Plaza de las palabras en su sección Cuentos, presenta un relato de H.P.Lovecraft, (1890-1937), autor estadounidense de terror. Novelista, cuentista, ensayista. Su obra le debe mucho a E.A.Poe y a Lord Dunsany. Poe fue su alma mater y Dunsany su doctorado. Del primero tomó la visión, del segundo aprendió de la escenografía exuberante y de su meticulosidad en el detalle. A su vez Lovecraft ha tenido una enorme influencia en el género de la literatura del horror y, en parte en ciertas esquinas de la ciencia ficción. Lovecraft creador de mitos y de lo que los críticos han llamado Horror Cósmico. Su estilo era llano y directo, casi siempre narrado en primera persona.
A cien años de haber sido escrito: una lectura postmoderna de El extraño
El relato seleccionado es El extraño, escrito en 1921, y probablemente publicado en Weird Tales, revista tipo pulp en la que el autor publicó la mayoría de sus relatos. Lovecraft escribió este relato cuando tenía 31 años. Relato que cumple este año, su centenario de haber sido escrito. Y que a pesar de ser una ficción de terror tiene una validez actual, si no directa y personal. Sí puede provocar una desacostumbrada y panorámica reflexión. No obstante, Lovecraft generalmente trató de alejarse del goticismo clásico. No obstante, en este relato recurre a ciertos elementos típicos del mismo: castillos, oscuridad prolongada, pasadizos continuos, árboles tenebrosos, formas borrosas.
Relato narrado en primera persona. El protagonista avanza como en aquella «selva negra» que asoma Dante en su primer capítulo del infierno. Pero es una entidad que se recuerda en su infancia, y que piensa con un alto grado de racionalidad. Aunque no sabe lo qué es ahora, ni sí realmente está ahí, ni por qué. (Condiciones que recuerdan a Joseph K, en El Proceso de Kafka). Solo es un pedazo de conciencia quien va poco a poco descubriendo su entorno y a sí mismo. Busca la luz, busca el cielo y nunca ha visto la luna. Todo el relato puede ser una pesadilla o un sueño, mientras que el personaje puede ser un fantasma, o como suponen muchos, puede ser un vampiro. O quizá una entidad innominada y prisionera en un infierno dantesco, pero que tiene conciencia; es decir puede ser una ánima o una mente, o quizá una materialización de lo más profundo del subconsciente. Como aquellas medio fantasmagóricas entidades que se les aparecen a los personajes en Solaris de Stanislau Lem. O buscando el retruécano tecnológico de las escenas vividas de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares.
Decía John Milton en El paraíso perdido: «La mente puede hacer un infierno del cielo o un cielo del infierno.» Pero el relato tiene elementos modernos, el narrador-protagonista se reconoce extranjero, ajeno a los hombres que ve en el castillo. Por eso dice: «soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres». Como extranjero, —ya Camus había puesto el dedo en la inmemorial herida—, ve a los demás como peligrosos, pero los habitantes del castillo también lo ven a él como peligroso y huyen de él como si éste fuese la peste o un demonio o un vampiro.
En el castillo de Kafka el agrimensor K, nunca logra llegar o entrar al castillo. En este castillo de Lovecraft, el visitante o intruso entra al castillo y se queda en él. Este ascenso, pasar del castillo original a un castillo a más altura, supone un recorrido y una lucha por cambiar sus circunstancias y condiciones. A pesar de lo extravagante y grotesco de la escenografía en el relato se presenta un rasgo de alteridad y a su vez de incomunicación entre seres que se sienten diferentes y que se temen entre sí. Dice la voz narradora: « me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro». Por otra parte, pero por el mismo camino tortuoso y torcido: «El infierno son los demás», decía el existencialista J.P.Sartre.
Quizá sin proponérselo H.P. Lovecraft, tocó y adelantó literariamente desde sus oscuras e inconscientes narraciones el tema posmoderno y de actualidad de las diferencias entre razas. La xenofobia o el rechazo a los demás. (Por no pensar igual, por no ser iguales, por no creer en lo mismo). Pero también, a sabiendas que Lovecraft, además de ser misógino y racista, rechazaba todo nicho de religiosidad o remanso de espiritualidad, soslayaba lo inconsciente y el psicoanálisis, y además desertaba de todo simbolismo o intelectualismo. Ya que no aceptaba una intermediación que distorsionara su visión. Algunos críticos han caracterizado su obra como Horror Cósmico, o también Horror Materialista.
No obstante, sin ser un autor simbolista, en el relato hay varios símbolos, o elementos de una representación: El castillo y el cuasi vampiro o híbrido de vampiro. El castillo por lo lúgubre y dantesco puede significar lo peor de la sociedad o del mundo actual: el sótano o subsuelo del mundo. Un mundo: laberíntico, sombrío, y por ende desesperanzado. Donde anidan las pasiones más bajas y emergen las ambiciones más infames. Por su parte el vampiro, ese ser abominable que vive de la sangre de los otros, pueden ser las ambiciones extremas: amor a la riqueza, al dinero, la fama, las ideologías todo a costa de la sociedad y la humanidad, sin importar cómo o a quién se daña.
Pero también hay en el narrador–protagonista la búsqueda de la luz, al final del relato se encuentra ante su propia realidad al reconocerse en un espejo (símbolo que puede representar la introspección o el principio de identidad, o hasta el de la multiplicación y procreación como lo dijo Borges), como un ser monstruoso «compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable.»; quizá lleno de defectos, odios, violencia. Asimismo puede ser que se sienta inferior y sin ningún rescoldo de esperanza, pero con todo esta conforme consigo mismo. Como aquel personaje de Memorias del subsuelo de Dostoyevski, que en los primeros párrafos manifiesta sentirse menos que un insecto, pero que paulatinamente va aceptando su condición y sus circunstancias. Obra que seguramente Kafka leyó.
En el narrador protagonista no hay ningún deseo casi de nada. Por lo menos no se colige en la narración, salvo ascender. Un personaje más allá del bien y del mal. Un punto intermedio o en un interludio vacío. Se queda, terrenalmente en parentesco con esos personajes vacios, carentes de acción o ser tibios, que se describe en Hollow Man de T.S.Eliot o con aquel extraño personaje descrito por Musil: El hombre sin atributos. No obstante, también parece que el narrador-protagonista, personaje nietzscheano, está más allá del bien y del mal. Un ser que reconoce: «Dios sabe que no era de este mundo —o al menos había dejado de serlo». Es decir alguna vez fue un hombre o un humano, pero su propia iniquidad lo ha convertido en ese ser detestable: un ser amorfo que ya no es completamente hombre. Un hombre que ha caído en lo profundo del abismo o que se ha agarrado de la trayectoria en picada a un ángel caído.
De tal manera que el protagonista al fin se reconoce ante un «espejo dorado». Él nunca había visto su rostro porque en el castillo no había espejos. Y aparentemente al tocar el espejo se reconoce en él, acción que los vampiros en el sentido clásico o tradicional, no pueden hacer porque un vampiro no puede verse reflejado en un espejo. Y que además busca la luz, algo que los vampiros rehúyen porque tampoco pueden exponerse a la luz.
Entonces, ¿qué es este ser? Un ser en transición, ya que no es vampiro y tampoco parece totalmente humano. Pero que como quiera, este personaje en un átomo de su conciencia busca afanoso la luz aunque sea la luz de la luna, porque el mismo está consciente de que « la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb». Por otra parte en oposición sueña verse «entre gentes alegres, en el mundo soleado». O si en su inmemorial pasado tuvo la bienaventuranza de ver la luz, y termino olvidándola (el olvido es otra representación o símbolo muy relacionado con la memoria y al tiempo), como si solo hubiese sido un sueño fugaz o como si hubiese querido emerger de la noche inacabable en el destello efímero de un relámpago.
2683 palabras
EL EXTRAÑO
H. P. Lovecraft
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos había dejado de serlo—, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre–Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.
Créditos
Ilustraciones
El soñador, escultura C. Brancusi