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Grandes cuentos del siglo XX. Los tres jinetes del Apocalipsis por G.K.Chesterton. Post Plaza de las palabras



  
Plaza de las palabras en su sección Grandes cuentos del siglo XX, presenta a Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), más conocido como G. K. Chesterton, pensador  británico, polémico y prolifero, con más de cien libros publicados. Escritor polifacético que incursiono en diferentes  géneros: el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo, la crítica literaria, el teatro,  y el libro de viajes, y hasta en la autobiografía. Los críticos se han referido a él como el «príncipe de las paradojas».​ Se hizo célebre, entre otros motivos por la creación de la saga del Padre Brown, sacerdote y detective, personaje que con gran agudeza mental e introspección sicológica,  le sirvió de base para desarrollar una serie de novelas de corte policiaco. Entre sus principales obras destacan, en ensayo, Ortodoxia (1908), El hombre eterno (1925). De sus novelas se puede mencionar.  El Napoleón de Notting Hill (1904),  El hombre que fue jueves (1908). El hombre que sabía demasiado (1922). Son conocidas, entre otras, sus biografías sobre Santo Tomas de Aquino, San Francisco de Asís, William Blake  y Robert Broning. Chesterton fue un escritor con una asombrosa originalidad e imaginación. Muy afincado en el conservadurismo, el mundo antiguo, la tradición, y gran devoto del mundo medieval. Su prosa es incisiva, llena de ironía;  y que a veces bordean  el humor. Son famosas sus polémicas con escritores de la talla de Bernard Shaw, H.G.Wells y R.Kipling.

Escribió innumerables cuentos, aquí presentamos Los tres jinetes del apocalipsis. El cuento nada intrincado, se desarrolla en una conversación de salón, en que Mr.Pond (narrador de la historia) cuenta una historia, ambientada en Polonia, donde el ejército prusiano ha tomado una parte del territorio polaco. La trama descansa en el poeta polaco Pablo Petrovski, prisionero de los prusianos en Poznam,  quien es considerado un héroe nacional, por lo que el  mariscal von Grock, decide su muerte. Para ello da la orden que un  emisario, a caballo se dirija a Poznan  donde esta  prisionero Petrovski y sea ejecutado inmediatamente. El acto casi coincide con la visita y revisión de tropas que su alteza,  el Príncipe hace al campamento del Mariscal Grock. .El príncipe sabedor de quien era el poeta Petrovski, considera que su muerte seria un error porque se convertiría en una victima y eso seria achacado al ejercito prusiano: «Sería lamentado y divinizado » Por lo que ordena que la  ejecución sea cancelada, el mismo elige a un segundo mensajero, su mejor jinete para que persiga y alcance al primer mensajero, y detenga la primera orden, ese jinete lleva una orden escrita: «el indulto y la libertad de Petrovski». El mariscal, por su cuenta, cavila que el príncipe esta cometiendo un error, y que es mejor la muerte del poeta. Por lo que a espaldas del príncipe, elige a un tercer mensajero, que además sea un buen tirador, y le ordena que a toda costa, detenga al segundo mensajero. En ese trió de mensajeros sucesivos como una serie aritmética, descansa la narración.

El cuento ilustra varias cosas,Primero la disciplina militar, y especialmente la mentalidad de un soldado prusiano. Segundo, aquí se esconde una paradoja: el exceso de obediencia o disciplina anula el objetivo del Mariscal Grock. Narra el narrador: «Todo fracasó, porque había demasiada disciplina» Tercero, también ilustra, aquella parábola de Franz Kafka, en su relato Ante la ley. Para los soldados prusianos, celosos de cumplir con la autoridad bajo la forma de ordenes, (ley). En ningún momento vacilan de romper ese sagrado deber de cumplir la orden. Con una fidelidad excesiva, que los lleva a cometer deslealtad. Nunca dan el paso siguiente que los libraría de ese destino. Tal y como sucede con el hombre en el relato Ante la ley, el campesino nunca atraviesa la puerta. Al igual los mensajeros del cuento de Chesterton, nunca vacilan en no infringir las órdenes recibidas (la ley de la autoridad y el mando).  Si en el personaje de Kafka es un absurdo  en los jinetes mensajeros de Chesterton hay un acto paradójico. 

Cuarto. Por supuesto el ambiente y época del relato es cuando los ejércitos tenían caballería,  un cuerpo elite de caballería, los Húsares.  Igualmente en el cuento hay un par de connotación medievalistas. «No los repruebo. A veces pienso que el tiempo de la heráldica era más hermoso que el tiempo del mimetismo que trajo la historia natural y el culto de los camaleones y de los escarabajos. ». En realidad, estaba hablando del honor que conlleva la heráldica, y la  virtud manifiesta de cortesía medieval, en contra del positivismo de la ciencia. Curiosamente en los escudos de armas, a veces hay representados animales. Pero también la heráldica trae otra connotación, la de los heraldos. O mensajeros.  Una segunda intrusión medieval es la siguiente: «Llegó con la rapidez de esa equitación que ha legado a Europa el nombre mismo de caballerosidad ». Contenido que recuerda a los caballeros, y también la serie de palabras; caballo, caballero, caballería y caballerosos. Todas medievalista. Asoma también una  alusión a la mitología, y que el Príncipe compara con el poeta polaco,   apunta a Orfeo, ese emblema de la civilización órfica,  asesinado «por las mujeres  locas». Se refiere a las Menades, tema que Cortázar convirtió en un conocido cuento.  
  
Quinto. Hay también un opuesto entre lo humano y lo inhumano. Primeramente, lo inhumano  atribuido al paisaje: «Al cabalgar por ese terraplén abrupto, infinitamente se dilataba en derredor algo más inhumano que el mar». Más adelante se lee: «este camino infernal se estiraba como una pesadilla».Pero después ese paisaje también trasforma lo humano en inhumano:   « Grock se había sacado el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme cráneo rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron pétreamente bajo la luna como los de un monstruo antediluviano. Rops, o algún grabador de las negras escuelas alemanas, podría haber dibujado ese cuadro: una enorme bestia, inhumana corno un escarabajo, mirando las alas rotas y la armadura blanca y de oro de algún derrotado campeón de los querubines».

Sexto. Asoma también otra dicotomía de los opuestos entre idealismo y realismo. El realismo prusiano (pragmatismo) y el idealismo del poeta prisionero. «La obra del idealista podrá ser impracticable; la del hombre de acción, inescrupulosa» Esa categoría entre la que también  aflora ese nudo de la idea y de la acción.  El primer mensajero: « había comprendido la ética del mariscal, la que afirma que un acto es irrefutable, aunque sea indefendible». La acciona toda costa reivindica la idea. Una idea sin acción, no representa nada. Más que el estéril platonismo. Para el mariscal Grock, la quintaesencia del prusianismo,  es la acción que desencadena los hechos en virtud de un orden y voluntad superior.   Por eso afirma: « El mundo cambia —dijo Grock—, no por lo que se dice o por lo que se reprueba o alaba, sino por lo que se hace. El mundo nunca se repone de un acto».

Y Septima, aquí llegamos, finalmente a una idea más, el poder de la voluntad en el sentido de Schopenhauer, y no se da a un ejercito sino a un país: Alemania vía prusiana. «Antes y después del hecho, la voluntad alemana es la misma. No la destruyen las vicisitudes y el tiempo, como, la de quienes se arrepienten. Está fuera del tiempo como una cosa de piedra que mira hacia atrás y hacia adelante con una sola cara». Pero sobre todo emerge en este cuento, el sentido de la paradoja, tan cara a Chesterton.   


 


Los tres jinetes del apocalipsis.

La singular y a veces inquietante impresión que Mr. Pond me causaba, a pesar de su cortesía trivial y de su corrección, se vinculaba tal vez a alguno de mis primeros recuerdos y a la vaga sugestión verbal de su nombre. Era un viejo amigo de mi padre, un funcionario; sospecho que mi imaginación infantil había mezclado de algún modo el nombre de Mr.Pond con el estanque del jardín. Pensándolo bien, se parecía extrañamente al estanque. Era,en general, tan sereno, tan regular y tan claro en sus habituales reflejos de la tierra, del cielo y de la luz del día como aquél. Y yo sabía, sin embargo, que había algunas cosas raras en el estanque del jardín. Una o dos veces al año el estanque parecía un poco distinto: una sombra fugaz o un destello interrumpía su lisa tranquilidad, y un pez o un sapo o alguna criatura más grotesca se mostraba al cielo. Y yo sabía que también en Mr. Pond había monstruos: monstruos mentales que emergían un instante a la superficie y luego se perdían. Tomaban las formas de observaciones monstruosas en medio de sus observaciones inofensivas y razonables. Algunos interlocutores pensaban que en la mitad de un diálogo juicioso se volvía loco. Pero también reconocían que regresaba a la cordura inmediatamente.

Una tarde, hablaba muy juiciosamente con Sir Hubert Watton, el conocido diplomático; estaban sentados bajo enormes quitasoles, mirando el estanque, en nuestro jardín. Hablaban de una parte del mundo que ambos conocían y que en Europa Occidental se conoce muy poco: las vastas llanuras anegadizas que se deshacen en pantanos y ciénegas en los confines de Pomerania y de Polonia y de Rusia, y que se dilatan acaso hasta los desiertos siberianos. Y Mr. Pond recordó que en una región de profundas ciénegas, cortadas por lagunas y lentos ríos, hay un solo camino en un estrecho terraplén empinado: una senda no peligrosa para el peatón, pero escasa para que dos jinetes pasen a un tiempo. Este es el principio del cuento. Se refiere a un tiempo no muy lejano, a un tiempo en el que aún se usaban tropas de caballería, aunque más para correos que para combates. Baste decir que esto ocurrió en unade las muchas guerras que han arrasado a esa parte del mundo, si es posible arrasar un desierto. Esa guerra entrañaba la presión del sistema prusiano sobre la nación polaca, peroes innecesario formular la política del asunto o discutir el pro y el contra. Digamos ligeramente que Mr. Pond divirtió a los presentes con un ugma.

—Espero que ustedes recordarán —dijo Pond— el revuelo que produjo Pablo Petrovski,
el poeta de Cracovia, que hizo dos cosas bastante peligrosas en aquel tiempo: mudarse de Cracovia a Poznam y ser a la vez poeta y patriota. La ciudad en que vivía estaba ocupada en ese momento por los prusianos; estaba situada exactamente en el término oriental del largo camino; pues, como es de imaginarse, el comando prusiano se había apresurado a ocupar la cabeza de puente, de ese puente tan solitario, sobre ese mar de ciénegas. Pero su base estaba en el término occidental del camino: el célebre mariscal von Grock tenía el comando supremo; y su antiguo regimiento, que seguía siendo su regimiento predilecto, losHúsares Blancos, estaba acampado cerca del extremo occidental del alto camino. Por supuesto, todo era impecable, hasta el menor detalle de los espléndidos uniformes blancos, atravesados por el tahalí llameante —esto era anterior al empleo de los colores del barro y de la arcilla para todos los uniformes del mundo—. No los repruebo. A veces pienso que el tiempo de la heráldica era más hermoso que el tiempo del mimetismo que trajo la historia natural y el culto de los camaleones y de los escarabajos. Sea lo que fuere, este regimiento de caballería prusiana usaba su propio uniforme; y, como verán ustedes, ése fue otro elemento del fiasco; pero no sólo eran los uniformes; era la uniformidad. Todo fracasó, porque había demasiada disciplina. Los soldados de Grock le obedecían demasiado; de modo que no podía hacer lo que quería.
—Eso debe ser una paradoja —dijo Watton, con un suspiro—. Será muy ingenioso y todo lo que quieran; pero realmente es un desatino. Ya sé que la gente suele decir que hay demasiada disciplina en el ejército alemán. Pero en un ejército no puede haber demasiada
disciplina.
—Pero no lo digo de una manera general —dijo Pond, quejumbrosamente—. Lo digo refiriéndome a este caso particular. Grock fracasó porque sus soldados le obedecieron. Claro que si uno de los soldados le hubiera obedecido, las cosas no hubieran ido tan mal. Pero como dos de sus soldados le obedecieron, el hombre fracasó.
Watton se rió guturalmente.
—Me encanta su nueva teoría militar. Usted permite la obediencia a un soldado en un regimiento; pero que dos soldados obedezcan, ya es un exceso de la disciplina prusiana.
—No tengo ninguna teoría militar, hablo de un hecho militar —contestó Mr. Pond plácidamente—. Es un hecho militar que Grock fracasó porque dos de sus soldados le obedecieron. Es un hecho militar que hubiera tenido éxito si uno de ellos hubiera desobedecido. Encárguese usted de las teorías militares.
—No soy aficionado a las teorías —dijo Watton con cierta sequedad, como alcanzado por un insulto trivial.
En ese momento se vio la vasta y fanfarrona figura del capitán Gahagan, el incongruente amigo y admirador del apacible Mr. Pond. Tenía una fogosa malva en el ojal y un sombrero de copa atesado sobre la roja cabellera; y aunque era relativamente joven, había en su andar un contoneo que sugería la época de los dandies y de los duelistas. Alto y de espaldas al sol, parecía el emblema de la arrogancia. Sentado, cara al sol, atenuaban la impresión anterior los ojos pardos, muy suaves, tristes y un poco ansiosos.
Mr. Pond interrumpió su monólogo y se perdió en un torrente de disculpas:
—Estoy hablando demasiado, como de costumbre; la verdad es que hablo de ese poeta, Petrovski, que casi fue ejecutado en Poznam, hace ya tiempo. Las autoridades militares vacilaban; iban a dejarlo en libertad, si no recibían órdenes directas del mariscal von Grock;
pero el mariscal había decidido que muriera el poeta; y mandó la sentencia de ejecución, esa misma tarde. Después mandaron un indulto; pero como el portador del indulto murió en el camino, el prisionero fue puesto en libertad.
—Pero cómo... —repitió mecánicamente Watton.
—Naturalmente, el prisionero fue puesto en libertad —observó Gahagan, con una vozfuerte y feliz—. Es claro como la luz del día. Cuéntanos otro cuento.
—Es una historia estrictamente cierta —protestó Mr. Pond—, y ocurrió exactamente como les digo. No es una paradoja. Claro, si se ignoran los hechos, todo puede parecer complicado.
—Sí —convino Gahagan—, necesitaremos muchos detalles para comprender que esa historia es simple.
—Cuéntela de una vez —dijo Watton.
—Pablo Petrovski era uno de esos hombres nada prácticos, que son de prodigiosa importancia en la política práctica. Su poder estaba en el hecho de que era un poeta nacional, pero también un cantor internacional. Es decir, tenía una bella voz poderosa con la que cantaba sus himnos en todas las salas de concierto del mundo. En su patria, naturalmente, era una antorcha y un clarín de esperanzas revolucionarias, especialmente entonces, en aquella crisis internacional en que el lugar de los políticos prácticos había sido ocupado por hombres mucho más o menos prácticos. Porque el verdadero idealista y el verdadero realista comparten el amor de la acción. Y el político práctico vive de formular objeciones prácticas a cualquier acción. La obra del idealista podrá ser impracticable; la del hombre de acción, inescrupulosa; pero en ninguno de los dos casos puede un hombre ganar una reputación por no hacer nada. Es raro que esos dos tipos extremos estuvieran en los dos extremos de ese largo camino entre los pantanos: el poeta polaco, prisionero, en la ciudad, a un extremo; el soldado prusiano, comandando el campamento, al otro. "Porque el mariscal von Grock era un verdadero prusiano, no sólo enteramente práctico, sino enteramente prosaico. Jamás había leído un verso, pero no era un imbécil. Poseía el sentido de la realidad, propio de los soldados; este sentido le impedía incurrir en el error asnal del político práctico. No se burlaba de las visiones; se limitaba a detestarlas. Sabía que un poeta, o un profeta, podían ser peligrosos como un ejército. Y había resuelto que el poeta muriera. Era su único tributo a la poesía, y era sincero.
"Estaba sentado ante una mesa, en su tienda; el yelmo con punta de acero, que siempre usaba en público, estaba a su izquierda; y su cabeza maciza parecía calva, aunque sólo estaba rapada. También la cara entera estaba rapada y nada la cubría, salvo unos anteojos muy fuertes, que daban un aire enigmático al rostro pesado y caído. Se volvió a un teniente que estaba firme a su lado, un alemán de los de cara indefinida y cabello pálido, cuyos redondos ojos azules miraban como ausentes.
"—Teniente von Hocheimer —preguntó—, ¿dijo usted que su alteza llegaría esta noche al campamento?
"—A las siete y cuarenta y cinco, mi general —respondió el teniente, que parecía poco dispuesto a hablar, como un gran animal que apenas dominase esa habilidad.
"—Estamos justo a tiempo —dijo Grock— para mandarlo a usted con la sentencia de muerte, antes que llegue. Debemos servir a su alteza de todas formas, pero especialmente ahorrándole molestias inútiles. Ya tendrá bastante con revistar a las tropas; cuide que todo esté a disposición de su alteza. A las ocho y cuarenta y cinco su alteza partirá para el próximo puesto avanzado.
"El teniente volvió parcialmente a la vida e hizo un esbozo de saludo.
"—Es claro, mi general, todos debemos obedecer a su alteza.
"—He dicho que todos debemos servir a su alteza —dijo el mariscal.
"Con un movimiento más brusco que de costumbre se quitó los anteojos y los arrojó sobre la mesa. Si los vagos ojos azules del teniente hubieran sido perspicaces, se hubieran dilatado todavía más ante la transformación operada por ese gesto. Fue como la remoción de una máscara de hierro. Un segundo antes, el mariscal von Grock se parecía extraordinariamente a un rinoceronte, con sus pesados pliegues de coriácea mandíbula y mejilla. Ahora era una nueva clase de monstruo: un rinoceronte con ojos de águila. El frío resplandor de sus ojos viejos hubiera dicho casi a cualquiera que algo había en él que no era solamente pesado; que algo había en él, hecho de acero y no sólo de hierro. Porque todos los hombres viven por un espíritu, aunque sea un espíritu malvado, o uno tan extraño a la comunidad de los hombres cristianos, que éstos apenas saben si es bueno o malo.
"—He dicho que todos debemos servir a su alteza —repitió Grock—. Hablaré con más claridad y diré que todos debemos salvar a su alteza. ¿No basta a nuestros reyes ser nuestros dioses? ¿No les basta que los sirvan y que los salven? Nosotros somos quienes debemos servir y salvar.
"El mariscal von Grock raramente hablaba o pensaba (tal como entienden el pensamiento las personas intelectuales). Los hombres como él, cuando se ponen a pensar en voz alta, prefieren dirigirse a su perro. Les complace ostentar palabras difíciles y complicados argumentos ante el perro. Sería injusto comparar al teniente Hocheimer con un perro. Sería injusto para el perro, que es una criatura sensitiva y vigilante. Sería más exacto decir que el mariscal von Grock, en ese raro momento de reflexión, tenía la comodidad y la tranquilidad de sentir que estaba reflexionando en voz alta en presencia de una vaca o de una legumbre.
"—Una y otra vez, en la historia de nuestra casa real, el sirviente ha salvado al amo —continuó Grock— sin lograr otro premio que sinsabores, a lo menos de parte de la opinión pública, que siempre gime contra el afortunado y el fuerte. Pero hemos sido afortunados y hemos sido fuertes. Maldijeron a Bismarck por haber engañado a su amo, con el telegrama de Ems; pero convirtió a su amo en amo del mundo. París fue capturada; destronada Austria; y nosotros quedamos a salvo. Esta noche Pablo Petrovski habrá muerto, y otra vez estaremos a salvo. Por eso lo mando con esta inmediata sentencia de muerte. ¿Entiende usted que lleva la orden para la inmediata ejecución de Petrovski y que no debe regresar hasta que la cumplan?
"El inexpresivo Hocheimer saludó; entendía muy bien esa orden. Al fin de cuentas tenía algunas de las virtudes del perro: era valiente como un bulldog y podía ser fiel hasta la muerte.
"—Debe usted montar a caballo y partir sin tardanza —continuó Grock— y cuidar que nada lo demore, o impida su misión. Me consta que ese imbécil de Arnheim libertará a Petrovski esta noche, si no recibe mensaje alguno. Apresúrese.
"Y el teniente volvió a saludar y entró en la noche; y después de montar uno de los soberbios corceles blancos que eran parte del esplendor de ese regimiento espléndido, empezó a galopar por el alto y estrecho terraplén, casi como el filo de una muralla, que dominaba el sombrío horizonte, los difusos contornos y los apagados colores de aquellos pantanos enormes.
"Cuando el último eco del caballo retumbó en el camino, el mariscal se incorporó, se puso el casco y los lentes y salió a la puerta de la tienda; pero por otra razón. El Estado Mayor, con uniforme de gala, ya le esperaba; y, desde las profundas filas, se oían los saludos rituales y las voces de mando. Había llegado el príncipe.
"El príncipe era algo así como un contraste, al menos en lo externo, con los hombres que lo rodeaban; y aun en otras cosas era una excepción en su mundo. También usaba yelmo con punta de acero, pero de otro regimiento, negro con reflejos de acero azul; y había algo semi incongruente y semi apropiado, por alguna anticuada razón, en la combinación de ese yelmo con la larga y oscura barba fluida, entre aquellos prusianos bien rasurados. Como para hacer juego con la larga y oscura barba, usaba un largo y oscuro manto azul con una estrella resplandeciente, de la más alta orden real; y bajo el manto azul vestía uniforme negro. Aunque tan alemán como los otros, era un tipo distinto de alemán; y algo en su rostro absorto y orgulloso confirmaba la leyenda de que la única pasión de su vida era la música.
"En verdad, el adusto Grock creyó poder vincular con esa remota excentricidad el hecho fastidioso y exasperante de que el príncipe no procediera inmediatamente a revisar las tropas, formadas ya en todo el orden laberíntico de la etiqueta militar de su nación; y que inmediatamente abordara el tema que el mariscal quería evitar: el tema de ese polaco informal, su popularidad y su peligro; porque el príncipe había oído las canciones de este hombre en los teatros de toda Europa.
"—Hablar de ejecutarlo es una locura —dijo el príncipe, sombrío bajo su casco negro—. No es un polaco vulgar. Es una institución europea. Sería lamentado y divinizado por nuestros aliados, por nuestros amigos, hasta por nuestros compatriotas. ¿Quiere usted convertirse en las mujeres locas que asesinaron a Orfeo?
"—Alteza —dijo el mariscal—, sería lamentado; pero estaría muerto. Sería divinizado; pero estaría muerto. De los actos que anhela ejecutar, no ejecutaría uno solo. Todo lo que hace ahora, cesaría para siempre. La muerte es un hecho irrefutable, y me gustan los hechos.
— ¿No sabe usted nada del mundo? —preguntó el príncipe.
"—Nada me importa del mundo —contestó Grock— más allá de los jalones de la frontera.
"— ¡Dios del cielo! —gritó el príncipe—. Usted hubiera fusilado a Goethe por una indisciplina con Weimar.
"—Por la seguridad de su casa real —contestó Grock— no hubiera vacilado un instante.
"Hubo un breve silencio, y el príncipe dijo con una voz seca y distinta:
"— ¿Qué quiere usted decir?
"—Quiero decir que no he vacilado un instante —dijo el mariscal, con firmeza—. Ya he enviado órdenes para la ejecución de Petrovski.
"El príncipe se irguió como una gran águila oscura; su capa ondeó como en un vértigo de alas; y todos los hombres supieron que una ira más allá del lenguaje había hecho de él un hombre de acción. Ni siquiera se dirigió al mariscal; a través de él, con voz alta, habló al jefe de Estado Mayor, general von Zenner, un hombre opaco, de cuadrada cabeza, que había permanecido en segundo término, quieto como una piedra.
"—¿Quién tiene el mejor caballo de su división? ¿Quién es el mejor jinete?
"—Arnold von Schacht tiene un caballo que vencería a los de carrera —respondió en seguida el general—. Y es un admirable jinete. Es de los Húsares Blancos.
"—Muy bien —dijo el príncipe, con la misma decisión en su voz—. Que inmediatamente salga en persecución del hombre con esa orden absurda, y que lo detenga. Yo le daré una autorización que el eminente mariscal no discutirá. Traigan papel y tinta.
"Sentóse, desplegando la capa; le trajeron lo pedido, escribió firmemente y rubricó la orden que anulaba todas las otras y aseguraba el indulto y la libertad de Petrovski, el polaco.
"Después, en un silencio de muerte, que von Grock aguantó sin pestañear, como un ídolo bárbaro, el príncipe salió de la estancia, con su capa y su espada. Estaba tan disgustado, que nadie se atrevió a recordarle la revista de las tropas. Arnold von Schacht, un muchacho ágil, de aire de niño, pero con más de una medalla en su blanco uniforme de húsar, juntó los talones, recibió la orden del príncipe y, afuera, saltó a caballo y se perdió por el alto camino, como, una exhalación .o como una flecha de plata.
"Con lenta serenidad el viejo mariscal volvió a la tienda; con lenta serenidad se quitó el casco y los anteojos y los puso en la mesa. Luego llamó a un asistente y le ordenó buscar al
sargento Schwarz, de los Húsares Blancos.
"Un minuto después se presentó ante el mariscal un hombre cadavérico y alto, con una cicatriz en la mandíbula, muy moreno para alemán, como si el color de su tez hubiera sido oscurecido por años de humo, de batallas y de tormentas. Hizo la venia y se cuadró mientras el mariscal alzaba lentamente los ojos. Y aunque era muy vasto el abismo entre el mariscal del imperio, con generales a sus órdenes, y aquel sufrido suboficial, lo cierto es que de todos los hombres que han hablado en este cuento, sólo estos dos se miraron y se comprendieron sin palabras.
"—Sargento —dijo secamente el mariscal—, ya lo he visto dos veces. Una, creo, cuando ganó el primer premio del Ejército en el certamen de tiro.
"El sargento hizo la venia, silencioso.
"—La otra —continuó el mariscal— cuando lo acusaron de matar de un tiro a esa vieja que se negó a informar sobre la emboscada. El incidente dio mucho que hablar, aun en nuestros círculos. Sin embargo, se movió una influencia en su favor, sargento. Mi influencia.
"Otra vez el sargento hizo la venia. El mariscal prosiguió hablando de un modo frío, pero extrañamente sincero.
"—Su alteza el príncipe ha sido engañado en un punto esencial a su propia seguridad y a la de la Patria, y ahora acaba de mandar una orden para que pongan en libertad a Petrovski, que debe ser ejecutado esta noche. Repito: que debe ser ejecutado esta noche.
 Tiene usted que salir inmediatamente en pos de von Schacht, que lleva la orden, y detenerlo.
"—Me será muy difícil alcanzarlo, mi general —dijo el sargento—. Tiene el caballo más veloz del regimiento y es el mejor jinete.
"—Yo no dije que lo alcanzara. Dije que lo detuviera —dijo Grock. Luego habló más despacio—. Un hombre puede ser detenido de muchos modos: por gritos o disparos —se hizo más lenta y más pesada su voz, pero sin una pausa—. La descarga de una carabina podría llamarle la atención.
"El sombrío sargento hizo la venia por tercera vez, y no despegó los labios.
"—El mundo cambia —dijo Grock—, no por lo que se dice o por lo que se reprueba o alaba, sino por lo que se hace. El mundo nunca se repone de un acto. El acto necesario en este momento es la muerte —dirigió al otro sus brillantes ojos de acero y agregó—:
Hablo, claro está, de Petrovski.
"El sargento Schwarz sonrió ferozmente; y también él, después de alzar la lona que cubría la entrada de la tienda, montó a caballo y se fue.
"El último de los tres jinetes era aún más invulnerable a la fantasía que el primero. Pero, como también era humano (siquiera de un modo imperfecto), no dejó de sentir, en esa noche y con esa misión, el peso de ese paisaje inhumano. Al cabalgar por ese terraplén abrupto, infinitamente se dilataba en derredor algo más inhumano que el mar. Porque nadie podía nadar ahí, ni navegar, ni hacer nada humano; sólo podía hundirse en el lodo, y casi sin lucha. El sargento sintió con vaguedad la presencia de un fango primordial, que no era sólido, ni líquido, ni capaz de una forma; y sintió su presencia en el fondo de todas las formas.
"Era ateo, como tantos miles de hombres sagaces, obtusos, del norte de Alemania; pero no era de esos paganos felices que ven en el progreso humano un florecimiento natural de la tierra. El mundo para él no era un campo en que las cosas verdes o vivientes surgían y se desarrollaban y daban frutos; era un mero abismo donde todas las cosas vivientes se hundirían para siempre; este pensamiento le daba fuerza para todos los extraños deberes que le incumbían en un mundo tan detestable. Las manchas grises de la vegetación aplastada, vistas desde arriba como en un mapa, parecían el gráfico de una enfermedad; y las incomunicadas lagunas parecían de veneno, no de agua. Recordó algún escrúpulo humanitario contra los envenenadores de lagunas.
"Pero las reflexiones del sargento, como casi todas las reflexiones de los hombres que no suelen reflexionar, tenían su raíz en alguna tensión subconsciente sobre sus nervios y su inteligencia práctica. El recto camino era no sólo desolado, sino infinitamente largo. Imposible creer que había corrido tanto sin divisar al hombre que perseguía. Sin duda, el caballo de von Schacht debía ser muy veloz para haberse alejado tanto, porque sólo había salido un rato antes. Schwarz no esperaba alcanzarlo; pero un justo sentido de la distancia le había indicado que muy pronto lo divisaría. Al fin, cuando empezaba a desesperarse, lo divisó.
"Un punto blanco, que fue convirtiéndose muy despacio en una forma blanca, surgió a lo lejos, en una furiosa carrera. Se agrandó, porque Schwarz espoleó y fustigó a su caballo; llegó a un tamaño suficiente la raya anaranjada sobre el uniforme blanco que distinguía al uniforme de los húsares. El ganador del premio de tiro de todo el ejército había dado en el centro de blancos más pequeños que aquél.
"Enfiló la carabina, y un disparo violento espantó, por leguas a la redonda, las aves salvajes de los pantanos. Pero el sargento Schwarz no pensó en ellas. Su atención estaba en la erecta y remota figura blanca, que se arrugó de pronto como si el fugitivo se deformara. Pendía sobre la montura como un jorobado; y Schwarz, con su exacta visión y con su experiencia, estaba seguro de que su víctima había sido alcanzada en el cuerpo; y, casi indudablemente, en el corazón. Entonces, con un segundo balazo, derribó al caballo; y todo el grupo ecuestre resbaló y se derrumbó y se desvaneció en un blanco relámpago dentro del oscuro pantano.
"El sargento estaba seguro de haber cumplido su obra. Los hombres como él se aplican mucho en sus actos; por ese motivo suelen ser tan erróneos sus actos. Había ultrajado la camaradería, que es el alma de los ejércitos; había matado a un oficial que estaba cumpliendo con su deber; había engañado y desafiado a su príncipe y había cometido un asesinato vulgar sin la excusa de una pendencia, pero había acatado la orden de un superior y había ayudado a matar a un polaco. Estas dos circunstancias finales ocuparon su mente, y emprendió el regreso para dar su informe. No dudaba de la perfección de la obra cumplida, indudablemente, el hombre que llevaba el perdón estaba muerto; y, si por un milagro, sólo estuviera agonizando, era inconcebible que llegara a la ciudad a tiempo de impedir la ejecución. No; en suma, lo más práctico era volver a la sombra de su protector, el autor del desesperado proyecto. Con todas sus fuerzas se apoyaba en la fuerza del gran mariscal.
"Y, en verdad, el gran mariscal tenía esta grandeza: después de la monstruosidad que había cometido, o que había ordenado cometer, no temió afrontar los hechos o las comprometedoras posibilidades de mostrarse con su instrumento. Una hora después, él y Schwarz, cabalgaban por el largo camino; en un determinado sitio desmontó el mariscal, pero le dijo al otro que prosiguiera. Quería que el sargento llegara a la ciudad, y viera si todo estaba tranquilo después de la ejecución, o si persistía algún peligro de agitación popular.
"—¿Aquí es, mi general? —interrogó el sargento en voz baja—. Hubiera jurado que era más adelante; pero la verdad es que este camino infernal se estiraba como una pesadilla.
"—Aquí es —dijo Grock, y con lentitud se apeó del caballo. Se acercó al borde del parapeto y miró hacia abajo.
"Se había levantado la luna sobre los pantanos y su esplendor magnificaba las aguas oscuras y la escoria verdosa; y en un cañaveral, al pie del terraplén, yacía, en una especie de
luminosa y radiante ruina, todo lo que quedaba de uno de los soberbios caballos blancos y jinetes blancos de su antiguo regimiento. La identidad no era dudosa; la luna destacaba el cabello rubio del joven Arnold, el segundo jinete, y el mensajero del indulto; brillaban también el tahalí y las medallas que eran su historia, y los galones y los símbolos de su grado. Grock se había sacado el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme cráneo rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron pétreamente bajo la luna como los de un monstruo antediluviano. Rops, o algún grabador de las negras escuelas alemanas, podría haber dibujado ese cuadro: una enorme bestia, inhumana corno un escarabajo, mirando las alas rotas y la armadura blanca y de oro de algún derrotado campeón de los querubines.
"Grock no expresó piedad y no dijo ninguna plegaria; pero de un modo oscuro se conmovió como en algún instante se conmueve la vasta ciénega; y, casi defendiéndose, trató de formular su única fe y confrontarla con el universo desnudo y con la luna insistente.
"—Antes y después del hecho, la voluntad alemana es la misma. No la destruyen las vicisitudes y el tiempo, como, la de quienes se arrepienten. Está fuera del tiempo, como una
cosa de piedra que mira hacia atrás y hacia adelante con una sola cara.
"El silencio duró lo bastante para halagar su fría vanidad con una sensación de prodigio; como si una figura de piedra hubiera hablado en un valle de silencio. Pero la soledad volvió a estremecerse con un remoto susurro que era el redoble de un galope; poco después llegó el sargento y su cara oscura y marcada no sólo era severa, sino fantasmal en la luz de la luna.
"—Mi general —dijo, haciendo la venia con una singular rigidez—, he visto a Petrovski, el polaco.
"—¿No lo enterraron todavía? —preguntó el mariscal sin levantar los ojos.
"—Si lo enterraron —dijo Schwarz—, ha removido la lápida y ha resucitado de entre los muertos.
"Schwarz seguía mirando la luna y la ciénega; pero, aunque no era un visionario, no veía lo que miraba, sino más bien las cosas que había visto. Había visto a Pablo Petrovski recorriendo la iluminada avenida de esa ciudad polaca; imposible confundir la esbelta figura, la melena romántica y la barba francesa que figuraban en tantos álbumes y revistas. Y detrás había visto la ciudad encendida en banderas y en antorchas y al pueblo entero  adorando al héroe, festejando su libertad.
"—¿Quiere decir —exclamó Grock con estridencia repentina en la voz— que han desafiado mi orden?
"Schwarz hizo la venia y dijo:
"—Ya lo habían puesto en libertad y no habían recibido ninguna orden.
"—¿Pretende usted hacerme creer —dijo Grock— que del campamento no llegó ningún mensajero?
"—Ningún mensajero —dijo el sargento.
"Hubo un silencio mucho más largo, y por fin dijo Grock, roncamente:
"—¿Qué ha ocurrido, en nombre del infierno? ¿Puede usted explicarlo?
"—He visto algo —dijo el sargento— que me parece que lo explica.

Cuando Mr. Pond llegó a este punto, se detuvo con una placidez irritante.
—¿Y usted puede explicarlo? —dijo Gahagan.
—Me parece que sí —dijo Mr. Pond, tímidamente—. Como usted sabe, yo tuve que aclarar el asunto cuando el ministerio intervino. Todo fue motivado por un exceso de obediencia prusiana. También fue motivado por un exceso de otra debilidad prusiana: el desdén. Y de todas las pasiones que ciegan y enloquecen y desvían a los hombres, la peor es la más fría: el desdén. Grock había hablado con demasiada libertad ante el perro y ante la legumbre. Desdeñaba a los imbéciles, aun en su regimiento: había tratado a von Hocheimer, el primer mensajero, como si fuera un mueble, sólo porque parecía un imbécil. Pero Hocheimer no era tan imbécil como parecía: había entendido, tanto como el sargento, lo que el gran mariscal quería decir; había comprendido la ética del mariscal, la que afirma que un acto es irrefutable, aunque sea indefendible. Sabía que lo que su jefe deseaba era el cadáver de Petrovski; que lo deseaba de todos modos, a costa de cualquier engaño de príncipes o muertes de soldados. Y cuando oyó que lo perseguía un veloz jinete, comprendió inmediatamente que éste traía un indulto del príncipe. Von Schacht, muy joven pero muy valiente oficial, que era como un símbolo de esa más noble tradición de Alemania, que este relato ha descuidado, merecía la circunstancia que lo convirtió en heraldo de una política más noble. Llegó con la rapidez de esa equitación que ha legado a Europa el nombre mismo de caballerosidad, y ordenó al otro, con un tono como la trompeta de un heraldo, que se detuviera y se volviera. Von Hocheimer obedeció. Se detuvo, sujetó el caballo y se volvió en la silla; pero la carabina estaba en su mano, y una bala atravesó la frente de von Schacht. Luego se volvió y prosiguió, con la sentencia de muerte del polaco. A su espalda el caballo y el jinete se desmoronaron por el terraplén, y quedó despejado todo el camino; por ese camino despejado y abierto avanzó el tercer mensajero, maravillándose de la longitud de su viaje; hasta que divisó el uniforme inconfundible de un húsar que desaparecía como una estrella blanca en la distancia; pero no mató al segundo jinete: mató al primero. Por eso no llegó ningún mensaje a la ciudad polaca. Por eso el prisionero fue libertado. ¿Me equivocaba yo al decir que el mariscal von Grock fracasó porque dos hombres lo sirvieron fielmente?




Créditos
Texto
Antología Los mejores cuentos policíacos, compiladores Adolfo Bioy Cesares y J.L.Borges.

Ilustraciones
G.K.Chesterton, foto, Wikipedia
Tres jinetes, dibujo, Plaza de las palabras
Movimiento, dibujo, Plaza de las palabras.


Grandes cuentos del siglo XX. Encender una hoguera por Jack London. Post Plaza de las palabras.





Plaza de las palabras presenta en su sección  Grandes cuentos del siglo XX., el cuento Encender una hoguera. To Build a Fire  de Jack London.  (1876-1916),​ escritor, novelista, periodista, amante del boxeo, marinero, pendenciero, aventurero, socialista  y precursor comercial de las revistas de ficción y de la ciencia ficción. Pertenece a esa estirpe de hombres  que pasan por diferentes actividades y terminan emprendiendo viajes temerarios. Del  tipo de Henry Melville o Joseph Conrad. Escritores que se internaron en lo profundo de selvas y navegaron por tormentosos mares. Para luego volcar su experiencia viajera en sus narraciones. Jack London, quien se formo solo, leyendo en la biblioteca publica de su pueblo. A la temprana edad de 21 años, seducido por la fiebre de oro, Gold Rush de  1894, emprendió un viaje de 2100 kilómetros a Klondike, región del  río  Yukón,  hasta internarse en Alaska. Viaje que casi le cuesta la vida, y del cual regreso igual de pobre. Pero que se trajo un pedazo de vida congelada,  que con el calor de california, deshielo para ambientar sus novelas de aventuras. Conocido, sobretodo por sus novelas Colmillo Blanco, White Fang, (1906) y  El llamado de la selva, The Call of the Wild (1902)  autor prolífico,que incursiono además de sus novelas y cuentos, en  relatos autobiográficos, memorias, ensayos políticos, y hasta en  teatro. No obstante, Jack London es más conocido por sus novelas de aventuras, algunas de las cuales fueron llevadas a la gran pantalla;  que por sus cuentos. Aunque sus mejores cuentos no desmerecen lo mejor del género. Y algunos de ellos pueden ser puestos a la par de los mejores cuentos  norteamericanos. 

El cuento Encender una hoguera, es considerado el mejor cuento de Jack London. Escrito en 1902, por encargo de la  revista juvenil, Youth Companion, versión que pocos años después mejoro, dotándola de mas realismo. Publicado nuevamente como parte de la colección Lost Face (1910).  Cuento cuya atmósfera, tiene la eficacia donde la ambientación es  fundamental, valga el caso, El hotel azul de Stephen Crane.  Narración sobre un Hotelito en  Nebraska,   a la salida del bar del hotel, donde entre la ventisca de nieve y el frió, dos  hombres se baten a muerte.  O el cuento “Un río con dos corazones” de Hemingway. O para entrar en el  terreno de la novela, otra atmósfera inmediata y  devoradora de hombres, infestada de horror y mosquitos, de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.  En London tenemos una atmósfera eficaz de  geografía cruda y congelante  del  Yukón, que destila un naturalismo realista, pero dramático.  Donde el hombre intenta sobrevivir contra todas las apuestas de las inclemencias del tiempo. Paisaje en que emergen como pedazos de hielo: la soledad, el egoísmo, la muerte.  Cuento magistral, dosificado y minimalista. No describe, –salvo ciertas ocasiones–  el paisaje, sino lo que estrictamente circunda al protagonista del cuento. Trabaja en espacios reducidos, fiel al detalle necesario. para evolucionar los movimientos y pensamientos del protagonista.  Es como si una cámara le estuviera filmando únicamente sus movimientos. Narrado en tercera persona por un narrador a quien a cada paso, sin escatimar los detalles pertinentes, nos lleva de la mano por esa estepa de hielo. En dónde el personaje principal que no tiene nombre, va acompañado por un fiel perro-lobo que tampoco tiene nombre. Ambos se ven envueltos por un  tercer personaje, que si tiene nombre: el fríofrío inhumano  a 60 grados centígrados bajo cero. De esos fríos, que seguramente, no solo congelan los pies y las manos, sino también el alma y el pensamiento. En definitiva la trama del cuento es sencilla y sin vueltas. Es el recorrido de un hombre indeterminado que emprende una travesía incierta, para detectar posibles campos madereros, viaje temerario que emprende pese a las advertencias del clima y de los conocedores del lugar.

Dice London:  “ Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación”.

 Ya en marcha hombre perseguido por el frío, se debate en sus arrestos físicos y mentales por llegar a una estación y encontrar lo único que necesita de la  civilización: abrigo del frio  para proteger  el cuerpo y una buena sopa caliente para calentar el alma.  Pero para  alcanzar ese punto de feliz término, solo depende de mantener el calor de su cuerpo, y para ello solo cuenta con unas galletas, un perro-lobo  y unas cerillas para encender una hoguera.




  

ENCENDER UNA HOGUERA

Jack London

El día amaneció extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero esto no preocupaba al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo radiante y sabía que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un poco por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en seguida.
El viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un metro de espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente densa. La superficie helada del río era de una blancura deslumbrante y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las presiones contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura, fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una isla cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte, siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de abetos igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino principal que, después de recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson, tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas del mar de Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la saliva crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se había producido en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al ramal izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había dado un rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon. Llegaría al campamento a las seis; un poco después del atardecer ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo. Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su piel. Era la única manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad, contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía. Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último trineo, y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos, pues a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada, excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina, que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro, naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los termómetros. Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre. Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano. Parecía estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve y se habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos, que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia. A consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el ámbar, se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en mil pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía importancia. Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país los aficionados a mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile, supo que se habían registrado de cuarenta y seis a cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus talones, con la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el viajero siguió la marcha por el lecho del río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían claramente, pero más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos hombres que habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente. Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que aparecía con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto, siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su barba ambarina.
De vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja. Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara, apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después la punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le helarían también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no haberse cubierto la nariz con una de aquellas tiras que llevaba Bud cuando hacía mucho frío. Con esta protección habría resguardado también sus mejillas. Pero, en realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas? Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones graves.
Por vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso del riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies. Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en aquel invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos, las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le llegaba a la cintura.
De aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies cuando la temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo tan molesto como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría una demora, pues se vería obligado a detenerse con objeto de encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los mocasines y los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos. Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la conclusión de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un momento, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda, pisando cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por hora. En las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas fosas invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas ocultas formaba una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin embargo, por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara delante. El animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó como una exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme. Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre se quedó pasmado al mirarlos.
Lanzando un gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a golpear furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el viajero a la confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba seguro de que se reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde. Se quitó la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar el paquete de galletas. No tardó más de quince segundos en realizar esta operación, pero este breve lapso fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie quedasen insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de nieve, para comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de hielo se lo impidió.
Se había olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos. También advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas! Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente, el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al notar que se apoderaba de él un agradable calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las crecidas de la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo con el mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo pudiera chamuscarse.
Cuando hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el ramal izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego. Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente, todos sus antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era el frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el perro sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y él había heredado aquel conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel momento era abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y esperar que un telón de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera intimidad entre el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo. En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado. En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y lisa hacía pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió. Pero no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó una maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello suponía una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para secarse los mocasines. La bajísima temperatura imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero también ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el núcleo de la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría que el fuego se apagase apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra un trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se inflamó con más facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la primera llama. Acto seguido, colocó la corteza encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve, arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar a correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la circulación de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies mojados y a punto de congelarse no vuelve a circular normalmente por efecto de una carrera cuando el termómetro marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido, tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo. Para encender el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno el impacto en aquella región desprotegida. Y entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro, y, como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora que se había detenido, el líquido vital se retiraba a lo más recóndito del organismo.
Las extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos del frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies, su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto, podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse frotado con nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego. Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello, se había salvado. Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las precauciones. Lo único que había que hacer era no perder la cabeza, y él no la había perdido. Cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las ramitas y le parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego, chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una capa de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta cerca de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados. Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin, comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo. Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió encender el fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba más fácil buscar las ramas entre la maleza para echarlas directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la más leve ráfaga de aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una vibración que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y también sobre la hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una fogata, sólo se veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito, sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera. Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro, no habría corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos dedos de los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de encender una nueva fogata le llevaría algún tiempo. Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar, sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo, trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera, esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo.
Trabajaba metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía que era el hombre el que había de proporcionarle el calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía. Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar por el tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con ella. En vano intentó cogerla. La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor, pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos. Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con las patas delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con sus dedos, sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera picazón fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le cayeron todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban a ambos lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo en su regazo, pero con ello no logró que las cosas mejorasen.
Tras una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo, pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas, que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir veinte veces el intento para lograr que el fósforo se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió de la cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales y llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla cayó en la nieve y se apagó.
«El veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede viajar».
Se golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los dientes y apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos insensibles, que pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez hubo sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque la inmovilidad del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar la sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y también por cierta sensación profunda que no llegaba a la superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante haz de cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre absorbían casi todo el calor.
Al fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya en la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes, y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo, lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente, pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo consiguió dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento. De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la hoguera había fracasado.
Miró con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro. El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose y levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las que descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en el cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que, sorprendido por una tempestad de nieve, mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus manos en el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un peligro que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó en él una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y bajando las patas delanteras.
Al ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él, insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a retroceder paso a paso. El hombre se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se sostenía sobre ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no podía notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de la sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo, él obedeció como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez más. Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse. Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros, se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad, tendiendo hacia él las orejas.
El hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos seguían insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué punto de su cuerpo procedía esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas las probabilidades a favor de la muerte.
Tal pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de espanto, presa de un terror que no había experimentado en su vida. Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los montones de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que si seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte, aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues la congelación de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado, que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le prestara atención, él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que no los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre ellos todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin establecer el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios mitológico experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra. Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó levantarse, pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía frío ni malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un agradable calorcillo se expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz, no sintió absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó, no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso, pero como volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose, emprendió de nuevo una loca carrera.
El perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió las patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente, con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en estos términos, sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la llegada de la muerte».
Le parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes mucho peores. Se imaginó a sus compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito, le pareció que estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole. El grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo tendido en la nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío… Después se acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda claridad, bien abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no había indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le extrañaba, porque era la primera vez que veía a un hombre sentado en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego. A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera. Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y danzaban en el helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote por la pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.





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Encender una hoguera


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