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Plaza de
las palabras en su sección Textos presenta Cinco textos de Albert Camus: Por un humanismo rebelde. Albert
Camus, (Mondovi, Argelia francesa; 1913- Villeblevin, Francia; 4 de enero de
1960). Durante su vida incursiono en varios géneros: novela, ensayo teatro y
periodismo. Sin ser un filósofo en el estricto sentido del término, articulo un
pensamiento renovador y provocativo. Escritor emblemático, y un punto de
referencia fundamental en la literatura
del siglo XX. Sus ideas germinales vienen de pensadores tales como Schopenhauer
y Nietzsche. No obstante, hay que destacar que tampoco asume un radicalismo
extremo en su concepción del mundo. Etiquetado de escritor o pensador
existencialista, posición que el mismo rechazo. Adverso lo mismo el
cristianismo que el marxismo. Renegó también de la razón y del progreso, de la historia y cualquier filosofía de la historia.
Nunca fue seducido por los grandes sistemas filosóficos y abstracciones. Pero nunca
renegó de lo humano y del hombre. Hombre
quizá algo telúrico muy moldeado en una comarca geográfica de grandes
contrastes entre el mediterráneo y el Sahara: Algeria. Y que determino mucho de
su concepción de la vida, pero siempre nutrido por la vasta y rica cultura francesa;
y de aceptar tras bambalinas los ideales
del logo griego.
No obstante asume desde su profunda melancolía un halo de esperanza, en esto se aparta de pensadores
como J.P.Sartre, con quien tuvo una prolongada y acerva polémica por cuestiones de ideología y política. Para Camus aun con su aureola pesimista, en que
en la cima de su furor adquiere una cierta relevancia en lo absurdo de la vida
o en el sinsentido de la vida. Al respecto, para Camus ese sentido de lo
absurdo, no es en un sentido literal ni purista.
Decía Camus, «El mundo y la vida no son
absurdos como tales». Nace
ese absurdo y lo declara en su obra El mito de Sísifo. Un ensayo sobre lo
absurdo. (1948) Más adelante
agrega: «El absurdo surge de la confrontación entre la búsqueda
del ser humano y el silencio irracional
del mundo». Ese silencio irracional del
mundo; es entre otros, la incomunicación.
Camus, gran humanista; y como tal, bien provisto de
una sensibilidad a prueba de las convencionalismos, lo políticamente correcto
o las modas. Igual, en su tiempo condeno
a Stalin, y dos días después condeno el lanzamiento de la bomba atómica en
Hiroshima. Centraba los enredos del siglo por la ausencia de referentes morales
sean seculares o sacros. Por eso creia que «Cómo vivir sin la gracia, es el problema que domina
el siglo XX». Desde esa perspectiva, Camus exhortaba a luchar por un «Universo
concreto », en contra de la injusticia y la violencia. Defendía la libertad.
Sostenía que «La verdadera generosidad
con el futuro, es dárselo todo al presente.» Y con esa lacónica y hasta
peyorativa sentencia, estaba condenado todas las utopías que descansan en el incierto
futuro. Pero siempre conservo la fe en el hombre, en uno de los pasajes de la
novela La peste, (1947), hace decir a uno de sus personajes, Riux,: «En los
hombres hay más causas de admiración que de desprecio.»
Camus con su hija Catherine
Parte Camus de una profunda reflexión sobre la
condición humana, una tradición muy afincada en la literatura francesa, para el
caso, pensemos en A. Gide o André Malraux. O muy anterior, en Montaigne. Camus
no se encierra en un ostracismo o negación de todo. Lo absurdo en su concepción
no es un fin o estado permanente, sino que es un punto de partida. En ese
reducido espacio (desmontadas todas las ideologías), Camus sale como un
ejemplar Boy Scout a explorar un
terreno arisco y despoblado. Maniobrar en ese terreno de espacio reducidos es
complejo y angustioso. No obstante, Camus lo hace con sobriedad y con profunda
convicción. Va a la caza de un encuentro, y se aferra a lo poco que queda y va
encontrando. Aunque escasas, Camus brinda opciones. Se plantea un rescate casi
nostálgico de las ilusiones perdidas.
A pesar de todo para Camus el hombre cuenta con una última esperanza y está
debe ser concebida desde la rebeldía de espíritu y la solidaridad humana. A diferencia
de un pensador absoluto, apertrechado en un nihilismo dogmatico como Sartre, que
no considera ninguna esperanza, y que pensaba que el ser humano era «una pasión inútil», y cuyo pensamiento filosófico se resumía en que «el infierno son los demás.» Sin embargo, además de ser contemporáneos, ambos tenía tres
cosas en común: la nacionalidad, una vocación literaria-filosófica, y ambos ganaron
el Premio Nobel de Literatura. Camus en 1957 y Sartre en 1964, pero hasta en esto
ultimo fueron diferentes: Camus lo aceptó porque tenia fe en el hombre, Sartre lo
rechazo porque casi no creía en nadie.
Si bien, Camus es considerado un pensador humanista, tal vez no en el termino dieciochesco de siglos
anteriores, pero si un humanismo moderno. Combina ese humanismo con un carácter
rebelde, porque no hay otra manera de amoldarse para sobrevivir, a no ser que se
acepte una derrota definitiva. Su inconformidad nace y renace cada vez como un
ave fénix, que en su pensamiento aun pervive una esperanza. No es un rebelde
sin causa, sino un rebelde con causa. Su posición asume los visos de una
exploración del pensamiento, quemadas las naves de las ideologías, solo queda
el refugio de encontrar o rescatar algo
del mundo que aun anda y respira por ahí. Más que un pesimista es un escéptico.
Y aun que abjura de todos los dioses, porque piensa que todos los dioses
tienen «pies de barro». Hay en su visión
más que un abandono del mundo, un intento exploratorio fecundo, una nostalgia irredenta
por el mundo perdido. Un «quizá» que no alcanza hallar su forma
definitiva. Una vuelta feliz al hogar. Alguna vez, Camus declaró: «No creo en
Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo.»
No obstante, su rebeldía es mas reflexiva que activa.
Aunque en la II Guerra Mundial fue miembro de la Resistencia, y acompaño esa
membrecía al dirigió una revista: Combat.
Algunos críticos y estudiosos de su obra lo han etiquetado de un convencido anarquismo,
en todo caso de un anarquismo del pensamiento, aun a riesgo de cuestionar sus
propias convicciones y someterse a un régimen implacable de críticas. Pero no abandono todo, además de ser un
humanista rebelde. Sus creencias y convicciones de rebeldía las plasmo en el
ensayo El hombre en rebeldía (1951). Su
rebeldía nace de su inconformidad por aceptar un mundo como el que le toco
poblar, un mundo ininteligible, en su criterio: absurdo. Y ante lo absurdo solo cabe volverse un rebelde. Sin embargo, si alguna ideología se le puede
imputar a Camus, es la ideología del espíritu
Camus en la playa
Textos
Los textos seleccionases son LOS ALMENDROS, PEQUEÑA GUÍA PARA CIUDADES SIN PASADO, EL EXILIO DE HELENA, de libro Verano, los dos restantes EL VIENTO
DE DJÉMILA, BODAS EN TIPASA, son de Bodas.
Textos, la mayoría escritos en la década
de los 40s. Grosso modo, tres son las características de estos textos, en donde se da
una ilación del espíritu, a veces
sacada de la mitología clásica o sencillamente de los fenómenos naturales. Y
que el autor va comparando envuelto en una agitación del espíritu, una cierta
nostalgia del paraíso perdido. Comarca Algeria: Atmosfera eminentemente
argelina y de observación de la urbe, el paisaje y la naturaleza. Escritos en primera
persona en donde el autor aprovecha para ir esgrimiendo sus puntos de
vista. Y que evidencia un hombre muy sensible,
y de penetrante y fina observación de los detalles del entramado Textos sobrios, muy
comedidos y sin ningún exceso. Acompañados de una prosa ecuánime y elegante. En los segundos
de Bodas, textos bastante más cerca
de un canon literario sin por ello llegar a ser cuentos. Finalmente en estas
obras: Verano y Bodas, y también podríamos agregar El minotauro o Alto de Oran (1939). Fueron un terreno de prueba, micro
laboratorio fructífero para Camus, textos ejemplares en que están esbozadas;
muy a la vista y otras que fluyen fugaces en una corriente subterránea, algunas
de las ideas seminales que en el futuro verterá en sus grandes novelas, ensayos
y obras teatrales.
LOS ALMENDROS,
un breve texto en que Camus apuesta por el poder del espíritu ante el de la
violencia o el poder de las armas. «no
inclinarnos ante el sable ni dar jamás razón a la fuerza que no este al
servicio del espíritu». Y en el
cual se aprovecha, como los japoneses con sus cerezos en flor, de la floreció de los almendros como una
indicación del tiempo del fruto. PEQUEÑA GUÍA PARA CIUDADES SIN PASADO, un recorrido por su tierra natal,
un ejercicio libre y recuperación temporal de la memoria reflexiva, apuntalado sobre el
contraste de las ciudades de Oran y
Argel. La primera funda en el siglo X, por comerciantes andaluces y la segunda
por los fenicios. Texto en que brinda sus impresiones sobre las virtudes
y vicios, los limites de estas ciudades. Sin soslayar que Camus en estos
textos, ya se anticipa, el crecimiento y
el escenario volátil y laberintico, que las ciudades tenían y tendrían para
el hombre moderno. «Mis soledades brotan
de la multitud» afirma Camus en dicho texto. Pero mucho antes que él T.S. Elliot
ya había advertido poéticamente de la sordidez que procreaban las ciudades
modernas: The Waste Land (1927). Más que
el estado laberintico de las ciudades, que usa en su ensayo El minotauro o el alto Oran, es el sometimiento a una ciudad
que solo produce tedio: silencio e incomunicación. El EXILIO DE HELENA, texto en que Camus se decanta por rescatar el
pensamiento griego; y en el que perviven cierto grado de mesura. Equilibrio y
límite. Los griegos ponían un límite a las cosas y a la acción. Buscaban un
balance entre el mundo natural y humano. Esa medida de las justas proporciones
de las cosas, y que nos recuerda al crítico de arte H.Taine, que afirmaba que
el arte griego se caracterizaba; hablando de la escultura, en guardar debidamente las proporciones de los cuerpos.
Nada exagerado o con exceso. Esa medida percibe Camus en el pensamiento griego.
Además, Camus se auxilia en la mitología grecolatina. De ahí que sus textos estén
impregnados frecuentemente del mito.
Veamos la importancia notable que adquiere en su pensamiento los mitos de Sísifo
y Prometeo. Como el de su ensayo El mito
de Sísifo, (1942) o textos como El minotauro o el Alto Oran. (1939) Así, pues,
el Minotauro, Ariadna, Dionisos, Elena, Sísifo, Prometeo o Némesis, son algunas
de las figuras míticas de las que se
beneficia Camus, para reciclarlos y
convertirlos en personajes que ilustran la condición humana y los peligros
tiempos que corren en la prisa amorfa de modernidad. Camus aspiraba a ese
encuentro con los griegos, por eso propugnaba por :.« La ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites del
mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en fin, tal es el terreno en el
que volveremos a reunirnos con los griegos»
Los
dos siguientes textos son de Bodas. EL
VIENTO DE DJÉMILA, una de las tres ciudades romanas frente al mar mediterráneo.
Djémila es junto a Timgad y Tipasa las colonias romanas más importantes de la
actual Argelia. Un texto casi poético,
que como un árbol frutal, carga frutos de
un alto lirismo. En ese texto el viento es un comodín que actúa: acerca y
aleja, recuerda y olvida, transforma o inmoviliza. Y en que el autor en algún
momento se identifica con parte de ese viento. «Me sentía chasquea r en el viento como una arboladura (…) Antes, descifraba con ella la escritura del
mundo».Y Djémila pasa a ser un signo espiritual y un símbolo del mundo: «donde el hombre puede ver el hermoso rostro
del mundo.» BODAS EN TIPASA, otra ciudad
puerto fundada por romanos, región en dónde comparten vestigios con fenicios,
cristianos y bizantinos «Tipasa en
habitada en la primavera por los dioses, y los dioses hablan en el sol y en el olor de los ajenjo.» En ese texto
Camus propone un matrimonio entre la naturaleza observada y el yo agitado pero reflexivo del hombre: « En estos esponsales de las ruinas y de la primavera.», entre «la
tierra y el mar», feliz termino para
«Un día de bodas con el mundo».
Situaciones sorprendentes, pero nada raras;
ya W.Blake, había anticipado esa unión marital,
aun más atrevida que la de Camus, solo
se avanza por la unión de los contarios, en Matrimonio
entre el cielo y el infierno. (1790)
Selección de textos de Albert Camus por Plaza de las palabras
LOS ALMENDROS
924 palabras
«
¿Sabe usted», decía Napoleón a Fontanes. Lo que mas me admira de este mundo? La
impotencia de la fuerza para fundar algo. No existen en este mundo más que dos
potencias: el sable y el espíritu. A la larga el sable queda vencido siempre
por el espíritu.» Bien
vemos que los conquistadores son siempre melancólicos. De alguna manera es
menester pagar el precio el precio de tanta gloria vana, pero lo que era
verdadero hace cien años respecto del
sable no lo es hoy respecto al tanque de guerra. Los conquistadores han dejado
su huella y el triste silencio de
los lugares carentes de espíritu se
estableció durante años sobre una Europa desgarrada. En la época de las
horribles guerras de Flandes los pintores holandeses podían tal vez pintar los
gallos de sus corrales. Hemos olvidado asimismo la guerra de los Cien Años y
sin embargo las oraciones de los místicos de Silesia viven aun en algunos
corazones. Más hoy las cosas han cambiado; también los pintores y los monjes son
movilizados: somos solidarios de este mundo. El espíritu perdió aquella
garantía real que un conquistador hubo de reconocerle; ahora se agota
maldiciendo la fuerza en su imposibilidad de dominarla. Algunas buenas gentes
dicen que eso es un mal. Nosotros no sabemos si lo es, pero si sabemos que existe. Es menester
componérselas tal es la conclusión que aquí se impone. Para ello basta saber lo que queremos. Y lo
que queremos es precisamente no inclinarnos ante el sable ni dar jamás razón a
la fuerza que no este al servicio del espíritu.
Verdad
es que se trata de una obra sin término. Pero aquí estamos nosotros para continuarla. No creo en la razón
suficientemente para adherirme a la idea del progreso, ni tampoco en ninguna
filosofía de la historia., pero a lo menos creo que los hombres nunca dejaron
de avanzar en el proceso de adquirir conciencia de su destino. No hemos
superado aun nuestra condición y sin embargo cada vez la conocemos mejor.
Sabemos que nos hallamos en una situación contradictoria, pero también que
tenemos que rechazar la contradicción y hacer todo lo que sea preciso para
reducirla. Nuestro cometido de hombres
estriba en hallar aquellas formulas capaces de apaciguar la angustia infinita de las almas libres.
Tenemos que volver a coser aquello que se ha desgarrado, hacer nuevamente
concebible la justicia en un mundo tan evidentemente injusto, hacer que vuelva
adquirir significación la felicidad para los pueblos envenenados por la
infelicidad del siglo. Por cierto que se trata de un cometido sobrehumano. Pero
el caso es que se llaman sobrehumanas aquellas tareas que los hombres cumplen
en muy largo tiempo; he ahí todo.
Conozcamos,
pues, bien lo que queremos; afirmémonos en el espíritu aun cuando la fuerza
para seducirnos asuma la forma de una idea o de un consuelo. Lo principal
consiste en no desesperar. No prestemos
demasiado oído a quienes proclaman el fin del mundo. Las civilizaciones son
mueren tan fácilmente y aun cuando este mundo tuviera que desplomase, ello
acontecería después que otros mundos se hubieren hundido. Verdad que nos
encontramos en una época trágica. Pero es asimismo cierto que demasiadas gentes
confunden lo trágico con lo desesperado. «Lo trágico», decía Lawrence,
«debería ser como un gran puntapié
aplicado a la desgracia».He aquí un pensamiento sano y de aplicación inmediata
.Existen hoy muchas cosas que merecen tal puntapié.
Cuando
yo habitaba en Argel, durante el invierno aguardaba siempre con paciencia
porque sabía que en una noche, en una
sola noche fría y pura de febrero, los almendros del valle de los Consuls se
cubrirían de flores blancas. Y entonces me maravillaba al ver como esa nieve
frágil resistía todas las lluvias y
vientos del mar. A pesar de todo, cada año perduraba el tiempo necesario
para que se preparara el fruto.
No
ha de verse en esto un símbolo. No conquistaremos nuestra libertad con
símbolos; para lograrla es menester algo más serio. Simplemente quiero
significar que a veces, cuando el peso de la vida se hace más abrumador en esta
Europa aun colmada de su desgracia, me vuelvo hacia esos países
resplandecientes, donde existen aun tantas fuerzas intactas. Los conozco
demasiado para no saber que ellos constituyen la tierra elegida donde pueden
equilibrarse la contemplación y la intrepidez. El meditar en el ejemplo que nos
ofrecen proporciona una enseñanza con la condición de que no queramos otra cosa
que salvar el espíritu; es menester pues, ignorar sus virtudes dolientes y
exaltar su fuerza y prestigio. Este
mundo está envenenado en desgracias en que parece complacerse. Esta enteramente
librado a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza. No colaboremos con
nuestra ayuda. Es vano llorar por el
espíritu; basta con trabajar por él.
Pero,
¿dónde están las virtudes conquistadoras del espíritu? El propio Nietzsche las
ha enumerado como enemigos mortales del espíritu de torpeza. Para él son la
firmeza de carácter, el gusto, el “mundo”, la clásica felicidad, la dulce
altivez, la fría frugalidad del sabio. Hoy más que nunca son necesarias esas
virtudes y cada cual puede escoger aquella que más convenga a su naturaleza.
Frente a la enormidad de la partida en que nos hallamos empeñados no olvidemos
en todo caso la firmeza de carácter. No me refiero a aquella que en los
estrados electorales acompaña al fruncimiento de cejas y a las amenazas, sino
aquella que resiste a todos los vientos del mar en virtud de su blancura y de
su savia. Ella es la que en el invierno del mundo preparará el fruto.
De El verano, 1940
Oran
PEQUEÑA GUÍA PARA CIUDADES SIN PASADO
1556 palabras
La
quietud de Argel es más bien italiana. El estallido cruel de Oran tiene algo de
español. Colgada de un roquedal sobre las gargantas del Rummel, Constantina
recuerda a Toledo. Pero España e Italia desbordan de recuerdos, obras de arte y
vestigios ejemplares. Y Toledo ha tenido su Greco y su Barrés. Mientras que las
ciudades de las que hablo son ciudades sin pasado. Son, pues, ciudades sin
abandono y sin enternecimiento. En las horas de aburrimiento de la siesta, la
tristeza es allí implacable y sin melancolía. En la luz de las mañanas, o en el
lujo natural de las noches, la alegría carece, por el contrario, de quietud.
Estas ciudades se lo ofrecen todo a la pasión y nada a la reflexión. No están
hechas ni para la sabiduría ni para los matices del gusto. Barres y quienes se
le parecen serían triturados.
Los
viajeros de la pasión (la de los otros), las inteligencias demasiado nerviosas,
los estetas y los recién casados no tienen nada que ganar con el viaje a
Argelia. Y, a menos que se trate de una vocación absoluta, no se podría
recomendar a nadie que se retirara allí para siempre. A veces, en París, tengo
ganas de gritarles a las personas que quiero y que me preguntan por Argelia:
«No vayan ustedes allá abajo». Esta broma tendría su parte de verdad. Porque
veo con nitidez lo que esperan de allí y no van a obtener. Y conozco, al mismo
tiempo, los atractivos y el poder insidioso de esa tierra, el modo insinuante
cómo retiene a quienes en ella se demoran, cómo los inmoviliza, los deja
primero sin interrogantes, y los adormece hasta que acaban en la rutina. La
revelación de esa luz, tan deslumbrante que se convierte en blanco y negro,
tiene de entrada algo sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo en ella,
y después se da cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le entrega nada
al alma, y que no es más que un gozo desmesurado. Entonces se querría volver al
espíritu. Pero los hombres de esta tierra —ahí está su fuerza— tienen más
corazón que espíritu. Pueden ser amigos tuyos (y, en ese caso, ¡qué amigos!),
pero no serán confidentes tuyos. Es algo que quizá parezca peligroso en este
París donde se hace un derroche tan grande de alma y donde el agua de las
confidencias discurre con un ruido leve, interminablemente, entre las fuentes,
las estatuas y los jardines.
A
lo que más se parece esta tierra es a España. Pero España, sin tradición, sería
sólo un desierto. Y, a menos que uno se encuentre allí por los azares del
nacimiento, sólo cierta raza de hombres puede tomar en consideración retirarse
a un desierto para siempre. Habiendo nacido en ese desierto, yo no puedo en
todo caso considerar que pueda hablar de él como un visitante. ¿Acaso se hace
inventario de los encantos de una mujer muy amada? No: se la ama en bloque, y
me atrevo a decir que con un par de enternecimientos precisos que tienen que
ver con un gesto favorito, con un modo de sacudir la cabeza. Yo tengo del mismo
modo una larga relación con Argelia, que sin duda no acabará nunca y que me
impide ser por completo lúcido cuando me refiero a ella. Todo lo más a fuerza
de aplicación se puede llegar a distinguir de algún modo, en abstracto, el
detalle de lo que se ama en quien se ama. Es ese tipo de ejercicio escolar el
que puedo intentar aquí, referido a Argelia.
Para
empezar, allí la juventud es hermosa. Los árabes, naturalmente; y también los
otros. Los franceses de Argelia son una raza bastarda, hecha de imprevistas
mezclas. Españoles y alsacianos, italianos, malteses, judíos y griegos se han
encontrado allí. Esos cruces brutales han dado —como en América— felices
resultados. Cuando paseéis por Argel, fijaos en las muñecas de las mujeres y de
los jóvenes y luego pensad en las que os encontráis en el metro de París.
El
viajero aún joven advertirá también que las mujeres son allí bellas. El mejor
lugar para enterarse es la terraza del Café des Facultés, de la calle Michelet
de Argel, a condición de acudir un domingo por la mañana del mes de abril.
Legiones de mujeres jóvenes calzadas con sandalias y vestidas con tejidos
ligeros y de vivos colores pasean por la calle en ambas direcciones. Puede
admirárselas sin falsa vergüenza: van para eso. En Oran, el bar Cintra, en el
boulevard Gallieni, es también un buen observatorio. En Constantina, siempre
puede pasearse uno alrededor del kiosco de la música. Pero, como el mar está a
cientos de kilómetros, quizá les falta algo a las personas que uno se encuentra
allí. Generalmente, y a causa de esta situación geográfica, Constantina ofrece
menos distracciones, pero la calidad de su aburrimiento es más fina.
Si
el viajero llega en verano, la primera cosa que tiene que hacer es,
evidentemente, ir a las playas que rodean las ciudades. Allí verá a las mismas
personas, pero más deslumbrantes, por ir menos vestidas. El sol les da entonces
soñolientos ojos de animales grandes. Desde este punto de vista, las playas de
Oran son las más bellas, ya que la naturaleza y las mujeres son más salvajes.
En
cuanto a lo pintoresco, Argel ofrece una ciudad árabe, Oran una ciudad negra y
un barrio español, Constantina un barrio judío. Argel tiene un collar largo de
bulevares junto al mar; hay que pasear por ellos de noche. Oran tiene pocos
árboles, y, en cambio, sus piedras son las más bellas del mundo. Constantina
tiene un puente colgante en el que uno pide que lo fotografíen. Los días de
viento fuerte, el puente se balancea por encima de las profundas gargantas del
Rummel y, allá arriba, se tiene sensación de peligro.
Le
recomiendo al viajero sensible, si va a Argel, que beba anís bajo las bóvedas
del puerto; que por la mañana coma en La Pêcherie pescado recién traído, asado
en hornillos de carbón; que vaya a escuchar música árabe en un cafetín de la
rue de la Lyre cuyo nombre he olvidado; a las seis de la tarde que se siente en
el suelo al pie de la estatua del duque de Orleans que hay en la place du
Gouvernement (no por el duque, sino porque pasa mucha gente y se está bien
allí); que vaya a comer al restaurante Padovani, que es una especie de dancing
sobre pilotes, junto al mar, donde la vida resulta siempre fácil; que visite
los cementerios árabes, en primer lugar para encontrar en ellos la paz y la
belleza y, a continuación, para apreciar en su justo valor las espantosas
ciudades a las que enviamos a nuestros muertos; que se fume un cigarrillo en la
rue des Bouchers, en la Kasbah, entre ratas, hígados, mésentenos y pulmones
ensangrentados que gotean por todas partes (se necesita el cigarrillo, porque
esa Edad Media tiene un olor fuerte).
Por
lo demás, hay que saber hablar mal de Argel cuando se está en Oran (insístase
en la superioridad comercial del puerto de Oran), reírse de Oran cuando se está
en Argel (acéptese sin reservas la idea de que los oraneses «no saben vivir»)
y, en todos los casos, reconocer humildemente la superioridad de Argelia frente
a la Francia metropolitana. Hechas estas concesiones, se tendrá la ocasión de
advertir la superioridad real del argelino frente al francés, es decir, su
generosidad sin límites y su hospitalidad natural.
Y
aquí es quizá donde podría cortar toda ironía. Después de todo, la mejor manera
de hablar de lo que se ama es hablar a la ligera. Por lo que se refiere a
Argelia, siempre he tenido miedo de pulsar esa cuerda interior que le
corresponde en mí y cuyo canto ciego y grave conozco. Pero al menos puedo decir
que es mi verdadera patria, y que en no importa qué lugar del mundo reconozco a
sus hijos y hermanos míos en esa risa amistosa que se apodera de mí cuando me
encuentro con ellos. Sí, lo que yo amo de las ciudades argelinas no se separa
de los hombres que las pueblan. Esa es la razón por la que prefiero encontrarme
allí a esa hora de la tarde en que las oficinas y las casas vierten en las
calles, todavía a oscuras, una multitud charlatana que acaba dirigiéndose hacia
los bulevares, junto al mar, y que allí empieza a callarse, a medida que llega la
noche y que las luces del cielo, los faros de la bahía y las farolas de la
ciudad confluyen poco a poco en la misma palpitación indistinta, empieza a
callarse. Todo un pueblo se recoge así al borde del agua, mil soledades brotan de la
multitud. Entonces comienzan las grandes noches de África, el exilio
regio, la exaltación desesperada que aguarda el viajero solitario...
No,
decididamente, ¡no vayáis allá si os notáis tibio el corazón y si vuestra alma
es un pobre animalito! Pero para quienes conocen los desgarramientos del sí y
del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del amor, para
aquellos, en fin, que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama que los
espera.
De El verano, 1947
EL EXILIO DE HELENA
1703 palabras
¿
El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, que no es el mismo que el de
las brumas. Ciertos atardeceres —en el mar, al pie de las montañas—, cae la
noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, desde las aguas
silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En esos lugares se puede
comprender que si los griegos han tocado la desesperación ha sido siempre a
través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En esa dorada desdicha
culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha alimentado su
desesperación en la fealdad y en las convulsiones. Y por esa razón, Europa
sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros
hemos exiliado la belleza; los griegos tomaron las armas por ella. Primera
diferencia, pero que viene de lejos. El pensamiento griego se ha resguardado
siempre en la idea de límite. No ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado
ni la razón--, porque no ha negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha
repartido todo, equilibrando la sombra con la luz. Por el contrario, nuestra
Europa, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega
la belleza, del mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de
diferentes maneras, no exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón.
En su locura, hace retroceder los límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias
se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza,
Némesis vigila. Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado
castigo.
Los
griegos, que se interrogaron durante siglos acerca de lo justo, no podrían
entender nada de nuestra idea de la justicia. Para ellos, la equidad suponía un
límite, mientras que nuestro continente se convulsiona en busca de una justicia
que pretende total. Ya en la aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba
que la justicia pone límites al propio universo físico. «El sol no rebasará sus
límites, y si lo hace, las Erinias, defensoras de la justicia, darán con él». Nosotros,
que hemos desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza.
Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los
límites existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más locos extravíos,
soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que
volveremos a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que
justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy en
día nuestra historia.
Un
fragmento, también atribuido a Heráclito, enuncia simplemente: «Presunción,
regresión del progreso». Y muchos siglos después, del efesio, Sócrates, ante la
amenaza de una condena a muerte, no reconocía más superioridad que ésta: lo que
ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos
concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos
olvidado nuestra nobleza. Hemos preferido el poderío que remeda la grandeza:
primero, Alejandro, y después los conquistadores romanos que nuestros autores
de manuales, por una incomparable bajeza de alma, nos enseñan a admirar.
También nosotros hemos conquistado, hemos desplazado los límites, dominado el
cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos
nuestro imperio en un desierto. ¿Cómo poder imaginarnos, pues, ese equilibrio
superior en el que la naturaleza mantenía la historia, la belleza, el bien, y
que llevaba la música de los números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros
volvemos la espalda a la naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras
miserables tragedias arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene
color de tinta de imprenta.
Por
eso es indecoroso proclamar hoy que somos hijos de Grecia. A menos que seamos
hijos renegados. Colocando la historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la
teocracia tal como hacían aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y
combatieron a muerte en las aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la
diferencia, hay que volverse hacia el filósofo de nuestro ámbito que es
verdadero rival de Platón. «Solo la ciudad moderna —se atreve a escribir Hegel—
ofrece al espíritu el terreno en el que puede adquirir conciencia de sí mismo».
Vivimos, así pues, en el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente, el
mundo ha sido amputado de aquello que constituye su permanencia: la naturaleza,
el mar, la colina, la meditación de los atardeceres. Solo hay conciencia en las
calles, porque solo en las calles hay historia, ese es el decreto. Y como
consecuencia, nuestras obras más significativas dan fe de esa misma elección.
Desde Dostoievski, buscar paisajes en la gran literatura europea es inútil. La
historia no explica ni el universo natural que había antes de ella ni la
belleza que está por encima de ella. Ha decidido ignorarlos. Mientras que Platón
lo contenía todo —el sinsentido, la razón y el mito—, nuestros filósofos no
contienen más que el sinsentido o la razón, porque han cerrado los ojos al
resto. El topo medita.
Fue
el cristianismo el que empezó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia
del alma. Pero al menos se refería a una naturaleza espiritual y, a través de
ella, conservaba cierta seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y
el poder. Desde hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no
han ido dirigidos más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de
situación, y la antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el
movimiento implacable de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la
voluntad los límites de la razón, nosotros hemos puesto, como broche, el
impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para
los griegos, los valores eran preexistentes a toda acción, y marcaban,
precisamente, sus límites. La filosofía moderna sitúa sus valores al final de
la acción. No están, sino que se hacen, y no los conoceremos del todo más que
cuando la historia concluya. Con ellos, desaparecen también los límites, y,
como las concepciones acerca de lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como
no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se prolongue
indefinidamente, hoy los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden con
el choque de los imperios. Según Heráclito, la desmesura es un incendio. El
incendio se extiende, Nietzsche ha sido superado. Europa no filosofa a
martillazos, sino a cañonazos.
Sin
embargo, la naturaleza está siempre ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus
razones a la locura de los hombres. Hasta que también el átomo se encienda y la
historia concluya con el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero
los griegos nunca dijeron que el límite no pudiera franquearse. Dijeron que
existía y que quien osaba franquearlo era castigado sin piedad. Nada en la
historia de hoy puede contradecirlos.
Tanto
el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el
artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu
histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que
la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad,
combaten en último término por la belleza. No se trata, claro está, de defender
la belleza por sí misma. La belleza no puede prescindir del hombre y no daremos
a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha.
Nunca más volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre
tampoco puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta
querer ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere
transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo
comprendido. Diga lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con
Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con
ella, la muerte. Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán
que carecemos de humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua.
Semejantes a esos bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las
estrellas y acaban por exhibir su miseria en el primer lugar público, a
nosotros lo único que nos falta es ese orgullo del hombre que es observancia de
sus límites, amor clarividente de su condición.
«Odio
mi época», escribía antes de su muerte Saint-Exupéry, por razones que no están
demasiado alejadas de las que he expuesto. Pero, por perturbador que sea ese
grito viniendo precisamente de alguien como él —que amó a los hombres por lo
que tienen de admirable—, no vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, ¡qué
tentador puede resultarnos, en ciertos momentos, darle la espalda a este mundo
sombrío y descarnado! Pero esta época es la nuestra, y no podemos vivir
odiándonos. Ha caído así de bajo tanto por el exceso de sus virtudes como por
la grandeza de sus defectos. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene
de antiguo. ¿Qué virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su dueño muerto en
la batalla. Todo se ha perdido. Pero se reanuda el combate, ahora con Aquiles,
y la victoria llega al final, porque la amistad acaba de ser asesinada: la
amistad es una virtud.
La
ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites del mundo y del
hombre, el rostro amado, la belleza en fin, tal es el terreno en el que
volveremos a reunirnos con los griegos. En cierta manera, el sentido de la
historia de mañana no es aquel que se cree. Está en la lucha entre la creación
y la inquisición. Pese al precio que hayan de pagar los artistas por sus manos
vacías, se puede esperar su victoria. Una vez más, la filosofía de las
tinieblas se disparará por encima del mar destellante. ¡Oh pensamiento del
Mediterráneo! ¡La guerra de Troya se libra lejos de los campos de batalla!
También esta vez los terribles muros de la ciudad moderna caerán para entregar,
«alma serena como la calma de los mares», la belleza de Helena.
De El Verano, 1948.
Ruinas de Djémila
EL VIENTO DE DJÉMILA
2116 palabras
Hay
lugares en que el espíritu muere para que nazca una verdad que es su negación
misma. Cuando fui a Djémila había viento y sol, pero ésta es otra historia. Lo
que hay que decir primero, es que reinaba allí un gran silencio pesado y sin
quiebro —algo como el equilibrio de una balanza—. Gritos de pájaros, el
afelpado sonido de la flauta de tres huecos, un pisotear de cabras, rumores
venidos del cielo, eran otros tantos ruidos que formaban el silencio y la
desolación de esos lugares. De vez en cuando, un chasquido seco, un grito
agudo, señalaban el vuelo de un pájaro agazapado entre las piedras. Cada camino
seguido—senderos entre los restos de las casas, grandes rutas empedradas bajo
las columnas lucientes, inmenso foro entre el arco de triunfo y el templo en la
eminencia— conduce a los barrancos que, por todos lados, limitan a Djémila,
baraja abierta sobre un cielo sin límites. Y se encuentra uno allí,
reconcentrado, enfrentando a las piedras y al silencio, a medida que el día
avanza y crecen las montañas al tornarse violetas. Pero sopla el viento sobre
la meseta de Djémila. En esta gran confusión del viento y del sol que mezcla la
luz a las ruinas, algo se forja que da al hombre la medida de su identidad con
la soledad y el silencio de la ciudad muerta.
Se
necesita mucho tiempo para ir a Djémila. No es una ciudad en la que uno se
detenga y deje, luego, atrás. No lleva a parte alguna ni se abre sobre ningún
país. Es un lugar del que se regresa. La ciudad muerta se halla al término de
una larga ruta acordonada que parece prometerla en cada uno de sus recodos y se
antoja, por ello, tanto más larga. Cuando finalmente surge sobre una meseta de
apagados colores, sumida entre altas montañas, su esqueleto amarillo como un
bosque de osamentas, Djémila representa el símbolo de esa lección de amor y de
paciencia que es la única capaz de conducirnos al palpitante corazón del mundo.
Allí, entre unos pocos árboles, entre la hierba seca, se defiende con todas sus
montañas y con todas sus piedras, de la admiración vulgar, de lo pintoresco o
de los juegos de la esperanza.
Bajo
este esplendor árido vagamos toda la jornada. Poco a poco, el viento, apenas
sentido al comenzar la tarde, parecía crecer con las horas y henchir todo el
paisaje. Soplaba desde una brecha de las montañas, en el oriente remoto; acudía
desde el fondo del horizonte y venía a saltar en cascadas entre las piedras y
el sol. Sin pausa, silbaba vigorosamente a través de las ruinas, giraba en un
circo de piedras y tierra, bañaba los montones de virulosos bloques, rodeaba
con su soplo cada columna y venía a esparcirse en incesantes gritos sobre el
foro que se abría bajo el cielo. Me sentía chasquear en el viento como una
arboladura. Doblado por la cintura, ardidos los ojos, calcinados los labios, mi
piel se resecaba hasta no ser ya mía. Antes, descifraba con ella la escritura
del mundo. En ella trazaba los signos de su ternura y, su cólera, caldeándola
con su soplo estival o mordiéndola con sus dientes de escarcha. Pero tan
largamente frotado por el viento, sacudido desde hacía más de una hora,
aturdido de resistencia, perdía conciencia del dibujo, que mi cuerpo trazaba.
Como el guijarro barnizado por las marcas, estaba pulido por el viento, usado
hasta el alma. Comencé siendo un poco de esa fuerza según la cual flotaba; fui
luego mucho de ella; finalmente, ella misma, confundiendo el pulso de mi sangre
con los grandes golpes sonoros de ese corazón doquiera presente de la
naturaleza. El viento me moldeaba a imagen de la ardiente desnudez que me
rodeaba. Y su abrazo fugitivo me confería, piedra entre las piedras, la soledad
de una columna o de un olivo bajo el cielo de estío.
Ese
violento baño de sol y de viento agotaba todas mis fuerzas de vida. Apenas
había en mí ese batir de alas que aflora, esa vida que se queja, esa débil
rebelión del espíritu. Pronto, esparcido en las cuatro esquinas del mundo,
olvidadizo, de mí mismo olvidado, soy ese viento y, en el viento, esas columnas
y ese arco, esas losas que huelen a calor y esas montañas pálidas en torno a la
ciudad desierta. Y jamás sentí más hondamente, a la vez mi desasimiento de mí
mismo y mi presencia en el mundo.
Sí,
estoy presente. Y lo que en ese momento me sorprende, es que no puedo ir más
lejos. Como un prisionero a perpetuidad, y al que todo está presente. Pero también
como un hombre que mañana será igual, y todos los demás días. Pues para un
hombre, adquirir conciencia de su presente es no esperar ya nada. Si hay
paisajes que son estados de alma, son los paisajes más vulgares. Y a todo lo
largo de aquel país, seguía yo algo que no era mío sino de él, como un gusto de
la muerte que nos era común. Entre las columnas de sombras ora oblicuas, las
inquietudes se fundían en el aire como pájaros heridos. Y en su lugar, esta
lucidez árida. La inquietud nace del corazón de los vivos. Pero la calma
revestía este corazón viviente: he ahí toda mi clarividencia. A medida que
avanzaba la jornada y se sofocaban los ruidos y las luces bajo las cenizas que
descendían del cielo, abandonado de mí mismo, me sentí indefenso ante las lentas
fuerzas que en mí decían no.
Pocas
gentes comprenden que haya una repulsa, que nada tiene de común con el
renunciamiento. ¿Qué significan aquí las palabras porvenir, bienestar,
posición? ¿Qué significa el progreso del corazón? Si obstinadamente rechazo
todos los "después" del mundo, es porque también se trata de no
renunciar a mi riqueza presente. No me gusta creer que la muerte abre otra
vida. Para mí es una puerta cerrada. No digo que sea un paso que hay que dar;
sino que es una horrible y sucia aventura. Todo lo que se me propone, tiende a
descargar al hombre del peso de su propia vida. Y ante el pesado vuelo de los
grandes pájaros en el cielo de Djémila, lo que reclamo y obtengo es,
justamente, cierto peso de vida. Estar entero en esta pasión pasiva, y el resto
no me pertenece. Tengo en mí demasiada juventud para poder hablar de la muerte.
Pero me parece que, si debiera hacerlo, es aquí donde encontraría la palabra
exacta que dijese, entre el horror y el silencio, la certidumbre consciente de
una muerte sin esperanza.
Se
vive con algunas ideas familiares. Dos o tres. Al azar de los mundos y los
hombres que encontramos, se las pule, se las transforma. Se necesitan diez años
para tener una idea auténticamente propia, una idea de la que puede hablarse.
Naturalmente, esto es un poco desalentador. Pero con ello gana el hombre cierta
familiaridad con el hermoso rostro del mundo. Hasta ahora, lo veía frente a
frente. Necesita, luego, dar un paso de lado para mirar su perfil. Un hombre
joven mira al mundo frente a frente. No ha tenido tiempo para pulir la idea de
muerte o de nada, cuyo horror ha rumiado sin embargo. Tal debe ser la juventud:
dura confrontación con la muerte, terror físico del animal que ama al sol.
Contrariamente a lo que se dice, al menos a este respecto, la juventud no se hace
ilusiones. No ha tenido tiempo ni piedad para fabricárselas. E ignoro por qué,
frente a este paisaje de torrenteras, ante este grito de piedra, lúgubre y
solemne —Djémila, inhumana en la caída del sol—, ante esta muerte de la
esperanza y los colores, estaba seguro de que, llegados al final de una vida,
los hombres dignos de tal nombre deben reanudar esa confrontación, renegar de
las pocas ideas que fueron suyas y recuperar la inocencia y la verdad que
brilla en la mirada de los hombres antiguos enfrentados a su destino. Recuperan
su juventud, pero abrazando a la muerte. Nada más despreciable, a este
respecto, que la enfermedad. Es un remedio contra la muerte. Una preparación.
Un aprendizaje cuya primera etapa es el enternecimiento consigo mismo. Un apoyo
para el hombre en su gran esfuerzo por escapar a la certidumbre de morir todo
entero. Pero Djémila..., y siento entonces que el verdadero, el único progreso
de la civilización, aquel al que de tiempo en tiempo un hombre se vincula, es
el de crear muertos conscientes.
Lo
que siempre me sorprende es que mientras estamos dispuestos a sutilizar tantos
temas, seamos tan pobres en ideas sobre la muerte. Está bien o está mal. La
temo o la llamo —dicen—. Pero esto prueba también que todo lo que es sencillo
nos rebasa. ¿Qué es el azul y qué pensar del azul? Dificultad idéntica con
respecto a la muerte. De la muerte y los colores, no sabemos discutir. Y, sin
embargo, lo más importante es este hombre que está ante mí, pesado como la
tierra, y que prefigura mi porvenir. ¿Pero puedo pensar realmente en ello? Debo
morir —me digo—, pero esto nada quiere decir, pues no logro creerlo y sólo
puedo tener la experiencia de la muerte de los demás. He visto morir hombres.
He visto morir perros, sobre todo. Lo que me confundía era tocarlos. Pienso
entonces: flores, sonrisas, deseos de mujer, y comprendo que todo mi horror a
morir reside en mi celo por vivir. Tengo celos de quienes vivirán y para
quienes flores y deseos de mujer tendrán todo su sentido de carne y sangre. Soy
envidioso, porque amo demasiado la vida para no ser egoísta. ¡Qué me importa la
eternidad! Se puede estar ahí, tendido un día y oír que se nos dice: "Eres
fuerte y debo ser sincero contigo: puedo decirte que vas a morir"; estar
ahí, con toda su vida entre las manos, con todo su terror en las entrañas y una
mirada idiota.
¡Qué
significa el resto: oleadas de sangre vienen a batir mis sienes y me parece que
lo aplastaría todo en torno de mí! Pero los hombres mueren a pesar suyo, a
pesar de sus decorados. Se les dice: "Cuando estés sano...", y
mueren. Yo no quiero esto. Pues si hay días en que la naturaleza miente,
también los hay en que dice la verdad. ¡Djémila la dice esta noche, y con qué
triste insistente belleza! En cuanto a mí, ante este mundo no quiero mentir ni
que me mientan. Quiero llevar mi lucidez hasta el fin y contemplar la vida con
toda la profusión de mis celos y mi horror. En la misma medida en que me separo
del mundo, tengo miedo de la muerte; en la medida en que me vinculo a la suerte
de los hombres que viven, en vez de contemplar el cielo que dura. Crear muertos
conscientes es disminuir la distancia que nos separa del mundo y entrar sin
alegría en el cumplimiento, consciente de las exaltadoras imágenes de un mundo
para siempre perdido. Y el canto triste de los alcores de Djémila me hunde
todavía más en el alma la amargura de esta enseñanza.
Hacia
la noche, trepábamos las pendientes que llevan a la aldea, y, rehaciendo
nuestros pasos, escuchábamos las explicaciones: "Aquí se encuentra la
ciudad pagana; este barrio que surge de las tierras, es el de los cristianos.
Más tarde... “Sí, es verdad. Hombres y sociedades se sucedieron aquí; los
conquistadores marcaron esta Comarca con su civilización de suboficiales. Se
hacían una idea baja y ridícula de su grandeza y medían la de su Imperio por la
superficie que cubría. Lo milagroso es que las ruinas de su civilización sean
la negación misma de su ideal. Pues esta ciudad esqueleto, vista de tan alto en
la tarde agonizante y en los blancos vuelos de las palomas en torno al arco de
triunfo, no inscribía sobre el cielo los signos de la conquista y la ambición.
El mundo acaba siempre por vencer a la historia. De este gran grito de piedra
que Djémila lanza entre las montañas, el cielo y el silencio, conozco bien la poesía:
lucidez e indiferencia, les auténticos signos de la desesperación o de la
belleza. Se oprime el corazón ante esta grandeza que abandonamos ya. Djémila
queda tras de nosotros con el agua triste de su cielo, un canto de pájaro que
viene del otro lado de la meseta, repentinos y breves arroyos de cabras en los
flancos de las colinas y, en el crepúsculo laxo y sonoro, el viviente rostro de
un dios cornúpeto en el frontis de un altar.
Ruinas romanas Tipasa
BODAS EN TIPASA
2360 palabras
Tipasa es habitada en la primavera por los dioses y
los dioses hablan en el sol y en el olor de los ajenjos, en el mar acorazado de
plata y en el cielo azul crudo; en las ruinas cubiertas de flores y la luz en
gruesos bullones sobre las hacinas de piedra. A ciertas horas, la campiña
negrea de sol. Vanamente tratan de asir los ojos otra cosa que las gotas de luz
y de colores que tiemblan al borde de las pestañas. El olor voluminoso de las
plantas aromáticas, rae la garganta y sofoca en el calor enorme. Apenas si
puedo ver, al fondo del paisaje, la negra masa del Chenoua que echa raíces en
las colinas que rodean al pueblo y, con seguro y pesado ritmo, se sacude para
ir a acuclillarse en el mar.
Llegamos por el pueblo que ya se abre sobre la bahía.
Penetramos en un mundo amarillo y azul, acogidos por el suspiro odorífero y
acre de la tierra estival en Argelia. Por doquiera las buganvillas rosadas
rebosan de los muros de las quintas; en los jardines hay malvaviscos de un rojo
todavía pálido, profusión de rosas té y delicados setos de altos iris azules.
Todas las piedras queman. A la hora en que bajamos del autobús color de
ranúnculo, los carniceros hacen su ronda matinal en sus rojos carros y el
sonerío de sus
bocinas llama a los habitantes.
A la izquierda del puerto, una escalinata de secas
piedras lleva a la ruinas por entre lentiscos y retamas. El camino pasa frente
a un pequeño faro y penetra luego en campo abierto. Ya desde el pie del faro,
sordas plantas grasosas, de flores violetas, amarillas y rojas, descienden
hacia las primeras rocas que el mar chupa con un ruido de besos. De pie en el
viento ligero, bajo el sol que nos quema sólo un lado del rostro, miramos la
luz que desciende del cielo, el mar sin una arruga, y la sonrisa de sus dientes
lucientes. Antes de entrar en el reino de las ruinas, somos, por vez postrera,
espectadores. Al cabo de unos pasos, los ajenjos nos sofocan. Su lana gris
cubre las ruinas hasta donde la mirada alcanza. Su esencia fermenta bajo el
calor, y de la tierra al sol sube, por toda la extensión del mundo, un alcohol
generoso que hace vacilar al cielo. Marchamos al encuentro del amor y el deseo.
No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se le pide a la grandeza.
Fuera del sol, los besos y los perfumes silvestres, todo nos parece fútil. En
cuanto a mí, sólo busco estar a solas. A menudo vine a este sitio con aquellos
a quienes amo y en sus rasgos leía la clara sonrisa que aquí adquiere el rostro
del amor. A otros dejo el orden y la medida. El gran libertinaje de la naturaleza
y del mar me acapara totalmente. En estos esponsales de las ruinas y de la
primavera, las ruinas se han tornado piedras y, perdiendo la tersura impuesta por el hombre, han regresado a la naturaleza.
Que ha prodigado flores en el retorno de estas hijas pródigas. Entre las losas
del faro, el heliotropo asoma su cabeza redonda y blanca, y los rojos geranios
vierten su sangre sobre lo que fueran casas, templos y plazas públicas. A la
manera de esos hombres a quienes mucha ciencia hizo volver a Dios, muchos años
han hecho que retornen las ruinas a casa de su madre. Por fin las abandona hoy
su pasado, y nada las distrae ya de la fuerza profunda que las reintegra al
centro de las cosas que caen. ¡Cuántas horas pasadas aplastando los ajenjos,
acariciando las ruinas, tratando de acordar mi respiración a los suspiros
tumultuosos del mundo! Sumido en los salvajes olores y los conciertos de
insectos soñolientos, abro los ojos Y mi corazón a la grandeza insostenible de
este ciclo cargado de calor. No es tan fácil devenir lo que se es, recuperar la
propia, profunda, medida. Pero mirando el sólido espinazo del Chenoua, mi
corazón se apaciguaba en una extraña certidumbre. Aprendía a respirar y me
integraba y me realizaba. Ascendía, una tras otra, colinas que me
reservaban una recompensa distinta, como ese templo cuyas columnas miden el
curso del sol y desde el cual se ve al pueblo entero con sus muros blancos y
rosados y sus verdes barandas. Y también como esa basílica de la colina
oriental que conservó sus muros y en torno a la cual, en un gran radio, se
alinean los sarcófagos exhumados, casi todos apenas surgientes de la tierra de
la que todavía participan. Contuvieron cadáveres; por el momento, brotan de
ellos salvias y alelíes. La basñica Sainte-Salsa es cristiana; pero
cada vez que se mira por una grieta, la melodía del mundo llega hasta nosotros:
ribazos plantados de pinos y cipreses, o bien el mar que hace rodar sus perros
blancos a una veintena de metros. El alcor que soporta a Sainte-Salsa es plano
en su cima y el viento sopla más ampliamente a través de los pórticos. Bajo el
sol matinal, una gran dicha se mece en el espacio.
Bien pobres son los que necesitan mitos. Aquí los
dioses sirven de lecho o de hito al curso de los días. Describo y digo:
"He aquí esto que es rojo, que es azul, que es verde. Estos son el mar, la
montaña, las flores". Y ¿qué necesidad tengo de hablar de Dionisos para
decir que me gusta aplastar bajo mis narices las drupas de lentisco? ¿Fue, en
verdad, dedicado a Deméter ese antiguo himno que más tarde recordaré sin
esfuerzo: "Dichoso aquel entre los vivos de la tierra que vio estas
cosas"? Ver, y ver sobre la tierra, ¿cómo olvidar la lección? En los
misterios de Eleusis, bastaba contemplar. Aquí mismo, sé que nunca me
aproximaré suficientemente al mundo. Necesito estar desnudo y hundirme luego en
el mar, perfumado
todavía por las esencias de la tierra, lavarlas en él
y atar sobre mi piel el abrazo por el cual suspiran, labio a labio, desde hace
tiempo, la tierra y el mar. Inmerso en el agua, sobrevienen el escalofrío, la
subienda de una liga fría y opaca; la zambullida, luego, con el zumbido de los
oídos, la nariz manante y la boca amarga —nadar: sacar del mar los brazos
barnizados de agua para que se doren al sol y sumirlos de nuevo en una torsión
de todos los músculos; el curso del agua sobre mi cuerpo, esa tumultuosa
posesión de la onda por mis piernas— y la ausencia de horizonte. En la playa,
es la caída sobre la arena, abandonado al mundo, de vuelta a mi peso de carne y
huesos, embrutecido de sol, teniendo, de vez en cuando, una mirada para mis brazos en donde las
charcas de piel seca descubren, al deslizarse al agua, el vello rubio y el
polvillo de sal.
Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar
sin medida. Sólo hay un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es
también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el
mar. Dentro de un momento, cuando me arroje a los ajenjos para hacerme entrar
su perfume en el cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de
realizar una verdad que es la del sol y será también la de mi muerte. En cierto
sentido, lo que aquí juego es mi vida, un sabor a piedra ardiente, llena de los
suspiros del mar y las cigarras que comienzan a cantar ahora. La brisa es
fresca y es azul el cielo. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella
libremente: pues me da el orgullo de mi condición humana. A menudo me han dicho, sin embargo, que no hay
de qué gloriarse. Sí, hay de qué: este sol, este mar, mi corazón que brinca de
juventud, mi cuerpo con sabor a sal, la inmensa decoración en que la ternura y
la gloria se dan cita en el amarillo y el azul. A conquistar esto debo aplicar
mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja intacto, nada mío abandono, ninguna
máscara reviso: me basta aprender pacientemente la difícil ciencia de vivir,
que bien vale el saber vivir de los demás.
Poco antes del mediodía regresábamos por entre las
ruinas hacia un pequeño café a la linde del puerto. ¡Resonante la cabeza con
los címbalos del sol y los colores, qué fresca bienvenida la de la sala plena
de sombra, del gran vaso de verde y yerta menta! Afuera está el mar y la ruta
ardiente de polvo. Sentado a la mesa, trato de asir entre mis batientes
pestañas el deslumbramiento multicolor del cielo blanco de calor. Húmedo el
rostro de sudor pero fresco el cuerpo bajo la ligera tela que nos viste,
exhibimos todo el feliz cansancio de un día de bodas con el mundo.
Se come mal en este café, pero hay muchas frutas
—sobre todo, esos melocotones que se comen a dentelladas, de manera que el jugo
se desliza por la barbilla—. Cerrados los dientes sobre el fruto, oigo subir
hasta mis oídos las grandes oleadas de la sangre y miro todo ávidamente. Sobre
el mar, el silencio enorme del mediodía. Todo ser bello tiene el orgullo
natural de su belleza y hoy el mundo deja que su orgullo rezume por todas
partes. ¿Por qué negar ante él la alegría de vivir si no puedo encerrarlo todo
en la alegría de vivir? En ser feliz no hay vergüenza. Pero hoy, el imbécil es
rey, y llamo imbécil al que teme gozar. Se nos ha hablado tanto de orgullo:
"¡Sabéis, es el pecado de Satanás! ¡Desconfiad —se nos grita—: os
perderéis! Y con vosotros, vuestras fuerzas vivas". Más tarde he sabido,
en efecto, que cierto orgullo... Pero, en otros momentos, no puedo dejar de
reivindicar el orgullo de vivir que el mundo entero conspira a darme. En
Tipasa, el ver equivale a creer y no me obstino en negar lo que pueden tocar
mis manos y acariciar mis ojos. No siento la necesidad de hacer de ello una
obra de arte, pero sí de contar lo que es diferente. Tipasa se me antoja como
esos personajes que describimos para expresar indirectamente una opinión sobre
el mundo. Como ellos, da testimonio; y lo da virilmente. Ella es hoy mi
personaje, y me parece que acariciándola, mi embriaguez no tendrá fin. Hay un
tiempo para vivir y un tiempo para testimoniar la vida. Hay también un tiempo
para crear, lo que es menos natural. Me basta vivir con todo mi cuerpo y
testimoniar con todo mi corazón. Vivir a Tipasa, testimoniar, y la obra de arte
vendrá luego. Hay en esto una libertad.
Nunca permanecí en Tipasa más de un día. Siempre llega
un momento en que se ha visto demasiado un paisaje, lo mismo que se necesita
largo tiempo antes de verlo bastante. Las montañas, el cielo, el mar son como
rostros cuya aridez y esplendor se descubren a fuerza de mirar en vez de ver.
Pero, para ser elocuente, todo rostro debe sufrir cierra renovación. Y se queja
uno de fatigarse demasiado pronto, cuando debería admirarse de que el mundo nos
parezca nuevo por haber sido solamente olvidado.
Hacia la noche, volví a una parte del parque más
ordenada, dispuesta en forma de jardín al borde de la carretera nacional. Al
salir del tumulto de los perfumes y el sol, en el aire refrescado ahora por el
atardecer, el espíritu se sosegaba, el distendido cuerpo saboreaba el silencio
interior que nace del amor satisfecho. Me había sentado en una banca. Por
encima de mí, un granado dejaba pender los botones de sus flores, cerrados y
asurcados como pequeños puños que contuviesen toda la esperanza de la
primavera. Tras de mí crecía el romero y solamente percibía su perfume de
alcohol. Los alcores se enmarcaban entre los árboles y, más lejos aún, una orla
de mar sobre la cual el cielo, como una vela al pairo, reposaba con toda su
ternura. Tenía en el corazón una extraña alegría, la misma que nace de una
conciencia tranquila. Hay un sentimiento que conocen los actores cuando tienen
conciencia de haber desempañado bien su papel; es decir en el sentido más
preciso, de haber hecho coincidir sus gestos con los del personaje ideal que
encarnan, de haber entrado en cierto modo dentro de un dibujo ejecutado de
antemano y que repentinamente han hecho vivir y palpitar en su propio corazón.
Esto era precisamente lo que yo sentía: había desempeñado bien mi papel. Había
hecho mi oficio de hombre y el haber conocido la dicha durante todo un largo día no me parecía un
logro excepcional, sino el emocionado cumplimiento de una condición que, en
ciertas circunstancias, nos crea el deber de ser felices. Entonces encontramos
una soledad, pero esta vez en la satisfacción.
Los árboles se habían poblado de pájaros. La tierra
suspiraba lentamente antes de entrar en la sombra. Dentro de un momento, con la
primera estrella, caerá la noche sobre la escena del mundo. Los
resplandecientes dioses del día tornarán a su muerte cotidiana. Pero otros
dioses vendrán. Y para ser más sombríos, sus asolados rostros habrán nacido en
el corazón de la tierra. Ahora, al menos, la incesante eclosión de las olas
sobre la arena me llegaba a través de todo un espacio en el que danzaba un
polen dorado. Mar, campiña, silencio, perfumes de esta tierra, me henchían de
una vida odorante y mordía en el fruto, dorado ya, del mundo, conturbado al
sentir su jugo dulce y fuerte deslizarse a lo largo de mis labios. No, no era
yo quien contaba, ni el mundo, sino el acuerdo y el silencio que de él a mi
hacía nacer el amor. Amor que no tenía yo la debilidad de reivindicar para mí
solo, consciente y orgulloso de compartirlo con toda una raza, nacida del sol y
del mar, viva y sápida, que extrae su grandeza de su sencillez y, de pie sobre las
playas, dirige su sonrisa cómplice a la sonrisa luciente de sus cielos.
Créditos
Ilustraciones
Todas las fotos de Camus son
de Albert Camus, soledad por la libertad,
con base al libro de fotografías 'Albert
Camus, solitario y solidario’, de Catherine Camus. Publicadas en sección
cultura, Diario El País, 6 NOV 2013; salvo la de
Camus en la playa |
Foto: Plataforma Editorial y Camus leyendo de Wikipedia.
Las demás fotos de los textos son de Google Imagen
Textos y
traducciones*
LOS
ALMENDROS traducción de Alberto Luis Bixio, El Verano Bodas,
Albert Camus, Colección Índice, Sur, Argentina.
BODAS EN
TIPASA, traducción Jorge Zalamea, El Verano Bodas, Albert
Camus, Colección Índice, Sur, Argentina.
EL VIENTO DE DJÉMILA, traducción Jorge Zalamea, El Verano Bodas, Albert Camus,
Colección Índice, Sur, Argentina.
*Las traducciones de El destierro de Helena y Pequeña
guía para ciudades sin pasado, las obtuvimos en internet, las cotéjanos con
la versiones del libro El Verano Bodas cuyos traductores son Alberto Luis Bixio (Verano)
y Jorge Zalamea (Bodas). Sin embargo no coinciden, es decir son otras
versiones, lamentablemente en las fuentes utilizadas no consignan el nombre de
los traductores por lo que nosotros
tampoco pudimos acreditarlos