El otro paraíso, un cuento de Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras, presenta el cuento El otro paraíso de Mario A. Membreño Cedillo, una versión muy corta del mismo ya había sido publicada en el blog. En esta ocasión, en el marco del octavo aniversario de creación del blog,   presentamos la versión completa. El cuento trata de una pareja jóvenes de esposos que viven un matrimonio existencial, cada quien muy apegado a su propia idiosincrasia. André, un empresario exitoso que afanosamente busca y emprende viajes imaginarios. Y muy condicionado por su carácter gregario y la influencia de una pariente cercana que lo ha criado desde pequeño: Tía Lotty. La esposa, Matilde, que participa activamente de la vida social, pero que tras un accidente, —que aunque nunca se especifica en qué consistió—, si marca el rumbo de la pareja. Sobre todo de Matilde, que a consecuencia del mismo se aparta de la vida social y se refugia completamente en la música clásica. 


Todos los personajes están unidos por un viejo folleto que parece nuevo  y que anuncia maravillosos viajes a Hawái. Ese leiv motiv desde la imaginación especulativa juega un papel imprescindible en la trama del relato. Abriendo la narración a un mundo real que pareciese que termina en ficción. La especulación de André, la expectativa de transformación siempre latente de  Matilde y un rescate del pasado en Tía Lotty quien siempre añoro viajar a Hawái: «porque Nadie es feliz, si no va aunque sea una vez a Hawái.» 


El cuento narrado desde una tercera persona omnisciente, incorpora diálogos de los personajes y habilita flujos   de conciencia y pensamientos en segundo plano de los personajes, sobre todo de André. El cuento con cierta ironía y algo de humor retrata el problema de la incomunicación real, las aristas  absurdas de la vida superficial,   y de la renuncia al sacrificio mutuo de las parejas en el mundo moderno. Estereotipo de los matrimonios por conveniencia o de la problematización del amor en los tiempos postmodernos. Amores que no son capaces de sobrevivir entre las prisas y los acomodos.  Tema harto frecuente y tratado desde muy diferentes y variadas perspectivas por muchos escritores, tanto desde la prosa como desde la poesía. En el cuento El otro paraíso al final, en un desenlace sorpresivo ambos personajes buscan su propio paraíso incubado desde su propio estado mental y respaldado por la realidad de los hechos. Relato de la resignación, ruptura escapista y renuncia al amor, para encontrar el otro paraíso.



8250 palabras

El otro paraíso

«…The mind is its own place,

and in itself can make a Heaven of Hell,

a Hell of Heaven… »

The Lost Paradise, Book I, 255-256 lines, John Milton


«Let us go then, you and I,

When the evening is spread out against the sky…»

The Love song of J.Alfred Prufrok.

T.S.Eliot 



I

La idea le venía rondando la cabeza desde hace un par de meses pero una cierta displicencia lo volvía a jalar a la rutina del día. Si no eran los nuevos contratos para la Compañía de Embalajes Marítimos, era la llamada conclusiva de Tía Lotty apurándole a vender los terrenos de Valdivia. O las impertinencias de Matilde, fabricadas dulcemente con sus benévolas Damas de la Caridad, y sus infatigables tardes de jugar canasta. Y adicionalmente, muy poco después de lo del accidente,  la ocurrencia de haberse comprado un abono para las presentaciones de la Orquesta Sinfónica de Santiago.  Aunque siempre había algo nuevo que se abría con noble inmediatez y lo convocaba con esa fuerza de los deberes cotidianos, acomodados entre la amable camaradería y lo indefinible de las circunstancias. Asuntos caseros que terminaban convirtiéndose en un fastidio caído a quemarropa y de los cuales uno apenas alcanza a  liberarse. 


     Y con aquel afán en carga,  André a veces era asaltado por un deseo vehemente de esfumarse, o fantaseaba placenteramente con  escaparse empujado mar adentro con esa inaudita libertad, con que lo había hecho en la celestial infancia cuando vivía con la tía Lotty. Una vez la huida encubierta siguiendo el sinuoso Mapocho a la caza de insectos y pescando pececillos y recogiendo piedrecitas. Otras veces aquellos arrestos de adolescencia lejana que lo orillaron a escaparse al lago Llanquihue o a invernar con la mochila al hombro en los Andes. Vocación de viajante transportada intacta desde otro cuadrilátero del paisaje. La solemnidad de la vida de adulto le imponía otros cánones de los cuales no era fácil burlarse. Acaso escaparse una tarde cualquiera; y sin aviso, irse a la India o a Irlanda o « ¿por qué no, una expedición clandestina al Mato Grosso?» piensa  André; quien había tomado el hábito de jugar a viajar, lo planeaba mentalmente y lo disfrutaba. Un turista mental o un peregrino en viaje interminable al oriente mítico. Por supuesto aquel inagotable mundo era su secreto, y nunca se le habría ocurrido decírselo a tía Lotty y menos revelárselo  a Matilde.

II

La sorpresa se presentó a la puerta; cuando fue la imprevisible Matilde, la que  una mañana, le sugirió inesperadamente que debían de largarse un par de meses a una isla del Caribe o a una isla del mar Egeo, o  cualquier otro punto geográfico que estuviese terriblemente lejos de Santiago. André enseguida pensó que no sólo era un problema suyo, ahora hasta Matilde soñaba  con irse a cualquier otro punto del mapamundi. « ¿Y por qué no unas merecidas vacaciones?», fantasea André. Le vendría bien, un alto en esa monotonía instalada, alejar viejos y nuevos fantasmas.  Pulverizar lo del accidente como si fuese papel echado en un incinerador al rojo vivo. Y con esa idea en mente principió a ver despreocupadamente los papeles de su escritorio: cuentas de luz, la carta de la Compañía Marítima, una cartilla con las estadísticas de las exportaciones de harina de pescado, una proyección del cambio climático en la Antártida  y un mapa carretero del sur de chile.   


Y entre fotos y cartas, halló un folleto turístico de islas paradisíacas en un océano único y maravilloso. Entonces recordó que la infatigable tía Lotty se lo había deslizado sobre el escritorio hace ya bastantes años «Sabes, estuve a punto de ir a Hawái», le había dicho en cierta ocasión con esa sutileza con que ella presentaba invariablemente sus sugerencias. André la escuchaba, por lo general sin contestar. Apenas un seco: «Sí tía Lotty, veremos». Era como si tal remembranza de sus escapadas juveniles fuese una prolongación del juego. Siempre en la tentativa de jugar a forzar un dúo en perfecta armonía. A veces él había llegado a creer que tía Lotty disfrutaba de sus aventuras, como si su vida se prolongara en la de él. Y ante ese frente Matilde siempre terminase desamparada en la implacable periferia de una autopista de goma a prueba de  ruido y agua y Chopin a tres manos.

III

Y de repente de la nada surgió la ecuación total: folleto más André, más tía Lotty, y más Matilde, igual a posibilidad y por qué no, empujándola un poco: probabilidad.  Ahora era cosa de empezar a ver el folleto, el cual había permanecido abandonado por años. André lo había guardado con esa manía arraigada de acumular cosas que venía arrastrando desde su mocedad. Luego de aquel periplo de luna de miel acompañado de las sugerencias de tía Lotty. «Sabes, deberían de irse a Hawái, yo estuve a punto de ir… Pero ya sabes que la guerra nos cayó como un bombazo». Al final André y Matilde terminaron en Río y tía Lotty no volvió a insistir con lo de Hawái. Y a pesar de que el folleto no era tan nuevo, este lucía tan nuevo porque ella tenía esa pulcra manía de conservar las cosas con el don maravilloso de nunca envejecer. Él recordó que en aquel entonces apenas había visto el folleto, quedándose con esa idea piadosa de que más adelante le dedicaría unos minutos. Aunque desde aquella benévola intención ya había pasado bastante tiempo. Todo era por complacer a tía Lotty, aunque luego se olvidara del asunto. Lo mejor era dejar las cosas en la perfecta quietud fría de un iceberg, hasta que alguien decidiera moverlas o el iceberg empezase a derretirse.

IV

Con curiosidad, casi remolonamente, André comenzó instintivamente a hojear el folleto. La portada mostraba una playa de arena blanca y un azul de cielo, franca invitación para soñar con sirenas y caracoles y unicornios en el aire. Una palmera recortaba el lado derecho de la foto, tirando delicadamente una sombra sobre la arena que simulaba alargarse en una odisea de bienaventuranza. Y aunque no se divisaba el sol, la luz rebotaba inclaudicable por todos los ángulos  de la foto. Él sostuvo el folleto entre sus dedos a la altura de su graduada mirada, lo disfrutó y casi sintió las sombras de la palmera cayendo hospitalariamente sobre su cabeza. Y hasta llegó  a figurarse entre dos palmeras una hamaca al vaivén de un suave aire que le acariciaba respetuosamente el rostro. Divagó por algunos instantes, y en seguida pasó perezosamente a las páginas interiores. No sabía por qué se había quedado con la idea de una playa en Honduras, pero al revisar el folleto resultó ser una playa en Honolulú. Por supuesto, no había ni la más mínima duda, que el folleto era el mismo que le había dejado tía Lotty. El hallazgo  le inquietó. «Demasiado lejos» piensa André, «demasiado lejos para irse un fin de semana».


V

André pensó que ciertamente le vendría bien tomarse de la mano un tiempo, y cambiar el paisaje vertical del cemento y el cristal futurista de Santiago, por un horizonte de playas y retornar invicto de alguna odisea. Por qué no ser como Ulises evitar el canto delas sirenas y navegar invicto entre las islas griegas. Sólo era cosa de descubrir el finísimo hilo de la vida y seguirlo dócilmente. Pero hoy es jueves y pronto serán  las 5. p.m., la hora implacable de pensar en Matilde,  porque a esa hora usualmente ella regresa de sus reuniones semanales de la Hora del Té. «Pero, ¿podrá  decírselo ahora?», se pregunta dubitativo André. «Por qué no  esperar y explicárselo sin sobresaltos en Valparaíso.» Entonces, con esmero y delicadeza volvió a ver la foto de la playa. 


Si, decírselo en una playa, mientras ella con su mirada inmediata saluda cariñosamente a la lejanía del apaciguado mar y al fondo Le Mer impresionista de Debussy. Y luego ver a Matilde pasearse por la playa, desperezándose, envuelta con los modales de una turista despistada. Dando nacimiento a una travesía; y perdiéndose de poco a poco en una  hermosa playa del Pacífico, en donde contempla amablemente un mar lejano que le acaricia con sus dedos de aguas sus delicados pies de porcelana. Todo sonaba tibiamente temerario 


« ¿Por qué no llamarla ahora mismo?» especula André.  

  

Decirle con sencillez que el viernes se irían a Viña, o por qué no cenar hoy por la noche en el Club Ingles, y que el fin de semana nos iríamos disfrazados de esquimales para Farallones. Y puestos ahí caminar temerariamente descalzos por la blanca nieve; sintiendo trepar el frío desnudo hasta el centro de los ojos; y estallar en incontenibles y delicadas palabras y en audaces caricias. Mientras que, desde la terraza del hotel un centenar  de miradas disciplinadas nos acribillan con sus modales de señoritos. Sí, pero por qué Farallones, si estaba Honolulú para despedirse o para empezar. 


« ¿Por qué el frío de la nieve y no la calidez de una playa?», reflexiona André. 


Únicamente  es cuestión de unas cuantas llamadas, retirar algunas telarañas fastidiosas, vestir decorosamente alguna idea, destornillar un excéntrico bostezo por allí y desmigajar un díscolo argumento con sabor a pepinos y croissant por allá. ¿Por qué no terminar surrealistamente? 


Y desfilar a redoble de un tambor ra tan tan tan mientras pasan enseñando el perfil de sus costillas Un reloj que se derrite a las 12 meridiano un cangrejo de porcelana que camina a las 5 pm una llave idéntica a un dedo índice que se enciende en verde semáforo a las 7 pm Sí lo fácil que sería todo si cada cosa funcionara con la precisión relojera del ojo surrealista.


Seguir pensando, urdiendo, imaginando, recomponiendo la vida. Como si con un solo pensamiento pudiese crear de nuevo el mundo. Un génesis  portátil. Tan instantáneo como una sopa Maggi.  Después es la acometida del realismo justiciero. Prohibido soñar, Stop, solo se acepta la realidad. Y ya saben todos los eruditos que la realidad es terrible y sin sabor a mantequilla de maní.  


Entonces André se ríe, pero por qué no atacar algunos ahorros del banco, despedirse generosamente de tía Lotty antes de encomendarse a la Virgen  del Carmen. Y Luego, oficio práctico, respeto sacrosanto al análisis de coyuntura, o llámese, arte encubierto de empezar a empacar, con absoluta esprit finesse (muy a lo Pascal), las discretas faldas y las blusas impecables de Matilde, y por supuesto su colección de música clásica, en una valija de piel de cocodrilo criado amorosamente en Florida, curtido científicamente en Milán, ensamblado eficazmente en Nueva York, y vendido mediáticamente en un duty free de Panamá o Singapur. Posteriormente comprar un par de zapatos cómodos a prueba de agua y tiburones, un par de sandalias con periscopio para no perderse el crepúsculo, un par de tenis con alas para huir más rápido del lobo feroz en motocicleta. Luego elegir unos trajes de baño transparentes en Providencia; y finalmente con parentesco teleológico, organizarse mentalmente de que el fin de semana próximo partiríamos para Honolulú. Vámonos, pues al paraíso. Vámonos pues,  tú y yo… al paraíso (como decía T.S. Eliot)


«Pero no creo que aceptará. Si todo solo fuese de ir a Falabella», murmura  André. El plan sería casi perfecto si no fuese por Matilde. «Pero, ¿cómo hacerlo sin Matilde?, se pregunta pensativo André.     


VI

Al día siguiente, André olvido lo de Viña, pero siguió con la idea de Honolulú y volvió a repasar varias veces la fotografía de la playa; y después de haberla visto meticulosamente, se dio cuenta de que había un par de manchitas en la parte superior izquierda de la playa. Exactamente donde la línea imaginaria divide el mar del cielo. Creyó que aquellas manchitas eran cosa del tiempo. « ¿Cómo se le habrá pasado a tía Lotty?», piensa sorprendido André. Así que con el folleto en su mano izquierda volvió a pasar con energía el dedo índice de su mano derecha por las pertinaces manchitas, y estas seguían ahí con una desacostumbrada necedad. Por lo demás André llegó a  la conclusión que el folleto era de calidad, y los tonos de la imagen poseían la armonía de una sobria selección de colores. Ni palabra que decir de la nitidez del texto surtida por una formidable provocación de vocablos festivos colocados con la pericia de un escritor. Le llamó la atención la sobriedad de adjetivos, y hasta cierto punto una mesurada instalación de adverbios. Sin embargo, las impertinentes manchitas, a pesar de todo le seguían incomodando, casi con esa terquedad que transgrede  la conciencia después de un  knock-out  en el noveno asalto. Él  lo meditó, se levantó, y enseguida echó mano de su lupa de coleccionista de estampillas; y enfocó las manchitas, primero una y después la otra, con aquel rigor benedictino y lejano de un escolar curioso, que cree hallar en cada palabra,  un significado distinto al del profesor. 


Primero, notó que la manchita sobre el cielo era indudablemente un diminuto círculo rojo. Después comprobó  que  la mancha que dividía el mar del cielo era un círculo negro. «Círculo rojo y círculo negro», especula André haciendo cábalas. Entonces  con esas  imágenes rodando en su mente recordó haber  leído en su adolescencia una vieja novela francesa. Por supuesto ya no se acordaba de qué trataba ni cuál era el personaje, pero recordaba el título y el sospechoso nombre de su autor: Stendhal. Y fantasea que a lo mejor, ya que nunca se sabe, Stendhal anduviera por ahí y él hubiese pintado cómicamente aquellos circulitos. André se ríe de la ocurrencia. Razona: rojo y negro, y no es un banderillazo de salida  de la Formula 1. Ni tampoco es Stendhal novelando una noche negra con un sol rojo. Stop, y enseguida pasó  nuevamente a tomar la lupa para  examinar  más de cerca las manchitas;  pero después de unos minutos dejó la lupa y el folleto sobre el paño verde que cubría el escritorio. A la sazón caviló sobre la novedad que se le presentaba con esa displicencia engañosa de creer que se tiene a su entera disposición la eternidad en su mano derecha, antes de que lo abandonen despiadadamente los reflejos de su mano izquierda. Ahora sabía a ciencia cierta que los  círculos eran parte del diseño del recuadro. «Pero ¿A quién se le pudo haber ocurrido imprimir aquellos diminutos círculos?», trata vanamente de imaginarse  André. Vuelve a pensar en Stendhal y se vuelve a reír. 


Para al final conjeturar que todo era un error del montaje, quizá un descuido en la impresión de algún linotipista con vocación de payaso, y que en el fondo todo era una monería. Al fin le encantaba festejar las irrupciones que acosaban triunfalmente la monotonía. Conque por esa tarde dejó su investigación, la cual ya amenazaba en convertirse en su nuevo pasatiempo. Al salir a la mañana siguiente después de llamadas a Valdivia y Puerto Montt, se las arregló para pasar por la Libertadores, y buscar una agencia de viajes, que había visitado antes de irse de luna de miel a Río. Decepción, el folleto que le dieron sobre Hawái era similar al de tía Lotty. Evidentemente no había nada actualizado. Y pensó que todas las agencias de viajes de Santiago se habían quedado anticuadas y llenas de telarañas, como aquellos sureños del Deep South que perdieron la guerra y que después se tuvieron que inventar de la nada el gótico sureño.  Entonces pensó en la Matilde del pasado y pensó en la Matilde del presente. Sabía que no eran las mismas, pero cómo podrían ser las mismas se preguntaba infructuosamente. Después del accidente todo había cambiado.  André no soportaba pensar en eso. Ojala Matilde esté por llegar, piensa André. Matilde llegó. Había llegado como una tarde coloquial y saludo con su acostumbrado: « ¿Cómo estás? Todo bien. Alguna novedad en el frente oriental.» Y André se reía  y le contestaba, sin novedad en el frente. 


VII

Entonces había que escucharla, porque ella tenía su razón y también su verdad: 


— ¿Cómo estás? Todo bien. ¿Alguna novedad en el frente oriental? He tenido un día completo  e increíble. Mañana será  un día estruendoso. 

—Sí, ¿por qué?, —pregunta André, no sin cierta curiosidad.   

—No lo sé, no lo sé… Siempre hay un día estruendoso a la semana. Ya estoy acostumbrada...y no fue tu tía  Lotty quien me lo dijo. Eso viene desde mis tiempos  colegiales.  

— ¿Y cómo sabes que será mañana? A lo mejor mañana será un día fantástico… 

—Hoy es miércoles y nada ha pasado. El viernes es día de Filarmónica, tampoco  ese día ocurre nada, salvo música. Así que será mañana… Vaya que no me equivoco… 

—Bueno esperemos que no sea algo escandaloso —dice André algo preocupado.

—No, no. Lo estruendoso está exclusivamente en mi mente. Necesito un día de furia a la semana. Es parte de mi expiación... 

Lo dice y calla y luego vuelve a hablar pero cambiando el tono de su voz:

—Sabes un día de estos deberías descolgarte por el Teatro Municipal y asistir a una función musical. Te hará bien…la música... De haberlo sabido antes… 

—Bien que lo sabes, soy poco para la música.  Lo mío son otras cosas... 

—Sí. ¿Cuáles cosas...? 

—Lo sabes bien…

—No, no lo sé bien, por eso  pregunto…

—Mejor dejemos eso… Bueno si sé algo de música, pero es una cultura libresca… Lo mío son los negocios y la vida. No niego que la música es un arte hermoso...pero será para otra gente… Mi padre era fanático de Gershwin y de John Coltrane,  creo…que hasta  llegó a conocerlos… Mi madre…de joven estuvo a punto de matricularse en la Corporación Arrau. Ya sabes, algo de solfeo y clases de piano… En fin la música no es para todos… 

André calla y se queda pensativo. Y Matilde  guarda silencio y luego retoma la palabra. Regresa a la carga con la música…

—Lo mismo pensaba yo de la música. Pero he cambiado de opinión. Si uno no prueba la ensalada rusa nunca sabrá si es buena o no. La música desarrolla la sensibilidad… 

— ¡Sensibilidad! —exclama André 

—Si, el maldito problema del mundo es que ya no hay ni una gota de sensibilidad…

— ¿Gota…? ¡Vaya! No te entiendo. ¿Qué tiene que ver el mundo con Wagner o Debussy o con la sensibilidad? 

—No dije que tuviese que ver. Solo he dicho la “sensibilidad”. Los músicos tienen sensibilidad… Más que los poetas y los escritores  y los empresarios. Y los malditos políticos. 

—Mejor no sigamos en esto…Y no te metas…  Vea y no te caigas…

— ¡Ah, si! Lo olvidaba, en tu adolescencia fuiste un chico que soñabas con ser escritor o algo así... ¿Abandonaste tus sueños? Escritor o acaso actor, te gustaba mucho el teatro y el cine…Clark Gable.  

—Olvida eso… —dice riéndose André. — Me convertirás en Julio Verne o a saber en que cosa… actor, estás soñando nunca quise ser eso…Clark Gable, dan gana de llorar…Eran cosa de adolescentes, como a todos me gustaba ir al cine, pero no llegar a ser Clark Gable. ¿Sensibilidad? 

—Clark Gable… ¿No crees que yo soy Vivian Leigh? Nunca escuchas bien…la música…Escuchar es la palabra clave…pero para eso necesitas además tener algo de sensibilidad… 

—¡Bah!, la música es más de tacto que de sensibilidad…El tacto es uno de los sentidos más olvidados.  No habría música ni… sin el tacto. Todos los músicos necesitan tocar el instrumento… No has pensado en eso…Solo una vez que tocas el instrumento puede brotar  la sensibilidad…

—No dije que tuviese que ver. Solo he dicho la sensibilidad. Los músicos tienen  sensibilidad… ya te lo dije, pero te lo repito con otros ejemplos: Más que los poetas y los escritores y los malditos empresarios del pescado

—Mejor no sigamos en esto…No te puedes meter con los empresarios del pescado solo porque no te gusta el pescado…Puedes hacerlo con los escritores y artistas. —replico André—.Pero pensándolo bien, Wagner era estruendoso…

— ¡Ah, si! Wagner estruendoso…  Me gusta el pescado en salsa de champiñones y con puré de papas,  ¡bah!  ¿Y qué era Debussy?

—Debussy…pues no sé. Me imagino que no era tan estruendoso como Wagner, quizá era un músico con más tacto... 

—Tacto…! Vaya, vaya! Acabas de inventar un nuevo término musical. Tacto musical. Me sorprendes.

— ¿Cosas?  ¿Tacto? No puedes tocar ningún instrumento sin tener tacto…Te imaginas un mundo en que nadie pudiese tocar nada ni a nadie... 

—Vaya, ahora te la das de crítico musical. Se lo contaré a…. 

— ¿A quien?

—¡Bah!, no importa a quién…a todo el mundo. Imaginarse un mundo sin tacto dices. No,  eso es muy fácil. Aun sin tocar a nadie se puede amar.  Pero imagínate un mundo sin sensibilidad, sin sentimiento. Un mundo en que nadie tuviese la capacidad de sentir. Si la gente no se ama de que sirve tener tacto. Los músicos tocan los instrumentos, pero también aman la vida. Sin sensibilidad el universo se detendría. Una a una las estrellas se apagarían. Hasta las plantas tiene sensibilidad... 

—Vaya, ese si es discurso y te lo digo me alegra que pienses así. Pero no olvides que eso de amar no es para cualquiera. Se puede amar la vida pero es difícil amar a la gente…  a toda la gente…  

Matilde  se queda pensativa. André la ve y está a punto de decir algo pero prefiere callar, entonces Matilde replica:

—Sí, lo haz dicho, no se puede amar a toda la gente. No somos tan iluminados…Creemos que somos buenos pero no somos tan buenos…

—Dejemos eso, por ese callejón no hay salida…A Cristo lo crucificaron. Mejor hablemos de cine o de música. 

—Cambiar a Cristo por el cine…música. ¡Vaya giro! Pero tienes razón. Con que esas tenemos. Bueno,  no evadas el tema. Hemos venido evadiendo todo durante muchos años. Pero,  la verdad nunca te conocí como aficionado a la música. Pero si sé que te gustaba mucho el cine… ¿Recuerdas? 

—Vuelves a lo mismo, olvida eso…de escritor o de cine  —dice fastidiado André—Sí, me gustaba mucho el cine…pero ya te lo he dicho, eran cosas de adolescente…Sí, lo recuerdo, cómo lo voy a olvidar. Pero, ¿lo disfrutamos, no? 

— ¿Disfrutar? Vaya que lo disfrutamos… ¿y de qué sirvió eso? Dijo compungida Matilde.

—Te lo dije mejor dejemos eso…No volvamos atrás. Lo pasado, pasado. Esas eran películas. En su momento las disfrutamos…Pero eso no es la…

Matilde le ve  burlonamente y le dice: 

—La vida…vaya crees que tomo la vida como si fuese una película…Pero tenes razón no sigamos con esto o acabaremos con el mundo entero…

—No acabaremos con nada…Todo se supera…No puedes tomar una película como guión de la vida…Lo ocurrido nada tiene que ver con esa película…

— ¡Película…película…! Y no crees que nos hemos convertido en una película…La gente murmura a nuestras espaldas…

—No se de nadie que murmure de nosotros. Esas cosas ocurren, nadie murmura o se ríe  de eso.  Fue una desgracia, nadie es culpable… Pero no podemos cambiar eso…

André se volvió y miró hacia la ventana. Mientras que Matilde sin contestarle se alejó,  y André la ve marcharse. Pero  André en voz fuerte le reclama:  

—Nunca me habías dicho que hay un día estruendoso a la semana…. 

— ¡Ah, es de mis secretos! De todos modos aunque te lo hubiese dicho, no creo que te hubiese importado más que un pepino.  Ya te lo dije, viene de mis tiempos colegiales. Esos si eran días fabulosos. Siempre había un día estruendoso a la semana.   —grita Matilde también en voz alta desde otro de los salones,  ya casi al pie de las escaleras.

—Sin sensibilidad ninguno de los sentidos funciona…correctamente…—dice enfáticamente Matilde. 

Matilde que ya no esta a la vista, sin contestarle se aleja y André la oye subir las escaleras. En  el fondo André entiende perfectamente todo: «Gota de agua, sensibilidad.». Pero  André no le dice nada al respecto. 


Sin embargo, mientras va subiendo las escaleras, Matilde piensa: 


Vaya ahora es crítico musical, siempre se queda en la superficie de las cosas…Tocar el instrumento... ¡bah!  No escucha la música…Vaya tacto…


Y André sin moverse del living también piensa: 


Ah, ahora tiene una nueva teoría…la bendita sensibilidad del mundo… 



Luego André le grita: 

 

—Nunca me habías dicho eso. ¿Quién té ha metido  esas ideas en la cabeza…? No creo que sea tía Lotty…


Matilde no le responde. André espera la respuesta. Pero en lugar de una respuesta,  oye los pasos de Matilde en el piso superior y después un portazo. 


Entonces un a vez en su cuarto ella piensa: 


Vaya que no entiende nada de nada. Es como si aquello nunca hubiese pasado.  Pero como se puede borrar algo así. Se hace el desentendido. Tal vez cree que con eso me ayuda. Es como si viviese en las nubes… Y la tía Lotty, creo que ella entiende mejor el problema. Pero no se quiere meter…Es como una gran conspiración. Todos lo saben, pero nadie dice nada. Pero yo tampoco diré nada…al fin sé más que ellos. Sé lo que verdaderamente paso…y tendré que librarme yo sola de esto. No se si lo lograre…aun pienso… Sé que lo haré, estoy decidida, pero nunca se lo diré…hasta que…Vaya tacto…


André se queda pensativo. Y oye que por el  frente de la casa alguien ha entrado. «Seguro que es tía Lotty», piensa André. Efectivamente es tía Lotty se dice André cuando la ve venir.

    Tía Lotty se adelanta y pregunta: 

 

     — ¿No hay novedades en el frente ruso?

—No tía Lotty. Y no sigas con eso del frente ruso…Muy bien sabes que me molesta.  

—Me pareció escuchar que alguien gritaba…

—No, tía Lotty, nadie ha gritado… Me alegra que hayas venido.

—Vengo de paso, pronto me iré. Solo quería saber cómo andan. ¿Esta Matilde aquí? Me pareció oír otra voz. 

̶—Si, llego hace un buen rato, ha de estar en su habitación…ya sabes.

—Bien André, no la molestare, solo les recuerdo lo de la celebración de los Prats, ambos están invitados. Sepan que son las bodas de oro, no será cualquier fiesta.  Deberían ir, creo que ellos se resentirán si no lo hacen. Ellos estuvieron en su boda. Además su hijos son muy amigos de ustedes. Y la Pili fue compañera de Matilde en las Condes.  Ellos les guardan buenos recuerdos. Se lo dices a Matilde. Solo  tomaré un breve descanso y me preparare un té. No te atraso André, no te preocupes por mí y haz lo que tiene que hacer. Yo ya luego me voy a Providencia…a comprar el regalo…de los Prats, se lo dices a…

—Si tía se lo diré pronto a Matilde, pero no te hagas ilusiones. Ya sabes…


La tía no contesta y parece pensar: 


Los oí gritar. Alguien gritaba, pero sé que Matilde nunca grita. Tampoco André. Nadie grita en esta casa, hasta hace falta que alguien grite. Aquí todo es silencio.  No sé como pueden vivir así…Se que no irán…Pensare en una buen excusa, pero sé que los Prats no me creerán, pero tampoco me recriminaran. Al fin ya se sabe que no van juntos a ningún lado…El problema es que ninguno de ellos está dispuesto a sacrificarse  por el otro...sacrificio…!bah! No puedo hacer nada…Lo del accidente vino a empeorar todo…No sé como lo han resistido…trato de hacerles la vida alegre pero no soy parte de ellos…es como si viviesen en otro mundo…Se creen los actores de lo que el viento se llevo. Creo que me moriré sin verlos felices…pero tampoco sufriré por ellos. Quizá mi vida hubiese sido diferente si hubiese ido a Hawái… pero...era muy joven y tímida, o quizá anticuada. Vaya si uno a veces se equivoca…como hubiese disfrutado Hawái.


VIII

Al siguiente día, nada especial en la oficina. Almuerzo con compañeros en un restaurante de Providencia. Conversaciones sobre el clima y las exportaciones de vino y los precios internacionales fob del cobre en Nueva York y Londres. Una vez en casa, saludos a Matilde, cena servida a tres platos, vino tinto Concha y Toro de las bodegas de Casillero del Diablo. Llamada urgente para contestar a Talcahuano, nada de tía Lotty. Después de cenar y contestar la llamada, y antes de que Andrés se refugie en su estudio, Matilde le dice: 


— Mañana será la inauguración  de la temporada de la Ópera  de Santiago. No podré faltar. Ya sabes estoy en el Comité de Gestión Financiera. Pensé mucho sí aceptar o no. Pero a esta altura de la temporada bajo ningún punto quedare mal. Los Errázuriz pasaran por mí» 

—Los Errázuriz. Nunca he sabido que ellos tuvieran afición a la música… ¿opera? Ellos  eran muy amigos de mis padres. 

—No sé si la tengan, pero ellos no faltan a ninguna función de la temporada. Además ellos me recomendaron para el  Comité…

— ¡Ah! antes que se me olvide, estamos invitados a la celebración de los Prats, los padres, cincuenta años, bodas de oro…Ya sabes. Recibí la invitación hace un par de semanas y   Tía Lotty me lo recordó ayer. Tenlo en agenda…

—Vaya, cincuenta años de matrimonio, no creí que fuesen tan viejos. Se ven muy saludables. Eso si es estoicismo. Veremos… pero ya sabes. Abandone el mundo social… solo acepto la música. Si asistes me los saludas, tengo buenos recuerdos de sus hijos. No obstante, nunca cambiaré a Vivaldi ni Verdi  por los Prats. Tengo que irme, no quiero llegar tarde…


IX

André la escuchó, masculló algo sin contestarle directamente. Luego le deseó  una buena velada musical y pasó a su estudio a revisar con menudencia el nuevo folleto de la agencia de viajes que había dejado sobre su escritorio. A pesar de las contrariedades piensa enseñárselo a la mañana siguiente a Matilde. Y bajo el certero aumento de la lupa comprobó que el nuevo folleto volvía a duplicar los mismos circulitos del folleto de tía Lotty. Pronto llegó a la conclusión definitiva de no estar frente a un error de impresión sino que las manchitas, concluyentemente eran parte original del diseño. Y volvió a ver, no sin cierta obstinación, la fotografía de la playa de Honolulú; y se sintió medio sonso atrapado por un jueguito que lo arrastraba a una comodidad que a todas las luces de neón de las Vegas había dejado de ser de la periferia para saltar al centro de la mirada. Pese a todo, todavía le molestaba algo y no vislumbraba qué podría ser; quizá su sospecha latente de que nunca se atrevería a enfrentar a Matilde y definitivamente por fin decírselo. 


X

La novedad cayó boca arriba, fue la propia tía Lotty la que se la dio a André, dijo ella:

 —«Supe de viajes a paradisíacas islas, se lo diré mañana a  Matilde, se lo merecen, y no hay nada mejor que unas largas vacaciones alejadas del mundanal ruido  de Santiago. Urge un cambio de ambiente…Nada más saludable que un buen viaje. Los Prats fueron quienes me lo informaron, uno de sus hijos y su esposa, estuvieron allá el verano pasado.  Los vuelos salen desde San Francisco a Hawái; por supuesto, son vuelos mensuales y los pasajeros son exclusivos, nada de los turistas convencionales y vulgares de todos los días. Cada  detalle está deliciosamente planeado para parejas jóvenes. Estoy segura de que todo será una maravilla. Lo que van a disfrutar. ¡Cómo los envidio! Ya sabes, estuve a punto de ir, pero aquello de Pearl Harbor y la maldita guerra.» Decía tía Lotty casi frenética. «Si, la guerra, los japoneses, viajes cancelados al Pacífico  por casi una década. ¡Oh, sí! Nadie puede ser feliz, si no va aunque sea una sola vez a Hawái», volvía a repetir ella. «Y no te preocupes por los boletos, ya tengo en venta los terrenos en Valdivia. Te aseguro de que todo va viento en popa.» 

     Ante aquella perorata, André no dijo nada, salvo:

 —Bien tía Lotty estaré pendiente. 


  ¡Ah!, tía.  Ya no sigas con ese viaje. No te cansa, estuvo a  punto de decirle André,  pero no lo hizo por no herir su susceptibilidad. . Y todo para luego encontrarse con que ella ya venia de regreso. Ahora, era la infatigable tía Lotty la de la jugada. Siempre desde que se había fijado en Matilde, lo había planeado todo. Quizá este viaje a Hawái, ya estuviese en uno de sus átomos con inclinaciones viajeras residiendo campantemente en el cerebro condicionado por tres generaciones de Chanel No.5. Ya aún antes de que André anduviese y comprometiese con Matilde. Siempre su opinión calibrada, ni una palabra más ni una palabra menos. Eso sí,  siempre su mirada certera e infalible. «Matilde es casi perfecta, será una magnífica esposa…», decía enfáticamente tía Lotty. 


XI

 Y en consecuencia, pues sí, recordaba André: «Matilde será esto y será lo otro, Matilde es casi perfecta… Así que lo mejor será no oponerse, y dejarse llevar por esa corriente subterránea que mueve las cosas, esperar con paciencia a que las cosas alcancen, paulatinamente, su equilibrio en el sonoro timbre del ring del teléfono.». Al día siguiente, muy de mañana por fin le compartió a Matilde lo de Honolulú, ambos lo conversaron amigablemente. Entonces ella tomó el teléfono y dispuso lo del viaje, su rostro brillaba fascinado con la idea, aunque siempre se interponía un «pero», consideró que Honolulú  era un destino demasiado lejos. A todo esto él mismo la anima y juega a apostar a los hechos, coincidiendo con ella en que el viaje rebasaba los límites convencionales, pero que con todo podría ser un viaje harto divertido. En último caso, foco encendido y vía libre para cambiar la casaca y quedarse en San Francisco, todos dicen que es una ciudad bellísima. Sin embargo, al día siguiente todo cambia repentinamente con la facilidad con que una ola derriba un castillo de arena.  Fue la misma Lotty, quien por la mañana se lo comunicó a la oficina a André.


— ¿No lo creerás?  –dijo tía Lotty

— ¿Qué no creeré?  

—Está hecha una lástima...

 — ¿Qué pasó?  –repregunto

—No has leído los diarios, la guerra…

—No fastidies tía Lotty.

—Los japoneses atacaron… 

—No fastidies tía…

—Compra El Mercurio y ve a calmar a Matilde. 

— ¡Por Dios! Tía…

—Tan en serio que Matilde se lo había tomado..., pueden ir de nuevo… —dijo ella resignadamente  y sin acabar la frase. 


André colgó el auricular. 


XII

Las vacaciones ya no serán  en Honolulú. Todo quedó  en suspenso. Después de la noticia de los huracanes y lluvias torrenciales en Hawái, era como si la guerra locamente se hubiera traslado al Pacífico. Por mucho tiempo Tía Lotty siguió con su estribillo: « ¡Oh no! Los japoneses han vuelto atacar  Pearl Harbor», decía acongojada tía Lotty. A lo que André con el afán de calmarla le decía: «No tía, esto ya no es así, esa guerra ya terminó hace décadas. No puedes seguir con lo mismo, lo de ahora únicamente es asunto de los huracanes. Todo es cosa exclusiva del mal tiempo.» Mientras que ella, refunfuñaba más desconsolada por la cancelación del viaje, que la misma Matilde. Luego, André ya casi como una obsesión volvió a repensar  en la fotografía de la playa y se figuró que aquel círculo rojo que asomaba medianamente, entre la línea imaginaria del mar y el cielo, sugería un «Sol Naciente». Y que aquel otro circulito negro, sobre el mar anunciaba la irrupción de la armada japonesa con sus grandes acorazados y portaaviones. «Pero, ¿qué diferencia hay entre la guerra y los huracanes, entre tía Lotty y Matilde?  Al fin y al cabo una cosa  es Honolulú y otra Pearl Harbor», concluye  André. 


Por las razones que sean, André no se desanimo. «Al mal tiempo hay que ponerle una hermosa  y convincente cara», se dice André, y a todo esto, en el verano medio Santiago se iba a vacacionar a las playas o al turismo de montañas. Tía Lotty entre ellos, porque para ese tiempo ya  había comprado un hermosísimo chalet de playa en Bahía Inglesa. «Es una inversión a futuro, sé que esta  zona crecerá», aseguraba ella.  Y mientras tanto, Matilde seguía cada día más enfrascada con su música clásica y sus veladas musicales. Pero él  ya se imaginaba la casa en Bahía Inglesa, la idea le encantó. Y pensó que también el chalet de playa podría terminar encantándole a Matilde. Aunque también pensó en el temor corrosivo de Matilde por el agua. Y que ella cada vez se veía más distante y entregada a la música. Por lo que de vez en cuando tía Lotty le decía «Sabes, Matilde no debería ir sola a esos conciertos. No se ve muy elegante que una mujer casada vaya sin su marido». André refunfuño: «Pero si es el pasatiempo de ella. No quiero invadir su privacidad. Creo que se lo merece. Después de lo del accidente…Démosle una oportunidad…» 


XIII

Pero Tía Lotty nunca le rebatía nada a André, ella siempre evitaba tocar el punto neurálgico. Todo eran comentarios como tirar una carta sin ver cuál era. Luego, casi hablando para sí misma decía: « Sé que estos son otros tiempos. Antes algo así hubiese sido impensable. No creas que no sepa que la mujer tiene derecho a gozar de cierta independencia. No diré más. Son otros tiempos». Dicho eso entonces ella se retiraba y André  le veía irse cabizbaja. Pero él  no se impresionaba con lo decía Tía Lotty. La conocía muy bien: «La buena y abnegada Tía Lotty», se decía mentalmente.  Y vaya que André la quería, pero pensaba que a veces ella era muy impertinente. Pero se lo perdonaba porque él había crecido bajo sus faldas y ella había sido un bastión clave después del accidente. Tema que ni él, ni tía Lotty ni la misma Matilde habían vuelto a tocar. Todo había quedado en el más perfecto silencio. Todo absolutamente bajo el agua. 


XIV

André y Matilde disfrutaban Bahía Inglesa a su modo. En fin no ha de haber gran diferencia entre Honolulú y Bahía Inglesa piensa  André. Y aquí estaban, cada uno recostado sobre una gran silla reclinada de frente a la playa.  Mirando siempre hipnotizado el mar como si buscase algo concreto entre aquella abstracción azul y lejana.  Pensaba en ello, cuando, repentinamente, Matilde  se levantó  y  caminó  hacia uno de los montículos de la playa. Él  la siguió con la mirada hasta verla sentarse en una saliente rocosa. Permaneció ahí un rato casi como si fuese una escultura adherida a la roca, que mira hacia la puesta del sol o como si quisiera detener al mismito  sol.  Luego de un rato ella se paró, camino evitando un banco de arena al borde de la playa  y por unos instantes él se imaginó que ella se metería al agua, pero tal y como solía hacerlo siempre, únicamente metió sus pies de porcelana en el agua. Lo hizo varias veces, con la gracia de una geisha japonesa. Después regresó por el mismo camino que había tomado, siempre evadiendo todos los bancos de arena, hasta llegar a su silla desplegable, y  tirarse sobre ella, con la seguridad de una sirena satisfecha y muda, recostada de lado, le dio la espalda a él; y luego, cerró  sus ojos. Entonces, André la vio,  recostado cerca de ella quiso tocarle el hombro pero retiro la mano antes de tocarla. «Pero, ¿cuando se lo diré? Creo que es mejor en Santiago…Creo que… ¿Cuándo me atreveré?», piensa y se pregunta André. 


XV

La vida cotidiana de Santiago les absorbía, así que un mes después, aunque no había sido un viaje de temporada ambos volvieron un  fin de semana a Bahía Inglesa: siempre  la playa de blancas arenas y  el  mar turquesa de tarjeta postal. André  después de almorzar y con ideas vagas en la cabeza  como siempre se fue a tirar a su silla playera, con los ojos de un boy scout, frente a un mar apacible y de un  cielo siempre azul e inmóvil, salvo un estela de humo que iba dejando un avión. André le siguió con la mirada hasta verlo perderse. Y pensó cuánto tiempo tenia de no subirse a un avión. Casi con desgana volvió a pensar en los círculos rojos y negros del folleto.  La imagen inmediatamente le volvió a atrapar y pensó imaginativamente en un sol rojo y que de aquel circulo negro comenzaba a descomponerse y poco a poco de lo borroso e indefinible, la armada japonesa de pronto iba apareciendo  poblando el horizonte del mar. Y se rio de lo descabellado de la idea. Por unos instantes trató de borrar aquella idea de su mente. Se rio nuevamente. Pero el círculo se ensanchaba y detrás de la armada japonesa, en una larga y formidable sucesión, iban apareciendo las carabelas españolas, las galeras romanas, los tribirretes  griegos y los birretes fenicios. Y muy atrás  los darkkos vikingos. 


Entonces el horizonte se fue llenado de barcos, como si todos los barcos del pasado viniesen en fila a Bahía Inglesa. André volvió a reírse. Quiso abandonar esa escenografía fantasmal  que le pareció una completa locura. Entonces, ensimismado cambio la perspectiva y pensó que  lugar de barcos por aquel circulo iba filtrándose todo el pasado de la humanidad. Todo regresaba  hasta llegar a su punto de origen: el paraíso terrenal. Adán y Eva. Se imagino no sin cierta dificultad que él habitaba ese paraíso y a su lado estaba Matilde. Volvió a reírse. Pensó contárselo inmediatamente a Matilde, como si hubiese sido un sueño, pero aquello le pareció ridículo. Dejo de fantasear. Sabía bien que detrás de la línea imaginaria del horizonte marítimo no había ningún paraíso. Solo había pedazos de agua y pedazos de cielo. Verdaderamente  habrá en algún lugar un paraíso se preguntaba incrédulo André. Y si no,  entonces habrá que inventarse un nuevo paraíso. O tal vez fortuitamente descubrir por allí algún punto luminoso por el que se fuese filtrando poco a poco el otro paraíso. Pero, « ¿realmente existirá el paraíso?», piensa  André.


XVI

En Bahía Inglesa la tarde terminaba y el sol nítido y limpio comenzaba a borronearse con colores rojos y anaranjados. Y el mar limpio y cristalino, empezaba a enturbiarse. Sabía que tenía a su lado a Matilde. Por fin André dejó  de especular. Se tocó con los nudillos de su puño cerrado la frente, para comprobar que estaba bien. Y que la mente no lo engañaba y jugaba con el como si fuese una marioneta. Dio una profunda respiración y se enderezo sin abandonar la silla playera.  Le sorprendió un leve escalofrió.  Enseguida él sintió que ella se dio media vuelta, y él también lo hizo.  Él la miró directo a los ojos, directamente a los ojos con una persistencia inusual. Le vio a los ojos como nunca lo había hecho. « ¿Por qué me miras así? », preguntó Matilde algo irritada.  Él se sonrojó  y enseguida viró  su mirada, sin dejar por ello de pensar en los ojos claros  y soñadores de Matilde. « ¿Por qué nunca había reparado en los hermosos ojos de Matilde?», se pregunta André. En eso  sintió la sombra refrescante de la palmera caer sobre su cabeza,  acompañado de una brisa deliciosamente fresca que pasaba en  ráfagas  y en el  fondo desfallecía el sol como una tímida farola. Mientras rítmicamente  las olas iban y venían,   y estallaban al  chocar contra las rocas y deshacerse en un millón de gotas, para enseguida volver a aparecer entre las ya casi borrosas líneas del mar, que ahora daba alojamiento a un velero blanco e  inmóvil. 


André volvió a reclinarse sobre el espaldar de  la silla. Sin embargo, pensativo, no meditaba ni en el cielo ni en el mar ni en el velero, sino en los soñadores ojos marítimos de Matilde.  No eran aquellos ojos, hermosos y misteriosos reflexionaba André.   Y por primera vez en su vida André se sintió fascinado por Matilde. Ellos nunca volvieron a mencionar el viaje a Hawái  y con todo el pesar del mundo y de Bahía Inglesa a la tía Lotty se la había llevado un grosero resfriado el año pasado.  Ambos, a pesar de sus impertinencias, la extrañaban mucho. Ella había sido una especie de madre para André y una especie de tía para Matilde, aunque poco a poco también se había ido distanciando de ambos. Pero ninguno olvidaba que había sido ella quien los había presentado en un fundo de los Edwards en Maipú  y la primera que había corrido ayudar a Matilde tras  el accidente. Ella tenía razón, Bahía Inglesa creció, y cada verano André solía  llevar a Matilde cada verano, aún a sabiendas de la preferencia de ella de exclusivamente pasearse por la playa a recoger conchitas  y caminar como una peregrina a la búsqueda de a saber qué o quién. De cualquier modo Matilde siempre se las ingeniaba para disfrutar de la playa a su manera como seguía disfrutando de la música a su modo. Pero André le entendía, sabia que en el fondo todas eran escaramuzas. Quizá intentos de Matilde por reconstruir su vida, ser una nueva Matilde o ser sencillamente,  otra. Tal y como el propio André, también  quisiese ser otro André.   

 

XVII

En el último viaje de ambos a Bahía inglesa,  ya sin la querida tía Lotty,  ellos lucían pletóricos y lejanos y casi felices. André se sorprendió al ver a Matilde por primera vez entrar al agua  y avanzar sin ningún pudor hasta que el agua le llegó a la cintura. Luego salió de la masa acuosa como si fuese una  quinceañera debutante, bañada con una alegría que le escurría por su rostro, como si hubiese sido una  figura recién salida del mar  en uno de esos conocidos cuadros de Botticelli, figura que impecable vagaba  desnuda y soberana por la playa,  aunque con el hermetismo acostumbrado de siempre ella nunca hacía ningún comentario. Pero esta vez Matilde  se dirigió hasta el ala del corredor frontal desde donde André la había estado observando, e inesperadamente, sin decirle ninguna palabra, le sonrió. Le sonrió con una sonrisa que cargaba toda la felicidad del mundo y le miró enigmáticamente directo a los ojos. Ambos se vieron, casi como si esos ojos, esas miradas, esas sensaciones nunca se hubiesen encontrado. Como si fuese la primera vez. La sonrisa de Matilde se le presentó igual que  una revelación. La revelaba como si una parte de su espíritu por primera vez saliera a flote.  Él jamás hubiera esperado esa sonrisa y menos esa mirada de «Monalisa» marítima y bronceada. André se sintió halagado y sorprendido; ya que no recordaba haberla visto sonreír así desde hace bastante tiempo. Sin saberlo esa fue la última vez que André  vio a Matilde. La escapada de Matilde con el empresario naviero y melómano, ítalo-chileno Julio Guardinelli, para irse a vivir a Honolulú, fue casi un terremoto en la vida de André y un escándalo mastodóntico en las revistas sociales de Santiago.  


XVIII

Tía Lotty nunca se lo hubiese imaginado pensaba André. «Nadie es feliz si no va, aunque sea una sola vez a Hawái.» Ella tenía razón: «Matilde es casi perfecta…». Todo consumado pensaba André. No hay regreso.  Y ahora vaya a saber si ahora importaba un cuerno con sabor a cerezas del valle del Elqui lo que decía tía Lotty. Y vaya lo que piense la demás gente. Nada ha pasado, nada puede ser tan terrible y seguía pensando…. Entonces André se sorprendía de lo que pensaba. Prefirió pensar que todo parecía una comedia humana. Una escena picaresca y sarcástica sacada a puntapiés de alguna novela perpetua de Balzac  o tragicómica de Monzoni. Pero ni la muerte de tía Lotty ni el abandono de Matilde cambiaron  para nada sus hábitos, y  cada verano siempre seguía viajando a Bahía Inglesa. Por el día disfrutaba de beber daiquiris y por la noche ir a comer a un buen restaurante, tomar un buen vino  y oír algo de Jazz. Y por la tardes solía  tirarse en una silla playera a contemplar el insondable horizonte. Tal vez con el anhelo de que en ese horizonte lineal y profundo, apareciese algún círculo luminoso  y hermoso. Pero esa idea pronto le abandonó. Ya no esperaba que apareciera nada milagroso en esa perspectiva monumental, horizontal  y azul. Y solo  de vez en cuando, ante su mirada el cielo aparecía salpicado por el vuelo travieso de una bandada anónima y silenciosa de albatros que contrastaban con un fondo poblado por  una ristra de nubes siempre peregrinas y siempre ignotas.  Y en la altura de la línea divisoria entre mar y cielo, la aparición en cámara lenta de algún velero anónimo y lejano,  que  sin capitán ni tripulación,  pasaba siempre errabundo sin decir goodbye. 


XIX


André pensaba que Bahía Inglesa era Bahía Inglesa. Y también pensaba que ella ya no estaba allí, porque ahora ella vivía al otro lado del mar. A lo mejor éste en otro paraíso, el verdadero paraíso. Un  paraíso  privado,  a la carta y sin estruendos. Feliz e irredenta, quizá conmovida ante un horizonte también lejano y azul, cruzado de albatros y veleros y nubes.  Las olas siempre serán las mismas aquí y allá. Ella muy lejos, y lejana. Separados por una tonelada de mar o por una distancia descomunal, como si el mar nunca hubiese existido. Ya no había dolor ni infierno ni cielo. Ante él se abría un nuevo paraíso, más sutil, más profundo, y quizá más comprensivo.  Una nueva imagen mental empezaba a ganarle. Había tomado nuevos bríos, un nuevo viaje iniciático  sin salida ni retorno se debatía potente en su mente. André estaba feliz en  Bahía Inglesa, cómodamente arrellanado en su silla playera, y siempre con un daiquiri al alcance de su mano, y siempre acompañado de las refrescantes sombras  de las palmeras que descendían imperturbables sobre su cabeza; mientras se regocijaba, engolfado, al imaginarse venturosamente que la tía Lotty y  la poderosa armada japonesa estaban a punto de atacar Honolulú. 











Créditos

El otro paraíso de Cuentos Profanos ©  Mario A. Membreño Cedillo

Ilustración

El paraíso, dibujo por Gustavo Doré, Canto 31. La Divina Comedia

Doble Playa, dibujo por Plaza de las palabras