Efluvios de Yamabal, un cuento de Álvaro Calix. De la realidad histórica a la ficción modélica. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras presenta en el marco del Bicentenario de Independencia, el cuento Efluvios de Yamabal de Álvaro Calix,  relato  incluido en el libro de cuentos Plaza de las poetas, (2006). El cuento es un episodio sobre un hecho histórico en la vida de José Trinidad Cabañas, (1805-1871),  benemérito ciudadano hondureño, ejemplo de virtud ciudadana,  honestidad, valentía y vida austera. Personaje que además fue militar, político y presidente de Honduras;  y que murió en la pobreza. Sus ideas  comulgaban con el unionismo que proclamaba Francisco Morazán, del cual sea dicho de paso, eran amigos. Cabañas nació en Tegucigalpa y falleció en Comayagua, sus restos descansan en la pequeña, acogedora y casi desconocida iglesia de San Esteban a las afueras de la ciudad de Comayagua.  


El cuento narra el momento en que a mediados del siglo XIX, una comitiva de ciudadanos van a Yamabal, casa de retiro en El Salvador,  a solicitarle al General José Trinidad Cabañas que aceptara la presidencia de la república, 1852. O como refiere el propio autor, Álvaro Calix, al comentar su propio cuento: “un cuento histórico basado en las crónicas del viajero William Wells (cuando anduvo en Honduras) y de los apuntes sobre Cabañas del notable historiador hondureño José Reina Valenzuela. Se trata del cuento Efluvios de Yamabal que recrea la visita de una comisión tripartita hondureña para pedirle a Cabañas (que por ese entonces estaba retirado de la actividad pública en su finca en Yamabal en el El Salvador) que aceptase ser el presidente de Honduras a petición del Congreso Nacional (de un nómina de tres candidatos propuestos). Esto sucedió en 1852, 10 años después del fusilamiento de Francisco Morazán.” 


Con base a eso el autor reconstruye este valioso  episodio en la vida del ilustre ciudadano General José Trinidad Cabañas. Cuento bien escrito y muy bien logrado. Y que atrapa en el vuelo narrativo de la ficción una sobria escena histórica. Cuento no muy extenso, pero con la suficiente riqueza de textura al combinar una línea histórica con  una atmósfera ficcional. Con cambios  de intervalos en los puntos de vista, al pasar de tercera persona objetiva a  una segunda persona reflexiva, para luego volver a la tercera persona. Y crear un acercamiento de los planos geográficos de Yamabal que le da riqueza y realismo a la ficción. Cuento aleccionador,  sobre un personaje histórico ejemplar. Y muy oportuno y pertinente para reflexionar en la estatura moral de los políticos y de la vida cívica en estos tiempos que corren:   entre el Bicentenario y las campañas políticas. 


Finalmente,  una irradiación anecdótica del cuento Efluvios de Yamabal, la cuenta el propio Álvaro Calix: “Una anécdota sobre este cuento es que una vez estando en Costa Rica en una gira de trabajo me llegó a mi correo la notificación de un amigo sobre una noticia en un periódico de Honduras que mencionaba que mi cuento había servido como base para una obra teatral de un grupo comayagüense” Obra de teatro montada por la Compañía de Teatro de Comayagua y cuyo título es Erase una vez Trinidad, basada precisamente en el cuento de Álvaro Calix,  que hoy publicamos: Efluvios de Yamabal.    



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Efluvios de Yamabal


Como un modesto tributo a don José Trinidad. En la conmemoración de su II bicentenario (1805-2005). 


Dejó atrás el robledal y divisó el Llano de las Cañas. La tarde comenzaba a refrescar y en el cielo aparecía un prematuro reflejo de luna. Cargaba en los hombros una alforja a medio llenar; sus pasos eran lentos, con la vista puesta en el horizonte. Quién sabe si esa noche podría dormir a gusto, no es para menos, acababa de reunirse en San Miguel con la comitiva hondureña que vino a buscarlo desde Comayagua. Por qué no se mordió los labios antes de dar el sí. Aceptar la petición de los visitantes, sospechaba, acabaría con el sosiego que había encontrado desde que se fue a vivir a la finca de Yamabal.

—¿Entonces, don Trinidad...?

—Señores, no quiero defraudarlos, aunque me siento halagado por la noticia... no creo ser el más indicado para asumir el gobierno de Honduras. 

—¡Las cosas que dice usted, General Cabañas! —censuró con tono fraterno don León Alvarado, uno de los tres de la comitiva, y el que más lo conocía de ellos.

—El país lo necesita. Usted goza del respeto del pueblo… Eso, bien nos consta. Además, urgimos de alguien que no se doble ante Carrera. Usted bien sabe don Trinidad que Carrera no medra en su empeño de someter a Honduras replicó don Francisco. Don Vicente y don León asintieron con la cabeza.  

Pronto apareció ante sus ojos el tejado rojizo de su casa, que asomaba detrás de los árboles de mango y de aguacate. Yamabal era su remanso, la finca que trabajaba por cuenta propia y que desde la última derrota militar le había servido de santuario.

Habrás hecho bien, Trinidad. Quién te manda a complicarte de nuevo... ¿Crees que todavía algo puede valer la pena? Si estuviera vivo, qué pensaría Morazán... Por supuesto, adivinarías su respuesta. Aparte de todo, no eres un hombre de los que se echan para atrás. Has aceptado, es lo que importa. Ojalá que Petronila entienda tus motivos. Ahora, si lo ves con calma, quizá tendrás una buena oportunidad de poner en marcha tus ideas para desarrollar la producción del país y, por qué no, promover como se debe la educación. Sí, Trinidad, ¿no ha sido ese tu sueño, llevar las letras tierra adentro? Debes al menos intentarlo. Pero, ¿te has visto?, aun tu mejor ropa para recibir a los emisarios de Comayagua luce desgarbada. Claro que no te da vergüenza, es un atuendo digno, el hábito de los hombres que labran los campos, pero sospechas que un poco más de decoro se requerirá para sentarte en la silla presidencial. 

—General... qué mal nos sentiríamos si regresáramos al país llevando la mala nueva de su rechazo. ¡Por la patria!, se lo imploramos, acepte la decisión del Congreso. Elegirlo a usted no es una imposición, todo lo contrario, es una muestra de sensatez de los diputados. 

—¡Por Dios Santo!, me ponen en una encrucijada. Don León... usted sabe el bien que le deseo a Honduras. Sin embargo, aunque he sido un leal partidario de la unión centroamericana…, no soy un político de oficio.

Al nomás llegar a la entrada de la finca, pese a los ladridos de los perros, por lo visto Petronila no se había dado cuenta de que él había llegado. Trinidad pensó que a lo mejor andaría bañándose en el río. Minutos más tarde, cuando terminó de guardar la provisión que aprovechó a comprar en San Miguel, le salió al paso Petronila, todavía con el cabello mojado. Al verle a los ojos, ella intuyó que su marido se traía algo entre manos, no le quiso preguntar nada; lo abrazó y esperó a que él le contara.  Pero el General seguía con una mirada ausente que hallaba refugio en los pasillos de cubierta del Bergantín El Cruzador, el navío en el que diez años atrás, en 1842, había zarpado de El Callao, junto a Morazán, dando fin a su destierro voluntario en el Perú. 

Diez años hace cuando desembarcaste en la Unión, en un febrero como éste. Ahí comenzó esa tu derrota más sentida. Los acontecimientos te precipitaron a dejar El Salvador y desplazarte con Morazán a Costa Rica. Si te hubieras podido librar a tiempo del cerco que les tendieron en San José... ¡Ese sátrapa de Chatfield y su marioneta Antonio Pinto! Si al menos hubieses compartido la muerte con el General Francisco Morazán... pero no, el destino todavía te guardaba sorpresas. 

Mira, Trinidad, lo que son las cosas, hace justo una década la vida no parecía tener mayor sentido, y hoy, a mitad del siglo, a pesar de los sinsabores, te eligen para presidir el país en el que naciste. Trinidad, ¿será ésta la revancha de un “Coquimbo”?, ¡No!, nada de revanchas... En el fondo no deseas que se derrame más sangre. Una vez en Comayagua dedícate a gobernar en paz, o al menos hazlo mientras puedas, porque bien sabes que ni Rafael Carrera ni el cónsul inglés te dejarán a gusto mientras ostentes un cargo de jerarquía.

Le había prometido a Petronila que evitaría meterse en más enredos. Por eso le contó con reserva los detalles de la reunión que tuvo en San Miguel. Reconocía que ella estaba en todo su derecho a reprocharle. Juntos en la finca estaban pasando días de vientos calmos, ajenos a los rumores y las zancadillas de años anteriores. Él había sacado nuevas fuerzas ora en el arado de las tierras, ora domeñando el ganado y, aunque con escaso rédito, también disfrutaba darle unas horas a la búsqueda de alguna veta de mina. Por supuesto que su esposa tenía motivos para quejarse si salía otra vez con que regresaba a la palestra. Petronila no le reclamó, se contuvo, pero sabía mejor que nadie que volvían las tempestades.

—¡Felicidades!, Trinidad. Te lo mereces.

—Petronila... te prometo que...

—No prometas nada. Pensemos ahora en cómo conseguir dinero para vestirte mejor y para los gastos del viaje a Honduras.


Tras una descolorida cortina de damasco rojo que separa a la sala de la oficina personal del Presidente, allí se ve al General, sudoroso, revolviendo aquí y allá expedientes sobre una gran mesa. La abundancia de arrugas en el rostro no mengua la dulzura de sus ojos, y el porte de su figura pequeña y esbelta va de la mano con la gracia de sus ademanes. La luz que entra por la ventana realza la blancura del cabello y de la larga barba que prometió no cortarse desde la muerte de Morazán. 


Créditos 


Efluvios de Yamabal, del libro Plaza de los poetas  © Álvaro Calix, Editorial, Saytagrahan, 152pp., 2006


Ilustraciones 


Jóvenes en la plaza, dibujo. Ilustración  de Fabricio Herrera Lagos en el  libro La plaza de los poetas

José Trinidad Cabañas, dibujo, Google imagen, digitalizada por Plaza de las palabras 

Iglesia de San Esteban, Comayagua, lugar donde reposan los restos de José Trinidad Cabañas, foto, Google Imagen, digitalizada por Plaza de las palabras