Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta un relato de H.G.WELLS. «Herbert George Wells (Bromley; 21 de septiembre de 1866-Londres, 13 de agosto de 1946),[1]más conocido como H. G. Wells, fue un escritor y novelista británico. Wells fue un autor prolífico que escribió en diversos géneros, como ciencia ficción, docenas de novelas, relatos cortos, obras de crítica social, sátiras, biografías y autobiografías. Es recordado por sus novelas de ciencia ficción y es frecuentemente citado como el «padre de la ciencia ficción» junto con Julio Verne y Hugo Gernsback.[2] [3]»(wikipedia)
«La puerta en el muro (The Door in the Wall) es un cuento del escritor inglés Herbert George Wells, publicado por primera vez en 1911 en el libro The Door in the Wall and Other Stories. Trata sobre un hombre, Lionel Wallace, que, en un momento de intimidad con su mejor amigo, le cuenta un secreto que ha marcado toda su vida desde que tenía cinco años de edad. El secreto de Lionel Wallace no es otro que una puerta verde en un muro blanco, puerta que atravesó cuando tenía cinco años de edad y donde descubrió la más absoluta felicidad, en forma de un jardín preciosísimo habitado por panteras y niñas de rizos rubios y por los mejores compañeros de juegos que un niño podía desear. Pero todo tiene un final, y tras un periodo de tiempo que no puede recordar, es devuelto a la vida real con una añoranza terrible de ese paraíso y aunque intenta con todas sus fuerzas, tanto hacerse entender por los adultos como de encontrar de nuevo la puerta verde, será en vano.»(La puerta en el muro, WIKI).
6503 palabras
La Puerta en el Muro
H. G. Wells
1
Una noche de confidencias, hace apenas tres meses, Lionel Wallace me contó la historia de la puerta en el muro. Y en aquel momento pensé que, al menos para él, era una historia verdadera.
Me la contó con tal naturalidad y convicción, que no pude más que creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi propio apartamento, la atmósfera era distinta. Mientras estaba tumbado en la cama, recordaba las cosas que me había contado, desnudas ya de la magia de una voz solemne y pausada, despojadas de la tenue luz de la lámpara, de la atmósfera de misterio que nos envolvía, de los detalles exquisitos, el postre, las copas y la mantelería de la cena compartida, que daban al momento un aire deslumbrante, aislado de la realidad cotidiana.
«¡Me ha engañado! —me dije—. ¡Qué bien lo ha hecho…! Es la última persona de quien habría esperado un engaño tan bien urdido».
Más tarde, mientras disfrutaba del té del desayuno sentado en la cama, traté de encontrar una explicación para la apariencia real, desconcertante, de aquellos recuerdos increíbles, suponiendo que en cierto modo sugerían, presentaban, expresaban —casi no sé qué palabra emplear— experiencias que, de no haber ocurrido, habría sido imposible contar.
Sin embargo, ahora no recurro a esta explicación. Las dudas que me asaltaron entonces ya se han disipado. Ahora creo, como creí en el momento de la revelación, que Wallace hizo cuanto pudo para revelarme la verdad de su secreto. Ahora bien, yo no pretendo adivinar si lo que vio, lo vio con sus propios ojos o sólo creyó haberlo visto, o si realmente poseía un privilegio inestimable o fue víctima de un sueño imaginario. Tampoco esclarecen nada
las circunstancias en torno a su muerte, que ahuyentaron mis dudas para siempre.
El lector tendrá que juzgar por sí mismo.
No recuerdo qué comentario crítico y accidental hice para mover a un hombre reservado como él a confiar en mí. Creo que intentaba defenderse porque yo había manifestado mi decepción al acusar de negligente e irresponsable su actuación con respecto a un movimiento público importante. De repente, se decidió a contármelo.
—Estoy preocupado —dijo.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Sé que he sido negligente. Lo cierto es que… no es un asunto de fantasmas ni apariciones… pero… se me hace extraño hablar de ello, Redmond…, algo me obsesiona. Es algo que… más bien oscurece las cosas, me sume en la nostalgia…
Calló, contenido por esa timidez británica que suele invadirnos cuando hablamos de cosas emotivas, graves o bellas.
—Todo ese tiempo, tú estuviste en Saint Athelstan —dijo, y durante unos instantes pensé que aquello era del todo irrelevante—. Bueno —añadió, y quedó en silencio.
Indeciso al principio, más resuelto después, empezó a revelar el secreto de su vida, el recuerdo obsesivo de una belleza y una felicidad, que le embargaban con anhelos insaciables y le hacían ver los intereses y espectáculos de la existencia mundana como algo aburrido, tedioso y vano.
Ahora que conozco la explicación, todo parece estar escrito con claridad en su rostro. Tengo una fotografía que recoge e intensifica esa mirada distante. Me recuerda lo que una mujer dijo de él, una mujer que le profesó un amor profundo.
—De repente —dijo—, pierde todo interés por ti. Te olvida. No le importas nada, aunque te tenga delante…
Sin embargo, Wallace no siempre mostraba desinterés; cuando se concentraba en algo, siempre destacaba. De hecho, su carrera es una acumulación de éxitos. A mí me dejó atrás hace mucho tiempo; me superó con creces y se ganó un lugar en el mundo. Le quedaba un año para cumplir los cuarenta, y dicen que, de estar vivo, ocuparía un cargo en el nuevo gobierno. En la escuela siempre me aventajaba sin esfuerzo, como algo natural. Cursamos juntos casi todos los años de escuela en el Saint Athelstan College, en West Kensington. Entramos en el colegio en idénticas condiciones, pero cuando salimos estaba muy por encima de mí, laureado de becas y brillantes calificaciones. Pese a ello, mi carrera resultó ser bastante satisfactoria. Fue allí donde le oí mencionar por primera vez la «puerta en el muro»; volví a oír hablar de ella apenas un mes antes de su muerte.
Para él, la puerta en el muro era una puerta real que conducía a una realidad inmortal a través de un muro también real. Ya no me cabe la menor duda.
Apareció en su vida muy temprano, cuando sólo tenía cinco o seis años. Recuerdo que, mientras relataba su experiencia con pausada gravedad, trataba de calcular la época en que había sucedido.
—Dentro —dijo— había una parra virgen de color carmesí, de un carmesí intenso y uniforme, que cubría un muro blanco bajo el resplandor ambarino del sol. No sé por qué, esa imagen me cautivó, aunque no recuerdo con claridad cómo. El suelo junto a la puerta verde estaba cubierto con hojas de castaño de Indias. Tenían manchas verdes y amarillas; no eran marrones ni estaban sucias, de modo que eran hojas recién caídas. Por eso creo que era octubre. Me fijo en las hojas de castaño de Indias cada año, así que no puedo
estar equivocado.
»Si estoy en lo cierto, tenía cinco años y cuatro meses.
Según dijo, fue un niño bastante precoz. Aprendió a hablar a una edad inusitadamente temprana y era tan sensato y «tradicional» —como decía la gente—, que se le permitía tener una iniciativa de la que la mayoría de niños no gozan, ni mucho menos, hasta los siete u ocho años. Su madre murió cuando tenía dos años, y quedó al cuidado de una institutriz infantil, menos atenta y autoritaria. Su padre era un abogado severo, absorto en su trabajo, que le dedicaba poca atención y esperaba grandes cosas de él. Pese a su inteligencia, creo que la vida se le hacía gris y aburrida. Y un día se escapó. No recordaba el descuido preciso que le permitió huir, ni el recorrido que siguió entre las calles de West Kensington. Todo aquello se había desvanecido irremediablemente entre vagos recuerdos. En cambio, recordaba con absoluta claridad el muro blanco y la puerta verde.
Según el recuerdo que tenía de aquella vivencia infantil, la primera vez que vio la puerta sintió una emoción insólita, sintió la atracción, el deseo de ir hasta ella, abrirla y entrar. Pero a la vez, tenía la absoluta convicción de que sería una insensatez o un error —no sabía cuál de las dos cosas— ceder a aquella atracción. Insistió en algo curioso. A menos que su memoria le engañara, sabía desde el principio que la puerta no estaba cerraba y que podía
entrar a voluntad.
Puedo imaginar la sensación de ese niño, debatiéndose entre la atracción y el recelo. Y también parecía tener claro, aunque nunca supo por qué, que su padre se iba a enojar mucho si cruzaba aquella puerta. Wallace me contó aquel momento de vacilación con todo detalle. Pasó de largo por delante de la puerta y se paseó hasta el final del muro con las manos
en los bolsillos, haciendo un intento pueril de silbar. Una vez allí, recordaba haber visto unas cuantas tiendas muy sucias y, en concreto, la de un fontanero y decorador, que presentaba un desorden polvoriento de cañerías de barro, láminas de plomo, grifos, muestrarios de papel pintado y botes de esmalte. Se detuvo y fingió que examinaba aquellos objetos, pero en realidad codiciaba, deseaba con fervor la puerta verde.
Después dijo que sintió un arrebato de emoción. Echó a correr por miedo a que la duda volviera a apoderarse de él; fue directo a la puerta verde con la mano extendida, la atravesó y la cerró de golpe tras de sí. Y así, de repente, se halló en el jardín que le obsesionaría toda la vida.
Le resultaba difícil describir la sensación que le causó aquel jardín.
Había algo en el aire que llenaba de gozo, era una sensación de levedad, de paz y bienestar; había algo en su apariencia que hacía los colores limpios, perfectos, y que les confería una sutil luminosidad. Al entrar, se sentía una alegría exquisita, una alegría que sólo se siente en raras ocasiones, cuando se es joven y alegre y se puede ser feliz en este mundo. Allí todo era hermoso…
Wallace reflexionó unos instantes antes de seguir contándome su experiencia:
—Había —dijo con el tono dubitativo de un hombre que contempla algo increíble— dos panteras enormes… sí, dos panteras moteadas. Y no tenía miedo. Había un camino largo y ancho flanqueado por jardineras con bordes de mármol repletas de flores, donde las dos enormes fieras aterciopeladas jugaban con una pelota. Una de ellas alzó la vista y se dirigió hacia mí, al parecer por curiosidad. Vino directa a mí, frotó con suavidad una de sus
redondas orejas contra la mano que yo le extendí para acariciarla y empezó a ronronear. Te lo aseguro, era un jardín encantado. ¡Y era inmenso! Se extendía a lo largo y ancho, por todas partes. Creo que había colinas en la lejanía. Dios sabe dónde había ido a parar West Kensington. Y, en cierto modo, era como haber regresado a casa.
»En el instante preciso en que la puerta se cerró, olvidé la calle cubierta de hojas, los carruajes y los carros de los tenderos que pasaban, olvidé esa suerte de fuerza gravitacional que me empujaba a la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé cualquier miedo o vacilación, olvidé la discreción, olvidé la realidad cotidiana de esta vida. En un instante, me convertí en un niño alegre y maravillado en otro mundo. En un mundo de aspecto distinto, con una luz más cálida, más penetrante, más suave; un mundo donde se respiraba una alegría pura y sublime, donde nubes bañadas por el sol surcaban el azul del cielo.
Ante mí se extendía ese camino largo y ancho que me invitaba a entrar, en cuyos márgenes no crecía la maleza, sino flores silvestres y exuberantes, y, en él, las dos grandes panteras. Sin miedo, puse mis dos pequeñas manos sobre el suave pelaje, acaricié sus orejas romas y la parte más sensible bajo éstas, y jugué con ellas. Parecían darme la bienvenida. Tenía una intensa sensación de haber regresado al hogar. Quizá por eso no me sorprendí cuando una
muchacha alta y rubia vino a mi encuentro en el camino y me preguntó “¿cómo estás?” con una sonrisa, ni cuando me levantó y me dio un beso y volvió a dejarme en el suelo. Al contrario, tuve la deliciosa sensación de estar haciendo lo correcto, la sensación de escubrir cosas felices que, curiosamente, me habían pasado por alto. Recuerdo que entre unas espigas de consólidas reales había unos anchos escalones rojos por los que subimos hasta
llegar a una amplia alameda flanqueada por árboles viejos y umbrosos. A lo largo de la alameda, entre los agrietados troncos rojos, había unos asientos honoríficos, unas estatuas de mármol y dóciles palomas blancas.
»Mi amiga me llevó por aquella tranquila alameda, sin dejar de mirarme; recuerdo sus rasgos gentiles, la delicada barbilla de un rostro dulce y amable. Me hacía preguntas con una voz apacible, me contaba cosas; sé que eran agradables, pero nunca alcancé a recordar qué eran…
»Entonces, un mono capuchino muy limpio, de pelo castaño rojizo y ojos bondadosos de color avellana, bajó de un árbol y corrió a ponerse a mi lado; me miraba, risueño, y de repente se me subió al hombro de un salto. Así, con gran alegría, seguimos adelante.
Wallace quedó en silencio.
—Continúa —le dije.
—Recuerdo detalles. Pasamos junto a un anciano que meditaba entre unos laureles, y recuerdo un lugar alborozado, con muchos periquitos; atravesamos una amplia columnata a la sombra, que conducía a un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes susurrantes, lleno de cosas bellas, lleno de las virtudes y promesas de un anhelo. Había muchas cosas y muchas personas, unas que recuerdo con claridad y otras vagamente; pero todas esas personas eran amables y hermosas. No sabía muy bien por qué, pero sabía que querían
hacerme sentir bien, que se alegraban de mi presencia. Me transmitían su dicha con ademanes, con caricias, con miradas cálidas y acogedoras. Sí…
Se quedó pensativo unos instantes.
—Allí encontré compañeros de juegos. Para mí tenía mucho valor, porque era un niño solitario. Jugaban a cosas muy divertidas en un patio cubierto de hierba, donde había un reloj de sol hecho de flores. Y mientras jugaba, disfrutaba…
»Pero es extraño… Hay un vacío en mi memoria. No recuerdo a qué jugábamos. Nunca lo he recordado. Con los años, cuando aún era niño, pasaba horas tratando de recordar, incluso llorando, qué forma tenía aquella felicidad. Quería volver a jugar a aquello en mi cuarto de juegos, por mi cuenta. ¡No! Todo cuanto recuerdo es la felicidad que sentía y la presencia de mis dos queridos compañeros, que siempre me acompañaron… Luego llegó una mujer
lúgubre, de aspecto grave y pálido y mirada distraída; una mujer lúgubre, vestida con una túnica larga de color violeta claro, con un libro en la mano. Me hizo señas y me condujo, a través de una galería, a una sala. Mis compañeros se resistían a que me fuera y dejaron de jugar al verme marchar. “¡Vuelve con nosotros!”, gritaban, “¡vuelve pronto!”. La miré, pero no les prestaba atención. Su gesto era delicado y solemne. Me llevó hasta una silla de
la galería; yo permanecí de pie a su lado, dispuesto a mirar el libro que ella sostenía sobre las rodillas. El libro se abrió de par en par. Señaló, y yo miré maravillado, pues me vi en las páginas vivas de aquel libro. Era un cuento sobre mí, que narraba todo cuanto había vivido desde el momento de nacer…
»Para mí era maravilloso, porque aquellas páginas no mostraban
ilustraciones, sino imágenes reales.
Wallace hizo una pausa solemne y me miró con recelo.
—Sigue —dije—. Sé qué quieres decir.
—Eran imágenes reales, sí, tenían que serlo; la gente se movía y las cosas iban de un lado a otro; mi amada madre, a la que casi había olvidado; luego mi padre, recto y severo, los criados, la sala de juegos, todas las cosas familiares de mi casa. Aparecía la puerta principal y las calles concurridas con tráfico y ajetreo. Contemplaba el libro fascinado y miraba a la mujer con reservas.
Pasaba las páginas, saltándome algunas cosas para ver otras muchas, hasta que llegué al momento en que dudaba y vacilaba al otro lado de la puerta verde del largo muro blanco, y el conflicto y el miedo volvieron a apoderarse de mí.
»—¿Y qué viene ahora?» —grité.
»Yo habría pasado la página, pero la fría mano de aquella mujer solemne me lo impidió.
»—¿Qué viene ahora? —insistí, y forcejeé suavemente con su mano, levantando sus dedos con toda la fuerza de la que un niño es capaz. Cuando cedió, y pasé la página, se inclinó sobre mí como una sombra y me besó la frente.
»Sin embargo, la página no mostraba el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juegos que se habían resistido a verme marchar. Mostraba una larga calle gris de West Kensington a esa gélida hora de la tarde, antes de que enciendan los faroles. Y yo estaba allí. Era una desdichada criatura que lloraba a lágrima viva, pese a hacer lo posible por contenerme. Lloraba porque no podía volver con mis queridos compañeros, que me habían dicho: “¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto!”. Estaba allí. No era la página de un libro, sino la dura realidad; aquel
lugar encantado y la mano represiva de aquella madre de gesto grave que tenía a mi lado se habían desvanecido… ¿adónde habían ido?
Volvió a callar y permaneció unos instantes contemplando el fuego.
—¡Oh, el desconsuelo de querer regresar! —murmuró.
—Te escucho —dije poco después.
—¡Me sentía tan desdichado por estar de nuevo en este mundo gris! Al percatarme de la plenitud que había vivido, me abandoné a una pena irreprimible. Aún recuerdo la vergüenza y la humillación de aquel llanto en público y el vergonzoso regreso a casa. Vuelvo a ver a aquel anciano caballero de aspecto bondadoso con gafas de oro, que se detuvo ante mí y me dio un golpecito con el extremo del paraguas.
»—Pobrecito —dijo—. ¿Te has perdido?
»Y allí estaba yo, ¡un niño londinense de unos cinco años! Y no tuvo más remedio que llamar a un policía joven y amable, que consiguió rodearme de una multitud y que luego me llevó a casa. Así, sollozando, asustado y sin ninguna discreción, regresé del jardín encantado a la entrada de la casa de mi padre.
»Es todo cuanto puedo recordar de la visión de aquel jardín, del jardín que aún me obsesiona. Claro está, nada puedo transmitir de la indescriptible esencia de una irrealidad translúcida, tan distinta del resto de las cosas conocidas; pero aquello, aquello había ocurrido. Si fue un sueño, estoy seguro de que ocurrió a plena luz del día y que fue un sueño extraordinario. ¡Hmm! Naturalmente, después llegaron las preguntas de mi tía, mi padre, la niñera, la institutriz, en fin, de todos.
»Traté de explicarles lo ocurrido, y mi padre me dio mi primera zurra por contar mentiras. Luego, cuando traté de contárselo a mi tía, me castigó otra vez por mi endiablada insistencia. Por tanto, como he dicho, se les prohibió oírme hablar del asunto. Incluso llegaron a privarme de mis cuentos de hadas durante un tiempo por ser demasiado “imaginativo”. ¡Eso hicieron! Mi padre era de la vieja escuela. Así que mi historia quedó confinada a mí mismo. Se la susurraba a la almohada, mi almohada, que acababa empapada y salada con mis labios murmurantes y mis lágrimas de niño. Y a las oraciones tradicionales y menos fervientes siempre añadía esta sentida petición: “Por favor, Dios, haz que sueñe con el jardín. ¡Oh, llévame otra vez al jardín!”. ¡Llévame otra vez al jardín! Soñaba con el jardín a menudo. Quizás haya añadido partes, quizá lo haya cambiado, no lo sé… Todo esto es, como comprenderás, un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de recuerdos fragmentados. Entre éste y los recuerdos sucesivos de mi niñez hay un abismo. Llegó un momento en que parecía imposible que volviera a hablar de aquella asombrosa visión.
Le hice una pregunta evidente.
—No —contestó—. No recuerdo haber vuelto a buscar el jardín durante aquellos primeros años. Ahora me resulta extraño, pero es muy probable que tras aquel percance vigilaran de cerca mis movimientos para evitar que me escapara. No, no fue hasta que nos conocimos cuando traté de encontrarlo otra vez. Y supongo que hubo una época, por increíble que parezca, en que olvidé el jardín del todo; debió de ser a los ocho o nueve años. ¿Me recuerdas de niño en Saint Athelstan?
—¡Sí, claro!
—Por entonces no parecía tener un sueño secreto, ¿no?
2
Me miró con una sonrisa inesperada.
—¿Has jugado alguna vez conmigo al Paso del Noroeste?… No, claro, no íbamos por el mismo camino. Es un tipo de juego —prosiguió— al que cualquier niño con imaginación jugaría todo el día sin parar. La idea era hallar un Paso del Noroeste que condujera a la escuela. El trayecto hasta la escuela era muy sencillo; el juego consistía en encontrar una ruta que no fuera tan sencilla. Salías de casa diez minutos antes de lo habitual y te aventurabas por una dirección casi imposible, abriéndote camino entre calles poco frecuentes hasta llegar al destino. Un día el camino se complicó, y fui a parar a un barrio
de clase baja al otro lado de Campden Hill. Empecé a pensar que aquella vez el juego se volvería contra mí y llegaría tarde al colegio. Desesperado como estaba, probé con una calle que no parecía tener salida, pero al final había un pasaje. Me adentré a toda prisa por él con renovadas esperanzas. «Puede que aún llegue a tiempo», me dije al pasar por una hilera de tiendecillas destartaladas, que me resultaban inexplicablemente familiares. Entonces aparecieron ante mí. ¡Allí estaban el largo muro blanco y la puerta verde que
conducía al jardín encantado!
»La emoción me sacudió. Después de todo, el jardín, el fabuloso jardín, ¡no era un sueño!
Hizo una pausa.
—Supongo que mi segunda experiencia con la puerta verde muestra la gran diferencia entre la vida afanada de un colegial y el infinito tiempo libre de un niño. En fin, en aquella segunda ocasión, no pensé ni por un momento en entrar en seguida. Verás, resulta que sólo tenía en la mente llegar a tiempo a la escuela, no manchar mi expediente con una falta de puntualidad. Seguramente sentí cierto deseo por probar a abrir la puerta, sí. Debí de sentirlo… Pero creo recordar que la atracción por la puerta era sobre todo un obstáculo más en mi determinación por llegar a la escuela. Por supuesto, aquel descubrimiento me interesó mucho, no dejé de pensar en él, pero seguí mi camino. No me detuvo. Me fui corriendo, saqué el reloj y vi que aún me quedaban diez minutos; para entonces, ya corría cuesta abajo por un lugar que ya me resultaba familiar. Llegué al colegio; sin aliento y empapado en sudor, pero a tiempo. Recuerdo haber colgado el abrigo y el sombrero… Dejé pasar la oportunidad. Es extraño, ¿verdad?
Me miró, pensativo.
—Por supuesto, entonces no sabía que la puerta no iba a estar siempre allí. Un colegial tiene una imaginación limitada. Supongo que pensé que era magnífico haberla encontrado, saber cómo llegar a ella; pero la escuela me llamaba. Imagino que aquella mañana debía de estar muy inquieto y poco atento, recordando lo que podía de aquellas hermosas y extrañas personas que pronto volvería a ver. Curiosamente, no me cabía la menor duda de que se
alegrarían de verme. Seguro que aquella mañana pensé en el jardín como un lugar delicioso al que podía acudir en los intervalos de una extenuante carrera académica.
»Aquel día no llegué a ir. Al día siguiente teníamos la tarde libre, lo cual debió de influir en mi actitud. Quizá la distracción hizo que la situación pareciera menos apremiante y que no buscara el tiempo para desviarme de mi camino, como era necesario. No lo sé. Pero sé que, entretanto, tenía tan presente el jardín encantado, que no pude guardar el secreto.
»Le dije a, ¿cómo se llamaba?, un chico con aspecto de hurón al que llamábamos Chispa.
—El pequeño Hopkins —apunté.
—Eso es, Hopkins. No me hacía gracia contárselo. No sé por qué, tenía la sensación de que era un error, pero lo hice. Íbamos juntos parte del camino a casa; él era muy hablador, y si no hubiéramos hablado del jardín encantado, habríamos hablado de otra cosa, y para mí era imposible pensar en otro asunto. Así que lo solté.
»Bueno, pues él pregonó mi secreto. Al día siguiente, durante el recreo, una media docena de chicos mayores me rodearon y, aunque se burlaban un poco de mí, estaban muertos de curiosidad por saber más del jardín encantado. Entre ellos estaban Fawcett, el grandullón, ¿te acuerdas de él?, y Carnaby y Morley Reynolds. ¿Tú no estarías entre ellos, por casualidad? No, creo que me acordaría si así fuera…
»Un niño es un ser de extraños sentimientos. Y yo, estoy convencido, pese al desprecio que sentía por mí mismo, me sentía en parte halagado por ser el centro de atención de los mayores. Recuerdo un momento concreto de placer, cuando Crawshaw, ¿recuerdas al mayor de los Crawshaw, hijo de Crawshaw, el compositor?, dijo que era la mejor mentira que había oído jamás. Sin embargo, en el fondo también sentí una punzante vergüenza por haberles contado lo que para mí era un secreto sagrado. El bruto de Fawcett hizo un
chiste sobre la chica de verde…
El vivo recuerdo de aquella vergüenza debilitó la voz de Wallace.
—Fingí que no lo había oído —dijo—. Entonces Carnaby me acusó de embustero, y discutimos cuando dije que era verdad. Dije que sabía cómo llegar hasta la puerta verde y que podía llevarlos hasta allí en diez minutos. Entonces Carnaby, con una soberbia insultante, me dijo que tenía que llevarlos y dar prueba de lo que decía o, de lo contrario, iba a sufrir. ¿Carnaby te ha torcido alguna vez el brazo? Entonces quizás entiendas el dolor que sentí. Juré que la historia era cierta. En aquel momento no había nadie que pudiera
defender a un chico de Carnaby, si bien Crawshaw intercedió cuanto pudo. Carnaby tenía las de ganar. El creciente entusiasmo me había enrojecido las orejas, y estaba un poco asustado. En general, me porté como un bobo y, al final, en vez de buscar el jardín encantado yo solo, guie (con las mejillas encendidas, las orejas ardientes, los ojos avivados y el alma consumida por la pena y la miseria) un grupo de seis compañeros de clase curiosos, que se mofaban de mí y me amenazaban.
»Jamás llegamos a encontrar el muro blanco y la puerta verde…
—Es decir, que…
—Es decir, que no la encontré. De haber podido, la habría encontrado.
»Y más tarde, cuando pude ir solo, tampoco. Nunca llegué a encontrarla. Creo que me pasé los años escolares buscándola, pero nunca di con ella…
jamás.
—¿Te lo hicieron pasar muy mal?
—Fueron salvajes… Carnaby me sometió a un consejo por mentir con descaro. Recuerdo que entré a hurtadillas en casa para que nadie advirtiera que había llorado. Pero cuando aquella noche lloré hasta caer rendido, no fue por Carnaby, sino por el jardín, por la hermosa tarde que esperaba pasar, por aquella gentil y dulce mujer, por los compañeros que me aguardaban y por el juego que esperaba aprender otra vez, aquel juego estupendo que había olvidado…
»Sabía con certeza que, de no haber dicho nada… Tras lo ocurrido, pasé una mala época. Pasaba las noches llorando y durante el día parecía ausente. Durante dos trimestres, hice el gandul y saqué malas notas. ¿Recuerdas? ¡Cómo no vas a acordarte! Si fue gracias a ti… Cuando sacaste mejor nota que yo en matemáticas, ¡decidí volver a trabajar duro!
3
Mi amigo permaneció en silencio unos instantes, contemplando las vivas llamas del fuego. Luego dijo:
—No volví a ver la puerta hasta los diecisiete años.
»Se me apareció por tercera vez de camino a Paddington, cuando me dirigía a Oxford para solicitar una beca. Fue una vislumbre fugaz. Estaba apoyado en la ventanilla del coche de caballos, fumándome un cigarrillo y, sin lugar a dudas, pensando que era un hombre de mundo sin par. De repente, allí estaban, de nuevo, la puerta, el muro y la adorable sensación que producen las cosas inolvidables que aún están a nuestro alcance.
»Pasamos por delante de la puerta sin detenernos. Fue una visión tan inesperada, que no hice parar al cochero hasta bastante más allá, en una esquina. Entonces sentí algo extraño, un impulso contradictorio de mi voluntad: di unos golpecitos en el techo del coche y saqué el reloj del bolsillo.
“¿Sí, señor?”, dijo el cochero al instante. “Hmm… Nada, no pasa nada”, le respondí en voz alta. “¡Me he confundido! ¡Disponemos de poco tiempo! ¡Siga!”. Y siguió…
»Me concedieron la beca. Y la noche siguiente, tras serme comunicado, estaba sentado junto a la chimenea de la habitación de arriba, en mi estudio, en casa, escuchando los elogios, los escasos elogios de mi padre y sus buenos consejos, que resonaban en mis oídos mientras fumaba mi pipa preferida, con la formidable y ufana actitud de la adolescencia, y pensaba en aquella puerta verde en el largo muro blanco. “Si me hubiera detenido”, pensé, “habría perdido la beca, no habría ingresado en Oxford, ¡habría echado por la borda la
excelente carrera que tengo por delante! ¡Ahora empiezo a ver las cosas más claras!”. Quedé sumido en estas cavilaciones, pero entonces no albergaba la menor duda de que aquella carrera merecía un sacrificio.
»Aquellos queridos amigos y aquel entorno diáfano eran un dulce recuerdo, agradable, pero remoto. Ahora me aferraba al mundo. Tenía ante mí otra puerta abierta, la puerta de mi carrera.
Volvió a mirar fijamente el fuego. Por un fugaz instante, el ígneo resplandor reveló en su rostro una resistencia tenaz, que luego se desvaneció.
—Bueno —dijo con un suspiro—, ya he terminado esa carrera. He trabajado mucho, he trabajado duro. Pero he soñado miles de veces, con el jardín encantado y, desde entonces, he visto la puerta cuatro veces o, cuando menos, la he vislumbrado. Así es, cuatro veces. Durante un tiempo, el mundo fue un lugar tan espléndido e interesante, parecía tener tanto sentido, tantas oportunidades, que el encanto del jardín, ya casi desvanecido, era a su lado
tenue y remoto. ¿Quién quiere acariciar panteras cuando va de camino a una cena con mujeres hermosas y caballeros distinguidos? De Oxford, regresé a Londres como un hombre con un futuro prometedor, que he intentado realizar. Y aun así he tenido decepciones.
»He estado enamorado dos veces; no haré demasiado hincapié en ello, pero en una ocasión, cuando me dirigía a ver a una persona que no esperaba que yo osara acudir, tomé un atajo al azar por una calle poco concurrida, próxima a Earl’s Court, y me encontré un muro blanco y una puerta verde que me eran familiares. “¡Qué extraño!”, me dije, “creía que este lugar estaba en Campden Hill. Es un lugar imposible de encontrar, tan imposible como contar las piedras de Stonehenge, el escenario de mi extraña fantasía”. Pero lo dejé atrás,
abstraído en mi propósito. Aquella tarde no me apeteció entrar.
»Sentí un breve impulso de abrir la puerta, sólo tenía que dar tres pasos, a lo sumo. Sin embargo, en lo más profundo sabía que se abriría y luego pensé que si lo hacía quizá llegaría tarde a la cita en la que estaba en juego mi honor. Más tarde me arrepentí de haber sido tan puntual. Cuando menos, podía haberme asomado y saludar a las panteras, pero entonces sabía ya muy bien que no debía volver a buscar tardíamente aquello que había encontrado sin buscarlo. Lamenté mucho lo ocurrido aquella tarde…
»Pasé años trabajando sin volver a ver la puerta. No volvió a aparecer hasta hace poco. Y al suceder, me invadió una extraña sensación, como si algo hubiera empañado el mundo. Empecé a pensar con pesadumbre y amargura que tal vez no volvería a verla. Quizás el exceso de trabajo me estaba afectando, quizá fuera lo que ocurre cuando uno se aproxima a los cuarenta. No lo sé. Pero lo cierto es que aquel vivo esplendor que hace fácil cualquier
tarea ardua me ha abandonado recientemente, y justo en un momento en que, con tantos nuevos acontecimientos políticos, debería estar trabajando. Es extraño, ¿verdad? Pero es cierto que la vida se me hace cada vez más dura, y las recompensas se me hacen cada vez más baladíes. Hace muy poco, he vuelto a anhelar con fervor el jardín. Sí, y lo he visto tres veces.
—¿El jardín?
—No, ¡la puerta! ¡Y no he entrado!
Se inclinó sobre la mesa y me dijo con infinita pena en su voz:
—He tenido tres oportunidades… ¡tres! Si la puerta se me vuelve a aparecer, lo juro, la cruzaré para huir de este desengaño, de este falso oropel de vanidad, de esta penosa futilidad. Entraré y jamás regresaré. Esta vez me quedaré… Lo juré, pero cuando se presentó la ocasión… no entré.
»En un año, he pasado tres veces por delante de esa puerta y no he entrado. Tres veces en el último año.
»La primera vez fue la noche de la disputada votación para el proyecto de ley sobre la Redención de Arrendamientos, donde el gobierno se salvó con una mayoría de tres votos. ¿Lo recuerdas? Ninguno de los nuestros, y acaso muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabara aquella noche. Luego el debate se desmoronó como un castillo de naipes. Hotchkiss y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ninguno de los dos tenía pareja, así que cuando nos llamaron por teléfono salimos al instante con el coche de su primo. Llegamos justo a tiempo y, de camino, pasamos por delante del muro y la puerta…, lívidos bajo la luz de la luna, bajo el amarillo intenso del resplandor de los faros, pero inconfundibles.
»—¡Dios mío! —exclamé.
»—¿Qué ocurre? —preguntó Hotchkiss.
»—¡Nada! —respondí.
»Y el momento pasó.
»—Acabo de hacer un gran sacrificio —dije al portavoz de nuestro partido.
»—Todos lo han hecho —me respondió, y se fue a toda prisa.
»No sé de qué otro modo podría haber actuado, dada la situación. Y la siguiente ocasión se presentó cuando corría para acompañar a mi anciano padre en su lecho de muerte, para despedirme del hombre severo que fue. Así pues, también entonces la exigencia de la vida fue apremiante. Pero la tercera vez fue distinta; sucedió hace una semana. Me invade un profundo remordimiento al recordarlo. Me hallaba con Gurker y Ralphs. Como bien
sabes, mi conversación con Gurker ya es de dominio público. Habíamos cenado en Frobisher’s, y la conversación fue adquiriendo un cariz cada vez más personal. El asunto de mi cargo en el ministerio reconstituido había sido un tema latente durante la cena. Sí, sí. Ya está todo decidido. Aún no tendría que hablarte de esto, pero no hay por qué ocultártelo… Sí, ¡gracias! ¡Gracias! Pero permíteme seguir con la historia.
»Aquella noche, todo era aún muy incierto. Yo estaba en una posición muy delicada. Estaba deseando que Gurker concretara algo, pero la presencia de Ralphs me incomodaba. Hacía tanto cuanto podía por no encauzar demasiado abiertamente aquella conversación ligera y despreocupada al terreno que me incumbía. Era necesario. Desde entonces la actitud de Ralphs ha justificado de sobra mi prudencia. Yo sabía que Ralphs nos dejaría justo pasada la calle principal de Kensington, de manera que entonces podría sorprender a Gurker con una franqueza inesperada. A veces, uno debe recurrir a estas pequeñas tácticas… Fue en aquel momento cuando vi, en el límite de mi campo visual, una vez más, el muro blanco y la puerta verde, allí, ante nosotros, al final de la calle.
»Pasamos por delante sin dejar de hablar. Pasamos de largo. Aún veo la sombra del marcado perfil de Gurker, el sombrero de copa inclinado sobre una nariz prominente, los distintos pliegues de la bufanda delante de mi sombra y la de Ralphs al pasar.
»Estuve a medio metro de la puerta.
»“Si me despido y entro”, pensé, “¿qué pasará?”. Sin embargo, me concomía la necesidad de hablar con Gurker.
»La obcecación por los demás problemas no me permitió averiguar la respuesta. “Creerán que estoy loco”, pensé. “Supongamos que desapareciera ahora. ¡Asombrosa desaparición de un destacado político!”. Consideré que aquello era importante. ¡Ante aquel dilema, di más importancia a miles de mundanerías insignificantes!
Luego se volvió hacia mí con una sonrisa afligida y dijo despacio:
—¡Y aquí estoy! ¡Aquí estoy! —repitió—, he perdido mi oportunidad. En un año, la puerta se me ha brindado tres veces, la puerta que se abre a la paz, al placer, a la belleza inimaginable, a una bondad que jamás nadie ha conocido. Y la he rechazado, Redmond. Y ahora ya es demasiado tarde…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Lo sé. Ahora no me queda más remedio que cumplir con mi trabajo, con aquello a lo que tanto me aferré cuando se me presentaron las oportunidades. Tú dices que soy un hombre de éxito…, esa cosa tan vulgar, escabrosa, molesta, tediosa y envidiada. Y así es.
Tenía una nuez en una de sus grandes manos.
—Si esto fuera mi éxito…
Y al decir esto la rompió y me la mostró.
—Te diré algo, Redmond. Esta pérdida me está consumiendo. Hace dos meses, ahora casi diez semanas, que he dejado el trabajo de lado, a excepción de las responsabilidades más necesarias e ineludibles. Un pesar implacable e infinito me invade el alma. Por las noches, cuando más difícil es que me reconozcan, salgo y deambulo. Así es. Me preguntó qué pensaría la gente si lo supiera. Un secretario de Estado, el responsable del ministerio más importante de todos, vagando solo, llorando, y a veces hasta lamentándose en voz alta…,
¡por una puerta, por un jardín!
4
Aún veo la palidez de su rostro y el insólito y sombrío ardor de su mirada. Esta noche su recuerdo es muy vívido. Sentado, rememoro las palabras, el tono en que las pronunció. Sobre el sofá, todavía está la Westminster Gazette de anoche con la noticia de su muerte. Hoy, durante el almuerzo, todos los miembros del club estaban desconcertados por su muerte. No hemos hablado de otra cosa.
Hallaron su cuerpo ayer de madrugada en una excavación próxima a la estación de East Kensington. Se trata de uno de los dos hoyos que se han excavado para la prolongación de la línea de ferrocarril en dirección sur. A fin de cortar el paso al público, la excavación está protegida con una valla al final de la calle, en la cual se ha abierto una pequeña puerta para facilitar el acceso a los trabajadores que viven por aquella zona. A raíz de un malentendido
habido entre dos capataces, la puerta quedó abierta. Seguramente, Wallace entró por ahí.
Las dudas y los enigmas me nublan la mente.
Al parecer, aquella noche debió de salir andando del Parlamento hasta llegar allí —durante el último período de sesiones, solía regresar a casa andando— y, así, imagino su sombría figura vagando por las calles nocturnas y vacías, absorto, distraído. Tal vez las débiles luces eléctricas próximas a la estación dieran una apariencia blanca al tosco vallado. Tal vez aquella funesta puerta sin cerrar despertara algún recuerdo.
Después de todo, ¿había existido alguna vez la puerta verde en el muro?
No lo sé. Yo he contado la historia como él me la contó. Hay veces en que creo que Wallace no fue más que la víctima de una coincidencia entre un tipo de alucinación excepcional, bien que no sin precedentes, y una trampa negligente, aunque de hecho yo no acabe de creerlo. Llámenme supersticioso o estúpido si lo desean, pero estoy casi convencido de que en realidad tenía un don anormal, y un sentido, algo —no sé exactamente qué— que, con la forma de un muro y una puerta, le ofrecía una salida, una vía de escape secreta y peculiar a un mundo mucho más hermoso. En todo caso, dirán, al final lo traicionó. Pero, ¿lo traicionó, realmente? He aquí el misterio más íntimo de
estos soñadores, de estos visionarios y de la imaginación. Nosotros vemos nuestro mundo como algo normal y corriente, vemos la valla y el hoyo. Según nuestra percepción terrenal, Wallace dejó atrás una vida segura, para adentrarse en la oscuridad, el peligro y la muerte.
Pero, ¿acaso él lo vio así?
Créditos
La puerta en el muro, Freeditorial PDF
freeditorial.com/es
Ilustración
Dibujo por Plaza de las palabras