En un día de verano,
hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la
orilla de un arroyo y se puso a adivinar el futuro en el caparazón de una
tortuga. El calor y el murmullo del agua, sin embargo, pronto hicieron vagar
sus pensamientos. Olvidándose poco a poco de las manchas en la concha de
tortuga. Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese
momento. “Como las hondas de este arroyuelo –pensó--, así corre el tiempo. Este
pequeño cauce crece al fluir; pronto se convierte en gran caudal hasta que
desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las
nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y luego desciende otra vez
convertido en este mismo arroyo…” Éste era, más o menos, el curso de sus ideas
y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en
torno al sol, la traslación de los demás astros y la rotación propia de la
galaxia y del mundo: “¡Bah! –exclamó--, este modo de pensar en las estrellas me
aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que son el centro inmóvil y el eje
en torno al que giran todas las humanidades que existen…” Y al pensar en los
hombres volvió a pensar en la historia. Desentrañó, como si estuvieran grabados
en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos futuros, las
guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo
largo de los milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes
naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes
de caer a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades habitadas
por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para
confundirse con la ruina y la escoria de las generaciones. Una de estas
ciudades entre todas las que existían en ese porvenir imaginado por Pao Cheng
llamó poderosamente su atención; su divagación se hizo más precisa en cuanto a
los detalles que la componían, como si esa ciudad encerrara el enigma
directamente relacionado con su persona. Aguzó la mirada interior y trató de
penetrar todos los accidentes de esa topografía increada. La fuerza de su
imaginación era tan grande que se sentía caminar por sus calles; levantaba la
vista azorado ante la grandeza de las construcciones y la belleza de los
monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose con sus
habitantes ataviados con extraña vestiduras y que hablaban una lengua
lentísima, incomprensible, hasta que, de pronto, se detuvo ante una casa en
cuya fachada parecían estar inscritos los signos de un misterio que lo atraía
irresistiblemente. Por una de las ventanas del edificio pudo vislumbrar un
hombre que estaba escribiendo. En ese momento Pao Cheng sintió que allí pasaba
algo que le interesaba íntimamente. Cerró los ojos y acariciándose la frente
perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató de penetrar con el
pensamiento en el interior de esa habitación en la que el hombre estaba
escribiendo. Por un esfuerzo de la imaginación se elevó del pavimento y cruzó
el reborde de la ventana que estaba abierta, por la que se colaba una brisa
fresca que hacía temblar la cuartillas, cubiertas de incomprensibles
caracteres, que yacían apiladas sobre la mesa. Conteniendo la respiración, Pao
Cheng se acercó al hombre cautelosamente y se asomó por encima de sus hombros.
El hombre no hubiera notado su presencia pues parecía absorto en su tarea de
cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo significado todavía
escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en cuando el hombre se detenía,
miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco que ardía
en un extremo y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boa y por las
narices; luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas que yacían en
desorden. Comenzó a descifrar las palabras que estaban escritas en ellas y su
rostro se nubló. Un escalofrío de terror cruzó, como la reptación de una
serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. “Este hombre está escribiendo un
cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las
cuartillas. “El cuento se llama La historia según Pao Cheng y trata de un
filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se
puso a pensar en…” “¡Luego yo soy el recuerdo de ese hombre y si es hombre me
olvida moriré!...”
El hombre, no bien
había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se
detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la
boca su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de
lluvia. Comprendió en ese momento que se había condenado a sí mismo, para toda
la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su
personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao
Cheng, también desaparecía.
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