El Panteón de los ingleses: la historia secreta de un payaso por M.A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras


Plaza de las palabras, publica el Cuento El panteón de los ingleses: la historia secreta de un payaso.  Escrito por Mario A. Membreño Cedillo, y que forma parte del libro Cuentos Profanos. Relato originalmente publicado con el título, El panteón de los ingleses, en Caxa Real, Revista literaria, UNAH Honduras, No 25, diciembre de 2004, páginas 4 y 5. El cuento narra la llegada  a Real del Monte del  payaso inglés Robert Bell, narración que mezcla hechos históricos con la ficción, en que se entremezclan un choque de culturas y creencias entre los pobladores de Real de Monte y de la huasteca hidalguense, y los ingleses de Cornwall que habían llegado para explotar las minas de la región. Relato que poco a poco va narrando una serie de hechos: La llegada de los ingleses de Cornwall, el dragón que echa humo, el terrible Percy, la muerte del payaso Bell, el panteón de los ingleses.   Para, finalmente desembocar en un relato mayor que los trasciende a todos.  Relato que plantea las diferentes especulaciones históricas sobre la muerte del payaso Robert Bell, en el marco de la repetición de una escena simbólica: la de una columna que marcha al amparo invisible de la noche.      




5149 palabras 


El Panteón de los ingleses: la historia secreta de un payaso


 Mario A. Membreño Cedillo


A Abrahán Raudales (El Tuncha): 

Medio lobo estepario y medio lenca. 

A quien  éste relato siempre le gustó.



Y ellos

avanzaban protegidos 

 por el manto invisible de la noche. 

La Ilíada, Homero

I



Cuando en 1850, Robert Bell llegó a México, pocas décadas antes los ingleses cornaulenses, esforzadamente, habían traído la primera máquina de vapor a las minas de Real del Monte. A pesar de que está colosal máquina que empotrada tenía la altura de una casa de tres pisos, y que serviría para desaguar las minas, y para aumentar la producción argentífera; muchos mineros desertaron creyendo que aquel era un maleficio. Los ingleses la llamaron graciosamente como el dragón que echa humo. Ellos casi nunca se relacionaron con la población de Real del Monte. Ellos simplemente eran así; y aunque paseaban por el poblado con el afán de encontrarle un sentido a las laberínticas calles que eran un encuentro inesperado de inicio a fin. Y que terminaban bruscamente en insospechadas plazoletas, que matizaban un abigarrado poblado repleto de ornamentos barrocos y platerescos; con sus casas de techos de cuatro aguas, que formaban un horizonte enteramente rojizo. Coronando por un cielo impasible que parecía transitar entre un cielo huraño y otras veces un cielo contemplativo. Y ante el cual la mirada siempre lo interrogaba como si fuese un lenguaje que estaba tratando de dar a luz.    


Ante aquel paisaje urbanístico, por las tardes los ingleses solían pasearse de dos en dos, de tres en tres, de cinco en cinco; hasta voltear el pueblo de arriba abajo. Y  aunque se les veía por doquier, la orientación de la mirada a todas luces y por todos lados, era como si ellos realmente no estuvieran ahí. Porque siempre sabían mantener su distancia, y solo hablaban entre ellos, mientras  movían sus manotas como atizando el aire, y sus ojillos azules y oceánicos revoloteaban como si estuvieran buscando algo más allá de la mirada. Acaso una velita en la noche del páramo, o acaso una esquina que de nuevo los transportará cándidamente a las esquinas de Cornwall. Pero, sin embargo, todo se desenvolvió tranquilamente, y sobre ellos flotaba una cierta parsimonia; como si el descubrimiento de la tierra prometida hubiese sido cosa de un pasado ya olvidado. Y que a veces ocasionaba  la sensación de que ellos siempre hubiesen pertenecido a Real del Monte. Y como si toda su carga de afanes e ilusiones perteneciera  a un solo y definitivo paisaje y a una  única e inconmovible historia.


Vaya a saber cómo eran ellos realmente, pero al son de las apariencias los ingleses de Real del Monte eran puros gestos de asombro, miradas escrutadoras; y de cuando en cuando, eran apenas vocecillas  cautelosas. Como si hubiese un cambio de dirección, y fuese el viento el que  cambiaba. Pero ellos eran así. Así eran los ingleses de Cornwall: océano, páramos y acantilados. Entonces, los pobladores los empezaron a llamar los “cuchicheadores”. Luego, fueron las inmaculadas viejas del pueblo, las que con sus miradas atentas raspaban la piel de las cosas, y que paradas en ruedas esquineras, empezaron a llamarlos: los  “rezanderos”. Porque decían que los ingleses hablaban a puros susurros, como si estuvieran  cuchicheando fervorosas plegarias a Dios. Ellos eran así: silenciosos cual piedras celtas y lejanos como las nubes bretonas. Aunque  los domingos después de sus cultos metodistas; solían reunirse en la explanada, y correr desenfrenadamente tras una pelota de cuero, al grito de palabras que solamente ellos entendían. 


Entonces, al principio desconcertados, y luego fascinados, los chiquillos del pueblo empezaron a redondear pelotas, y pronto también se les vio correr despavoridos tras balones hechos de  cueros y paños; y a imitar aquel juego de corridas alocadas, de patadas al aire y gritos a todo pecho. Mientras tanto, las mujeres inglesas se la pasaban preparando el té y horneando empanadas de carne que, simplemente, llamaban “paste”. Entonces, de cuando en cuando se les veía pulcramente vestidas, siempre con sus delantales blancos de espuma de mar, sus manos diligentes; y sus miradas tan remotas como podría pensarse el cielo de Cornwall. Así eran las inglesas, tan así eran ellas, que raramente venían al pueblo, y vivían refundidas apaciblemente en sus espaciosas casas, y algunas de ellas morían sin jamás haber puesto un pie en Real del Monte.


Entonces, casi naturalmente se habían formado dos bandos;  por un lado estacionario los realmontinos con su arraigó a lo terrenal y a la telúrica naturaleza; y por el otro lado, pasaban los ingleses con su mirada mineral siempre puesta en un cielo, que también habían traído en sus alforjas desde Cornwall. Eran como dos mundos apartes que únicamente coincidían en las minas de plata. Y ahí en aquellas gargantas de plata, los mineros locales; tras extenuantes jornadas laborales, eran tratados severamente. Y un capataz inglés al cual todos llamaban “el terrible Percy”, se había ganado el odio tremebundo de todos los mineros. Percy, quien con su voz de trueno desprendía las hojas de los árboles porque su voz era profunda y gruesa, y parecía salir desde las mismas entrañas de las minas. Él fue el primer paso de una secuencia impensable de sucesos que terminaría con la llegada inesperada de Robert Bell; el inglés que con su voz de alondra rescataría las hojas de los árboles. 


Pero aquella trama y aquella división, no estaba exactamente trazada. En todo se conjugaba un real y subterráneo juego de matices. Las combinaciones se daban así como se combinan los colores en el cielo. Todo era un progresivo encadenamiento de gestiones en el tiempo, como sí lo cotidiano de todas las escenas fuese una sola y amalgamada historia. Pequeños riachuelos que se juntan en un gran río que desemboca en un mar visto desde arriba. Y así una serie de hechos fueron fusionándose imperceptiblemente, desde el dragón que echa humo, el carácter despótico de “Percy, el terrible”, la demarcación inusitada del panteón inglés, hasta la llegada de Robert Bell. Todos eran azulejos de un mismo y definitivo mosaico. Un primer hecho insólito ocurrió cuando el terrible Percy murió; curiosamente, él era el primer inglés en morir en Real del Monte.  Y cuando lo llevaron a enterrar en el cementerio local, los ingleses se encontraron con que las pesadas puertas de bronce del cementerio estaban cerradas: encadenadas, tapiadas, tachonadas. Y  frente a la puerta del cementerio había varios centenares de personas bloqueando la entrada, todos con los brazos cruzados, todos perfectamente ordenados, todos en filas cerradas, y todos en perfecto silencio. 


—No lo queremos aquí —se oyó la voz de uno de los hombres de Real del Monte. Los ingleses le replicaron que aquel era el único panteón.

—No lo enterraran con los nuestros —se dejo oír la voz de una mujer de trenzas negras y completamente vestidas de negro. 

— No aquí —dijeron varias voces más. Y un coro de voces se levantó como una ráfaga de iracundas voces—. ¡No con los nuestros...! ¡No con los nuestros...! ¡No con los nuestros!


Los ingleses, sorprendidos, primero pensaron que se trataba de alguna festividad religiosa de Real del Monte. Luego, creyeron que simplemente era un capricho, pero los alarmó la férrea mirada de los pobladores que no respondían a sus llamados; hasta que después de un prolongado silencio un grupo de realmontinos se les acercó, cerrándoles  todavía más el paso.  Así que los ingleses perplejos y sin saber qué hacer ni a dónde ir con su muerto, guardaron un huraño  silencio. Y detrás de ese silencio apareció uno de ellos: fornido de espaldas, de mirada plomiza, de cuello de toro y de bigote rojizo.  Que con bastante determinación se acercó a los pobladores, y se atrevió a ofrecerles pagar todos los gastos del entierro, y hacerse cargo del mantenimiento del cementerio. 


Los hombres del pueblo les reiteraron secamente su negativa. Y volvieron a ponerse firmes con sus brazos cruzados, todos con sus imperturbables rostros viendo hacia una lejanía indeterminada; como si viesen algo que solo ellos comprendían, y todos abanicando un perfecto silencio Los ingleses, por largo rato  esperaron creyendo que los pobladores cambiaran de parecer; pero ante la tozudez y mirada de condena de aquellos; los ingleses tuvieron que marcharse junto con la carreta que llevaba el ataúd. Y terminaron enterrando a Percy el terrible en el Cerro del Judío, una colina rematada por una pequeña explanada cubierta por un bosque de hóyamelos. Los ingleses poco a poco fueron arreglando aquel lugar, y cuando moría un inglés era enterrado allí. Con el correr de los años aquel camposanto fue llamado el Panteón de los Ingleses, el mismo cementerio en donde décadas después del entierro de Percy el terrible, también sería enterrado Robert Bell.



II

Cuando Robert Bell  apareció en Real del Monte. Fue igual que cuando décadas atrás trajeron el dragón que echa humo, con el paso del tiempo tampoco nadie en Real del Monte recordaba exactamente cuándo habían traído la gran máquina. Ni cuándo había llegado Robert Bell, pero sí se acordaban de que Robert Bell muy pronto entabló contacto con los pobladores. Él era un inglés distinto a los demás, hablaba con las mujeres y con los niños.  Robert Bell tenía una profesión peculiar, era un payaso, un verdadero payaso, el primer payaso que había llegado a México. Y en Real del Monte les costó mucho comprender lo que era un payaso, hasta que  terminaron asociándolo a una especie de curandero. Cuando él hizo su primera presentación en el centro de la plaza, la gente se le acercó con  temblor y temor. El payaso usaba una peluca rojiza, tenía su rostro completamente maquillado, y su nariz era tan roja como una manzana de California. Vestía una holgada camisola naranja, pantalones a rayas verdes y calzaba botines en puntera. Movía sus manos con la agilidad de un conejo y sus piernas parecían doblársele como si fueran de alambre. A veces combinaba extrañas contorsiones de su cuerpo, con sorprendentes mímicas; y repentinamente ante la vista de todos se sacaba de los enormes bolsillos de sus bombachas las cosas más inverosímiles. Pero su acto favorito era echar humo y fuego por la boca; y cuando hacía esto, todos en Real del Monte recordaban el dragón que echaba humo.


A Robert Bell, su carácter extravertido pronto le granjeó  un amplio círculo de amistades y los niños lo seguían a todas partes. Lo de su nombre, despertó una enconada pasión. Primeramente, le llamaron, el inglés que echa humo por la boca. Con el tiempo él mismo les confesó que su apellido Bell, significaba campana. Y algunos empezaron a llamarlo ceremoniosamente el Señor Campana. Y entonces, se escuchaba a los niños repetir jocosamente: Señor ding, dong, ding, dong. Luego, fueron los más sagaces y diligentes, los veteranos del pueblo, los que casi lo sabían todo. Los que sin vacilar lo llamaron el Señor de la Risa, y un día incluso lo bautizaron como el Señor de la Sierra. Por las tardes se le podía ver haciendo rueda con los mineros; hasta que inexplicablemente los ingleses le prohibieron que se acercara a las minas. Pero irreverente como él era, a  la caída del atardecer esperaba a los mineros en la plaza o bajo las arcadas,  y ahí mismo hacía tertulia con ellos. 


Y en otras ocasiones, por las noches formaba círculos y armaba fogatas y se quedaba en volante conversaciones, hasta altas horas de la noche. Y  tampoco era inusual verlo  cruzar solitariamente por el pueblo sin rumbo fijo. Y de ronda y ronda poco a poco fue conociendo a los realmontinos y ellos a él. Y con el tiempo logró ser un invitado permanente de las festividades del pueblo. No obstante, poco trataba a los ingleses. Fue en esa actitud, que al payaso Bell le pareció que mientras más congeniaba con los realmontinos, los ingleses más lo despreciaban. Y que a estos nunca les había gustado que hubiese un payaso inglés porque creían que él socavar su influencia sobre el pueblo. Un día hasta le ofrecieron dinero para que se regresara a Inglaterra, pero él, tajantemente, lo rechazó.


 A cambio, los ingleses   jamás lo invitaron a sus casas ni a las celebraciones del natalicio de la Reina Victoria. Aquella conducta de rechazó se templó  enérgicamente en toda la comunidad inglesa de Real del Monte; y por las resonantes calles, cuando los niños ingleses se encontraban al payaso le soltaban hirientes insultos. El payaso resentía aquel trato discriminatorio, aunque nunca se quejó. Pero con el correr de los años en el corazón del payaso, fue creciendo un rencor secreto contra los ingleses que nunca terminaron por aceptarlo. Él lo sabía, bien que lo sabía, lo sabía  perfectamente bien. Sin embargo, en Real del Monte, se había ganado el corazón de todos. A los pocos años ya hablaba correctamente el español y cada vez más dominaba palabras otomíes y náhuatl; por lo que frecuentemente era llamado desde remotas poblaciones de la huasteca hidalguense y más allá,  para animar sus celebraciones.


Y cada vez más, entre  el rumor de las acequias y la sombra de los árboles, desde las cimas de las montañas hasta las ondulaciones de los frondosos bosques,  sus palabras fueron conocidas por todos los confines. Y con el tiempo fue formando su propio repertorio de consejos. Disfrutaba armando frases con el lenguaje. Y la gente lo escuchaba extasiada. Entonces  decía: «Por más que el conejo corra no alcanzara el arco iris». O a veces soltaba frases aladas: « El pájaro carpintero está labrando el corazón de la mañana». Por la noche solía  decir: «La punta nariguda de una estrella toca a la puerta hermética de la noche». Aquellas frases le habían ganado el respeto y admiración de muchos realmontinos; aunque no todas las frases fueran comprensibles para ellos. Pero había una magia en su lenguaje. Su consejo vitalicio se resumía en un axioma: « Hay que inventar cada día una nueva forma de hacer las cosas». Luego, les lanzaba su famoso laconismo: «Nunca saluden, sonrían» Y al final, enigmáticamente, destempladamente, abruptamente, reprendía  a  sus discípulos: « nunca hay que dormirse en las sombras de los laureles, sino que hay que hacer bailar a las sombras para que los verdaderos laureles al fin se despierten». 


Como un buen inglés, Robert Bell era metódico y de ingenio agudo. Poseía una voz entrenada y melodiosa fruto de sus andanzas como actor por las tablas y su efímero paso como baladista. A veces sorprendía a sus oyentes al cantar baladas inglesas, y otras veces recitaba, solemnemente, parlamentos de Shakespeare; y aunque sus oyentes difícilmente lo entendían; se quedaban embelesados con las nubes en la cabeza y una sonrisa tenuemente dibujada en sus rostros fascinados. Nada parecía detenerlo, y tal era su afán por desmadejar la naturaleza, que había estudiado meticulosamente el movimiento de los animales de la comarca y el lenguaje de los pájaros. 


También se había aficionado al estudio y clasificación de las hierbas y las diferentes especies de árboles, y a catar por su gusto mineral las diferentes aguas de acuíferos y manantiales de la región; y pacientemente había aprendido, los enrevesados encantamientos de los llamados Señores de la Sierra. En una de sus más festivas tardes, explotó en carcajadas, cuando le dijeron que él era el verdadero Señor de la Sierra y que también podría ser el Señor de la Risa. Su popularidad había crecido tanto, que entre sequía y chubasco, se desbocó el rumor  que en un viaje relámpago a Pachuca, en una velada  artística organizada por el ayuntamiento, sin saber quién era aquel encumbrado personaje, había ablandado a puras risas el rostro pétreo del general Porfirio Díaz.


En los últimos años de su vida se llenó de extravagancias, y no faltó quien juraría haberlo visto por las noches, emitir sonidos inteligibles bajo las densas ramas de un ahuehuete, o haberlo encontrado convocando en el descampado a las enormes figuras de basalto. A lo que se habían tejido  rumores por aquí y por allá. Entonces las voces, tan imperturbables como la mañana; habían llegado a asegurar que ciertas noches, él se levantaba en la punta de la oscuridad, y caminaba por horas buscando el nido de los pájaros o siguiendo el silbido del viento. Otras veces desaparecía misteriosamente, y se iba, y ciertamente que se iba, y vaya que se iba, a explorar por semanas enteras la huasteca hidalguense, siguiendo el paso sigiloso de los coyotes o internándose profundamente en los bosques fragantes de enebro de Zimapán.


— ¡Saben! Todavía hay mucho por recorrer...esto nunca se acaba…  —decía el Señor Bell  y se lo  decía, más con una honda resignación que como una afirmación. Al tiempo que  señalaba al paisaje verde, lejano, exuberante, monocromático, nutrido, compacto y categórico de la lejanía. Mientras ellos  perdían la mirada incrédula en las montañas de  la Sierra Madre Oriental de Pachuca.

—No debería ir tanto por esos oscurales —dijeron ellos unánimemente convencidos… — Ahí, hasta las sombras pican.

—Las sombras no son sombras, ni tampoco pican —contestaba extrañamente él. Mientras distraídamente movía su dedo índice en círculo contra la llama de una velita. Entonces, todo quedaba en silencio, en perfecto silencio.


Sin embargo, él continuó con sus viajes y exploraciones, que no tenían fin.  Así fue que cuando el Señor Bell llegó a enfermarse, todos en Real de Minas pensaron que era un mal pasajero; de esos que ferozmente lo agarran a uno en la sierra y lo tumban por una semana. No faltaron  quienes,  pronto lo llenaron de infusiones de eucaliptos y lo llenaron de caldos caseros, y lo llenaron de encantaciones,  pero la fiebre nunca le bajó. Por un momento se pensó en llevarlo a Pachuca, pero él se opuso rotundamente. Y rodeado de curanderos y cantos, sorpresivamente, murió al alba. A su muerte, sus ayudantes fueron sumamente escuetos, solo dijeron que él había muerto sonriendo dulcemente. Y que antes de morir les había dado meticulosamente las instrucciones de su entierro. Cuando se supo de su inesperada muerte; sucedió un fenómeno nunca visto en Real del Monte. Empezó con un leve murmullo y terminó como una sazonada crecida. De las poblaciones vecinas la gente se dejó venir y se les veía,  bajando las laderas, cruzando los ríos, y marchando por los polvorientos caminos. Y de los lomeríos de la sierra huasteca bajaron correntadas de pobladores. Y las viejas del pueblo decían que hasta las Piedras Cargadas venían al velorio. Los ingleses se mostraron pasmados porque ellos nunca esperaron aquel fervor por la muerte de un simple payaso inglés.


A la hora de los altos vigilantes y a la hora de todos los entierros. Una gran marcha fúnebre borroneó todas las esquinas del pueblo y estremeció con un furor indecible las calles empedradas de Real del Monte. El día se había llenado de contrastes: las casas todas de blanco rematadas por un horizonte rojo, y los marchantes todos de negro. Las calles de piedras grises y el cielo  perfectamente azul.  Las puertas todas cerradas y las ventanas todas abiertas. Y en contraste, la casa del payaso con las puertas abiertas de par en par, y un patio interior completamente repleto de gente. Y afuera, un gentío de lamentos: multitud, muchedumbre, conglomerado. Agolpándose en las calles entristecidas y mudas. Eso bastó para que sus discípulos decidieran sacar el ataúd, y ponerlo directamente en la plaza. Largas y tumultuosas filas de dolientes se formaron espontáneamente para darle al payaso Robert Bell el último adiós, y un horizonte de cabezas invadió la intimidad de la plaza. Entonces, cara a cara ante el  féretro, la gente decía: «Mira nomás,  sí está igualito que cuando llegó», y luego los niños repetían de esquina en esquina: «Hasta parece que va a despertarse». Y aquella frase se instalaba cómodamente en cada boca: «...y parece que va a despertarse».



III

Aquel día los mineros unánimemente decidieron no ir a trabajar; y todas las mujeres se vistieron totalmente de negro, enrebozadas y con una flor roja en su mano derecha. Nadie se preguntó de dónde sacaron tantas flores rojas; y todo sucedió como si el pueblo hubiese existido    exclusivamente para esa muerte. Era como si toda la historia del pueblo se hubiese vaciado, desembocado y conectado en un solo y único día: en unas cuantas horas y en un solo guiño irrevocable del tiempo. Todo se dio naturalmente, paulatinamente, cordialmente. Nadie recuerda una lágrima, un llanto, una queja. Pareciese que en aquel lugar en ese tiempo la muerte no tuviese a su mano su azaroso dominio. Paralelamente a aquella impresión todo se organizó radiantemente solo. Y sin  que nadie se los dijera, todos los niños se habían pintado la cara con colores chillones, como si ellos fueran payasos, y todos los hombres fueron apareciendo con un pañuelo negro cubriéndoles la parte baja del rostro. Y de la sierra morena venían bajando un millar de ojos negros y otro millar de pasos venían repicando como campanas. Y en las grandes hondonadas retumbaba un ejército innumerable de ecos.   


Cuando los ingleses se dieron cuenta de que no enterrarían al payaso en el camposanto del pueblo, sino en el Panteón Inglés. Ellos quisieron impedir el entierro, pero al vuelo cambiaron de parecer temiendo una revuelta. Un presentimiento poderoso y estremecedor había llegado a los ingleses antes que vieran  nítidamente la cabeza de la marcha fúnebre. Una larga columna salió de Real del Monte, compactada como una muralla peregrina.  Las rezanderas iban por delante con sus rosarios en mano y sus murmullos al aire; los chamanes con sus cantos inteligibles, los niños rodeando el féretro con su silencio de niños; y atrás los hombres empañuelados en marcha cerrada. El cortejo se alargó por un camino de tierra; y sonaron pasos de piedra, y se oyó un rumor de silencio que subió vigorosamente por las escarpadas pendientes. Y a su paso hasta los animales se apartaban obedeciendo un clamor que flotaba en el aire y que también congregaba en el aire a las aves: bandadas de pájaros perfilaban el cielo. Y desde las altas montañas se divisaban las grandes columnas de humo y la gran procesión de las nubes.  


A la conjunción de aquella inaudita y grandiosa escena,  los ingleses encendidos en asombro. Desde los altos corredores,   desde los impecables zaguanes,  y desde  las cristalinas ventanas,  divisaron  con temor y extrañeza avanzar la  unánime columna. Y cuando llegaron a la  ladera en que ellos tenían sus casas, el cortejo fúnebre inmediatamente se detuvo; y repentinamente, todos en la columna se pusieron de frente hacia las casas de los ingleses. Decididamente, todos con los brazos cruzados, todos  avasalladoramente, y todos vieron fijamente en perfecto silencio,  a las casas limpias y grandes de los ingleses. Y por un momento ellos pensaron que la multitud de la columna, irremediablemente, subirían hasta sus casas. Y que desbocados y enloquecidos irrumpieran salvajemente en ellas. Pero nada de eso ocurrió y la columna pronto reanudó su marcha. 


Y cuando llegaron a la explanada ante el frontispicio de El  Panteón de los Ingleses, se detuvieron; y desmontaron el féretro de la carreta fúnebre. Luego, abrieron lentamente las pesadas puertas de hierro, donde se leía: Blessed are those who die in the Lord. El entierro fue breve, brevísimo, lacónico; extremadamente puntual, y siguiendo estrictamente las instrucciones del payaso, solamente lo cargaron sus discípulos. Dos de ellos hicieron el sortilegio del fuego y el humo; y luego lo enterraron perfectamente maquillado, como un verdadero payaso. Y al contrario de las tumbas de los 900 ingleses que yacían con la cara de sus lápidas orientadas hacia Inglaterra; enterraron al payaso Bell en sentido contrario, como si estuviese viendo hacia Real del Monte y el corazón de la huasteca hidalguense; y dándole la espalda a Inglaterra. 


Al regresó del cortejo fúnebre caía la noche, y todos en la columna fúnebre, prendieron candelas y antorchas. Un haz continuó de luz vulneró la totalidad de la negrura. Y ellos avanzaron protegidos por las luces flamígeras de las  antorchas. Y un rumor sonoro y rítmico de pasos estremeció el largo camino de la noche encandilada. Cuando los ingleses vieron la columna iluminada regresar, volvieron a sentir temor; e indiscutiblemente, apagaron todas las luces de sus casas. Entonces, las luces de la columna quedaron solitariamente encendidas; como si fuera una larga serpiente fosforescente  moviéndose lentamente en un fondo oscuro; hasta que llegaron a la entrada del camino, frente a los grandes portones metálicos  que daba acceso a las casas de los ingleses. Y allí los del cortejo apagaron sus velas y apagaron sus antorchas. 


Los ingleses que observaban atentamente, dejaron pasar el tiempo, hasta que creyeron que a plena oscuridad los de la columna ya se habían marchado. Y volvieron nuevamente a encender las luces de sus casas. Pero, incrédulos, al prender los ingleses las luces de sus casas; vieron inmediatamente, súbitamente, luminosamente, encenderse millares de luces en el camino porque los de la columna todavía seguían ahí. Acto seguido,  los ingleses apagaron nuevamente las luces de sus casas. Y continuaron desde los altos corredores, vigilando desconfiadamente, siempre con sus armas a mano; y resguardando a sus niños y a sus mujeres en los sótanos de sus casas. Pero nada sucedió,  absolutamente nada pasó. Ni una tan sola pluma cayó al suelo.


Poco después, ante los ingleses la columna empezó a moverse de arriba abajo, en círculo, de izquierda a derecha. Y una sinfonía de trenzados murmullos subía desde el camino hasta los oídos de los ingleses. Y un rumor de viento levantaba un lejano y apacible canto, que abanderaba la noche; y se colaba fervorosamente entre las sombras, que vistas desde lejos parecían concretos árboles que se movían como un compacto bosque en movimiento. Y sobre él las sombras de los pájaros volaban como veloces papelotes. Por un momento los ingleses, volvieron a creer que la columna subiría bruscamente hasta sus casas. Y repentinamente un silencio profundo los conmovió; como si a su alrededor, en un solo instante el tiempo se hubiese detenido; como si todo el silencio del mundo se hubiese pegado a las paredes intactas de sus casas, como si una gran muralla trabada de sombras tercamente los hubiese rodeado.


Y una vez más los ingleses pensaron que los de la columna estaban a punto de subir, violentamente, hasta sus casas. Por lo que ellos estaban preparados con sus armas cargadas y continuaban con sus miradas pegadas al movimiento difuso de las sombras y al destello milimétrico de las luces. Por casi una hora aquellas luces permanecieron allí; hasta que el juego de luces se acabó. Y la columna volvió, sincronizadamente, a ponerse en movimiento como si fuese una compacta sombra únicamente  guiada por la luz de la luna. Entonces, desde los altos corredores de sus casas, los ingleses tuvieron la impresión de que un colosal ejército de sigilosas sombras se había puesto en total movimiento. 


Era como si un gran ejército de guerreros aztecas estuviera a punto de desencadenar las guerras floridas. O como seguramente avanzaban de noche, entre ramas y sombras, las columnas metálicas y equinas de Hernán Cortés en su camino a Tenochtitlán. Y los  huastecos pasaban con el paso numérico de una ordenada legión romana que desfila implacablemente por la Vía Apia. O aquella alucinante escena semejaba el movimiento masivo y artero de una falange de cartagineses, transportados bajo el ala de la noche en las yermas explanadas del sur de España. Así pasaban aquella columna de sombras y luz, ante los ojos inéditos de los ingleses. Así habrán de pasar por la noche, entre selvas tropicales y metálicas montañas; las huestes eternas, inclaudicables, hiperrealistas, del Absoluto y Único Libertador. 


Los ingleses aunque nunca vieron nada, porque la noche los encegueció, sintieron aquel movimiento colosal. Los ingleses  nunca supieron ni comprendieron nada. En los días siguientes,  nadie de ellos,  ni siquiera preguntó acerca de aquella noche, y los pobladores de Real de Monte tampoco les dijeron absolutamente nada. Poco tiempo después de la muerte del payaso Bell; y casi sin explicaciones los ingleses abandonaron las minas, y se llegó a especular que se habían declarado en bancarrota, a lo que la mayoría de ellos volvieron a Inglaterra. Pero por años persistió el rumor que el payaso Bell no había muerto, y que a quien habían enterrado era a uno de sus discípulos, y Bell había pasado a ser un verdadero Señor de la Sierra. Otras historias lo ponen vivo en 1905 y que fue enterrado en Nueva York. Y también corrió la sombra incierta,  que el payaso Bell hubiese muerto mucho años antes de la partida de los ingleses, y que sus colaboradores; secretamente; habían decidido ocultar su muerte, y sustituirlo por uno de sus cercanos discípulos, que fue al que sepultaron en el Panteón de los ingleses.  


IV

Todas son ramas de un mismo árbol, todas son variantes de una única historia. La empezaron sin saberlo los ingleses de Cornwall, que fatigosamente subieron en 1824 a una altitud de 2700 metros, 1500 toneladas de materiales mineros a las minas de Real del Monte. La  acentúo el dragón que echa humo, la  continúo insospechadamente el terrible Percy. En Real del Monte establecieron la distancia entre la claridad del día y la penumbra de la noche. Y quizá la historia de Robert Bell, no solamente sea la historia de un payaso o de la simple asimetría de un panteón; sino la historia encubierta de un pueblo. Y cuyo afecto entrañable por una forma, un gesto, un  reflejo. De una realidad subyacente que brotó airosamente: la captura de un instante nocturno en que se reveló la escritura de un lenguaje hermético.  La fotografía instantánea de una larga marcha que se repite incesantemente en el tiempo: un ejército que avanzaba victorioso como sombras al amparo invisible de la noche.  


O quizá no solamente sea la historia de Real del Monte, sino también la historia del cielo nítido de Cornwall; conjugándose con la expresión de la historia milenaria de los Señores de la Sierra, y abierta al lenguaje inteligible; que se escribe en el temblor fugaz de una sombra de pájaro en pleno vuelo,  o en el brillo titilante de los ojos de un jaguar que rasgan la profundidad insondable de la noche. Porque quizá ésta historia esté por encima de todos las escaramuzas como un portentoso cielo invisible. Y todo se hubiese resumido en que;  Robert Bell, quien posiblemente algo intuyó  de aquella sombra portentosa. La cual, solamente,  haya sido apenas un signo solitario, el instrumento certero, el símbolo perenne, la máscara visible de una historia más seminal, más inescrutable, más luminosa, más elástica, más definitiva. Que en su infatigable recorrer, y en su trama infinita apenas acopió del gran lenguaje del universo: un destello, un instante, una sombra.  Finalmente, cualquiera que haya sido su milenario principio,  y cualesquiera que será en un remoto futuro su inmaculado advenimiento: todo transcurrió como un tácito acuerdo de filas cerradas, todo se hizo totalmente en meticuloso orden; y todo se guardó, impecablemente, en perfecto silencio.



Crédito 


De Cuentos  profanos © Mario A. Membreño Cedillo


Ilustración

Plaza de las palabras