consiste en colmar el deseo por una mirada totalmente satisfecha de
lo que contempla, ella misma se prohíbe cualquiera otra aproximación al deseo.
¿Hay que pensar, por lo mismo, que gozar de una imagen equivale a prohibirse
acceder a cualquier más allá de esa imagen? La idolatría consistiría en
contemplar un ídolo sin ver, sin saber que es un ídolo y que no es nada más que
eso. En la veneración y en el goce de la imagen se produce, propiamente, una
situación de “trompe l’oeil”. Situación que Proclo describe en su “Comentario
sobre el primer Alcibíades”. Hablando de las almas, describe su movimiento:
“[...] cuando descienden de arriba por el intermedio de la imaginación o de
algún movimiento indeterminado, se encuentran con ídolos de las realidades de
arriba y con apariencias en lugar de lo real; y cuando ven las imágenes y los
ídolos de las realidades, se precipitan sobre ellos y, sin duda, lo que desean
es lo que ya han visto, pero son arrastradas hacia lo que no desean [...](2)”.
¿Qué es lo que, en el goce de una imagen, arrastra las almas “hacia lo que no
desean”? ¿Qué es lo que hace que quien contempla, volcado por completo en la imagen,
se equivoque de objeto? ¿No será que la imagen resulta siempre demasiado
visible? La imagen en lo Infinito es una sobreabundancia de visibilidad, un
eikon que deslumbra y satura el ojo. Imagen, demasiada imagen, visible,
demasiado visible. Imagen que absorbe no sólo la mirada, sino también el ser de
quienes la veneran. ¿Es éste el pecado del ojo? Algunos rasgos abstractos y ya
hay una imagen constituida, y ya surge el Sentido, la imagen que se impone. El
destello de la imagen contemplada no admite ningún invisible(3); en el
esplendor del eikon, nada permite la apertura a un más allá de él mismo. En
esta imagen que ocupa lo infinito, la mirada convocada, retenida, no puede más
que agotarse en sí misma, no puede no ver.
El final del relato termina con un
abandono: “cediendo a una última tentación, se desnudaron voluptuosamente en el
agua.” Este desnudarse es abandono de sí, desposeimiento que conduce a la
desaparición de la comunidad. La novela acaba como había empezado, con unos
cuerpos evolucionando en el agua. Pero mientras que al comienzo los cuerpos
“flotaban con dificultad” (TO, 9), al final se abandonan. El agua se ha
convertido en un lugar en el que es posible abandonarse con toda confianza. La
“última tentación” (con su connotación religiosa) es el deseo de una exposición
total; por tanto, este desnudarse parece testimoniar de una confianza en la
imagen contemplada. Esta última tentación está provocada por una visión que es
más que una visión, más que una contemplación, una visión que sería también
toque, contacto, acicate para la voluptuosidad. Mirada que sería las primicias
de una caricia, visión promesa de porvenir. El desnudarse en el agua no se
expresa en los términos de un apocalipsis, en el sentido de una aniquilación:
quizás es espera de un nuevo bautismo, de un nuevo don del nombre.
El término “tentación” ya figuraba
en el primer capítulo, referido a Thomas:
“La tentación adquirió un carácter
completamente insólito, cuando intentó deslizarse desde la gota de agua a una
región vaga y sin embargo infinitamente precisa, algo así como un lugar
sagrado, tan apropiado para él que le bastaba con estar ahí para ser; era como
un hueco imaginario donde se hundía porque, antes de que él hubiera estado allí, su huella ya estaba
impresa.” (TO, 12)
Como sucede en este último
capítulo, ¿no es también la “última tentación” el acercamiento a algo semejante
a un lugar Santo? Un lugar donde, incluso antes de que yo vaya, la huella de
mis pasos está ya inscrita. Yo voy por mis propios pasos, por el rastro que yo
mismo he preparado (“instalándose en ese lugar donde ningún otro podía
penetrar” TO, 12). Desnudarse voluptuosamente en el agua es la posibilidad de
volver a encontrar aquel lugar original (incluso sin hablar del agua como
imagen materna), aquel rastro que sella el lugar Santo. Este desnudarse de los
personajes es como la reminiscencia de la estela de esa mirada que colma el
infinito.
Para Thomas, la contemplación de
esa imagen no es sino un acto impuro, una visión idolátrica. Una contemplación
que no es promesa de porvenir, sino negación del ser, aniquilación,
desaparición. Todo el itinerario de Thomas es como una búsqueda, una conquista
del ateísmo. Esa búsqueda, lo más próxima a la nada, es dolor no porque
confronte a Thomas con su propio abismo, sino porque Thomas en el instante de
su aniquilación descubre la imposibilidad de escapar del ser. Imposibilidad de
morir, imposibilidad de hacer una experiencia de la muerte. Mientras que a sus
compañeros que se desnudan en el agua se les podrían dirigir estas palabras de
Plotino: “No es en suelo extranjero donde cada uno avanza: el lugar donde está,
es lo mismo que él es; el lugar de donde viene no lo abandona cuando progresa
hacia las alturas [...].(4)” Para Thomas, por el contrario, no hay más que
tierra extranjera; en ninguna parte parece poder decir: “estoy en mi sitio”.
Thomas hace la experiencia del ateísmo: no tanto muerte de Dios, como
alejamiento, distancia de lo divino. Para Thomas la imagen que ve en lo
infinito es quizás, como cualquier imagen, un señuelo. Thomas espera de lo
divino algo distinto de una imagen en lo infinito, o de “un rostro radiante y
celoso”. La vergüenza de Thomas es la exigencia que lo obliga a precipitarse en
la estela de un agua no demasiado impura; la exigencia de ver ese Rostro que,
ofreciéndose como imagen, se erige él mismo en eídolon. La vergüenza de Thomas,
¿está en la negativa a seguir el rastro de ese eídolon? Esa imagen sigue siendo
para él una imagen, o “grito prolongado” pero que no llega a articularse, a
brotar como Logos. Lo trágico de Thomas: él espera el Logos, la llamada de su
nombre. En su lugar, ve una imagen.
Thomas es, con razón, el Oscuro.
Héroe post-hegeliano en su relación con la muerte, pero a la vez cartesiano en
su búsqueda de un punto de certeza en la existencia. Héroe inmortal a su pesar,
que quiere y no puede morir. La oscuridad de Thomas es la extrañeza de esa
muerte siempre presente bajo la forma del negativo, pero que no llega nunca.
En varios relatos posteriores de
Blanchot, nos veremos confrontados con un final que es tan contemplativo como
el de “Thomas el Oscuro”. El narrador se verá confrontado con un rostro sin
contornos que llenará el horizonte. Así se hallará lo que se ausenta, se
acercará lo que no tiene cercanía.
La imagen, cuando está ahí, se une
al pensamiento, colma todo deseo, toda impaciencia, toda espera. Compañera por
un instante, un instante único, inaudito, donde el mundo está ante el narrador.
Rostro esta vez invisible, como si fuera una huella sobre un velo, un rastro
sobre la veladura del cielo. Deseo de que el pensamiento se haga, por fin, rostro:
deseo de que se haga reconocer. De modo que dirigirse a ese rostro sería
conversar con la invisibilidad del mundo.
Si Blanchot es un gran escritor, es
también un gran pintor de lo invisible.
* Se trata aquí de unas primeras
observaciones a partir de una investigación en curso sobre la imagen en la obra
de Maurice Blanchot.
(1) TO por Thomas l’Obscur,
nouvelle version, Gallimard 1950 [Thomas el Oscuro. Nueva versión, Trad. Manuel
Arranz, Pre-textos, Valencia 1982.2002. No obstante, las citas de esta obra han
sido vertidas al español por el traductor de este texto. N. del T.].
(2) Proclus, Commentaire sur le
premier Alcibiade, édition Les Belles Lettres, T. 1, p. 113.
(3) En cierto sentido, habrá que
esperar a los relatos siguientes, en particular Le dernier homme, para que el
narrador nos deje entrever la posibilidad de una imagen invisible.
(4) Plotino, Ennéades V, Les
Belles Lettres, p. 140.
Creditos:Lo visible y lo invisible, dibujo. Plaza de las palabras.