El primer cielo, un cuento de Mario A. Membreño Cedillo. Un alegato simbólico entre apariencias y la realidad. Post Plaza de las palabras

 

Plaza de las palabras, presenta el cuento El primer Cielo de Mario A. Membreño Cedillo, relato contenido en el libro Cuentos profanos, y que aborda  la vida memorística de un personaje casi anónimo y del cual no sabemos su edad, pero sí su apellido: Almanza. Relato narrado en tercera persona omnisciente, y que se desarrolla en una ambiente indeterminado, próximo a una distopía en un futuro incierto. El personaje que ha sufrido una  condena que nunca se sabe cuál fue ni cuánto tiempo pasó en ese confinamiento. Por fin  liberado de un lugar que se llama Pabellón Central,  (especie de gobierno o representación caótica y casi kafkiana del Estado), lugar en que ha sido adoctrinado, con el estribillo «El mundo es generoso». Una vez liberado regresa a la ciudad de su infancia, y que por el paso del tiempo ya no reconoce. Sin embargo, en esa franja borrosa entre realidad y memoria,  rememora escenas narradas por sus ancestros, por lo que con base a hechos y recuerdos, Almanza,  poco a poco va armando una realidad alternativa,  en que se auxilia del Gran Rumor  (tradición oral). Por el que el saber se va transmitiendo de generación en generación, y que  se constituye en un hilo en el que el protagonista (Almanza), recupera parte del sentido de la vida. 

 

Otra vertientes que forma parte del relato es la del clima y los avances tecnológicos, especie  de caricatura en que se tiene que recurrir a Respiraderos por la contaminación ambiental y a una Bóveda plástica gigantesca que ha sustituido al cielo, y que  evita el daño de  los rayos solares altamente contaminados. En ese mundo caótico, también se representa el choque entre lo humano y lo tecnológico (autos espectaculares, bóvedas climatizadas, pantallas gigantes,  androides conduciendo un taxi), y en que todavía se perciben residuos de una civilizaron en proceso de desintegración: publicidad en los buses anunciando cereales, líneas de transporte público, pantallas virtuales en los edificios.  


El cuento también confronta el  mundo de las apariencias y el mundo real. En que la  ciudad, Unreal City en términos de T.S.Eliot,  es una apariencia llena de desolación y pedazos de lo que fue el mundo. Mientras que la realidad espiritual yace escondida en los saberes, el recuerdo del abuelo y los padres, la casa paterna, (la casa verde),   el  bosque  verde  y la tradición. En el relato se enfrentan la ciudad terrenal (ciudad caótica, aparentemente destruida en una gran conflagración bélica o social), y la ciudad celestial (realidad espiritual), en que la muerte no necesariamente es física, sino que se desdobla en la muerte del mundo de las sensaciones y las seducciones del mundo,  para abrir de par en par las puertas al mundo real del espíritu: el verdadero cielo.      

    

4759 palabras 


El primer cielo


Unreal City...

Waste Land, T.S. Eliot



Padre del cielo, líbranos de la oscuridad  y

haz nuestro cielo claro. Si debemos  de

morir déjanos morir en tu luz.

La Ilíada, Homero



         

Cuando Almanza arribó a la Estación Media, se bajó del tren sin esperar a que alguien lo fuese a sacar del compartimiento. Nadie lo esperaba, y él tampoco pensó que alguien estaría esperándolo. Llegó sólo, sin maletas y con una mudada negra, calzaba botas relucientes, de suela de hule y de punta de bronce. Se bajó cautelosamente del tren y salió de la Estación Media, encaminándose a tomar un taxi bajo la atónita mirada de los transeúntes, que lo observaban como si fuera un ejemplar en peligro de extinción. Sin darse por aludido, primero, decididamente  esquivó  las porfiadas miradas;  y después, lentamente,  levantó inesperadamente  sus brazos al aire, y se tocó  los hombros y se palpó  el cuello. Lo hizo casi instintivamente, como si  quisiera  estar seguro de estar allí y no en otra parte, y enseguida, disimuladamente, se atrevió a  lanzar una furtiva mirada a su alrededor. Y una vez seguro de que ya no había nadie que lo observara,  se dijo: «si soy yo y estoy libre», y a todas luces, volvió a recobrar  momentáneamente  la postura invicta de un hombre que recién acaba de recobrar su libertad. 


Una vez fuera de la Estación Media, se le vio echar un vistazo resignado al postizo cielo, que sobre su cabeza colgaba revuelto en un fondo de matices negros y grises, y rayado en mechones amarillentos, alumbrado por reflectores empotrados en las esquineras de una bóveda colosal, sincronizada a saber a qué mecánico  aparato y obedientes a qué inescrutable arcano.  Lo vio detenidamente por largo rato, sin asombrarse y  sin ningún temor, como si no le importase estar  ahí, como si ya lo supiera todo. Como si aquel cielo artificial fuese el fiel testimonio de alguna arraigada creencia y que aquel cielo estuviese destinado a seguirlo eternamente. Para luego, dedicarse despreocupadamente a ver pasar a la gente que pasaba siempre viendo exclusivamente hacia adelante. Al principio lo había hecho con evidente apatía, y después de algunos minutos se instaló con intensa atención, como un niño que hubiese descubierto accidentalmente un nuevo mundo. 


Pero solo era una ilusión, sabía que todo era únicamente una ilusión. Nada de contemplaciones y miramientos. Bastaba, mirar.  Lo mejor era echarse a andar por la ancha calzada; y lo  hace, camina  ligeramente  encorvado como alguien que torpemente  hubiese olvidado como caminar. Después de recorrer un trecho, lo sorprende repentinos escalofríos, y sobre él descendió una luminosa revelación. Los pasos cayeron   lejanos y en ecos, y después serían pasos pesados e inmediatos. Supo que ahora caminaría adónde él quisiera, y que ya no habría más reglas, ni más órdenes absurdas, ni lo acosaría aquella opacidad carcelaria. En el pasado habían quedado sepultados los callejones sin salida, los patios enmallados, los altavoces estridentes, las paredes enladrilladas y los torreones de vigilancia. «Sí, soy yo», se repetía categóricamente, ahora Almanza podría sonreír y regalarse con una mano palmadas al hombro, y con la otra, cerrar su puño como si estuviera exprimiendo furiosamente el aire, hasta volver a rescatar paulatinamente el semblante invicto de quien  repentinamente se ha consagrado a un  nuevo ritual.


Ante la novedad pero con completo dominio de sí mismo. Por algún rato lo distrajeron los exóticos trolebuses ribeteados de anaranjado,  que colgaban  fosforescentes cartelones que anunciaban raciones de  cereales; y observó con cuidado las voluminosas  pantallas que fijadas a las paredes  de los edificios  que repetían una y otra vez  hermosos e impasibles paisajes. Luego, fueron los taxis los que le llamaron su atención, estaban pintados a rayas negras y blancas, y pasaban como impecables cebras, ruidosamente envueltos en un coro de calcados pitazos. Por un momento quiso parar uno pero desistió de hacerlo, en cambio distraídamente  alargó su caminata por varias cuadras más, hasta que al fin se atrevió a parar  un taxi que vio salir recelosamente de una de las bocacalles del carril de enfrente. Era  un  taxi tan viejo que perfectamente podría instalarse  en un museo de algún villorrio polvoriento. Sin embargo, después de examinarlo por algunos instantes, se subió vacilante en él, conjeturando que aquel vetusto auto, a pesar de su color azul desteñido y su carrocería anticuada, reunía la simpatía casera de un Ford y la sutil diligencia de un Plymouth. Entonces, libre de la impresión inicial, se dijo casi mentalmente: « Éste es un taxi respetable, tan respetable como un abuelo»”.


Una vez en el asiento trasero Almanza pronto se dio cuenta de que el taxi era confortable, nítidamente cuidado y un olor indudable a lavanda flotaba en el aire. Poco acostumbrado a conversar, quiso entablar conversación con el chofer. Pero, ¿para qué diablos hablar con el chofer? , pensó Almanza. No obstante, no le importó que éste no le hubiera vuelto a ver al subirse al taxi, ni tampoco que no le hubiese contestado el saludo. Almanza guardó silencio, pero simultáneamente le fue ganando un extraño impulso por encarar al chofer, quien seguía tan fielmente derecho y pegado al volante, y sin desviar una pizca su posición inicial. Entonces, se fijó atentamente en lo que veía por sobre el respaldar del asiento: solo asomaba una ancha espalda, unos robustos hombros, una nuca cruzada por un par de arrugas que parecía envolverle el cuello, una erguida cabeza con  un cabello rociado en blanco, y una  gorra azul levantada  ligeramente  hacia arriba. Eso era todo lo que él podía apreciar del chofer y todo lo que necesitaba saber. Salvo que cuando el chofer, giraba ocasionalmente la cabeza hacia su derecha, el retrovisor le devolvía unos ojos negros y un entrecejo serenamente distendido.


Seguro de que entre aquella serenidad inexpugnable del entrecejo y aquella amanecida limpieza a lavanda del auto, habían removido recuerdos de su infancia. «Ha de ser un abuelo respetable, solo un abuelo respetable manejaría un taxi como éste.»pensó Almanza—. «Es un taxi con sabor a hogar, esos si son unos ojos de respeto.» Se iba diciendo Almanza, pero el hombre con la gorra azul, seguía sin voltear a ver hacia atrás. Y siempre con la determinación de continuar manejando concentradamente hacia delante, y de cuando en cuando cambiar mecánicamente su vista entre el espejo exterior de la izquierda y el retrovisor. Todo transcurría en un alargado y crudo mutismo. ¿Adónde va? Había preguntado al inicio el chofer, lo había dicho secamente, sin el más mínimo tono de afectación, y después de aquel conciso  laconismo no volvería a salir de su boca absolutamente ninguna palabra, hasta que aparcara el taxi en la calle Regentes.


Desde la ventana del taxi Almanza miraba como la ciudad hecha pedazos pasaba delante de él. De modo que iban apareciendo y dejando escenas insólitas, la ciudad parecía que se deslizaba, las siluetas de los edificios desdibujadas por el deterioro y los colores desmayados. Y las espejeantes vitrinas reflejan el pálido azul del taxi, y de vez en cuando, entre los edificios  aparecían efímeros tramos de un cielo plástico y abovedado. Las luces permanecían siempre encendidas en todas las calles y a todas las horas. Y, por un instante, entre luces y perfiles, Almanza creyó reconocer en los macizos verticales que parecían edificios las cálidas torres que en benévolas tardes desplomaban las horas. Y se admiró de recordar los encendidos relatos de festivas noches que se consumieron en una voraz hoguera de sueños. Las calles alargadas eran grises y terminaban nítidamente en finales imprecisos. La ciudad se derramaba desbocada en un  horizonte colmado de construcciones metálicas.   A la par se levantaba otro horizonte de postes de luz que ataban un panorama   sombrío, armado en  largas y gruesas trenzas plateadas,  que parecían  una malla de  hilos de telaraña, que contrastaba con las robustas  fogatas que, usualmente, a pleno día trepidaban en  encendidos colores;  mientras que las  columnas  de fino humo  ascendían olímpicamente rompiendo el equilibrio del aire. 



Pero a Almanza poco a poco le fue ganando la impresión de que todo lo que veía era irreal, un paisaje de humo, una prolongada alucinación, un ángulo escurridizo de la memoria.  Lo atrapó la repentina convicción que no debería estar allí; pero luego, razonaba que todo se debía a la falta de costumbre de pasearse por la ciudad, y a los escasos recuerdos de ir cómodamente sentado en un taxi. Sí, también su nueva libertad, otorgada tan sorpresivamente, que lo mantenía bajo el narcótico de la ensoñación. Pero, Almanza pensaba que todo cambiaría cuando estuviera descansado. Sí, «el mundo es generoso», dijo Almanza,  lo había dicho sin preocuparse de sí el hombre de la gorra azul lo escuchaba  o no, pero aquel  seguía conduciendo fielmente hacia delante. 


«Eran cosas de números, —se decía Almanza—, en el fondo todo son números. Hasta la memoria actúa sobre la base de una inteligible numeración». El saber que había pasado demasiado tiempo, una década, dos décadas, tres décadas y una más, era como si los años hubieran transcurrido en una caravana de absoluto olvido. Y ante aquel abandono tan categórico, únicamente hubiese emergido la imagen monolítica de la casa verde de dos pisos, en lo alto los anchos ventanales impecablemente limpios, cubiertos por una hilera uniforme de losanges geométricos. Los recuerdos lentamente volvían, y el contraste, entre aquel pasado nítido y verde y un presente borroso y gris, no lo conturbó. A pesar de que seguía sin capturar la lógica quebrantada de la ciudad, no le había sorprendido la altura de las elocuentes edificaciones.  Ni tampoco le preocupó el abandono fantasmagóricamente instalado por todas partes; ni la evidente ausencia de gente en las calles. No obstante, lo había maravillado el movimiento exageradamente veloz de los autos por las avenidas y esas carrocerías tan endiabladamente estrafalarias, cargadas de artefactos transparentes y de bocinas pitando rabiosamente. Y casi enseguida, ver aquellos bólidos desacelerar, y en segundos, quedarse tan inmóviles cuando se detenían de golpe ante un semáforo en rojo. Aquella pulsación   de velocidad y freno, aquel bronco desafío de inmovilidad tras el vértigo, le encantó porque él nunca había visto autos como esos, y también porque él no había vuelto a ver un solo semáforo desde su niñez.


Por un momento Almanza sospechó que todo aquello era un arcaico juego. Lo había  pensado remotamente. «El mundo es mágico», pensó Almanza. Pero sobre todo,  «El mundo es bueno y generoso, por eso estoy aquí, en la ciudad y no allá en el Pabellón Central», se repetía  tranquilamente Almanza. Lo pensaba sin dejar de chocarse nerviosamente los nudillos de los dedos.  Mientras a lo lejos todo le resultaba tan extraño que no le asustaba nada. Verdaderamente nada lo conmovía, salvo un fuerte anhelo por llegar a alguna parte. Todo rebosaba la puntual extrañeza de  las  ferias que sus ancestros habían gozado en las Altas Explanadas. Todo era, como si la ciudad fuera un enorme mapa carretero salpicado por construcciones sin terminar, armando un horizonte de fachadas cuadradas y torreones sinuosos que cercenaban un paisaje drásticamente inverosímil, de arquitecturas góticas retando las alturas y estirando sus finos y largos pescuezos como si quisieran besar el cielo. Almanza había  tratado de descifrar aquel truncado paisaje que le  resulta incomprensible, y lo  afligió la certeza de que no hallaría  nada familiar en aquella ciudad. Nada que sensatamente pudiese identificar, aunque solo fuera una desolada esquina, un pedazo acogedor de calle o una cálida sombra. ¿Y si la casa verde ya no fuese la casa verde?, pensó Almanza. Y al andar, calle tras calle, sin reconocer absolutamente nada. Pero, ¿cómo podría reconocer algo? Ni siquiera desvanecer la persistente duda. Entonces Almanza,  volvía a decirse  aliviadamente: «El mundo es generoso, por eso estoy aquí y no allá en el Pabellón...».

 

Súbitamente, y todavía abrumado por una desoladora sensación, volvió a percatarse del hombre de la nuca arrugada, con la cabeza siempre erguida y con la gorra azul correctamente puesta, y   siempre sin dejar de ver tenazmente hacia delante con sus manos fijas y gruesas en aquel timón definitivo y de cristal. Y entonces,   volver a pensar en la casa verde de dos pisos, y la enredadera descolgándose frenéticamente desde el  balcón frontal hasta tocar el piso. Presintió que ya estaba cerca de la casa, no podía estar tan lejos. No estaba lejos, ya llevaba casi una hora en aquel taxi, y eso era demasiado tiempo para aún estar lejos. Efectivamente. Ya estaban cerca, bastante cerca; tan cerca que el taxi giró en una bocacalle, con edificios por ambos lados, y Almanza, se inclinó un poco hacia adelante y pegó su cara al vidrio de la ventana, sin reconocer nada. Cuidadosamente el taxista detuvo el taxi, «Hemos llegado» le dijo con una voz desértica y lejana, y luego agregó: «calle Regentes». Almanza abrió bien los ojos pero no vio ninguna casa verde. Lo que sí vio era un pequeño edificio rojizo de tres pisos, recientemente pintado porque el olor a pintura cabalgaba indómito por los lomos del viento. Especuló que podrían ser apartamentos o quizá oficinas, vacilante, abrió la puerta y se bajó del taxi, dispuesto a enfrentar al hombre de la gorra azul. Una vez parado a la par de la parte delantera del taxi,   encaró al chofer y le vio directamente a los ojos que devolvían los mismos ojos del retrovisor. Y después que le hubo ofrecido un par de billetes, el hombre de la gorra azul los rechazó diciéndole enfáticamente: «Ya he sido pagado por las Autoridades del Pabellón Central, soy taxista comunero».



Sin responder a la tajante respuesta,  Almanza dejó que el taxi se marchara, mientras a través del vidrio trasero todavía se observaba al hombre de la gorra azul siempre manejando exclusivamente hacia adelante, hasta perderse en una prolongada perspectiva. Mientras que Almanza se quedó con los obstinados billetes en la mano, tal y como, a él se los habían puesto en la misma mano los alguaciles del Pabellón Central, al tiempo que le decían: «El mundo es generoso». Eso fue pocas horas después de que sorpresivamente le avisaron que pronto podría dejar la Galerías Cuadriculares. Posteriormente le desactivaron los aparatos, le quitaron los correctores del cuello y lo subieron en un transporte rumbo a la Estación del Tren Meridional. «Está libre», le dijeron con una voz gangosa  y otra vez los alguaciles volvieron a repetirle el calcado estribillo: «El mundo es generoso». Y cuando se bajó del tren con sus botas de cuero y punta de bronce, no recordaba nada del viaje porque se había quedado dormido, abismalmente dormido, dormido como el aniquilado paisaje de un soñoliento calendario, como si todavía llevase pegado al oído el traqueteo del tren y la persistente creencia de que aún estaba dormido


«Sí, seré libre y estaré en la calle Regentes, —pensara Almanza— pero no habrá ninguna casa verde de dos pisos, con las enredaderas descolgándose del balcón frontal, y tocando el piso». Por primera vez lo apremió la incertidumbre de seguir avanzando. Definitivamente, no halló la casa, y conjeturó que quizá el hombre de la gorra azul se había equivocado de calle; pero en la esquina estaba el rótulo con el definitivo nombre que identificaba la calle. Sin duda ésta era la calle Regentes, había repasado el lugar, sin reconocer nada, y nada le resultaba familiar, todo le era absolutamente ajeno. Pero antes de reanudar la marcha, Almanza oyó lejanamente una estampida de voces; era una negrura en movimiento que avanzaba  directamente hacia él, y que gradualmente tomaba forma.  Era un grupo de mujeres vestidas en negro que venían de la Cuesta de los Caídos. No importaba que todas hayan pasado con la vista fijamente hacia delante, y largas y finas trenzas plateadas agitasen el aire. Almanza las vio perderse en un final estrecho y difuso. Y después que todo hubiese quedado en un bronco silencio,   recordó que una vez hubo una glorieta a la vuelta de la esquina. ¿Por qué seguir?, se pregunta Almanza. Sin demorarse mucho, lo tentó  caminar hacia la esquina; y desde allí comprobar que en su lugar lo que había eran unos cenicientos edificios, una casa derruida con un descombrado zaguán. Y  detrás de un par de anodinas calles que desembocaban en la avenida de la circunvalación, se avistaba un paisaje de techos ondulados que parecían cortar en curvas el aire. Y en la lejanía contra la bóveda se encumbraba un erizado paisaje de violentas chimeneas que arrojaban deformes columnas de humo desteñido. Por un instante Almanza se figuró de que toda la zona residencial había sido demolida, y que en su lugar se había ensamblado un horizonte anónimo y comunero. 


Entonces, pensar y pensar en lo difícil que sería hallar una sola imagen intacta de sus fervorosos recuerdos. Pero, ¿por qué seguir recordando?, se sonsacaba insistentemente Almanza. Y sin saber qué hacer y sin saber a dónde ir, se dispuso a explorar los alrededores, vislumbró a la distancia una mancha verde, muy lejana y muy grande para ser la glorieta que él buscaba. Así que pensó que al menos podría dirigirse a esa mancha verde que conquistaba una porción ancha del curvo horizonte; y que parecía tan irreal, tan inmensa y tan luminosa, que producía un severo contraste con los sólidos tonos oscuros y grises de la ciudad. Le pareció que aquella mancha verdosa, podría ser una arboleda artificial o un Respiradero Comunitario, porque no tenía ni el más mínimo recuerdo que hubiese habido árboles en esa zona. Y creyó, equivocadamente, que tal vez los habían plantado después de la Guerra de las Máquinas  o de las Asonadas de las Colinas Metálicas.  Todo había cambiado tanto, que seguía  sin capturar aunque solo fuese un solo recuerdo de la apretada memoria. Entonces, ¿por qué seguir? Y, sin embargo prosiguió preguntándose y dudando si lograría llegar hasta allá, y sin explicárselo tuvo la vaga impresión de que aquella mancha verdosa era un bosque que retrocedía cuando él   avanzaba; y que otras veces, en cambio aquella mancha venía afable y directa a su encuentro.  Dedujo que la impresión, seguramente pasajera, se debía al cansancio. Con dolor levantó ligeramente la vista y a lo lejos avistó un paisaje de techos ondulados que parecían cortar en curvas el aire. «Será cosa de caminar despacio y sin fatigarme»pensó Almanza. Aunque, poco después se percató de que al acercarse a la zona verde el cansancio iba desapareciendo, y que el horizonte verde, efectivamente, era un bosque verde. Sea lo que sea, luego, todo resultó en un costurado silencio. 

 

Al acercarse más, empezó a divisar, primero los matices de los colores de las copas de los árboles, se esforzó en distinguir sus irregulares contornos, entrevió los viscerales troncos bajo de las sinuosas ramas, y por último observó minuciosamente las vulnerables hojas, y ya frente a los colosales árboles, se paró sobre el hospitalario césped que alojaba las sombras cautivas de los árboles. Lo abatió la impresión de que aquel verdor lo cercaba, y que hasta el viento que soplaba era un viento verde. Pensó que no había nadie más, una minuciosa mirada se lo confirmó. Y a no ser que se hayan escondido, verdaderamente no había nadie más. Pero ¿por qué esconderse? , pensó Almanza. Por lo que se recorrió el frondoso bosque por un estrecho sendero. Y antes de poder ver el agua alcanzó a oír el rumor del agua que se prolongó hasta llegar a un círculo cubierto de  losetas, en cuyo centro Almanza vio una fuente que al lanzar al aire un chorro de agua, se  abría sonoramente  en  copa y caía finamente desnucada.   


No había nadie más, salvo Almanza, y los árboles intactos, y el golpe duro del agua de la fuente, y una hilera de silenciosas bancas que invitaban generosamente a sentarse. Se sentó echando su gruesa espalda contra el respaldar, lo reconfortó de inmediato un agradable alivio en su cuerpo.  Haber caminado tanto no era cosas de todos los días, pero ciertamente más que cansado se hallaba feliz. Tan feliz como un niño con la tranquilidad de un gato echado en una blanda cama, cubierta por un edredón azul, que manos diligentes han tendido perfectamente.  Pero volvió a pensar…que todo había sucedido tan rápido, todo tan inusitado, que todo parecía un fugitivo sueño. Pero no era un sueño, ni siquiera un medio sueño, era algo más que un sueño. Almanza pudo tocarse los brazos y quitarse con la mano el sudor helado de la frente. Mientras, reiteradamente piensa: «Si soy yo y estoy libre».  Aquel   acto de confirmación le renovó la confianza perdida, pero una turbia rigidez en el cuello lo seguía aquejando, bien que lo sabía, cuando lo soltaron le habían quitado los correctores del cuello, y aún lo perseguía una sombra de peso sobre sus hombros como si todavía llevara puestos los correctores. En contraste a su mente había vuelto nítidamente la imagen de la casa verde de la calle Regencia, con su enredadera tocando el piso. Y también aquel persuasivo repicar de cremosas palabras: «El mundo es generoso».


«Y vaya, que el mundo era generoso, y las cosas que se le ocurrían sin saber por qué, ¿por qué seguir adelante?», se volvió a preguntar Almanza, y esta vez volvió a recordar el Pabellón Central,  los largos pasillos  metálicos, el puntual tumulto de  pasos díscolos retumbando como frenéticos tambores, los disimulados patios hirviendo en silencio, las máquinas traqueteando ruidosamente, el ronroneo ensordecedor de los motores,  la luz enceguecedora de los reflectores perimetrales cazando furtivas sombras, las bandas transportadoras siseando incansablemente, el olor fermentado del humo de las fogatas que consumían  promontorios de abigarrada basura. Y en aquellas sórdidas escenas, despojadas de todo lo humano, se iban encastrando las cosas todo el tiempo, y el Pabellón Central se iría convirtiendo en un laberinto que  nadie  diseñó, y que había evolucionado naturalmente. Recordó que en algún lugar, oyó que todo había comenzado como un juego trivial de azar, casi enseguida vinieron las reglas, los escuetos nombres, las construcciones encubiertas, las escaramuzas cotidianas, las órdenes y contraórdenes, el juego estético de las palabras: 


 Levántate con la primera antorcha, gentil guerrero Aqueo. Porté la coraza de la mañana, saluda dulcemente al mediodía y camina con los pies de la noche. (1)


Y poco a poco le vino a la mente, que entre los habitantes del gran Pabellón Central corría tremebundo una especie de rumor clandestino, lejano, pedazo de sombra que secretamente fue creciendo. En el pabellón, aquel rumor se había repetido tantas y tantas veces que al final nadie lo creyó. Por eso Almanza, sentado bajo las sombras y  solitario en una playa, tuvo el infatigable temor de alzar la vista, y fascinado por el crepúsculo del recuerdo de aquel seductor rumor, vanamente quiso dormirse. Deseo infinitamente no estar allí, pero la huida era de nuevo el Pabellón Central, y nuevamente la invasión de un vendaval de rumores que se levantaba como una bandera flameando, mientras el viento soplaba barriendo limpiamente los densos patios y abrazando tibiamente las sorprendidas esquinas. Y por todos lados, serias voces venían y finas miradas se iban, y un rosario de pasos corría rebelde por los largos pasillos. Y entre recuerdo y expectación, tuvo el natural impulso de ver hacia arriba porque por décadas de absoluta inmovilidad, los correctores le habían imposibilitado levantar la vista.  Obligándolo a ver solo de frente o hacia abajo; pero nunca hacia arriba. Entonces, se esforzó por levantar lentamente la cabeza hacía arriba. Aquel acto físico estaba demoliendo décadas de consuetudinaria rigidez.  No obstante, aún sin los correctores le resultaba difícil alzar la cabeza porque los músculos estaban endurecidos. Por lo que tuvo que soportar estoicamente un intenso dolor, y prosiguió, milimétricamente levantando la cabeza, hasta que ante su vista fue apareciendo un espacio blanco. Se lo habían dicho tantas veces, y tantas veces lo había escuchado, que ya ni recordaba cuantas veces se lo habían dicho, pero él nunca lo había visto, y los que se lo dijeron tampoco lo habían visto, porque todo era una cadena forjada de puros rumores. Y el rumor era a veces tan real, que todas las demás cosas se desdibujaban abruptamente


Y Ahora un espacio   blanco y azul, amable, insondable, sorpresivo, se expandía por encima del definitivo guerrero Aqueo, íngrimo entre la multitud boscosa, impasible ante la constelación de rumores, solo bajo la impenetrable profundidad del cielo. La escena, terrible y hermosa, era un beso de labios transparentes. Ninguna palabra podría describirla, él era en ese momento todas las volátiles palabras, todos los vigorosos rumores y todos los numéricos ojos. Mientras tanto, una masa blanqueada y evanescente flotaba victoriosa y sigilosamente, hasta ir desprendiéndose de dos en dos, de tres en tres y luego en franco tropel. «Esas han de ser las nubes», se dijo emocionado Almanza. Mientras, con lágrimas en sus ojos, las contemplaba embelesado. «Sí, ese si que es verdaderamente un cielo —pensó Almanza—. No ese simulacro de cielo, esa bóveda artificial grasienta y olorosa a plástico quemado que cubría desde hace décadas todas las ciudades». 


Fue entonces que Almanza también asoció el Gran Rumor que un día creyó haber escuchado en el Patio de los Esquinas Amarillas. Lo escuchó poco tiempo después de haber llegado al Pabellón Central, ya no recordaba en cuál de los niveles lo había escuchado. Pero sí recordaba que cuando supo lo del Gran Rumor quiso a toda costa conservarlo intacto en su memoria. Presintió, sin saber por qué, que ese rumor lo acompañaría siempre, y que aquellas quietas palabras habrían de guardarse celosamente. A veces pensaba que las palabras tenían  vida. Entonces, aquella voz,  era una  voz  sin rostro,  pequeña y suave voz nacida  de la nada,  venida como una lejana llamada que quizá ni se dirigía a él. Nunca supo quién había pronunciado las palabras,  ni de dónde venían ni a dónde iban,  y nunca más las volvió a oír. Y desde aquel entonces sabía, realmente,  que sí las había escuchado 


Consciente del valor de  aquellas extrañas palabras revivió innumerables veces la escena, y otras veces recordaba oscuramente  las huidizas palabras, pero aún escuchaba el tono de la voz, y sentía las palabras a punto de escapársele del cerco de sus dientes, sin lograr recordar las palabras exactas. Hasta que por esas bifurcaciones subterráneas de la memoria, trenzó aquel Gran Rumor del Pabellón  Central a otra especie de visión que de pronto le vino sinuosamente desde su infancia. Su abuelo se lo había contado a su Padre, y el abuelo  lo había escuchado de su propia Madre. Todo eran solo aladas palabras porque ellos tampoco llegaron a ver la visión. Almanza no recordaba ni siquiera la edad que tenía cuando se las habían susurrado a sus tiernos oídos.  Ni siquiera sabía si su Padre ya operaba en los niveles superiores del Patio de las Esquinas Amarillas,  o si su Madre todavía trabajaba en los Respiraderos de las Casas Grises de los Franceses. Pero aún recordaba claramente lo que había oído a su Madre: 


Aún hay lugares verdes, sé que los hay, pero los esconden, los esconden.

 Sé que los esconden.


Y en largas y cálidas olas de recuerdos, la imagen de Padre le llega invicta y la memoria de Almanza se pobló de imágenes: Padre permaneció absortó oyendo a Madre, y su rostro incrédulo crecía compasivo, hasta que Padre perseveró sentado, pensativo y en blanco mutismo. Todo estaba convocado: los escurridizos recuerdos, la casa verde, el proscenio de las nubes, el cielo protector, el fino hilo de la  visión. Y algo más que venía desde lejos, el Gran Rumor del Pabellón Central.  Almanza progresivamente,  fue recordando, palabra por palabra, y luego, se recordó  multiplicando aquellas palabras, que con paciencia  fue repitiendo en voz alta como si laboriosamente destilara la risa de un trueno: 


Si,  había la antigua costumbre en la Región de la Medianía que cuando un hombre iba a morir, se le liberaba, se le  desactivaban los aparatos, se le quitaban los correctores, y se le enviaba a un bosque escondido de los mortales, en donde se levantaban inmensos árboles y crecía un amable césped, que se movía como si lo rozara con sus delicado pies una legión de invisibles  ángeles. Entonces inadvertidamente y en completo sigilo aparecían ancestrales magos que con sus conjuros descorrían paulatinamente el nacarado crepúsculo, para que las nubes pasaran de una en una, de dos en dos, de tres en tres, y luego en franco tropel, hasta que el cielo despoblado de nubes, se abría de par en par, como magistralmente un día se abrió en dos el Mar Rojo.  Para que el iniciado antes de morir, pudiese ver por primera vez el verdadero cielo.



Notas bibliográficas 

1. 


Créditos

 

Texto El primer cielo,  de Cuentos profanos © Mario A. Membreño Cedillo 


Ilustración

 

Foto de Plaza de las palabras