Grandes cuentos del siglo XX. Encender una hoguera por Jack London. Post Plaza de las palabras.





Plaza de las palabras presenta en su sección  Grandes cuentos del siglo XX., el cuento Encender una hoguera. To Build a Fire  de Jack London.  (1876-1916),​ escritor, novelista, periodista, amante del boxeo, marinero, pendenciero, aventurero, socialista  y precursor comercial de las revistas de ficción y de la ciencia ficción. Pertenece a esa estirpe de hombres  que pasan por diferentes actividades y terminan emprendiendo viajes temerarios. Del  tipo de Henry Melville o Joseph Conrad. Escritores que se internaron en lo profundo de selvas y navegaron por tormentosos mares. Para luego volcar su experiencia viajera en sus narraciones. Jack London, quien se formo solo, leyendo en la biblioteca publica de su pueblo. A la temprana edad de 21 años, seducido por la fiebre de oro, Gold Rush de  1894, emprendió un viaje de 2100 kilómetros a Klondike, región del  río  Yukón,  hasta internarse en Alaska. Viaje que casi le cuesta la vida, y del cual regreso igual de pobre. Pero que se trajo un pedazo de vida congelada,  que con el calor de california, deshielo para ambientar sus novelas de aventuras. Conocido, sobretodo por sus novelas Colmillo Blanco, White Fang, (1906) y  El llamado de la selva, The Call of the Wild (1902)  autor prolífico,que incursiono además de sus novelas y cuentos, en  relatos autobiográficos, memorias, ensayos políticos, y hasta en  teatro. No obstante, Jack London es más conocido por sus novelas de aventuras, algunas de las cuales fueron llevadas a la gran pantalla;  que por sus cuentos. Aunque sus mejores cuentos no desmerecen lo mejor del género. Y algunos de ellos pueden ser puestos a la par de los mejores cuentos  norteamericanos. 

El cuento Encender una hoguera, es considerado el mejor cuento de Jack London. Escrito en 1902, por encargo de la  revista juvenil, Youth Companion, versión que pocos años después mejoro, dotándola de mas realismo. Publicado nuevamente como parte de la colección Lost Face (1910).  Cuento cuya atmósfera, tiene la eficacia donde la ambientación es  fundamental, valga el caso, El hotel azul de Stephen Crane.  Narración sobre un Hotelito en  Nebraska,   a la salida del bar del hotel, donde entre la ventisca de nieve y el frió, dos  hombres se baten a muerte.  O el cuento “Un río con dos corazones” de Hemingway. O para entrar en el  terreno de la novela, otra atmósfera inmediata y  devoradora de hombres, infestada de horror y mosquitos, de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.  En London tenemos una atmósfera eficaz de  geografía cruda y congelante  del  Yukón, que destila un naturalismo realista, pero dramático.  Donde el hombre intenta sobrevivir contra todas las apuestas de las inclemencias del tiempo. Paisaje en que emergen como pedazos de hielo: la soledad, el egoísmo, la muerte.  Cuento magistral, dosificado y minimalista. No describe, –salvo ciertas ocasiones–  el paisaje, sino lo que estrictamente circunda al protagonista del cuento. Trabaja en espacios reducidos, fiel al detalle necesario. para evolucionar los movimientos y pensamientos del protagonista.  Es como si una cámara le estuviera filmando únicamente sus movimientos. Narrado en tercera persona por un narrador a quien a cada paso, sin escatimar los detalles pertinentes, nos lleva de la mano por esa estepa de hielo. En dónde el personaje principal que no tiene nombre, va acompañado por un fiel perro-lobo que tampoco tiene nombre. Ambos se ven envueltos por un  tercer personaje, que si tiene nombre: el fríofrío inhumano  a 60 grados centígrados bajo cero. De esos fríos, que seguramente, no solo congelan los pies y las manos, sino también el alma y el pensamiento. En definitiva la trama del cuento es sencilla y sin vueltas. Es el recorrido de un hombre indeterminado que emprende una travesía incierta, para detectar posibles campos madereros, viaje temerario que emprende pese a las advertencias del clima y de los conocedores del lugar.

Dice London:  “ Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación”.

 Ya en marcha hombre perseguido por el frío, se debate en sus arrestos físicos y mentales por llegar a una estación y encontrar lo único que necesita de la  civilización: abrigo del frio  para proteger  el cuerpo y una buena sopa caliente para calentar el alma.  Pero para  alcanzar ese punto de feliz término, solo depende de mantener el calor de su cuerpo, y para ello solo cuenta con unas galletas, un perro-lobo  y unas cerillas para encender una hoguera.




  

ENCENDER UNA HOGUERA

Jack London

El día amaneció extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero esto no preocupaba al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo radiante y sabía que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un poco por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en seguida.
El viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un metro de espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente densa. La superficie helada del río era de una blancura deslumbrante y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las presiones contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura, fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una isla cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte, siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de abetos igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino principal que, después de recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson, tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas del mar de Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la saliva crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se había producido en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al ramal izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había dado un rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon. Llegaría al campamento a las seis; un poco después del atardecer ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo. Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su piel. Era la única manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad, contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía. Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último trineo, y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos, pues a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada, excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina, que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro, naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los termómetros. Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre. Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano. Parecía estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve y se habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos, que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia. A consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el ámbar, se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en mil pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía importancia. Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país los aficionados a mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile, supo que se habían registrado de cuarenta y seis a cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus talones, con la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el viajero siguió la marcha por el lecho del río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían claramente, pero más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos hombres que habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente. Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que aparecía con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto, siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su barba ambarina.
De vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja. Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara, apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después la punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le helarían también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no haberse cubierto la nariz con una de aquellas tiras que llevaba Bud cuando hacía mucho frío. Con esta protección habría resguardado también sus mejillas. Pero, en realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas? Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones graves.
Por vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso del riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies. Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en aquel invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos, las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le llegaba a la cintura.
De aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies cuando la temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo tan molesto como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría una demora, pues se vería obligado a detenerse con objeto de encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los mocasines y los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos. Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la conclusión de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un momento, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda, pisando cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por hora. En las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas fosas invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas ocultas formaba una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin embargo, por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara delante. El animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó como una exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme. Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre se quedó pasmado al mirarlos.
Lanzando un gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a golpear furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el viajero a la confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba seguro de que se reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde. Se quitó la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar el paquete de galletas. No tardó más de quince segundos en realizar esta operación, pero este breve lapso fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie quedasen insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de nieve, para comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de hielo se lo impidió.
Se había olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos. También advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas! Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente, el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al notar que se apoderaba de él un agradable calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las crecidas de la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo con el mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo pudiera chamuscarse.
Cuando hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el ramal izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego. Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente, todos sus antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era el frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el perro sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y él había heredado aquel conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel momento era abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y esperar que un telón de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera intimidad entre el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo. En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado. En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y lisa hacía pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió. Pero no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó una maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello suponía una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para secarse los mocasines. La bajísima temperatura imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero también ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el núcleo de la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría que el fuego se apagase apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra un trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se inflamó con más facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la primera llama. Acto seguido, colocó la corteza encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve, arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar a correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la circulación de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies mojados y a punto de congelarse no vuelve a circular normalmente por efecto de una carrera cuando el termómetro marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido, tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo. Para encender el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno el impacto en aquella región desprotegida. Y entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro, y, como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora que se había detenido, el líquido vital se retiraba a lo más recóndito del organismo.
Las extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos del frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies, su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto, podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse frotado con nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego. Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello, se había salvado. Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las precauciones. Lo único que había que hacer era no perder la cabeza, y él no la había perdido. Cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las ramitas y le parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego, chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una capa de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta cerca de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados. Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin, comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo. Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió encender el fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba más fácil buscar las ramas entre la maleza para echarlas directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la más leve ráfaga de aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una vibración que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y también sobre la hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una fogata, sólo se veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito, sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera. Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro, no habría corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos dedos de los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de encender una nueva fogata le llevaría algún tiempo. Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar, sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo, trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera, esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo.
Trabajaba metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía que era el hombre el que había de proporcionarle el calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía. Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar por el tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con ella. En vano intentó cogerla. La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor, pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos. Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con las patas delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con sus dedos, sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera picazón fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le cayeron todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban a ambos lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo en su regazo, pero con ello no logró que las cosas mejorasen.
Tras una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo, pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas, que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir veinte veces el intento para lograr que el fósforo se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió de la cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales y llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla cayó en la nieve y se apagó.
«El veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede viajar».
Se golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los dientes y apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos insensibles, que pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez hubo sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque la inmovilidad del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar la sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y también por cierta sensación profunda que no llegaba a la superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante haz de cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre absorbían casi todo el calor.
Al fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya en la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes, y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo, lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente, pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo consiguió dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento. De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la hoguera había fracasado.
Miró con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro. El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose y levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las que descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en el cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que, sorprendido por una tempestad de nieve, mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus manos en el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un peligro que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó en él una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y bajando las patas delanteras.
Al ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él, insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a retroceder paso a paso. El hombre se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se sostenía sobre ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no podía notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de la sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo, él obedeció como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez más. Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse. Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros, se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad, tendiendo hacia él las orejas.
El hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos seguían insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué punto de su cuerpo procedía esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas las probabilidades a favor de la muerte.
Tal pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de espanto, presa de un terror que no había experimentado en su vida. Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los montones de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que si seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte, aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues la congelación de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado, que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le prestara atención, él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que no los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre ellos todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin establecer el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios mitológico experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra. Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó levantarse, pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía frío ni malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un agradable calorcillo se expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz, no sintió absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó, no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso, pero como volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose, emprendió de nuevo una loca carrera.
El perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió las patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente, con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en estos términos, sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la llegada de la muerte».
Le parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes mucho peores. Se imaginó a sus compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito, le pareció que estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole. El grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo tendido en la nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío… Después se acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda claridad, bien abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no había indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le extrañaba, porque era la primera vez que veía a un hombre sentado en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego. A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera. Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y danzaban en el helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote por la pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.





Enlaces al  cuento

Versiones en español 
Encender una hoguera


Versión ilustrada 

Versión en inglés
To build   a  Fire 

Novels and y short story collections 

Ilustraciones
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Libros esenciales: Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Post Plaza de las palabras.






“Conténtate con toda apariencia. Pero abandónala y no te des la vuelta”.

“El arte es todo lo contrario de las ideas generales; sólo describe lo individual, sólo propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica”.

“Toda construcción está hecha de restos y lo único nuevo en este mundo son las formas".

El libro de Monelle
Marcel Schwob

        Plaza de las palabras inicia una nueva sección dedicada al libro. Libros esenciales,  orientada al análisis  e influencia  de libros claves, en contexto de la literatura del siglo XX. Sección que siempre ira acompañada, a manera de ilustración,  de un fragmento o texto del libro reseñado. En esta ocasión presentamos Vidas imaginarias, del escritor francés Marcel Schwob. (1867-1905) Escritor, cuentista,  fabulador, crítico literario y poeta.  Estudioso de la obra de François Villon y traductor de Shakespeare, Defoe, Stevenson.  Lo apasionaba el estudio del argot de los bajos fondos de parís. Vidas Imaginarias si bien escrito en 1896, es un libro que todavía soporta un aliento de modernidad, y que por  sus repercusiones,  tuvo influencia en escritores tan disimiles; entre muchos otros,  tales como  J.L.Borges, Antonio Tabucchi, Roberto Bolaños y Georges Péret. Y en Hispanoamérica, fue muy valorado por la critica de México y la Argentina. Donde sentó  escuela entre escritores, críticos y traductores. El escritor mexicano Alfonso Reyes, cuyas obras Retratos reales e imaginarios (1919) y Junta de sombras (1944), están  muy en deuda con Schwob. En México la obra de Schwob  tuvo influencia entre otros,  en Julio  Torri, Juan José Arreola, Elena Poniatowska;   y en su momento fueron grandes promotores de su obra, los escritores José Emilio pacheco, Sergio Pitol y el traductor Rafael Cabrera.  

En argentina, J.L.Borges reconoció entre otras, la influencia que tuvo Vidas imaginarias en su libro Historia Universal de la Infamia. Un estilo que encontró su formato en esa aproximación entre  lo real histórico y lo imaginario de la historia, trasladado también al territorio inhóspito de  filosofía y la teológica.  Apretón de manos, que tantas veces Borges utilizo en sus cuentos y ensayos. Schwob, además de escribir a los 24 años su primer libro, Corazón doble, cuentos fantásticos influenciado por Poe.  El libro de Monelle (1894), libro  simbolista, y que algunos críticos consideran un manifiesto del simbolismo, corriente tan en boga a finales de siglo.  Pero sobretodo, Schwob es recordado y estimado por Vidas Imaginarias  y La Cruzada de los niños. Ambas escritas en 1896, cuando el escritor contaba apenas con 29 años. Sobre la segunda obra, es una evocación histórica del viaje de miles de niños franceses y alemanes, que se enrolaron en las cruzadas medievales, y cuyo destino  final era llegar a Jerusalén y liberar el Santo Sepulcro de las manos de los infieles. Peregrinación iniciática, tormentosa  e inconclusa.  El libro es narrado desde una polifonía de voces,  monólogos sucesivos de los mismos niños. Sobre ese pasaje  histórico y misterioso, hay además de la de Schwob, otra versión.  Las puertas del paraíso (1959), del escritor polaco, Jerzy Andrzejewski (1909- 1983) (1)  

Varios son los condimentos literarios claves de este sorprendente e imaginativo libro: Vidas imaginarias. El primero, es haber acercado dos líneas aparentemente divergentes y fundirlas en una historia imaginada: la línea histórica y la línea imaginaria. El libro está compuesto de 22 textos sobre igual número de personajes, todos históricos y reales.  Lo que concibe Schwob, respetando  la gran línea histórica, es imaginarse la historia. En que coinciden a partir del detalle intimo y único, las ideas generales de la historia y la individualidad de cada personaje. Retrato que saca a flote un rasgo dominante o un hecho distintivo del personaje seleccionado. La individualidad irrepetible de cada personaje histórico. Recurso valido para un escritor. En fin el autor no escribe como un historiador o un biógrafo en todo el sentido de las palabras, sino como un creador que desde la imaginación reconfigura lo histórico. Y redescubre al personaje fruto de su investigación y de la reflexión de su sujeto histórico.  Schwob en el prefacio de su obra,  manifiesta que el arte del biógrafo es la elección. Entre multitud de tales datos elige los que nutrirán su biografía. Lo que hace el biógrafo es narrar una existencia única.  Otra manera de ver una historia ya sabida, desde otra aproximación. El escritor se apoya en la línea objetiva y limitada del historiador, pero plasma su visión desde lo ilimitado de la imaginación. El historiador británico, Peter Burke, dijo alguna: vez, que “sin imaginación no se puede escribir  historia”. (2)

Pero también, existen las fuentes en que Schwob se atrinchero, además de admirar a sus compatriotas Víctor Hugo y Gustave Flaubert, de quien emuló su prosa relojera. Tuvo gran estima por las obras de Robert Luis Stevenson, especialmente de la obra  La isla del tesoro, aventura  que en su juventud lo cautivo, e hizo de Schwob,  un devoto seguidor de Stevenson. Fervor que  lo arrastro a emprender un peregrinaje hasta Samoa, donde estaba la tumba de Stevenson. Viaje tormentoso  y que casi le cuéstala vida. Aventura que reconvirtió en  Viaje a Samoa,  obra póstuma (2002), de carácter epistolar con su esposa la actriz Margarita Moreno. Además, recibe contenidos de los escritores, también ingleses: Thomas de Quincey, con El asesinato como una de las bellas artes,  y William Defoe, y sus historias infestadas de piratas.  En cuanto a sus fuentes directas de Vidas imaginarias,  José Emilio Pacheco señala algunas de sus posibles arranques, hay atisbos de ese mundo fraterno, en Vidas Paralelas de Plutarco,  Imagenery Portraits  of Walter Pater (1887), Heroidas de Ovidio, Vidas de las personas eminentes de Auvrey. En todo caso, venga de donde venga, esas joyas narrativas son un tejido producto de un hábil hilador, pero sobre todo de un gran artista.  

El segundo punto clave, es la prosa de Schwob: lucida, diáfana, y suficientemente fluida y precisa. Con el oficio de copista medieval, presenta su floritura personajes absolutamente creíbles y reales. Su prosa sigue un imaginario que tiene su arranque con    Flaubert.  Pasa siguiendo la línea hispanoamericana, a Alfonso Reyes, ese gran prosista de América, y es rematada por la notable prosa de J.L.Borges. Un tercer punto clave, es la mirada histórica de los personajes de Vidas imaginarias, considerando la vertiente abierta por los Anales de Francia (3), parte de un punto sencillo. La escuela francesa  de los Anales, vuelca y reivindica la historia de los sin historia. Ya el historiador norteamericano,  Lynn White (4), había adelantado una tesis similar. La historia no solo es de los grandes personajes, sino de la gente común. En Vidas imaginarias, va pasando una galería de personajes, lo mismo aparece un filósofo, que un borracho. Un  pirata desconocido que una prostituta. Una hechicera que un novelista. Un actor pendenciero, que un par de asesinos. Schwob  no hace distinciones y eleva al rango humano y subyugante a personajes olvidados. Le brinda al lector otro rostro desconocido, que estaba oculto entre una maraña de datos; o más allá de lo histórico. Precursor del anti héroe, porque muchos de sus personajes son eso, personajes pobres o fracasados. Con gran penetración sicológica, redescubre del detalle olvidado, pasado por alto, el carácter o hecho que mueve a los personajes.  Para  presentar un personaje literariamente  reciclado, sin perder ni un átomo de su verisimilitud histórica.

Finalmente, hay que destacar el formato biografía-cuento, un género que estaba en franca formación., y que su novedad radica en moldear lo diverso en una síntesis. Schwob, mismo lo dice en el prefacio a su obra: la  semejanza en la diversidad, como aspiraba Hokusai, el pintor japonés (5), a  quien Schwob cita.  Atraer por la brevedad y el tejido íntimo y envolvente de la trama. Las historias de Schwob no son una película, son una fotografía. Y tampoco son una pintura, sino un mosaico de singularidades. Desde el trabajo artesanal del escritor, es escribir sobre otra historia, o reescribir otra historia sobre otra. Suena a Gérard Genette, y su Palimpsestos. La escritura de grado dos. (1982). Si se habla de novelas historiadas, cabe también hablar de cuentos historiados. Schwob congrega lo mejor de la historia y lo mejor de la ficción. Parte de la idea central, ahora  tan aceptada,  que el conocimiento y la imaginación, no son excluyentes, sino dos elementos que juntos fabrican una nueva plasticidad de la realidad histórica. Elige como Leibniz lo mejor de ambos mundos. Y le resulta: un modelo de formato y un modelo de prosa. 
    
La obra de Schwob, si bien no es marginal, tampoco goza de una robusta presencia  mediática. Cae en ciertos momentos en el olvido. Schwob, fue un escritor  valorado en su tiempo, tuvo su culto entre los escritores más destacados de su época.  Amigo de Jules Renard  y Robert Louis Stevenson. El poeta francés Apollinare, lo llamó: “el    padre de una poesía distinta”.  Paul Válery, le dedicó The Sphynx; y Oscar Wilde, Introduction to the Method of Da Vinci. Uno de los hermanos Goncourt, una vez lo valoró,  como “el más maravilloso resucitador del pasado”. Pero en tramos del tiempo, su obra fue arrinconada. Se perdió en un vaivén de altas y bajas mareas. Su obra fue y es  muy conocida de escritores y críticos. Y aunque escribe sobre niños. La cruzada de los niños.  Y El libro de Monelle, prácticamente es un libro centrado en una niña. Y explora la fantasía histórica, Vidas imaginarias. No  obstante, son libros para adultos. Sus obras no alcanzaron  la popularidad mediática de El Principito de su coterráneo Antoine  de Saint–Exupéry,  ni  el de  Alicia en el país de las maravillas del inglés Lewis Carrol. Schwob  se presenta más como  un escritor para escritores, así como perviven  poetas que solo son leídos por otros poetas.  Ya lo decía Jorge Luis Borges, que los lectores de Schwob, formaban una sociedad secreta.

En Vidas imaginarias todos los personajes del libro son reales,  y sobre algunos de ellos hay  documentación histórica. Como fabulador de la historia,  Schwob nos presenta facetas que quizá no quedaron registradas, ausculta resquicios olvidados. Pone los acentos en otras palabras. Con la  habilidad de creador solo nos deja ver lo que él, mentalmente, ha pintado. Ilumina facetas y oscurece otras Pero como un diestro artista,  ve mas allá del  simple gesto biográfico de los personajes, aprehende lo qué los mueve. Y los  pone a andar con una prolijidad fina. Hay en esos retratos una historia que siempre trascurre fluidamente, desdoblándose sin perder la imagen original.  Nada falta y nada sobra.  El lector siempre sale victorioso. Y no con una biografía  muerta a sus espaldas,  sino que se renueva con una historia viva que puede echar a caminar por calles y plazas.    

Para este post hemos seleccionado tres de los  retratos del libro Vidas Imaginarias. El de  Lucrecio, (99 a. C.-c. 55 a. C.), poeta y filósofo, el de Paolo Uccello (1397-1475)  pintor renacentista, y el de la princesa india Pocahontas. (1595- 1617). Personajes sobre los cuales recaen algunas observaciones. 






Un poeta, un pintor y una princesa.

De Tito Caro Lucrecio ese gran poeta latino que escribió a partir de las doctrinas de Epicuro,  Rerun Natura, sobre la revolución de los átomos. Schwob, une y reconstruye la historia, la potencia, y la hace amigable al lector, porque lo hace desde el formato de un relato breve. Va reescribiendo la historia sobre la historia oficial. De tal  forma que la dimensiona, la va entrecruzando, logrando una maleabilidad nueva. George Santayana en su obra Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe. (6) Declara su impotencia de plasmar  el perfil  biográfico de Lucrecio, porque lo único que tenia mano era su poema, Rerum Natura.  De Lucrecio hay poquísimo datos biográficos, y los que rondan por ahí, podrían entrar en el territorio, siempre amplio y especulativo de la leyenda urbana. En lo que si coinciden las distintas fuentes históricas, es que Lucrecio enloqueció. Santayana citando a San Jerónimo, señala que enloqueció por un “filtro de amor”. Schwob encuentra otro hilo conductor, a ese  fatal enloquecimiento, que culmino con su muerte.  “Y por primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado, conoció la muerte.”

De Pablo Uccello, pintor florentino,  a pesar de haber sido alumno en el taller del escultor  Lorenzo Ghiberti,  era  por sus manías un outsider de la  cofradía de los pintores renacentistas. Giorgio Vasari, más conocido por su notable obra  Vida de los grandes artistas, que como pintor. Testimonia  de Pablo Uccello (El pajarero), que tenia la rara  afición a pintar pájaros en las paredes de su casa,  porque afirmaba que era muy pobre para tener mascotas. Pintaba también gatos, perros, y hubo en alguna de las paredes de su casa, una escena de dos leones en pelea que parecían estar vivos y a punto de saltar de las paredes.  Obsesionado con profundidad de la perspectiva, más que por sus obras, y seguramente impulsado por la obcecación a los puntos y las líneas, es precursor de pintores como Kandinsky, los supramatista rusos, y todos aquellos movimientos concentrados en las líneas y revuelcos de las formas geométricas. Pero también lo abatía como una bandada de pájaros dando vueltas en su cabeza,  ese ímpetu final  de la desintegración de las formas. Más que el abstraccionismo en sí, lo que Uccello buscaba con la destrucción de las formas era el origen. Búsqueda heroica, pero inútil.    Y es esa aventura a tientas, y  sin vislumbrar, que entre las formas difusas y las líneas perdidas, llego a tocar el texto pictórico de la fantasía.

Al contrario de lo que pensaba Vasari en el quatroccento, sobre el abuso de Uccello  en el estudio de la perspectiva. Habrá que acentuar, que reuniendo toda su experiencia, abordó diversos elementos compositivos, que de  haber pasado de la dispersión  a la unidad, plasmándolos juntos en una única tela o pintado en una pared.  Habría elevado su arte a una culminación inédita. Sus motivos ornamentales o figurativos adivinaban un impulso irrefrenable por la fantasía: volutas, círculos, y sus  esferas de setenta dos facetas semejantes a diamantes, encarados por espirales  y otros objetos raros.  Combinados con sus dibujos sobre seres acuáticos, y seres terrestres. Vigorizadas por sus  singulares composiciones de pájaros y peces de pluma, que le afirmaban  un dominio inmediato de lo irreal sobre lo real. A un paso de un umbral abierto a lo onírico. Pero también prefiguran un  embrionario escenario  surrealista. Todos los elementos imperiosos ya deambulaban  por ahí, como pájaros acabados de librarse de las paredes. Su uso de la perspectiva no era para las cosas reales, sino para las cosas inanimadas, abstractas y fantásticas.      

En Uccello toda su energía experimental y vanguardista se quedo intacta a nivel de estudio, en sus bocetos y  ejercicios de un Works  in progress. En sus obras reales y oficiosas  no hay pájaros, ni ese revuelo volcado del laberinto lineal. Sin embargo, asevera  Georgio Vasari, que Pablo Uccello, de haberse dedicado menos al estudio de la perspectiva, y más a las figuras y las líneas, habría sido el pintor “más delicioso y genial, después de Giotto”. Y Schwob, en su retrato de Pablo Uccello hace decir al escultor  Donatello "¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!".  


De Pocahontas, princesa del pueblo algonquino, nacida  en un territorio  de lo que ahora es el estado de Virginia, en el lejano 1595, cuando Virginia era una colonia inglesa. La vida de Pocahontas, es una historia  dramática, muy alejada de la  versión idealizada de Pocahontas, y  popularizada por Walt Disney. Su verdadero nombre era Matoaka, y su apodo, Pokahantesú, que en lengua algonquina significa “divertida”, y que los ingleses mudaron en Pocahontas. Según la leyenda se  enamora de un inglés, John Smith. Relación que dio origen múltiples hechos. Como que Pocahontas  le salvo  la vida. O que le anticipo una trampa que le pondría los algonquinos. Sin embargo desde lo amoroso la relación no fructifica.  Y tras su viaje a Inglaterra, se termina casando con otra inglés, John Rolfe.  Poco después se convierte al catolicismo, y recibe un nombre cristiano. Pocahontas por su paralelismo es una especie de malinche. Vida breve y amarga,  muere a los 21 años. Tras una  sucesión de sinsabores: trueques, desarraigo, desilusión amorosa. Fue enterrada en Inglaterra, su tumba aún hoy, sigue siendo desconocida. Dice Schwob de Pocahonta: “Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso nombre de Pocahontas.”


Vidas imaginarias

Marcel Schwob





LUCRECIO

Poeta

Lucrecio apareció en una gran familia que se había retirado lejos de la vida civil. Sus primeros días pasaron a la sombra del pórtico obscuro de una alta casa empinada en la montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Estuvo rodeado, desde la infancia, por el desprecio por la política y por los hombres. El noble Memio, que tenía su misma edad, sobrellevó, en el bosque, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los viejos árboles y espiaron el temblor de las hojas bajo el sol, como un velo verde de luz salpicado de manchas de oro. Contemplaron con frecuencia los lomos rayados de los chanchos salvajes que husmeaban el suelo. Atravesaron palpitantes cohetes de abejas y bandas movedizas de hormigas en marcha. Y un día alcanzaron, el salir de un soto, un claro totalmente rodeado por viejos alcornoques, asentados tan cerca uno de otro como que un círculo cavaba un pozo de azul en el cielo.  La quietud en aquel asilo era infinita. Se hubiese creído estar en un ancho camino claro que fuera hacia lo alto del aire divino. Allí, Lucrecio se sintió impresionado por la bendición de los espacios calmos. Abandonó con Memio el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma. El anciano gentilhombre que gobernaba la alta casa le dio un profesor griego y lo conminó a que no volviese sino cuando poseyera el arte de despreciar las acciones humanas. Lucrecio no lo volvió a ver más. Murió solitario, execrando el tumulto de la sociedad. Cuando Lucrecio volvió había con él en la alta casa vacía, en el atrio severo y entre los esclavos mudos, una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio estaba de regreso en la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las guerras de partidos y la corrupción política. Estaba enamorado. Y en un principio su vida fue encantada. La mujer africana apoyaba en los tapices de los muros la perfilada masa de sus cabellos. Todo su cuerpo se sumía largamente en los divanes. Rodeaba las cráteras llenas de vino espumoso con sus brazos cargados de esmeraldas translúcidas. Tenía una manera extraña de levantar un dedo y de sacudir la frente. Sus sonrisas tenían una fuente profunda y tenebrosa como los ríos de África. En vez de hilar la lana la deshacía pacientemente en pequeños copos que volaban alrededor de ella. Lucrecio deseaba ardientemente fundirse con ese hermoso cuerpo. Apretaba sus senos metálicos y pegaba su boca a sus labios de un violeta obscuro.
Las palabras de amor pasaron de uno a otro, fueron suspiradas, los hicieron reír y se gastaron. Tocaron el velo flexible y opaco que separa a los amantes. La voluptuosidad creció en furor y quiso cambiar de persona. Llegó hasta la extremidad aguda en que se expande alrededor de la carne, sin penetrar hasta las entrañas. La africana se acurrucó en su corazón extranjero. Lucrecio se desesperó al no poder consumar el amor. La mujer se tornó altanera, melancólica y silenciosa, parecida al atrio y a los esclavos. Lucrecio anduvo errabundo en la sala de los libros. Fue allí donde desplegó el rollo en el cual un escriba había copiado el tratado de Epicuro. En seguida comprendió la variedad de las cosas de este mundo y la inutilidad de esforzarse tras las ideas. El universo le pareció similar a los pequeños copos de lana que los dedos de la Africana desparramaban en las salas. Los racimos de abejas y las columnas de hormigas y el tejido movedizo de las hojas le parecieron agrupamientos de agrupamientos de átomos. Y en todo su cuerpo sintió un pueblo invisible y discorde, ansioso cor separarse. Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente carnosos y la imagen de la bella bárbara, un mosaico agradable y coloreado, y sintió que el fin del movimiento de esa infinitud era triste y vano. Así como había visto las facciones ensangrentadas de Roma, con sus tropeles de clientes armados e insultantes, contempló el torbellino de tropeles de átomos tintos en la misma sangre y que se disputan una obscura supremacía. Y vio que la disolución de la muerte sólo era la manumisión de esa turba turbulenta que se lanza hacia otros mil movimientos inútiles.
Ahora bien; cuando Lucrecio hubo sido así instruido por el rollo de papiro, en el cual las palabras griegas como los átomos del mundo estaban entretejidas las unas con las otras, salió hacia el bosque por el pórtico obscuro de la alta casa de los ancestros. Y vio el lomo de los chanchos rayados que tenían siempre el hocico dirigido hacia la tierra. Después, al atravesar el soto, se encontró de pronto en medio del templo sereno del bosque y sus ojos se sumergieron en el pozo azul del cielo. Y fue allí donde sentó su reposo. Desde allí contempló la inmensidad hormigueante del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de esas cosas diversas y su nacimiento y sus enfermedades y sus muertes. Y entre la muerte total y necesaria, percibió con claridad la muerte única de la Africana; y lloró. Sabía que las lágrimas provienen de un movimiento particular de las pequeñas glándulas que están debajo de los párpados, y que son agitadas por una procesión de átomos salida del corazón, cuando el propio corazón ha sido conmovido por la sucesión de imágenes coloreadas que se desprenden de la superficie del cuerpo de una mujer amada. Sabía que la causa del amor es la dilatación de los átomos que desean juntarse con otros átomos. Sabía que la tristeza que causa la muerte es la peor de las ilusiones terrenales, pues la muerta había dejado de ser desgraciada y de sufrir, en tanto que aquel que la lloraba se afligía por sus propios males y pensaba tenebrosamente en su propia muerte. Sabía que no queda de nosotros ninguna doble apariencia para derramar lágrimas sobre su propio cadáver tendido a sus pies. Pero, como conocía exactamente la tristeza y el amor y la muerte y sabía que son vanas imágenes cuando se las contempla desde el espacio calmo donde hay que encerrarse, continuó llorando, y deseando el amor, y temiendo la muerte. Por esto fue que habiendo vuelto a la alta y sombría casa de los ancestros, se acercó a la bella Africana, quien cocía un brebaje en un recipiente de metal en un brasero. Porque ella también había pensado, por su parte, y sus pensamientos se habían remontado a la fuente misteriosa de su sonrisa. Lucrecio miró el brebaje todavía hirviente. Este se aclaró poco a Poco y se volvió parecido a un cielo turbio y verde. J la bella Africana sacudió la frente y levantó un dedo. Entonces Lucrecio bebió el filtro. E inmediatamente después su razón desapareció, y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y por primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado, conoció la muerte.


PAOLO UCCELLO

Pintor

Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón. Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía: "¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!".
Pero el Pájaro continuaba su obra paciente y agrupaba los círculos y dividía los ángulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretación de los problemas de Euclides a su amigo el matemático Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubría sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y cómo las bóvedas cerraban en sus claves, y la reducción en abanico de las vigas de techo que parecía unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba también todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas simples. Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y órganos y que escudriñaba su fusión en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, con el propósito de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal.
Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Ucello estaba más orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello. Así vivía el Pájaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía y se parecía por entero a un ermitaño. Y sucedió que en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un día a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran elásticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Uccello. Él notó la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya. Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar líneas derechas y líneas arqueadas a mirar la tierna figura que se tendía hacia él. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dormía, después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. A la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar; quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccelle parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas. A todo esto no había nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, así como no había sabido si estaba viva. Pero arrojó sus nuevas formas entre todas aquellas que había reunido.
El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía más sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los OÍOS. Debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó: "¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!". El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas. Y algunos años más tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro


POCAHONTAS

Princesa

Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones. En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas. Al principio fueron recibidos con gran ceremonia. Un sacerdote salvaje tocó ante ellos una flauta de caña; alrededor de sus cabellos anudados llevaba una corona de pelos de gamo teñida de rojo y abierta como una rosa. Su cuerpo estaba pintado de carmesí, su rostro de azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata nativa. Así, con la faz impasible, se sentó en una estera y fumó una pipa de tabaco. Después otros se alinearon en columnas de a cuatro, pintados de negro y de rojo y de blanco y algunos por mitades, cantando y bailando delante de su ídolo Oki, hecho con pieles de serpientes rellenas de musgo y adornadas con cadenas de cobre.
Pero pocos días después, cuando el capitán Smith exploraba el río en una canoa, fue de pronto asaltado y maniatado. Lo llevaron en medio de terribles alaridos a una casa larga donde lo custodiaron cuarenta salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de rojo y sus rostros negros cruzados por dos grandes franjas blancas, circundaron por dos veces el fuego de la casa de guardia con un reguero de harina y de granos de trigo. En Vidas imaginarias seguida John Smith fue conducido a la choza del rey. Powhatan vestía su manto de pieles y aquellos que estaban alrededor de él tenían los cabellos adornados con plumas de pájaro. Una mujer llevó al capitán agua para lavarle las manos y otra se las secó con un manojo de plumas. Mientras tanto, dos gigantes rojos depositaron dos piedras planas a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano, como señal de que John Smith iba a ser acostado en esas piedras y que se le aplastaría la cabeza a mazazos. Pocahontas tenía apenas doce años y sacaba tímidamente la cabeza por entre los consejeros pintarrajeados. Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso su cabeza contra la mejilla de éste. John Smith tenía veintinueve años. Tenía grandes bigotes enhiestos, la barba en abanico y su rostro era aguileño. Se le dijo que el nombre de la muchachita del rey, que le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero no era su verdadero nombre. El rey Powhatan hizo las paces con John Smith y lo puso en libertad. Un año más tarde el capitán Smith acampaba con su tropa en la selva fluvial. La noche era densa; una lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente, Pocahontas tocó el hombro del capitán. Había atravesado, sola, las espantosas tinieblas de los bosques. Le susurró que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos cuando estuvieran comiendo. Le suplicó que huyera si quería salvar su vida. El capitán Smith le ofreció abalorios y cintas; pero ella lloró y respondió que no se atrevía. Y huyó, sola, por el bosque. Al año siguiente, el capitán Smith cayó en desgracia con los colonos y, en 1609, lo embarcaron para Inglaterra. Allí compuso libros sobre Virginia, en los cuales explicaba la situación de los colonos y contaba sus aventuras. Hacia 1612, un cierto capitán Argall, que había ido a comerciar con los potomacs (que era el pueblo del rey Powhatan) raptó por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró en un navío como rehén. El rey, su padre, se indignó, pero no le fue devuelta. Así languideció prisionera hasta el día en que un gentil hombre de buena presencia, John Rolfe, se prendó de ella y la desposó. Fueron casados en abril de 1613. Dicen que Pocahontas confesó su amor a uno de sus hermanos, que fue a verla. Llegó a Inglaterra en el mes de junio de 1616, donde despertó, entre la gente de la sociedad, gran curiosidad por visitarla. La buena reina Ana la acogió con ternura y mandó que se grabara su retrato. El capitán John Smith, que estaba a punto de partir otra vez para Virginia, fue a rendirle pleitesía antes de embarcarse. No la había visto desde 1608. Ahora tenía veintidós años. Cuando él entró, ella volvió la cabeza y ocultó el rostro, no respondió a su marido ni a sus amigos y  permaneció sola durante dos o tres horas. Después preguntó por el capitán. Entonces alzó los ojos y le dijo:
–Usted le había prometido a Powhatan que todo lo suyo sería de él y él hizo lo mismo;
extranjero en su patria, lo llamaba padre; por ser yo extranjera en la suva, lo llamaré así.
El capitán Smith arguyó razones de protocolo, pues ella era hija de rey.
Ella continuó:
–Usted no tuvo miedo de ir al país de mi padre y lo asustó, a él y a toda su gente, pero
no a mí. ¿Tendrá miedo, acaso, de que aquí lo llame padre mío? Le diré padre mío y
usted me dirá hija mía, y yo seré para siempre de la misma patria que usted. Allá me
habían dicho que usted había muerto. . .
Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso nombre de Pocahontas.
John Smith partió para Virginia y nunca más volvió a ver a Matoaka. Ella cayó enferma en Gravesend, a comienzos del año siguiente, empalideció y murió. Aún no tenía veintitrés años.
Su retrato está orlado por este exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissími  príncipis Powahatami imperatoris Virginie. La pobre Matoaka tenía un sombrero de fieltro, alto, con dos guirnaldas de perlas; una gran gorguera de encaje tieso y llevaba un abanico de pluma. Tenía el rostro afinado, los pómulos salientes y grandes ojos dulces.

Bibliografía

Marcel Schwob, Vidas imaginarias. La cruzada de los niños. Prólogo de José Emilio Pacheco. Traducción de Rafael Cabrera. Editorial Porrúa. Tercera edición, México, 1991

Notas bibliográficas

1. Plaza de las palabras reprodujo  el ensayó Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, de la escritora y poeta  hondureña Rebeca Becerra. 

. https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2013/10/las-puertas-del-paraiso.html


2. Plaza de las palabras reprodujo la entrevista de  Berta Ares   al historiador británico Peter Burke, (1937), especialista en historia de la cultura moderna,  Revista de Letras, Buenos Aires febrero de 2013.


3. Anales de Francia. Escuela historiográfica originada  en Estrasburgo, Francia  por la década de los 30, conducida por M.Bloch.  Y entre cuyos discípulos, se cuenta con el historiador Ferdinand Braudel. Escuela orientada  al estudio histórico desde los procesos y las estructuras. Su abanico temático abarca una amplia gama de sujetos históricos, entre ellos el estudio de los fenómenos sociales,  la cultura y   las  mentalidades. Lleva su nombre por la revista Anales de historia económica y social, Annals.

4. Lynn White (1907-1987), profesor de historia medieval de las universidades de Princeton y de Stanford. Discípulo de M.Bloch, planteo el concepto de subhistoria. Su obra esta centrada en el estudio de la tecnología medieval y el cambio social. También ha estudiado  las raíces histórica de la crisis ecológica. La comprensión de la historia. Centro Editorial  Colección Siglo XX, 1989.

5. Katsushika Hokusai (1760-1849), pintor y grabador japonés. Su pintura es denominada “pintura del mundo flotante”. Su obras son muy conocidas, por la serie de pinturas del Monte Fuji, especialmente es muy famosa,  La gran ola de Kanagama, que se ha convertido en un icono del arte moderno.

6. Plaza de las palabras dedico un post al libro Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, y Goethe, del filósofo norteamericano George Santayana.



Créditos

Enlaces a obras de Marcel Schwob

Vidas imaginarias



Créditos de las
Ilustraciones

Composición I con base a fotos de Wikipedia. Plaza de las palabras.
Composición II con base a fotos de Wikipedia. Plaza de las palabras.
Foto de Lucrecio, busto, Wikipedia  
 Pablo Ucello retrato siglo XVI, museo del Louvre, Wikipedia  
Pocahonta, Londres   retrato (1616 ) por Simón van der Meer. Wikipedia.

Composiciónon III con base a fotografías de Wikipedia. Plaza de las palabras.