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Cuentos Hispanoamericanos. Mosquita muerta un cuento de Rogelio Sinán. Post Plaza de las palabra





Plaza de las palabras, en su sección Cuentos hispanoamericanos, presenta al escritor panameño Rogelio Sinán, seudónimo de Bernardo Domínguez Alba (1902-1994), poeta y narrador, y uno de los referentes obligados de la literatura centroamericana. Y quien también incursionó en el ensayo y teatro infantil. Realizó estudios universitarios en Chile, en donde alternó con  los poetas Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Con posterioridad viajo a Italia a aprender italiano; fue allí donde se nutrió del vanguardismo de la época y profundizó en los -ismos (dadaísmo, surrealismo, creacionismo, ultrarealísmo, etc.) y que serían la base de su obra ulterior. Tuvo especial interés en el teatro de Pirandello. Llego a conocer China y Japón, ya que fue cónsul en la India. Sinán aunque poeta es mas conocido por su cuentistica. El cuento que presentamos es Mosquita muerta, escrito en México en 1959,  aunque no es el cuento más conocido de Sinán, ya que sus cuentos más antológicos son A la orilla de las estatuas maduras, Boina Roja y Hechizo.

Al respecto sobre la cuentistica de Sinán, el crítico  Jaramillo Levi, señala: Aquí es importante destacar que si bien Sinán expresa en sus cuentos la inexorable complejidad de ciertas parcelas de vida que este género aborda (contrario a lo que hace la novela, que por su naturaleza y extensión engloba vidas completas) , lo hace de forma sencilla y relativamente transparente las más de las veces ; en ellos privilegia precisamente la anécdota por encima de los demás aspectos configuradores del texto . Aparentemente la historia domina, pues, la lectura, y por tanto posibilita un interés continuado en la trama que se va tejiendo. Esto no quiere decir, por supuesto, que Sinán no domine sutilezas formales, o que sus estructuras sean de una sola pieza. Significa, en cambio —y esto lo convierte en un verdadero Maestro—, que sabe fundir a la perfección, sin que se note, las dos caras que son inseparables en la moneda del texto: fondo y forma; y que cuando leemos sus cuentos solemos apreciar una sola de esas caras porque la otra está tan virtuosamente penetrada de aquélla (o aquélla de ésta) que parece existir por sí sola, en sí misma, prescindiendo de la otra. Es el caso de «A la orilla de las estatuas maduras», «Bobby», «Hechizo», «Sin novedad en Shanghai», «Todo un conflicto de sangre», «La voz decapitada», «La única víctima de la revolución» o «Mosquita muerta» entre otros, cuentos tan magistralmente escritos. (Claves temáticas y formales en la cuentistica de Rogelio Sinán Enrique Jaramillo Levi. MAGA,  REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA, No. 30, enero-Abril, 1997, págs.15)

Abstract: El cuento Mosquita muerta tiene un paralelismo con el cuento La mosca  de Katherine Mansfield, escrito en 1922, por lo general incluido en numerosas antologías. Es un cuento de sobrevivencia y ausencias. Los dos personajes el de Mansfield, un viejo que ha perdido a su hijo en la primera guerra mundial, muerte que no ha logrado superar. Y el personaje de Sinán que tampoco ha superado la pérdida de su mujer e hija.  En ambos cuentos hay una mosca impertinente que los asedia y gana su atención. No obstante en el cuento de Mansfield el tema es tratado con mayor solemnidad, en el cuento de Sinán hay una confluencia de ironía y humor. También en el cuento de Sinán hay un trasfondo en la lucha del personaje quien es escritor y tiene que terminar un cuento para una nueva revista literaria porque vive de eso.  A la par en el cuento de Sinán  se da un hecho fantástico la conversión, ya sea física o imaginaria de la mosca en su hija ausente. En definitiva un cuento con una sostenida y equilibrada tensión, en que por momentos se funde el presente y el pasado, narrado en tercera persona, y que como afirma Fernando Burgos, en Antología del Cuento Hispanoamericano se alternan: el humorismo, frustración, ironía y hasta la neurosis.   

El tema de una mosca resulta, peculiar pero no es un personaje  inédito. Ya Esopo también había fabulado sobre  una mosca. El escritor francés J.P Sartre también escribió una obra de teatro sobre la tragedia griega, intitulada Las Moscas. Hay también una película La Mosca de cabeza blanca, film de ciencia ficción y terror, que fue muy popular en la década de los 80s. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri escribió un cuento La mosca azul;  y si no abundan; pero varios escritores se han valido de  éste personaje alado para elaborar sus ficciones o hacer reflexiones sobre ellas.  Sobre la rememoración de un padre  sobre la muerte de su hijo,  o la perdida de seres queridos hay un cuento muy conocido de Kipling que trata casi el mismo tema. Magistral cuento intitulado El jardinero. Otro escritor británico, William Golding, premio Nobel de Literatura en 1983, se valió de la alegoría de las moscas, para escribir su novela más conocida,  El señor de las moscas. Pero quizá este tema de insectos, guardando las distancias, y entendiendo  el vocablo, insecto, en sentido general; pero en cualquiera de sus acepciones, nos trasporte a la metamorfosis de Kafka. Y  para finalizar aquella frase del siempre ocurrente Augusto Monterroso, solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”.
Mosquita Muerta 


2189 palabras

¡Maldita  mosca! El manotazo se lo infirió a sí mismo en pleno rostro, sin lograr atraparla, ya que la mosca sabía sortear los más violentos sopapos con increíble agilidad. El escozor que le quedó en la mejilla lo hizo sentirse deprimido como si alguien le hubiese propinado una bofetada.

Llegó a pensar que todo se aliaba en contra suya como para impedirle concentrarse. Por un lado, la mosca, por el otro, el calor; y, para colmo de males, su depresión nerviosa, su abulia, su apatía.

En mala hora se había comprometido a escribir ese cuento a corto plazo para la nueva revista literaria. No tenía más remedio que ponerse a trabajar enseguida; de lo contrario no lo podría entregar a tiempo.  Claro que hacer un cuento no era cosa tan fácil como soplar y hacer botellas, pero él tenía su duende y, además, por fortuna no le faltaba fantasía, ¡conque manos a la obra!

Puso el papel en la Underwood y empezó a barajar diversas tramas.

Ya estaba casi a punto de estructurar en mientes un buen conflicto de tipo psicológico, cuando, de pronto, ¡zaz!, el condenado zumbido lo distrajo. Era la mosca. Dio varias vueltas alocadas y fue a posarse sobre la nítida cuartilla.

"De haber tenido a mano el matamoscas, no te salvaba ni el diluvio", pensó él, pues en efecto la tenía a su alcance. La mosca estaba allí, quietecita, frotando una contra otra sus dos patitas delanteras, feliz e inocente, lejos de imaginar que ya la muerte rondaba junto a ella.

En ese instante, por rara asociación, él recordó a su niñita.

Se enjugó con el pañuelo la frente como para borrar ciertos recuerdos que sólo conseguían entristecerlo.

Sacó de su petaca un cigarrillo. Le dio lumbre.

La mosca echó a volar con la primera bocanada de humo, giró alocadamente, y se esfumó como por arte de magia.

Menos mal. Sin embargo, seguía sintiendo en los oídos y aun en la mente su fastidioso ronroneo. Puso en el  cenicero el cigarrillo. Procuró concentrarse. Hizo un esfuerzo por reanudar el hilo de la trama iniciada. Inútil. Sentíase nuevamente tan abúlico como antes de empezar y desechaba como cosas insulsas e inadecuadas los diversos asuntos que su imaginación le brindaba. Permaneció un instante como embebido contemplando la espiral de humo blanco que se iba desprendiendo del cigarrillo.

Volvió a fumar.

Se  echó hacia atrás e intentó hacer un aro con el humo. No resultó. Se quedó contemplando cierta manchita negra en el cielo raso. Era la mosca. Casi le disgustó verla tan quietecita allí arriba. Por lo menos podía bajar a distraerlo.

Cogió un pedazo de papel, hizo una bola, y la tiró fuertemente contra la mosca. La vio girar por un momento y nuevamente la perdió de vista.

Antes hallaba siempre algún pretexto para ocultar su abulia mental ya que invariablemente la culpa recaía sobre la esposa o la niña. Cuando no era por un motivo era por otro.

 —Papá, ¿qué escribes?
 —Un cuento.
 —Entonces, cuéntamelo.
 —No es de los que se cuentan.
 —Si no es para contarlos, ¿para qué escribes cuentos?
 —Para comer.
 —¿Quieres que coma cuentos?

Se dejaban oír, casi al unísono, un bofetón y un alarido. La chiquilla se abrazaba a él llorando.

—Ya te he dicho que no le pegues a la niña.
—Que te deje tranquilo. Si no escribes, nos moriremos de hambre.

Otras veces lo ponía en ascuas el insólito silencio de la casa. Cavilaba. ¿Qué habría podido sucederles? No tardaba en conocer el misterio. Con un dedo en la boca, la esposa se le acercaba de puntillas.

—Déjate e teclear. Con ese ruido me vas a despertar a la niña.

No había nada qué hacerle. Se iba al billar.

Ahora, la ausencia de ambas lo hacía sentirse descentrado e incómodo, pues aunque procurara justificarse, no las tenía todas consigo ya que bastante de la culpa la había tenido su impaciencia.

Lo que más lamentaba eran las veces que, sin motivo aparente (según decía la esposa), había estallado en un acceso de rabia dizque porque la niña lo distraía, pero él  había tenido sus razones para estallar.

—No voy a molestarte, papá, me quedaré a  tu lado quietecita mirando esta revista.

Al poco rato se levantaba a preguntarle esta o aquella cosa de la revista. Como él, con la mejor voluntad, la complacía, ella cogía confianza, lo abrazaba, e insistía en molestarlo, hasta que, ya cansado, él le decía: "¡Vete con tu mamá!"

La esposa, entretenida con algún libro interesante, no se ocupaba de la niña, que volvía a molestarlo. Él se indignaba y ardía  Troya.

Ahora de nada le servían la soledad y el silencio que le había creído conquistar ya que más bien era la atmósfera propicia para que lo invadiesen los tenaces fantasmas del recuerdo. Sumido en esa atmósfera irreal, como de sueño, le parecía aun sentir el lloriqueo de la niña y el fastidioso ronroneo de la esposa.

¡Maldita mosca! Volvió a zumbarle en el oído.

No comprendía por cuál oculta rendija la habría podido colarse. Con la idea de evitarlas, se había encerrado allí en la recámara y por la misma causa no había querido abrir los cristales que daban a ese infecto jardín lleno de estiércol. Era de allí de donde procedía toda esa fauna de dípteros, coleópteros y demás destructores de la paciencia humana. Prefería soportar el asfixiante calor de su forzosa clausura, con tal de verse libre de la nauseante tabanera.

Sentía el zumbido, pero no la veía.

Nada le producía tanto asco como las moscas, sobre todo cuando eran (¡como esa!) de las que se empecinan en besuquear los labios del homo sapiens, dejándole ese horrendo prurito que es como un anticipo de la futura gusanera.

Lo más raro era que ésta parecía haber surgido de la nada. Cayó como el cielo.

Ahora volvía a rondar en torno suyo.

¿Por qué no limitaba sus giros al ámbito, más adecuado para ella, de la sombría cocina o del repleto y oliente basurero? Pero, no. Necia, intrépida, tenaz, impertinente, prefería impacientarlo, como si la consigna fuese la de empujarlo a la locura o al crimen. Era como si, obedeciendo a algún destino fatal, ella buscase la muerte que solamente él podía darle.

Ahí estaba de nuevo queriéndolo besar. Desesperado, trataba de quitársela de encima dándose manotazos por aquí y por allá.

Pensaba: "¿En dónde diablos habré metido el matamoscas?"

Recordaba casi con precisión haberlo visto la última vez sobre la cama de la ausente.

Su esposa había implantado la costumbre de las camas gemelas "para evitar disgustos".
—¡Mosquita muerta!

Ahora que ella no estaba, la cama de la ausente le servía a él para echar libros, revistas, ropa sucia, paquetes y hasta desechos de papeles. Bajo aquel maremágnum estaría el matamoscas. Lo malo era el esfuerzo que requería su búsqueda.

Después de lo ocurrido había vivido como en un mundo absurdo, entregado a la más insípida bohemia, sin rasurarse, sin arreglar la casa, sin querer ver a nadie ni a la Nana —que hacía también la criada— a quien dio un nuevo mes de vacaciones, para no verla todo el día lloriqueando y, sobre todo, porque ella lo seguía con la vista como testigo acusador, silencioso.

La espiral de humo blanco le recordó a la niña.

Todo había sucedido por culpa de la esposa. Se empecinó en llevársela consigo, por no dejarla con la abuela.

¡Maldita mosca! Le rozó la mejilla, produciéndole un desagrado de cosa muerta.

Tenía que hallar el matamoscas, de lo contrario no iba a escribir el cuento en toda la tarde. La mosca o él.

Ahí estaba la muy taimada, quietecita en el cristal del espejo. La veía allí, tan inmediata, tan cerca de su mano, que parecía estar retándolo, como cuando la esposa lo provocaba llamándolo cobarde para incitarlo a la violencia.

Bastaría el matamoscas y el asunto quedaría concluido.

Al levantarse, con la mayor cautela, se vio a sí mismo en el espejo. Le pareció que ese otro del espejo no era él. El rostro que veía no era su rostro de antes, sereno, bondadoso. Barbudo, despeinado, con los ojos rojizos y esas ojeras, hondas violáceas, más parecía un recluso, un forajido.

No, no era el mismo de antes. Sentía remordimientos y se acusaba del percance ocurrido. ¿Para qué disculparse atribuyéndole la causa a la esposa? Al fin y al cabo lo que ella procuró fue alejarse, llevándose a la niña, para  que él se enfrentara a su creación literaria sin cortapisas ni pretextos.

La mosca lo estaba enloqueciendo con sus revuelos.

Se aproximó a la cama de la ausente y echó a un lado revistas, libros, ropas. Tenía que dar cuanto antes con el bendito matamoscas.

Al sentir el contacto de las sábanas se acordó de la esposa.

La colcha estaba helada, casi húmeda, con ese frío absoluto del abandono y de las camas donde duermen las sombras.

Sintió el escalofrío que le causaba la voz chillona de la esposa.

Le parecía escucharla:

—¡Ya no podrás quejarte! ¡Te hemos dejado solo! ¿Por qué no escribes?

La mosca le hizo cosquillas en la oreja. ¡Mal haya! No hallaba el matamoscas, y la idea de matarla ya lo tenía desazonado. También deseó la muerte de la esposa. Y habría sido capaz de...

Aquella vez estuvo a un tris de matarla. Como la niña le era leal sólo a él, le contaba todas las fechorías de mala hembra, que queriendo vengarse, la emprendió a taconazos con la criatura, gritándole:

—¡Mosquita muerta! ¡Ya verás! ¡Soplona!

De un tremendo empellón él la arrojó sobre el lecho e iba a asestarle un bastonazo, ciego de furia, cuando los gritos de la niña lo frenaron.

—¡Mosquita muerta serás tú! ¡Simuladora! —le dijo—. Fingiste serlo para atraparme; pero eres una araña asquerosa.

La mosca revoloteó en sus labios y tuvo que frotárselos rápidamente para quitarse la sensación nauseante.

Tiró al suelo las revistas, los libros.

¡Por fin el matamoscas!

Lo blandió con el gesto del militar que se prepara a entrar en combate.

Buscó con la mirada a la mosca.

La vio. Se había posado sobre una de las piezas de la Underwood. Al verla, todos sus nervios quedaron en tensión.

Se le fue aproximando con paso de felino. Levantó el matamoscas.

Gracias a la chiquilla no asesinó a la esposa aquella vez que por poquito leda con el bastón. Desde ese día ya él no volvió a vivir en la casa sino cuando ella resolvió irse a pasar algunos meses en casa de los padres. No hubo maneras de disuadirla para que le dejase a la niña. ¡Pobre criatura! Lloraba a gritos cuando subió al avión, llamándolo, como si presintiera la desgracia.

Difícilmente pudo identificarlas después del accidente.

Sólo vio sangre y humo.

Todo por culpa de la esposa.

—¡Maldita!...

La mosca estaba allí nuevamente sobre la nítida cuartilla.

Puso en proyecto el golpe.

La espiral de humo blanco sufrió una distorsión como de pánico.

Ya iba a lanzar el golpe cuesta abajo, cuando se vio a sí mismo en el espejo.

Parecía un criminal.

En ese instante tuvo la idea del cuento.

Voz infantil: ¡Yo quiero ver a mi papá!
Voz maternal: ¡Te he dicho que no puedes!
Voz infantil: ¿Por qué?
Voz maternal: Porque los muertos no vuelven a la tierra.
Voz infantil: ¡Yo no quiero estar muerta!
Voz cósmica: ¿Por qué alborota tanto esa niña?
Voz etérea: Dice que quiere ver a su papá.
Voz cósmica: Bueno, que no fastidie. (Un trueno.)
¡Déjenla ir! (Otro trueno). Visitará a su padre, pero en forma de mosca. (Una centella.) Será una de esas moscas que andan en busca de la muerte.

—Papá, ¿no me recuerdas? No vayas a creer que soy una mosca. Todo eso es puro cuento. Soy una niñita linda. ¿Por qué das manotazos? No me gusta ese juego. Papacito, no me mires así. Me das miedo. Pero, antes. ¿Por qué me apartas siempre dando papirotazos? No voy a distraerte. ¿Te acuerdas cuando escribías tus cuentos, que yo me echaba encima de ti, dándose besos y haciéndote diabluras, y tú seguías tecleando como si nada? ¿Lo recuerdas, papito?

Lo vio aferrar el matamoscas, y se quedó observándolo mientras él se acercaba.

—Papá, ¿qué juego es ése? ¡No me gusta! Tienes la cara fea como la vez que ibas a darle a mamá con el bastón. Te pareces al gigante del cuento que se comía a los niños. ¡¡No me mates, papá!!

Fue un golpe seco.

Sintió cómo la sangre le corría por el labio.

— ¿Por qué tenías que hacerlo, papá?

Aun pudo oírlo cuando decía:

—¡Maldita!...

¿Dónde caería la mosca? Tal vez entre los tipos de la Underwood.

Sobre la nítida cuartilla había quedado una manchita de sangre.

La espiral de humo blanco se había desvanecido.

Recordó que a su niña, después de aquella escena del bastonazo, él la llamaba mosquita muerta. La niña ya se había acostumbrado al sobrenombre.

Lo invadió la tristeza. Sintió dentro de sí como una ola que subía por sus venas inundándolo de un dolor infinito.

Se echó sobre la máquina de escribir, deshecho en llanto, y estalló en un sollozo:

—¡Mosquita muerta!





Créditos

Texto del cuento Blog LECENMUS


Fotografía Wikipedia y Google Imagen   

Cuentos hispanoamericanos. Macario de Juan Rulfo. Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras presenta en su sección Cuentos hispanoamericanos, el cuento Macario. Cuyo autor es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, conocido como Juan Rulfo. Nació en Apulco,​ San Gabriel, distrito de Sayula,​Jalisco, 1917-Ciudad de México, 1986, fue un escritor, guionista y fotógrafo mexicano, perteneciente a la generación del 52.​ La reputación de Rulfo se asienta en dos obras narrativas: El llano en llamas, compuesto de diecisiete relatos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955.Adicionalemnete en forma fragmentaria y en forma póstuma se publicaron la novela La cordillera y El gallo de oro. Ésta ultima llevada al cine.

Algunas características de su narrativa
«En la narrativa de Rulfo los personajes apenas actúan. Fundamentalmente, piensan, recuerdan y transmiten sus miedos, sus odios, sus remordimientos... De este modo, podría calificarla como una narrativa de "conciencia", en un sentido no oficial. Los ambientes y los mismos personajes carecen de toda ubicación y rostro; pero no por eso parecen ser menos reales. Esto se debe a la recreación de personajes como si fueran "gente común y corriente que no tiene nada especial".​ Así bien, la magnificencia de estos recae en el lector por la historia de violencia que guardan tras de sí ».  (1)





Rulfo fotógrafo
Es conocida la afición de Rulfo por la fotografía, pasión que lo llevo  a tomar más de 6000 fotos, tenia preferencia por la gente, rostros, paisajes, pero también por las líneas arquitectónicas. Su fotografía es en blanco y negro; contraste pictórico que lleva al punto de producir enormes evocaciones poéticas y a provocar la reflexión. Retrata perfectamente  la ruralidad del campo mexicano: el tormento de la soledad y desesperanza.  Tuvo la influencia de grandes fotógrafos como su contemporáneo Manuel Álvarez Bravo y los fotógrafos americanos, Man Ray y Edward Weston. Y hasta del pintor y muralista Diego Rivera.  De la fotografía de Rulfo se dice:

«Arquitectura, pueblos y retratos enigmáticos como los que describe en sus textos, Juan Rulfo el fotógrafo, logró congelar imágenes que revelan grandes historias sin utilizar la palabra. Su pasión por la cinematografía lo llevó a explorar nuevos territorios, convirtiéndose en un observador atento que logró compaginar ambas disciplinas: literatura y fotografía. Susang Sontang llego a afirmar: Juan Rulfo es el mejor fotógrafo que he conocido en Latinoamérica”. Después de cautivar a millones de lectores con su contada obra literaria, Juan Rulfo nos asombra con sus fotografías: la producción del jalisciense inicia en los treinta, con una cámara Rolleiflex que usará por más de dos décadas y su colección consta de 6 mil negativos aproximadamente. Su obra fotográfica denota sumo carácter arquitectónico, paisajes que evocan a seres fantasmales que fluyen en el tiempo en algún sitio de México. Sus fotografías son de gran narrativa y aunque no siempre estén relacionadas con el quehacer literario y metáforas del mismo, documentan el territorio desde su imaginario ».  (2)
 
Rulfo cineasta
«Aunque la fotografía fue siempre importante para Rulfo, como lo atestiguan estas fotos, fue el suyo un arte escondido que compartió, por otro lado, con la filmación cinematográfica. A partir de 1960 se ocupó más del cine y escribió varios guiones para películas como El gallo de oro y La Escondida, esta última dirigida por él. En 1980 el Instituto Nacional de Bellas Artes de México organizó una exposición de su obra fotográfica. Un año después de su muerte, en 1987, el Ateneo de Madrid le rindió un homenaje en el que se incluyeron varias de sus tomas. Su legado se conserva en la Fundación Juan Rulfo de México cuyo director, Víctor Jiménez, en un interesante texto relaciona la obra de Rulfo con la de Edward Weston y Tina Modotti». (3)

Macario
Cuento con solo tres personajes: Macario, su madrina, y Felipa en que se da el fluir de la conciencia, narrado en primera persona presente por el mismo Macario. El personaje Macario, probablemente con una tara mental. Lleno de alineación religiosa en un contexto de pobreza y marginalidad, convive con Felipa. No es un amor platónico, ni normal, sino una relación de hecho. Macario es tenido en el pueblo como un retrasado mental al cual la gente hasta lo apedrea.  Y que nos recuerda a William Faulkner, acostumbrada personajes con taras mentales, tanto en sus cuentos como en algunas de sus novelas. Pensemos en The Sound and The Fury, y cuyo antecedente nos remite a El Idiota de Dostoievski. Pero Macario personaje vive en una tensión angustiante y de temor,  que sin embargo él acepta  resignadamente. No conoce otro tipo de vida, y no aspira a nada, su única preocupación es comer y no irse al infierno; y por supuesto la dulce leche de Felipa, que seguramente esta lactando porque ha tenido un hijo, no se sabe si del propio Macario. En este cuento los personajes, son ajenos a su destino. Son moldeados por una fuerza superior en que ellos no intervienen.
Como toda la obra de Rulfo, ya sea en sus cuentos o en su novela, sus personajes pertenecen a la soledad. Sus cuentos, en un primer plano  ambientados en un periodo post revolucionario y post cristero, traen las secuelas destructivas de esos grandes conflictos colectivos y humanos.  Pero en el sustrato, en un segundo plano, pervive aquel entretejido histórico producto del sincretismo cultural, entre costumbres milenarias de los pueblos indígenas, el cruce conquistador traumático y violento con los españoles, y la entrada de la modernidad del siglo XX, inaugurado con una revolución. Corrientes que están representadas arquitectónicamente en la Plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México. Problemas que también analizo Octavio Paz, en su Laberinto de la soledad. Porque ese laberinto de soledad sigue vivo en la obra de Rulfo. Sus personajes, sea el camino que tomen,  siempre vuelven a él. Sea en un retorno, un sueño o un recuerdo En sus personajes no hay un intento por salir de ese laberinto. La soledad y la tristeza son aplastantes.El laberinto esta en ellos pero también mas allá de ellos. Por eso los personajes de Rulfo, a veces parecen tan inexistentes pero también tan reales. Son personajes de pura conciencia hechas  palabras.   Uno puede apreciar las fotografías de Rulfo y leer sus cuentos y se produce una total compaginación entre sus cuentos y sus fotografías: Están llenas de una soledad sin tiempo. Y la mirada del autor y la del   fotógrafo también.     
Sobre éste cuento Fernando Burgos, critico chileno, en su Antología del cuento Hispanoamericano, señala: «Este relato es una joya narrativa, un modelo estético del potencial expresivo que se puede lograr en el cuento. La realidad esta entregada poéticamente a través de un narrador ajeno al discurso metafórico; su apropiación del mundo se corresponde con el uso de un lenguaje comparativo: La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Se omite conscientemente el uso de narrador que explique o racionalice el fluir de esa conciencia ingenua, no metafórica. Rulfo nos hace apreciar como un detalle de técnica narrativa puede trasformar un cuento. Surge lo poético con un encanto de lo primigenio, de lo cándido para revelarnos la cercanía de densos ambientes religiosos  y marcadas represiones sexuales.» (4)  




Macario
Juan Rulfo
2071 palabras
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…




Notas bibliográficas
1. Wikipedia
2. Barreto,Marcela. Imágenes para narrar: Rulfo fotógrafo. 15/06/17. Revista Alternativas.
3. BERNABÉ SARABIA | 13/06/2001  CARLOS FUENTES ET ALII.  México: Juan Rulfo, fotógrafo.  El Cultural, 9 de febrero 2019.
4. Burgos, Fernando. ANTOLOGIA DEL CUENTO HISPANOAMERICANO. Editorial Porrúa. No.606. 2000, p.477

Créditos
Texto
Macario Ciudad Seva
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Ilustraciones
Juan Rulfo, fotografía Wikipedia
Imágenes para narrar: Rulfo fotógrafo. Revista Alternativas.