Plaza de las palabras en su sección Grandes
cuentos del siglo XX, presenta a Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), más
conocido como G. K. Chesterton, pensador
británico, polémico y prolifero, con más
de cien libros publicados. Escritor polifacético que incursiono en diferentes géneros: el ensayo, la narración, la
biografía, la lírica, el periodismo, la crítica literaria, el teatro, y el libro de viajes, y hasta en la
autobiografía. Los críticos se han referido a él como el «príncipe de las paradojas». Se hizo célebre, entre otros motivos por
la creación de la saga del Padre Brown, sacerdote y detective, personaje que
con gran agudeza mental e introspección sicológica, le sirvió de base para desarrollar una serie
de novelas de corte policiaco. Entre sus principales obras destacan, en ensayo, Ortodoxia (1908), El hombre
eterno (1925). De sus novelas se
puede mencionar. El Napoleón de Notting Hill (1904), El hombre que fue jueves (1908). El hombre que
sabía demasiado (1922). Son conocidas, entre otras, sus biografías sobre Santo Tomas de Aquino, San Francisco de Asís, William
Blake y Robert Broning. Chesterton fue
un escritor con una asombrosa originalidad e imaginación. Muy afincado en el
conservadurismo, el mundo antiguo, la tradición, y gran devoto del mundo medieval.
Su prosa es incisiva, llena de ironía; y
que a veces bordean el humor. Son
famosas sus polémicas con escritores de la talla de Bernard Shaw, H.G.Wells y
R.Kipling.
Escribió
innumerables cuentos, aquí presentamos Los
tres jinetes del apocalipsis. El cuento nada intrincado, se desarrolla en
una conversación de salón, en que Mr.Pond (narrador de la historia) cuenta una historia,
ambientada en Polonia, donde el ejército prusiano ha tomado una parte del
territorio polaco. La trama descansa en el poeta polaco Pablo Petrovski, prisionero
de los prusianos en Poznam, quien es considerado un héroe nacional, por
lo que el mariscal von Grock, decide su
muerte. Para ello da la orden que un
emisario, a caballo se dirija a Poznan donde esta prisionero Petrovski y sea ejecutado
inmediatamente. El acto casi coincide con la visita y revisión de tropas que su
alteza, el Príncipe hace al campamento del
Mariscal Grock. .El príncipe sabedor de quien era el poeta Petrovski, considera
que su muerte seria un error porque se convertiría en una victima y eso seria
achacado al ejercito prusiano: «Sería
lamentado y divinizado » Por lo que ordena que la ejecución sea cancelada, el mismo elige a un segundo mensajero, su mejor jinete para
que persiga y alcance al primer
mensajero, y detenga la primera orden, ese jinete lleva una orden escrita:
«el indulto y la libertad de Petrovski». El mariscal, por su cuenta, cavila que
el príncipe esta cometiendo un error, y que es mejor la muerte del poeta. Por
lo que a espaldas del príncipe, elige a un tercer
mensajero, que además sea un buen tirador, y le ordena que a toda costa, detenga
al segundo mensajero. En ese trió de
mensajeros sucesivos como una serie aritmética, descansa la narración.
El
cuento ilustra varias cosas,Primero
la disciplina militar, y especialmente la mentalidad de un soldado prusiano. Segundo, aquí se esconde una paradoja:
el exceso de obediencia o disciplina anula el objetivo del Mariscal Grock. Narra
el narrador: «Todo fracasó, porque había
demasiada disciplina» Tercero, también
ilustra, aquella parábola de Franz Kafka, en su relato Ante la ley. Para los soldados prusianos, celosos de cumplir con la
autoridad bajo la forma de ordenes, (ley). En ningún momento vacilan de romper
ese sagrado deber de cumplir la orden. Con una fidelidad excesiva, que los
lleva a cometer deslealtad. Nunca dan el paso siguiente que los libraría de ese
destino. Tal y como sucede con el hombre en el relato Ante la ley, el campesino nunca atraviesa la puerta. Al igual los mensajeros del cuento de
Chesterton, nunca vacilan en no infringir
las órdenes recibidas (la ley de la autoridad y el mando). Si en el personaje de
Kafka es un absurdo en los jinetes
mensajeros de Chesterton hay un acto paradójico.
Cuarto.
Por supuesto el ambiente y época del relato es cuando los ejércitos tenían caballería,
un cuerpo elite de caballería, los Húsares. Igualmente en el cuento hay un par de connotación
medievalistas. «No los repruebo. A veces
pienso que el tiempo de la heráldica era más hermoso que el tiempo del
mimetismo que trajo la historia natural y el culto de los camaleones y de los
escarabajos. ». En realidad,
estaba hablando del honor que conlleva la heráldica, y la virtud manifiesta de cortesía medieval, en
contra del positivismo de la ciencia. Curiosamente en los escudos de armas, a
veces hay representados animales. Pero también la heráldica trae otra
connotación, la de los heraldos. O mensajeros.
Una segunda intrusión medieval es la siguiente: «Llegó con la rapidez de esa equitación que ha legado a Europa el
nombre mismo de caballerosidad ».
Contenido que recuerda a los caballeros, y también la serie de palabras;
caballo, caballero, caballería y caballerosos. Todas medievalista. Asoma también una alusión
a la mitología, y
que el Príncipe compara con el poeta polaco,
apunta a Orfeo, ese emblema de la civilización órfica, asesinado «por las mujeres locas». Se
refiere a las Menades, tema que
Cortázar convirtió en un conocido cuento.
Quinto.
Hay también un opuesto entre lo humano y lo inhumano. Primeramente, lo
inhumano atribuido al paisaje: «Al cabalgar por ese terraplén abrupto,
infinitamente se dilataba en derredor algo más inhumano que el mar». Más
adelante se lee: «este camino infernal se estiraba como una pesadilla».Pero después ese paisaje también trasforma lo humano
en inhumano: « Grock se
había sacado el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un
sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme cráneo
rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron pétreamente bajo la luna
como los de un monstruo antediluviano. Rops, o algún grabador de las negras
escuelas alemanas, podría haber dibujado ese cuadro: una enorme bestia,
inhumana corno un escarabajo, mirando las alas rotas y la armadura blanca y de
oro de algún derrotado campeón de los querubines».
Sexto.
Asoma también otra dicotomía de los opuestos entre idealismo y realismo. El
realismo prusiano (pragmatismo) y el idealismo del poeta prisionero. «La obra del idealista podrá ser
impracticable; la del hombre de acción, inescrupulosa» Esa categoría entre
la que también aflora ese nudo de la
idea y de la acción. El primer
mensajero: « había comprendido la ética
del mariscal, la que afirma que un acto es irrefutable, aunque sea
indefendible». La acciona toda costa reivindica la idea. Una idea sin
acción, no representa nada. Más que el estéril platonismo. Para el mariscal
Grock, la quintaesencia del prusianismo,
es la acción que desencadena los hechos en virtud de un orden y voluntad superior. Por eso afirma: « El mundo cambia —dijo
Grock—, no por lo que se dice o por lo que se reprueba o alaba, sino por lo que
se hace. El mundo nunca se repone de un acto».
Y
Septima, aquí llegamos, finalmente a
una idea más, el poder de la voluntad
en el sentido de Schopenhauer, y no
se da a un ejercito sino a un país: Alemania vía prusiana. «Antes y después del hecho, la voluntad alemana es la misma. No la
destruyen las vicisitudes y el tiempo, como, la de quienes se arrepienten. Está
fuera del tiempo como una cosa de piedra que mira hacia atrás y hacia adelante
con una sola cara». Pero sobre todo emerge en este cuento, el sentido de la
paradoja, tan cara a
Chesterton.
Los tres jinetes del apocalipsis.
La singular y a veces inquietante impresión que Mr. Pond me causaba, a
pesar de su cortesía trivial y de su corrección, se vinculaba tal vez a alguno
de mis primeros recuerdos y a la vaga sugestión verbal de su nombre. Era un viejo amigo de mi
padre, un funcionario; sospecho que mi imaginación infantil había mezclado de algún modo el
nombre de Mr.Pond con el estanque del jardín. Pensándolo bien, se parecía
extrañamente al estanque. Era,en general, tan sereno, tan regular y tan claro en sus habituales reflejos
de la tierra, del cielo y de la luz del día como aquél. Y yo sabía, sin
embargo, que había algunas cosas raras en el estanque del jardín. Una o dos
veces al año el estanque parecía un poco distinto: una sombra fugaz o un
destello interrumpía su lisa tranquilidad, y un pez o un sapo o alguna criatura
más grotesca se mostraba al cielo. Y yo sabía que también en Mr. Pond había
monstruos: monstruos mentales que emergían un instante a la superficie y luego se
perdían. Tomaban las formas de observaciones monstruosas en medio de sus
observaciones inofensivas y razonables. Algunos interlocutores pensaban que en
la mitad de un diálogo juicioso se volvía loco. Pero también reconocían que
regresaba a la cordura inmediatamente.
Una tarde, hablaba muy juiciosamente con Sir Hubert Watton, el conocido
diplomático; estaban sentados bajo enormes quitasoles, mirando el estanque, en
nuestro jardín. Hablaban de una parte del mundo que ambos conocían y que en
Europa Occidental se conoce muy poco: las vastas llanuras anegadizas que se
deshacen en pantanos y ciénegas en los confines de Pomerania y de Polonia y de
Rusia, y que se dilatan acaso hasta los desiertos siberianos. Y Mr. Pond
recordó que en una región de profundas ciénegas, cortadas por lagunas y lentos
ríos, hay un solo camino en un estrecho terraplén empinado: una senda no
peligrosa para el peatón, pero escasa para que dos jinetes pasen a un tiempo.
Este es el principio del cuento. Se refiere a un tiempo no muy lejano, a un
tiempo en el que aún se usaban tropas de caballería, aunque más para correos
que para combates. Baste decir que esto ocurrió en unade las muchas guerras que han arrasado a esa parte del mundo, si es
posible arrasar un desierto. Esa guerra entrañaba la presión del sistema
prusiano sobre la nación polaca, peroes innecesario formular la política del asunto o discutir el pro y el
contra. Digamos ligeramente que Mr. Pond divirtió a los presentes con un ugma.
—Espero que ustedes recordarán —dijo Pond— el revuelo que produjo Pablo
Petrovski,
el poeta de Cracovia, que hizo dos cosas bastante peligrosas en aquel
tiempo: mudarse de Cracovia a Poznam y ser a la vez poeta y patriota. La ciudad
en que vivía estaba ocupada en ese momento por los prusianos; estaba situada exactamente
en el término oriental del largo camino; pues, como es de imaginarse, el
comando prusiano se había apresurado a ocupar la cabeza de puente, de ese
puente tan solitario, sobre ese mar de ciénegas. Pero su base estaba en el
término occidental del camino: el célebre mariscal von Grock tenía el comando
supremo; y su antiguo regimiento, que seguía siendo su regimiento predilecto,
losHúsares Blancos, estaba acampado cerca del extremo occidental del alto
camino. Por supuesto, todo era impecable, hasta el menor detalle de los
espléndidos uniformes blancos, atravesados por el tahalí llameante —esto era
anterior al empleo de los colores del barro y de la arcilla para todos los
uniformes del mundo—. No los repruebo. A veces pienso que el tiempo de la
heráldica era más hermoso que el tiempo del mimetismo que trajo la historia natural
y el culto de los camaleones y de los escarabajos. Sea lo que fuere, este regimiento
de caballería prusiana usaba su propio uniforme; y, como verán ustedes, ése fue
otro elemento del fiasco; pero no sólo eran los uniformes; era la uniformidad. Todo
fracasó, porque había demasiada disciplina. Los soldados de Grock le obedecían
demasiado; de modo que no podía hacer lo que quería.
—Eso debe ser una paradoja —dijo Watton, con un suspiro—. Será muy
ingenioso y todo lo que quieran; pero realmente es un desatino. Ya sé que la
gente suele decir que hay demasiada disciplina en el ejército alemán. Pero en
un ejército no puede haber demasiada
disciplina.
—Pero no lo digo de una manera general —dijo Pond, quejumbrosamente—. Lo
digo refiriéndome a este caso particular. Grock fracasó porque sus soldados le
obedecieron. Claro que si uno de los soldados le hubiera obedecido, las
cosas no hubieran ido tan mal. Pero como dos de sus soldados le obedecieron, el
hombre fracasó.
Watton se rió guturalmente.
—Me encanta su nueva teoría militar. Usted permite la obediencia a un
soldado en un regimiento; pero que dos soldados obedezcan, ya es un exceso de
la disciplina prusiana.
—No tengo ninguna teoría militar, hablo de un hecho militar —contestó
Mr. Pond plácidamente—. Es un hecho militar que Grock fracasó porque dos de sus
soldados le obedecieron. Es un hecho militar que hubiera tenido éxito si uno de
ellos hubiera desobedecido. Encárguese usted de las teorías militares.
—No soy aficionado a las teorías —dijo Watton con cierta sequedad, como
alcanzado por un insulto trivial.
En ese momento se vio la vasta y fanfarrona figura del capitán Gahagan,
el incongruente amigo y admirador del apacible Mr. Pond. Tenía una fogosa malva
en el ojal y un sombrero de copa atesado sobre la roja cabellera; y aunque era
relativamente joven, había en su andar un contoneo que sugería la época de los dandies
y de los duelistas. Alto y de espaldas al sol, parecía el emblema de la
arrogancia. Sentado, cara al sol, atenuaban la impresión anterior los ojos
pardos, muy suaves, tristes y un poco ansiosos.
Mr. Pond interrumpió su monólogo y se perdió en un torrente de
disculpas:
—Estoy hablando demasiado, como de costumbre; la verdad es que hablo de
ese poeta, Petrovski, que casi fue ejecutado en Poznam, hace ya tiempo. Las
autoridades militares vacilaban; iban a dejarlo en libertad, si no recibían
órdenes directas del mariscal von Grock;
pero el mariscal había decidido que muriera el poeta; y mandó la
sentencia de ejecución, esa misma tarde. Después mandaron un indulto; pero como
el portador del indulto murió en el camino, el prisionero fue puesto en
libertad.
—Pero cómo... —repitió mecánicamente Watton.
—Naturalmente, el prisionero fue puesto en libertad —observó Gahagan,
con una vozfuerte y feliz—. Es claro como la luz del día. Cuéntanos otro cuento.
—Es una historia estrictamente cierta —protestó Mr. Pond—, y ocurrió exactamente
como les digo. No es una paradoja. Claro, si se ignoran los hechos, todo puede
parecer complicado.
—Sí —convino Gahagan—, necesitaremos muchos detalles para comprender que
esa historia es simple.
—Cuéntela de una vez —dijo Watton.
—Pablo Petrovski era uno de esos hombres nada prácticos, que son de
prodigiosa importancia en la política práctica. Su poder estaba en el hecho de
que era un poeta nacional, pero también un cantor internacional. Es decir,
tenía una bella voz poderosa con la que cantaba sus himnos en todas las salas
de concierto del mundo. En su patria, naturalmente, era una antorcha y un
clarín de esperanzas revolucionarias, especialmente entonces, en aquella crisis
internacional en que el lugar de los políticos prácticos había sido ocupado por hombres mucho más o menos prácticos. Porque el verdadero
idealista y el verdadero realista comparten el amor de la acción. Y el político
práctico vive de formular objeciones prácticas a cualquier acción. La obra del
idealista podrá ser impracticable; la del hombre de acción, inescrupulosa; pero
en ninguno de los dos casos puede un hombre ganar una reputación por no hacer
nada. Es raro que esos dos tipos extremos estuvieran en los dos extremos de ese
largo camino entre los pantanos: el poeta polaco, prisionero, en la ciudad, a
un extremo; el soldado prusiano, comandando el campamento, al otro.
"Porque el mariscal von Grock era un verdadero prusiano, no sólo
enteramente práctico, sino enteramente prosaico. Jamás había leído un verso,
pero no era un imbécil. Poseía el sentido de la realidad, propio de los
soldados; este sentido le impedía incurrir en el error asnal del político
práctico. No se burlaba de las visiones; se limitaba a detestarlas. Sabía que
un poeta, o un profeta, podían ser peligrosos como un ejército. Y había
resuelto que el poeta muriera. Era su único tributo a la poesía, y era sincero.
"Estaba sentado ante una mesa, en su tienda; el yelmo con punta de
acero, que siempre usaba en público, estaba a su izquierda; y su cabeza maciza
parecía calva, aunque sólo estaba rapada. También la cara entera estaba rapada
y nada la cubría, salvo unos anteojos muy fuertes, que daban un aire enigmático
al rostro pesado y caído. Se volvió a un teniente que estaba firme a su lado,
un alemán de los de cara indefinida y cabello pálido, cuyos redondos ojos
azules miraban como ausentes.
"—Teniente von Hocheimer —preguntó—, ¿dijo usted que su alteza
llegaría esta noche al campamento?
"—A las siete y cuarenta y cinco, mi general —respondió el
teniente, que parecía poco dispuesto a hablar, como un gran animal que apenas
dominase esa habilidad.
"—Estamos justo a tiempo —dijo Grock— para mandarlo a usted con la
sentencia de muerte, antes que llegue. Debemos servir a su alteza de todas
formas, pero especialmente ahorrándole molestias inútiles. Ya tendrá bastante
con revistar a las tropas; cuide que todo esté a disposición de su alteza. A
las ocho y cuarenta y cinco su alteza partirá para el próximo puesto avanzado.
"El teniente volvió parcialmente a la vida e hizo un esbozo de
saludo.
"—Es claro, mi general, todos debemos obedecer a su alteza.
"—He dicho que todos debemos servir a su alteza —dijo el mariscal.
"Con un movimiento más brusco que de costumbre se quitó los
anteojos y los arrojó sobre la mesa. Si los vagos ojos azules del teniente
hubieran sido perspicaces, se hubieran dilatado todavía más ante la
transformación operada por ese gesto. Fue como la remoción de una máscara de
hierro. Un segundo antes, el mariscal von Grock se parecía extraordinariamente
a un rinoceronte, con sus pesados pliegues de coriácea mandíbula y mejilla.
Ahora era una nueva clase de monstruo: un rinoceronte con ojos de águila. El
frío resplandor de sus ojos viejos hubiera dicho casi a cualquiera que algo
había en él que no era solamente pesado; que algo había en él, hecho de acero y
no sólo de hierro. Porque todos los hombres viven por un espíritu, aunque sea
un espíritu malvado, o uno tan extraño a la comunidad de los hombres
cristianos, que éstos apenas saben si es bueno o malo.
"—He dicho que todos debemos servir a su alteza —repitió Grock—. Hablaré
con más claridad y diré que todos debemos salvar a su alteza. ¿No basta a
nuestros reyes ser nuestros dioses? ¿No les basta que los sirvan y que los
salven? Nosotros somos quienes debemos servir y salvar.
"El mariscal von Grock raramente hablaba o pensaba (tal como
entienden el pensamiento las personas intelectuales). Los hombres como él,
cuando se ponen a pensar en voz alta, prefieren dirigirse a su perro. Les
complace ostentar palabras difíciles y complicados argumentos ante el perro.
Sería injusto comparar al teniente Hocheimer con un perro. Sería injusto para
el perro, que es una criatura sensitiva y vigilante. Sería más exacto decir que
el mariscal von Grock, en ese raro momento de reflexión, tenía la comodidad y
la tranquilidad de sentir que estaba reflexionando en voz alta en presencia de
una vaca o de una legumbre.
"—Una y otra vez, en la historia de nuestra casa real, el sirviente
ha salvado al amo —continuó Grock— sin lograr otro premio que sinsabores, a lo
menos de parte de la opinión pública, que siempre gime contra el afortunado y
el fuerte. Pero hemos sido afortunados y hemos sido fuertes. Maldijeron a
Bismarck por haber engañado a su amo, con el telegrama de Ems; pero convirtió a
su amo en amo del mundo. París fue capturada; destronada Austria; y nosotros
quedamos a salvo. Esta noche Pablo Petrovski habrá muerto, y otra vez estaremos
a salvo. Por eso lo mando con esta inmediata sentencia de muerte. ¿Entiende
usted que lleva la orden para la inmediata ejecución de Petrovski y que no debe
regresar hasta que la cumplan?
"El inexpresivo Hocheimer saludó; entendía muy bien esa orden. Al
fin de cuentas tenía algunas de las virtudes del perro: era valiente como un
bulldog y podía ser fiel hasta la muerte.
"—Debe usted montar a caballo y partir sin tardanza —continuó
Grock— y cuidar que nada lo demore, o impida su misión. Me consta que ese
imbécil de Arnheim libertará a Petrovski esta noche, si no recibe mensaje
alguno. Apresúrese.
"Y el teniente volvió a saludar y entró en la noche; y después de
montar uno de los soberbios corceles blancos que eran parte del esplendor de
ese regimiento espléndido, empezó a galopar por el alto y estrecho terraplén,
casi como el filo de una muralla, que dominaba el sombrío horizonte, los
difusos contornos y los apagados colores de aquellos pantanos enormes.
"Cuando el último eco del caballo retumbó en el camino, el mariscal
se incorporó, se puso el casco y los lentes y salió a la puerta de la tienda;
pero por otra razón. El Estado Mayor, con uniforme de gala, ya le esperaba; y,
desde las profundas filas, se oían los saludos rituales y las voces de mando.
Había llegado el príncipe.
"El príncipe era algo así como un contraste, al menos en lo
externo, con los hombres que lo rodeaban; y aun en otras cosas era una
excepción en su mundo. También usaba yelmo con punta de acero, pero de otro
regimiento, negro con reflejos de acero azul; y había algo semi incongruente y
semi apropiado, por alguna anticuada razón, en la combinación de ese yelmo con
la larga y oscura barba fluida, entre aquellos prusianos bien rasurados. Como
para hacer juego con la larga y oscura barba, usaba un largo y oscuro manto
azul con una estrella resplandeciente, de la más alta orden real; y bajo el manto
azul vestía uniforme negro. Aunque tan alemán como los otros, era un tipo
distinto de alemán; y algo en su rostro absorto y orgulloso confirmaba la
leyenda de que la única pasión de su vida era la música.
"En verdad, el adusto Grock creyó poder vincular con esa remota
excentricidad el hecho fastidioso y exasperante de que el príncipe no
procediera inmediatamente a revisar las tropas, formadas ya en todo el orden
laberíntico de la etiqueta militar de su nación; y que inmediatamente abordara
el tema que el mariscal quería evitar: el tema de ese polaco informal, su
popularidad y su peligro; porque el príncipe había oído las canciones de este hombre
en los teatros de toda Europa.
"—Hablar de ejecutarlo es una locura —dijo el príncipe, sombrío
bajo su casco negro—. No es un polaco vulgar. Es una institución europea. Sería
lamentado y divinizado por nuestros aliados, por nuestros amigos, hasta por
nuestros compatriotas. ¿Quiere usted convertirse en las mujeres locas que
asesinaron a Orfeo?
"—Alteza —dijo el mariscal—, sería lamentado; pero estaría muerto.
Sería divinizado; pero estaría muerto. De los actos que anhela ejecutar, no
ejecutaría uno solo. Todo lo que hace ahora, cesaría para siempre. La muerte es
un hecho irrefutable, y me gustan los hechos.
— ¿No sabe usted nada del mundo? —preguntó el príncipe.
"—Nada me importa del mundo —contestó Grock— más allá de los
jalones de la frontera.
"— ¡Dios del cielo! —gritó el príncipe—. Usted hubiera fusilado a
Goethe por una indisciplina con Weimar.
"—Por la seguridad de su casa real —contestó Grock— no hubiera
vacilado un instante.
"Hubo un breve silencio, y el príncipe dijo con una voz seca y
distinta:
"— ¿Qué quiere usted decir?
"—Quiero decir que no he vacilado un instante —dijo el mariscal,
con firmeza—. Ya he enviado órdenes para la ejecución de Petrovski.
"El príncipe se irguió como una gran águila oscura; su capa ondeó
como en un vértigo de alas; y todos los hombres supieron que una ira más allá
del lenguaje había hecho de él un hombre de acción. Ni siquiera se dirigió al
mariscal; a través de él, con voz alta, habló al jefe de Estado Mayor, general
von Zenner, un hombre opaco, de cuadrada cabeza, que había permanecido en
segundo término, quieto como una piedra.
"—¿Quién tiene el mejor caballo de su división? ¿Quién es el mejor
jinete?
"—Arnold von Schacht tiene un caballo que vencería a los de carrera
—respondió en seguida el general—. Y es un admirable jinete. Es de los Húsares
Blancos.
"—Muy bien —dijo el príncipe, con la misma decisión en su voz—. Que
inmediatamente salga en persecución del hombre con esa orden absurda, y que lo detenga.
Yo le daré una autorización que el eminente mariscal no discutirá. Traigan
papel y tinta.
"Sentóse, desplegando la capa; le trajeron lo pedido, escribió
firmemente y rubricó la orden que anulaba todas las otras y aseguraba el
indulto y la libertad de Petrovski, el polaco.
"Después, en un silencio de muerte, que von Grock aguantó sin
pestañear, como un ídolo bárbaro, el príncipe salió de la estancia, con su capa
y su espada. Estaba tan disgustado, que nadie se atrevió a recordarle la
revista de las tropas. Arnold von Schacht, un muchacho ágil, de aire de niño,
pero con más de una medalla en su blanco uniforme de húsar, juntó los talones,
recibió la orden del príncipe y, afuera, saltó a caballo y se perdió por el
alto camino, como, una exhalación .o como una flecha de plata.
"Con lenta serenidad el viejo mariscal volvió a la tienda; con
lenta serenidad se quitó el casco y los anteojos y los puso en la mesa. Luego
llamó a un asistente y le ordenó buscar al
sargento Schwarz, de los Húsares Blancos.
"Un minuto después se presentó ante el mariscal un hombre
cadavérico y alto, con una cicatriz en la mandíbula, muy moreno para alemán,
como si el color de su tez hubiera sido oscurecido por años de humo, de
batallas y de tormentas. Hizo la venia y se cuadró mientras el mariscal alzaba
lentamente los ojos. Y aunque era muy vasto el abismo entre el mariscal del
imperio, con generales a sus órdenes, y aquel sufrido suboficial, lo cierto es
que de todos los hombres que han hablado en este cuento, sólo estos dos se
miraron y se comprendieron sin palabras.
"—Sargento —dijo secamente el mariscal—, ya lo he visto dos veces.
Una, creo, cuando ganó el primer premio del Ejército en el certamen de tiro.
"El sargento hizo la venia, silencioso.
"—La otra —continuó el mariscal— cuando lo acusaron de matar de un
tiro a esa vieja que se negó a informar sobre la emboscada. El incidente dio
mucho que hablar, aun en nuestros círculos. Sin embargo, se movió una
influencia en su favor, sargento. Mi influencia.
"Otra vez el sargento hizo la venia. El mariscal prosiguió hablando
de un modo frío, pero extrañamente sincero.
"—Su alteza el príncipe ha sido engañado en un punto esencial a su
propia seguridad y a la de la Patria, y ahora acaba de mandar una orden para
que pongan en libertad a Petrovski, que debe ser ejecutado esta noche. Repito:
que debe ser ejecutado esta noche.
Tiene usted que salir inmediatamente en pos de von Schacht, que lleva la
orden, y detenerlo.
"—Me será muy difícil alcanzarlo, mi general —dijo el sargento—.
Tiene el caballo más veloz del regimiento y es el mejor jinete.
"—Yo no dije que lo alcanzara. Dije que lo detuviera —dijo Grock.
Luego habló más despacio—. Un hombre puede ser detenido de muchos modos: por
gritos o disparos —se hizo más lenta y más pesada su voz, pero sin una pausa—.
La descarga de una carabina podría llamarle la atención.
"El sombrío sargento hizo la venia por tercera vez, y no despegó
los labios.
"—El mundo cambia —dijo Grock—, no por lo que se dice o por lo que
se reprueba o alaba, sino por lo que se hace. El mundo nunca se repone de un
acto. El acto necesario en este momento es la muerte —dirigió al otro sus
brillantes ojos de acero y agregó—:
Hablo, claro está, de Petrovski.
"El sargento Schwarz sonrió ferozmente; y también él, después de
alzar la lona que cubría la entrada de la tienda, montó a caballo y se fue.
"El último de los tres jinetes era aún más invulnerable a la
fantasía que el primero. Pero, como también era humano (siquiera de un modo
imperfecto), no dejó de sentir, en esa noche y con esa misión, el peso de ese
paisaje inhumano. Al cabalgar por ese terraplén abrupto, infinitamente se
dilataba en derredor algo más inhumano que el mar. Porque nadie podía nadar
ahí, ni navegar, ni hacer nada humano; sólo podía hundirse en el lodo, y casi
sin lucha. El sargento sintió con vaguedad la presencia de un fango primordial,
que no era sólido, ni líquido, ni capaz de una forma; y sintió su presencia en
el fondo de todas las formas.
"Era ateo, como tantos miles de hombres sagaces, obtusos, del norte
de Alemania; pero no era de esos paganos felices que ven en el progreso humano
un florecimiento natural de la tierra. El mundo para él no era un campo en que
las cosas verdes o vivientes surgían y se desarrollaban y daban frutos; era un
mero abismo donde todas las cosas vivientes se hundirían para siempre; este
pensamiento le daba fuerza para todos los extraños deberes que le incumbían en
un mundo tan detestable. Las manchas grises de la vegetación aplastada, vistas
desde arriba como en un mapa, parecían el gráfico de una enfermedad; y las
incomunicadas lagunas parecían de veneno, no de agua. Recordó algún escrúpulo
humanitario contra los envenenadores de lagunas.
"Pero las reflexiones del sargento, como casi todas las reflexiones
de los hombres que no suelen reflexionar, tenían su raíz en alguna tensión
subconsciente sobre sus nervios y su inteligencia práctica. El recto camino era
no sólo desolado, sino infinitamente largo. Imposible creer que había corrido
tanto sin divisar al hombre que perseguía. Sin duda, el caballo de von Schacht
debía ser muy veloz para haberse alejado tanto, porque sólo había salido un
rato antes. Schwarz no esperaba alcanzarlo; pero un justo sentido de la
distancia le había indicado que muy pronto lo divisaría. Al fin, cuando
empezaba a desesperarse, lo divisó.
"Un punto blanco, que fue convirtiéndose muy despacio en una forma
blanca, surgió a lo lejos, en una furiosa carrera. Se agrandó, porque Schwarz
espoleó y fustigó a su caballo; llegó a un tamaño suficiente la raya anaranjada
sobre el uniforme blanco que distinguía al uniforme de los húsares. El ganador
del premio de tiro de todo el ejército había dado en el centro de blancos más
pequeños que aquél.
"Enfiló la carabina, y un disparo violento espantó, por leguas a la
redonda, las aves salvajes de los pantanos. Pero el sargento Schwarz no pensó
en ellas. Su atención estaba en la erecta y remota figura blanca, que se arrugó
de pronto como si el fugitivo se deformara. Pendía sobre la montura como un
jorobado; y Schwarz, con su exacta visión y con su experiencia, estaba seguro
de que su víctima había sido alcanzada en el cuerpo; y, casi indudablemente, en
el corazón. Entonces, con un segundo balazo, derribó al caballo; y todo el
grupo ecuestre resbaló y se derrumbó y se desvaneció en un blanco relámpago dentro
del oscuro pantano.
"El sargento estaba seguro de haber cumplido su obra. Los hombres
como él se aplican mucho en sus actos; por ese motivo suelen ser tan erróneos
sus actos. Había ultrajado la camaradería, que es el alma de los ejércitos;
había matado a un oficial que estaba cumpliendo con su deber; había engañado y
desafiado a su príncipe y había cometido un asesinato vulgar sin la excusa de
una pendencia, pero había acatado la orden de un superior y había ayudado a
matar a un polaco. Estas dos circunstancias finales ocuparon su mente, y
emprendió el regreso para dar su informe. No dudaba de la perfección de la obra
cumplida, indudablemente, el hombre que llevaba el perdón estaba muerto; y, si
por un milagro, sólo estuviera agonizando, era inconcebible que llegara a la
ciudad a tiempo de impedir la ejecución. No; en suma, lo más práctico era
volver a la sombra de su protector, el autor del desesperado proyecto. Con
todas sus fuerzas se apoyaba en la fuerza del gran mariscal.
"Y, en verdad, el gran mariscal tenía esta grandeza: después de la
monstruosidad que había cometido, o que había ordenado cometer, no temió
afrontar los hechos o las comprometedoras posibilidades de mostrarse con su
instrumento. Una hora después, él y Schwarz, cabalgaban por el largo camino; en
un determinado sitio desmontó el mariscal, pero le dijo al otro que
prosiguiera. Quería que el sargento llegara a la ciudad, y viera si todo estaba
tranquilo después de la ejecución, o si persistía algún peligro de agitación popular.
"—¿Aquí es, mi general? —interrogó el sargento en voz baja—.
Hubiera jurado que era más adelante; pero la verdad es que este camino infernal
se estiraba como una pesadilla.
"—Aquí es —dijo Grock, y con lentitud se apeó del caballo. Se
acercó al borde del parapeto y miró hacia abajo.
"Se había levantado la luna sobre los pantanos y su esplendor
magnificaba las aguas oscuras y la escoria verdosa; y en un cañaveral, al pie
del terraplén, yacía, en una especie de
luminosa y radiante ruina, todo lo que quedaba de uno de los soberbios
caballos blancos y jinetes blancos de su antiguo regimiento. La identidad no
era dudosa; la luna destacaba el cabello rubio del joven Arnold, el segundo
jinete, y el mensajero del indulto; brillaban también el tahalí y las medallas
que eran su historia, y los galones y los símbolos de su grado. Grock se había
sacado el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un
sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme cráneo
rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron pétreamente bajo la luna
como los de un monstruo antediluviano. Rops, o algún grabador de las negras
escuelas alemanas, podría haber dibujado ese cuadro: una enorme bestia,
inhumana corno un escarabajo, mirando las alas rotas y la armadura blanca y de
oro de algún derrotado campeón de los querubines.
"Grock no expresó piedad y no dijo ninguna plegaria; pero de un
modo oscuro se conmovió como en algún instante se conmueve la vasta ciénega; y,
casi defendiéndose, trató de formular su única fe y confrontarla con el
universo desnudo y con la luna insistente.
"—Antes y después del hecho, la voluntad alemana es la misma. No la
destruyen las vicisitudes y el tiempo, como, la de quienes se arrepienten. Está
fuera del tiempo, como una
cosa de piedra que mira hacia atrás y hacia adelante con una sola cara.
"El silencio duró lo bastante para halagar su fría vanidad con una
sensación de prodigio; como si una figura de piedra hubiera hablado en un valle
de silencio. Pero la soledad volvió a estremecerse con un remoto susurro que
era el redoble de un galope; poco después llegó el sargento y su cara oscura y
marcada no sólo era severa, sino fantasmal en la luz de la luna.
"—Mi general —dijo, haciendo la venia con una singular rigidez—, he
visto a Petrovski, el polaco.
"—¿No lo enterraron todavía? —preguntó el mariscal sin levantar los
ojos.
"—Si lo enterraron —dijo Schwarz—, ha removido la lápida y ha
resucitado de entre los muertos.
"Schwarz seguía mirando la luna y la ciénega; pero, aunque no era
un visionario, no veía lo que miraba, sino más bien las cosas que había visto.
Había visto a Pablo Petrovski recorriendo la iluminada avenida de esa ciudad
polaca; imposible confundir la esbelta figura, la melena romántica y la barba
francesa que figuraban en tantos álbumes y revistas. Y detrás había visto la
ciudad encendida en banderas y en antorchas y al pueblo entero adorando al héroe, festejando su libertad.
"—¿Quiere decir —exclamó Grock con estridencia repentina en la voz—
que han desafiado mi orden?
"Schwarz hizo la venia y dijo:
"—Ya lo habían puesto en libertad y no habían recibido ninguna
orden.
"—¿Pretende usted hacerme creer —dijo Grock— que del campamento no
llegó ningún mensajero?
"—Ningún mensajero —dijo el sargento.
"Hubo un silencio mucho más largo, y por fin dijo Grock,
roncamente:
"—¿Qué ha ocurrido, en nombre del infierno? ¿Puede usted
explicarlo?
"—He visto algo —dijo el sargento— que me parece que lo explica.
Cuando Mr. Pond llegó a este punto, se detuvo con una placidez
irritante.
—¿Y usted puede explicarlo? —dijo Gahagan.
—Me parece que sí —dijo Mr. Pond, tímidamente—. Como usted sabe, yo tuve
que aclarar el asunto cuando el ministerio intervino. Todo fue motivado por un
exceso de obediencia prusiana. También fue motivado por un exceso de otra
debilidad prusiana: el desdén. Y de todas las pasiones que ciegan y enloquecen
y desvían a los hombres, la peor es la más fría: el desdén. Grock había hablado
con demasiada libertad ante el perro y ante la legumbre. Desdeñaba a los
imbéciles, aun en su regimiento: había tratado a von Hocheimer, el primer
mensajero, como si fuera un mueble, sólo porque parecía un imbécil. Pero Hocheimer
no era tan imbécil como parecía: había entendido, tanto como el sargento, lo que
el gran mariscal quería decir; había comprendido la ética del mariscal, la que
afirma que un acto es irrefutable, aunque sea indefendible. Sabía que lo que su
jefe deseaba era el cadáver de Petrovski; que lo deseaba de todos modos, a
costa de cualquier engaño de príncipes o muertes de soldados. Y cuando oyó que
lo perseguía un veloz jinete, comprendió inmediatamente que éste traía un
indulto del príncipe. Von Schacht, muy joven pero muy valiente oficial, que era
como un símbolo de esa más noble tradición de Alemania, que este relato ha
descuidado, merecía la circunstancia que lo convirtió en heraldo de una
política más noble. Llegó con la rapidez de esa equitación que ha legado a Europa
el nombre mismo de caballerosidad, y ordenó al otro, con un tono como la trompeta
de un heraldo, que se detuviera y se volviera. Von Hocheimer obedeció. Se
detuvo, sujetó el caballo y se volvió en la silla; pero la carabina estaba en
su mano, y una bala atravesó la frente de von Schacht. Luego se volvió y
prosiguió, con la sentencia de muerte del polaco. A su espalda el caballo y el
jinete se desmoronaron por el terraplén, y quedó despejado todo el camino; por
ese camino despejado y abierto avanzó el tercer mensajero, maravillándose de la
longitud de su viaje; hasta que divisó el uniforme inconfundible de un húsar
que desaparecía como una estrella blanca en la distancia; pero no mató al
segundo jinete: mató al primero. Por eso no llegó ningún mensaje a la ciudad
polaca. Por eso el prisionero fue libertado. ¿Me equivocaba yo al decir que el
mariscal von Grock fracasó porque dos hombres lo sirvieron fielmente?
Créditos
Texto
Antología Los mejores cuentos policíacos,
compiladores Adolfo Bioy Cesares y J.L.Borges.
Ilustraciones
G.K.Chesterton, foto, Wikipedia
Tres jinetes, dibujo, Plaza de las palabras
Movimiento, dibujo, Plaza de las palabras.