Plaza de las palabras presenta una selección de textos de Mario A. Membreño Cedillo, de su obra MINIATURAS: ALFONSINA, MICRORRELATOS Y OTROS TEXTOS. Obra dividida en tres partes, la primera Alfonsina, que contiene un cuento experimental, de la cual algunos capítulos ya han sido publicados en el blog. Mientras que la SEGUNDA PARTE. MINIATURAS, contiene textos heterogéneos que van desde miniaturas a cuentos de mil palabras 1. Divertimentos 2. Variaciones bibliotecarias 3. La conspiración de las palabras 4. Teoremas del sueño 5. Inquisiciones. La cueva de la foca, Uccello, el pintor de la otredad, El intruso, El espíritu de Ifigenia La muchacha que tocaba el saxofón. Por su parte la TERCERA PARTE OTROS TEXTOS contiene textos mucho más extensos 1. Trashumancias La historia trashumante del señor Habber, Una muchacha surrealista en el café Bretón, Un rumor, un simple rumor, La línea imaginaria, y un ensamble de difícil caracterización que no necesariamente son cuentos en el estricto sentido de la palabra: Prolegómenos o La construcción de la memoria La memoria perdida La memoria y el espejo El personaje de la memoria La comarca de la memoria 3. Iluminaciones, Arquímedes o el nacimiento de la conciencia. En esta oportunidad estamos presentando únicamente miniaturas y textos cortos de la segunda parte.
Horror metafísico
La última sobreviviente del planeta, vivía en Oklahoma, y había subsistido de hongos silvestres, conservas enlatadas, y bebía agua de los pocos manantiales que habían quedado. Ella solía pasarse la tarde sentada en una mecedora en el corredor frontal de su casa, y a veces se ponía a mirar fotos de sus nietos y a tararear viejas canciones. Una de esas tardes había decidido continuar un hermoso chal que llevaba años tejiendo para una de sus nietas, de la cual apenas lograba sostener su rostro en la memoria. Fue en ese momento que recordó que alguna vez había recitado plegarias, y sin saber por qué le rodaron lágrimas por sus mejillas. Y repentinamente una profunda tristeza la abatió. Pronto imploró al dios desconocido que aquella infinita soledad terminase, cuando enseguida sonó el celular.
Una Jirafa surrealista en la gaveta
Le habían informado que había una jirafa en la gaveta. Así que se dirigió al escritorio, abrió la gaveta, y sin embargo no había ninguna jirafa. En ese preciso instante alguien tocó a la puerta, se encaminó hacia ella y la abrió: tampoco era una jirafa. Lo que tenía frente a él, era un tipo robusto de bigotes con punta, que después de tomarlo del cuello, entró a la casa; y mientras, abría la gaveta, le dijo: « Te dije que no te salieras de la gaveta».
La doble imagen
Ella era una de las últimas sobrevivientes del Gran Circulo Mayor; aunque ninguno había aportado una prueba definitiva; ya fuere testifical o documental. Se sabía que ella por años había vagado, recorriendo incontables caminos desolados, atisbando en innumerables pueblos deshabitados, entrando en numerosas casas sin un alma. Llegó al fin a un pueblo sin nombre y recorrió sin rumbo calles anodinas; hasta que quizás, por fatiga o añoranza, decidió entrar a una casa.
La casa al principio le pareció graciosa y acogedora. Aunque algo polvorienta y con un olor inconfundible a humedad. Dio un par de vueltas más por la primera planta, hasta que ya extenuada, subió al segundo piso, en busca de un lugar en el cual descansar. Entró a un cuarto. Vio una cama, pero antes de acostarse, le llamó la atención una pared cubierta por una especie de cortina floreada. Se acercó, bajó la cubierta y se sorprendió. Había una persona escondida detrás de la cortina. Ella se quedó impávida y temerosa. Pronto la alegría le volvió, porque al fin había encontrado a otra persona.
Aquel encuentro la había hecho feliz. La vio, no era muy joven pero se veía respetable, de su cabello le caían mechones de canas, sus ojos brillaban. Ella pensó que aquella mujer era simpática, y hasta le pareció que era inteligente y hermosa. Pensó que por fin tendría una interlocutora. Y que ella, al fin y al cabo; no era la última sobreviviente del Gran Circulo Mayor. Ella quiso tocarla, quiso abrazarla, y aunque antes se le derramaron unas lágrimas de los ojos, quiso decirle vehementemente lo feliz que se sentía. Ella estaba exageradamente feliz. Se llevó las manos a su cara. Y después temblorosa y emocionada, dispuesta a abrazarla, alargó sus brazos, hasta tocar con sus temblorosos dedos la superficie plana del espejo.
La revelación
Yo sé bien que se llamaba Paula porque Alina me lo había dicho en el café de la calle Alves. Cuando desde la ventana vimos pasar a Paula, y Alina al señalarla figuradamente con su dedo, exclamó: ¡Vaya, esa es Paula! ¿Qué diablos hará aquí, y a estas horas? Lo juro que me sorprende verla aquí porque sé muy bien que ella no debería estar aquí y menos a estas horas. Después de eso, Alina me miró casi sin mirarme, como si ella no estuviese aquí conmigo.
Y mientras se tomaba su capuchino sin pronunciar palabra. Yo pensé que algo había pasado. Porque algo me había pasado. Desde entonces, ya no he podido quitarme a Paula de la cabeza. Para mí el descubrimiento de Paula había sido una revelación. Desde entonces ella ha sido para mí, una especie de musa. Pero eso solo yo lo sé. Nunca se lo dije a nadie y a ella jamás más la volví a ver.
Solo la he visto en sueños. Cuando la veo pasar frente al café, soy yo quien la está soñando. Y cuando paso frente al café y ella está adentro mirando desde el café, es ella quien está soñándome. Entonces me doy cuenta de que detrás de la fachada de los sueños, a nosotros solo nos separa un cristal, una calle y una mirada.
La visita de la musa
Bartoldo había tenido un arrebato de inspiración, componía una melodía, y llevaba varios días trabajando hasta bien entrada la noche. Ensimismado, casi sin comer, apenas agua. En un estado casi febril, y de total concentración, había probado todas las combinaciones posibles de la escala musical, hasta encontrar una línea melodiosa que lo arrebatara. Sin detenerse, porque temía que si interrumpía su trabajo, el estado de gracia en que se encontraba, lo abandonaría. Casi lo había logrado, de sus ojos brotaban lágrimas, sus manos temblaban. Había adelantado la mayor parte de la composición. Faltaban las notas finales que aún volaban hurañas por su cabeza. Ya casi las tenía al alcance de su oído; cuando escuchó, primero unos pasos en el pasillo, y luego un trío de toquidos en la puerta. Se detuvo inmediatamente, las notas musicales habían huido de su mente. Prontamente de nuevo quiso atraparlas, intento recordar la tonada, pero todo fue en vano. Abatido, ahora oyó nuevamente los insistentes toquidos en la puerta. Se maldijo y maldijo al inoportuno visitante. Se levantó de su silla y se dirigió trémulo hacia la puerta, y llenó de ira la abrió: y mansamente un torrente musical inundó la habitación.
La mujer que confundía a las personas con las cosas
La mujer había llamado a sus pequeños hijos, al instante alargó sus cojines y dijo: «¡Oh! Aquí están, sabía que vendrían pronto». Acarició los cojines; y en seguida llamó a su esposo, entonces se levantó un poco del sillón y tomó un sombrero negro, y muy convincentemente decía: « aquí estás también». Falta la cesta y la comida para el camping. Entonces tomaba un par de periódicos doblados. Y decía, «estamos listos». Ponía todo sobre la cama, recorría la colcha, ponía los cojines muy cerca, uno a cada lado de ella. Luego, el sombrero y después la cesta con los periódicos. Entonces se recostaba y se tapaba con la colcha. Estaba lista y preparada pero antes de apagar la luz de la lámpara, como solía hacerlo todas las noches, volvía a decir: «aquí estamos todos de nuevo, ahora vamos, al camping». Entonces, inmensamente feliz, apagaba la luz y se dormía.
El tigre en el espejo
Aristóteles después de muchos años de no hacerlo piensa que toda la fórmula se reduce a verse en el espejo. Al primer intentó no encuentra nada. Al día siguiente cambia la dirección de la investigación, y emprende otra búsqueda en las breves policiales de todo el mes de mayo, y halla una escueta nota con el encabezado: «Tigre ataca a transeúnte». No había nombres ni se mencionaba ningún lugar. La noticia apenas indicaba que el hombre había sido trasladado inconsciente, desde un barrio en los ferrocarriles hasta un hospital del periférico. Aristóteles se sintió satisfecho del hallazgo, no le importaba cómo terminaría el asunto. Lo único que lo obsesionaba era volver a recorrer de nuevo sus pasos. Saberse con los hilos en las garras, creer que podría cambiar el conjuro.
La cena
— ¿Hay vampiros en esta biblioteca? —preguntó el joven.
— ¿Acaso ha visto alguno por ahí? —contestó la bibliotecaria.
— ¡No!, —dijo el joven—, pero he escuchado que aquí han visto vampiros.
— ¡Si!, —exclamó la mujer con cierta sorpresa—. Los chicos y chicas de ahora ya no saben que inventar. Los valores morales se han ido perdiendo. Vampiros…, ese rumor lo vengo oyendo desde hace cuatrocientos años.
— ¡Vaya, vaya!, Cuatrocientos años. Usted no se ve tan vieja.
—¡Ah! Sé cuidarme, jovencito. Sigo una dieta rigurosa. ¿Y a propósito qué libro viene a buscar?
— Sinceramente, no sé. Prefiero que usted me recomiende uno…
—Perfecto, pero eso será hasta después de la cena…
Romance azul de la luna
La bibliotecaria sin voltear a verlo, seguía concentrada escribiendo a saber qué en una libreta tan nueva, que se respiraba el olor del papel que impregnaba el aire. Ella por fin le había concedido una fugaz mirada sin parecer captar el fondo. O tal vez con la astucia de una linda gatita a la cual empezaba a gustarle la luna, fingía no captar el asunto. Fue en ese momento qué pensé que él estaba flirteando con ella y que eso era lo que la tenía más molesta. A pesar de que las palabras de él eran tan solemnes, que uno jamás se figuraría que se estaba dirigiendo a la bibliotecaria, sino más bien a una bandada de ruiseñores azules reflejados en un estanque transparente. Y la bibliotecaria no era alguien más dispuesta a oírlo, sino alguien exclusivamente acostumbrada a sólo escuchar Claro de Luna, bajo una luna azul desde una terraza enigmática y gótica.
La coleccionista de libros
Encontré a la bibliotecaria refugiada detrás de unas gafas que parecían ocultarle todo el rostro. Entonces puse el libro boca arriba sobre el mostrador. La bibliotecaria lo miró casi con la infinita indiferencia de una galaxia, y tomó el libro tan rápidamente que yo sólo vi moverse un par de manos veloces y de uñas largas pintadas y rojas. Vaya a saber por qué ahora no logró recordar para nada su rostro, salvo sus gafas finas y doradas; y sus manos arteras tomando el libro con la agilidad con que un gato atrapa un ratón.
El libro que cautivaba a los lectores
Al tipo despistado que recién acababa de entrar, la bibliotecaria lo miraba de reojo. Al ver que él no se acercaba al mostrador, sino que se había ido hacia los ventanales, ella dejó de prestarle atención. Y ahí frente a los ventanales el tipo permaneció por un rato, con la mirada perdida en a saber qué. Hasta que se dio media vuelta y al fin se dirigió al mostrador.
— ¿Desea un libro? —preguntó la bibliotecaria. El hombre no respondió y en su lugar echó una mirada furtiva a los estantes que estaban a espaldas de la bibliotecaria.
—Sí. —dijo al final
— ¿Y qué libro prefiere? —inquirió enseguida ella.
—Cualquiera —dijo el hombre con cierta desfachatez.
—Me tiene que dar un título o un tema. —dijo la bibliotecaria. A lo que el hombre pareció contrariarse, pero pronto cambió su semblante.
— Entonces, deme algo de acción.
—Tiene que ser más específico.
—Específico —repitió el hombre—. Entonces, deme algo de magia.
La bibliotecaria sonrió. Luego tomó una actitud de franca solemnidad.
—Ya sabe las reglas de éste lugar. —dijo poniendo énfasis en éste lugar.
—Si, lo sé todo. Ya me he cansado de oír tanta charlatanería. Todo el mundo lo repite. Y sabe, no creo absolutamente ni una pizca de eso.
—Sabe, desde que lo vi entrar supuse que no era el elegido. Otro incrédulo más, usted no debería estar aquí. Éste lugar es para los que creen...
El hombre quiso decir algo más, pero antes de que lo hiciera, ya el libro se había cerrado para siempre.
Monólogo en una biblioteca: el vuelo del águila
Aquello empezó a divertirme, pero Ventadorn había vuelto a tomar la palabra: «Aunque no lo crea, hay un tipo peculiar de personas, no importa dónde hayan nacido, Inglaterra, India Uruguay, Praga, azul, tranvía, melocotón», decía él, luego continuaba con su voz nítida y convincente: «¿ Sabe cuál es la única diferencia que los distingue? Que unos son más conscientes del mundo que los otros. Pueden pasar desapercibidos ya que no buscan nada especial. Le aseguro de que todo esto pudiese parecer algo complicado señorita Uñas Largas y Rojas. Pero estoy seguro de que en el fondo es tan simple como tirar un trompo imaginario, en una calle también imaginaria a una hora concreta. Lo único necesario es practicar.»
Para ese entonces la bibliotecaria parecía estar anonadada con tanta palabrería. Porque en el fondo del agua todo era pura luna. Cuando él se marchó, yo me aproximé a la bibliotecaria sin hacer ningún comentario, y casi ignoré por completo que Ventadorn hubiese estado aquí. Y además fingí, como si ella tampoco estuviese aquí, y que aquel salón bibliotecario sólo fuera un almacén atestado de libros sobre coquetas gatitas, lunas atrevidas y murciélagos góticos. Entonces, puse sobre el mostrador el libro que venía a devolver, y mientras ella le ponía la tarjeta, aproveche la oportunidad para mirar en la tarjeta de registro el nombre del libro que se había llevado Ventadorn.
Confieso que me sentí decepcionado, ya que había llegado a suponer que sería un libro sobre psicología. En cambio era un libro totalmente inesperado: una antología de poesía francesa. Y al ver la tapa del libro volví a pensar en un águila a punto de volar, y el sol desparramarse sobre el verde definitivo de una montaña inexplicablemente truncada. Me fui. Ya eran casi las cinco en punto de la tarde, así que me di prisa porque el tranvía de los sueños solo pasa una vez en la vida. A Ventadorn jamás lo volví a ver, el tranvía de los sueños iba lleno, y ni siquiera paró en la Estación Central. Pero a veces, en ciertas temporadas del año y a ciertas horas del día, he visto volar a un águila y posarse sobre una montaña truncada.
La costa del mundo
La ecuación no era perfecta, pero sí idílica. Aquel día el sol reposaba sobre el color metálico de un manto de nubes y su luz caía lentamente y tocaba cada hoja y cada pedacito de hierba. La tierra toda. La luz se derramaba sobre la careta del mundo, el valle antes inhóspito, agreste, árido, desolado, infértil. Por fin, después de una lucha colosal de grandes titanes y fuegos en el cielo y terremotos en la tierra, había sido transformado en un hermoso lugar: portador de la claridad y de la iluminación. Todas las luces del mundo se encendieron. Y al momento, en cualquier tarde. Una tarde singular, sin autos ni ferrocarriles, y sin aviones ni portaaviones. El murmullo, el cuchicheo, el silbido, canto in crescendo de las hojas suavemente movidas por el viento. Y el balbuceo de un arroyo inundó el aire; y su coro musical perfectamente orquestado y muy a acompasado con el dulce y suave espíritu que imperaba en la pradera. Ahora todo era poderío: los árboles crecían majestuosos y vigorosos y misteriosos. Y las aves descendían y se alzaban, hasta parecerse a livianos cometas atados a un hilo sostenido por la mano de un niño que recién acababa de despertarse.
Por las tarde al parecer un tenue sueño se apoderaba de todo. La explanada yacía silenciosa y estática y contemplada a gran distancia. Parecía una escena vista desde el pico de aquella montaña, desde la cual una tarde Leopardi se la pasó admirando el infinito. O aquella otra en que Petrarca ejercitó los músculos en el ascenso al Ventoux. O acaso como Cézanne al observar y medir en paciencia infinita la línea imaginaría del horizonte del Sainte-Victoire. O quizás como un explorador extraviado ve a sus pies la estepa tupida y lejana desde una tarde húmeda y fría en la cima del Kilimanjaro. Todo era mágico, aunque concreto como el cemento portland. Y una particular y amable interrogación flotaba por doquier; mientras que la tarde se desplazaba lentamente y una nueva revuelta de colores comenzaba a revolver el firmamento. En que el azul del cielo se había transformado en una tonalidad compacta con las diversas formas, y de los colores rebeldes con que inundaba sus cuadros Kandinsky. O las impensables formas y colores de las fotos fantasmagóricas del Hubble. Sin lugar a dudas, la tarde desaparecía con los pasos firmes de un fantasma guerrero y jubiloso y muy seguro de sí mismo.
La noche dominaba toda la extensión del horizonte, las estrellas exhibían su imperio, y parecían agrandarse con las formas contorneadas y su repetición mántrica de las noches estrellada de Van Gogh. Y la pradera volvía a dormir, prosiguiendo en su interminable e incansable faena, señalada antes de que el mundo fuera mundo. Y ese mundo a bocajarro a la mitad de la noche, en una maroma pronunciada de la noche. Como el movimiento musculoso de una ola que deposita un navío, alteró el paisaje. Y los pájaros sorprendidos parecían sombras aladas, la maleza uniforme comenzó a refugiarse, el arroyo tímido aumentó su voz gutural. Y el movimiento de paso de los animales cesó abruptamente.
En cambio se oyó un sonido indefinible que cada vez se acercaba más. El viento conmovido quedó en suspenso. La tierra ligeramente temblaba. El paso veloz y su traqueteo, volcó la escena campestre en una escena marítima. Y todo el valle se convirtió en el sueño de alguien extravagante, solitario y soñador. En uno de los navíos iba un hombre, era el único tripulante de aquel navío inmemorial e inmortal: se llamaba Ulises. Él estaba dormido y estaba soñando con las playas de Troya.
Uccello, el pintor de la otredad
Se llamaba Paolo di Dono, pero le llamaban Uccello; es decir, él era irrevocablemente «El pajarero». Era pintor y buscaba en aquellas líneas del estudio de la perspectiva pictórica: la cuadratura del círculo, quizá la curvatura de las inconstantes sombras. O no menos probable, la armonía pitagórica del universo. Él era receloso de su oficio y, salvo muy raros amigos, no permitía que nadie entrase a su casa. Uno de sus grandes amigos era el escultor Donatello; que un día al ver en las paredes de la casa del pintor los dibujos en espirales enfundados por líneas de todos los tamaños y ángulos. Le reclamó a Uccello al decirle que estaba perdiendo el tiempo. A lo que Uccello solo le devolvió una franca y afable sonrisa.
Fue hasta que un día sin dar mayores explicaciones, Uccello empezó sorprendentemente a pintar sobre las líneas y espirales: pájaros de toda clase, formas y colores. Encandilado con eso, fue llenando pacientemente de dibujos casi todas las paredes y superficies planas de la casa. Después de los pájaros, Uccello tuvo la extravagancia de empezar a pintar animales de toda calaña: fieros y mansos, de frente o de perfil, y ocasionalmente hasta en escorzo. Y en una de sus visitas, al verlos Donatello le dijo a Uccello: «tus creaciones son tan hermosas y tan reales que parece que todo este animalario está a punto de desprenderse de las paredes, descolgarse de los techos, ascender desde los pisos, y salir en voraz huida por la puerta montados en el lomo del viento, directamente, a poblar la geometría de las estrellas.»
Pero además de elogiarlo, Donatello también demandaba de Uccello; que sus obras ya deberían estar adornando las galerías de la casa de los Medici o la de los Strozzi. O deberían estar engalanando el Palacio de los Uffizi, o la conquista de alguno de los relieves vacíos del Palacio Vecchio; y no en las paredes grises e irregulares de su casa. A lo que Uccello le contestaba: «jamás me desprenderé de mis dibujos ni de mis pinturas. Ellas son mi única compañía, hermosas criaturas de Dios, que algún día volarán a la par de los ángeles.» Y en cuanto a sus dibujos de perspectiva Uccello siempre le decía a Donatello: «Estos no son más que el engranaje que conserva intacto la estructura del universo.» Fue entonces, ya desde el umbral de la puerta que, Donatello le dijo a Uccello en tono admonitorio: «Vamos Paolo, cambias lo cierto por lo incierto. Buscas en la línea borrosa y trivial de la perspectiva, un fundamento del omnipotente y secreto universo». A lo que Uccello solo le contestaba con una silenciosa y concluyente sonrisa.
Cuando Uccello dejó de salir de su casa, ya no se le veía por ninguna parte. Sus vecinos conocedores de sus inveteradas costumbres, comenzaron a alarmarse, y pronto una partida de ellos estuvo tocando al pie de su puerta. Dentro de la casa todo era silencio y nunca hubo respuesta. Entonces los vecinos empezaron a atisbar por las ventanas y le gritaban: ¡Paolo! ¡Paolo! Y a cada gritó más vecinos y curiosos se fueron agregando. El alboroto que se propagó por toda la ciudad, pronto llegó a oídos de Donatello que inmediatamente se apersonó al lugar. Y conocedor de los excesos de Uccello, exhortó urgentemente a los vecinos a forzar la puerta. Pronto, no sin cierto esfuerzo, lograron abrirla; y abruptamente un vendaval de animales de toda clase y tamaño salieron en estampida, botando con violencia a los hombres al suelo. Pasada la asonada pero todavía aterrados, uno a uno de los hombres se fue levantando; y acercándose cuidadosamente a la puerta ya abierta, entraron a la casa. Y entre ellos iba Donatello que enseguida se dirigió apresurado al aposento de Uccello y lo encontró tendido en su cama, boca arriba todavía con una fresca sonrisa en su rostro, pero ya perfectamente alineado con la perspectiva de la muerte.
Después de un rato de permanecer acompañando aquella perspectiva mortuoria, Donatello conmovido y cabizbajo se aprestó a retirarse del cuarto de Uccello, cuando advirtió de que algo faltaba en el aposento, por lo que decidió recorrer y revisar toda la casa. Y después de inspeccionarla toda, y ya cansado y con su semblante totalmente abatido, se detuvo por un momento y tomó una profunda bocanada de aire. Mientras que el tropel de hombres curiosos que lo perseguía no se le despegaban. Y seguían fijamente observándole, todos desconcertados. Y sin que ninguno de ellos se atreviera a preguntarle nada sobre aquella partida de animales que salieron, abruptamente, al abrirse la puerta.
Al fin Donatello salió de la casa y cerró atentamente la puerta. Los hombres aún lo seguían, con todo no les dirigió la mirada ni tampoco pronunció palabra alguna. Él jamás le dijo a ninguno de ellos, ni a nadie más que todos los dibujos y frescos de las paredes de la casa habían desaparecido. Pero esa no era su mayor preocupación, sino el acordarse de aquel instante en que por primera vez vio en las paredes los bocetos de la perspectiva de Uccello: líneas, círculos y espirales. Y que estos dibujos todavía seguían ahí, pegados a las paredes: borrosos, inclaudicables y certeros. Los dibujos alineaban meticulosamente la configuración del cosmos y salvaguardaban las formaciones y armonía intocable de los cuerpos celestes. Y ahora, Donatello al verlos nuevamente se había percatado de que estos habían empezado leve e inexorablemente a moverse...
El intruso
1
Las cosas nunca son tal y como parecen. A veces una invisible armonía las conecta, pero ¿por qué sucede así? En fin, no es algo tan banal como conectar un televisor y encontrarse con un documental de Animal Planet sobre la vida de las hormigas en Nueva Zelanda, o encender una radio para oír alguna pieza magistral de Haendel en la BBC. Es algo más simple y cotidiano; por ejemplo cambiarse tranquilamente de mudada. Algo tan simple y universal que uno pensaría que no es tan simple y universal, porque lo simple y lo universal a veces no está a la visita. La escena estaba dispuesta aunque los personajes no lo supiesen, y ellos operarán en otra realidad. A esperar a que las líneas vagas de aquí y allá se juntarán en una sola mirada.
Y es que a veces así ocurren las cosas, que uno no sabe si son de aquí o son de allá. O si son de aquí parecen de allá, o quizá sí son de allá parece como que estuvieran aquí. Y así nomás aparece una franja anónima en la cual el aquí y el allá pueden ser una misma cosa. A veces se encuentran, sin abandonar el orden inmutable y secreto del universo. Las cosas simplemente suceden, aunque no siempre se vislumbre las fuerzas que las mueven y mucho menos por qué se mueven. Por eso cuando Pascual Duarte arribó a la inmensa casa de Los Portales, una cierta presencia acompañada de un halo frío le embargó. Aquello fue como si toda la familia se hubiese reunido a darle la bienvenida. Casi por instinto hizo lo que todo visitante haría, Pascual Duarte echó un vistazo furtivo; y luego emprendió un breve recorrido por las habitaciones de la planta baja.
Y cuando subió al segundo piso, a cada paso que resonaba en la escalinata pensaba que aquel sonido no era de aquí, sino de allá. Quizá era pura memoria. Como si uno no pudiese recordar sonidos pretéritos. Una vez arriba, había dos pasillos, uno corto hacia la izquierda que desembocaba en un salón esquinado sin puertas, cubierto de la mitad superior de la pared por un ventanaje cristalino por el que entraba una claridad inmensa. Pascual Duarte, caminó hasta pararse debajo del dintel, y sin entrar echó un perezoso vistazo. Y casi inmediatamente dio media vuelta dirigiéndose hacia el corredor del extremo derecho. Lo recorrió con un cierto malestar que nunca supo cómo definir. Un largo pasillo, cubierto de baldosas rosadas, formado por figuras geométricas que terminaba ante una ancha puerta de dos hojas enchapada en bronce. No le quedó más que empuñar las perillas, y hacerlas girar dando simultáneamente un fuerte empujón a las puertas que se abrieron. Dejando ver un amplio salón que se encontraba vacío: no había ni muebles ni adornos. Y las paredes desnudas estaban pintadas de un blanco barroso deteriorado por décadas de polvo.
La casa entera permanecía deshabitada. A Pascual Duarte pareció perturbarle aquella definitiva soledad, y quizá en lo más recóndito de su pensamiento, cavilara para descifrar aquella sagrada amplitud, que era espejo de una amplitud aún mayor: la vastedad del universo. Pero, ¿qué más iba a encontrar? Y fugaces y rápidas imágenes y visiones de los habitantes de aquella casa pasaron en secuencia veloces por su mente. Pero él sabía que todo era solamente pura memoria.
2
Mientras que todos los familiares reunidos en la antigua casa lo veían y querían tocarlo, pero no podían. Querían hablarle pero él no podía oírlos. Ellos le hacían señas pero él no podía verlos. Y desde la casa hermosa y limpia y toda llena de muebles y de vida, ellos lo vieron partir como si exclusivamente solo fuera una definitiva y borrosa apariencia terrenal.
El espíritu de Ifigenia
La tarde desembarcó sin arrepentimiento, sin claraboyas, asaz trashumante. Al tiempo ella tuvo la sensación que las palabras le huían y los recuerdos se desvanecían, como la estela efímera que va escupiendo un navío al ir achicándose en alta mar. Sintió en profundo el tañido de una cuerda de citara, la rasgadura de una emoción en vigilia, una grieta que se ensanchaba en el recuerdo. Eso la aterró. Y decidió anotar sus recuerdos en tarjetas de papel amarillo del que había varias resmas en el escritorio de Padre. Y una vez escritas, las guardaba y de vez en cuando, las leía en voz alta, a la hora en que la verbena de la tarde en oleadas, desbrozaba pedazos concretos del mundo. Fue en ese período, en que al hojear una revista, se tropezó con la palabra bosque, sin poder comprender su significado. En vano la rememoró. No sabía si era un objeto, una fruta o un animal. Buscó en los libros, en las revistas sin columbrar la angosta puerta, que le develara el castillo interior, germinado en aquel vocablo. Subió al segundo piso, exploró con las manos, indagó con la mirada, buscó, buscó, buscó, algo que le revelara la porción del universo centellando en ese vocablo. Nada vino a su mente; salvo unas gotas de añoranza, una cena decembrina, un candelabro encendido, y un villancico batiente.
A partir de entonces, antes de que el nombre de las cosas desapareciera en su ya frágil memoria. Pensó en ponerle nombre a todo, rotular cada cosa de la casa, y descombrar cada significado. Esa actividad física y ejercicio mental, la hizo sentir mejor. Durante siete meses, siete días y siete noches, persistió en esa tarea. Asignó un nombre a cada cosa. Catalogó todas las revistas y escudriñó cada libro de la biblioteca de Padre. No cejaba de hacer incesantes apuntes, cuando el papel se le acabó, empezó a escribir en las paredes lisas, en la superficie plana de las mesas, detrás de la puerta umbría de los armarios. Y un mural de grafías pobló los incólumes espacios de la casa. Cuando ya no hubo más resquicios en donde escribir; memorizaba lo que no había apuntado y se entretenía repasando lo que había escrito. En las noches estrelladas repetía y repetía y repetía en voz alta, el nombre de las cosas. Y aquel nombre expedía columnas de incienso, aras de sacrificio y alquimia en redención. Su propio nombre, abnegado y secreto: Ifigenia, Ifigenia, Ifigenia.
Créditos
Del libro MINIATURAS ALFONSINA, MICRORRELATOS Y OTROS TEXTOS. ©Mario A. Membreño Cedillo
Ilustración
Foto, Miniaturas por Plaza de las palabras