Plaza de las palabras, en su sección Cuentos
hispanoamericanos, presenta al escritor panameño Rogelio Sinán, seudónimo de Bernardo Domínguez Alba (1902-1994), poeta
y narrador, y uno de los referentes obligados de la literatura centroamericana.
Y quien también incursionó en el ensayo y teatro infantil. Realizó estudios
universitarios en Chile, en donde alternó con los poetas Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Con
posterioridad viajo a Italia a aprender italiano; fue allí donde se nutrió del
vanguardismo de la época y profundizó en los -ismos (dadaísmo, surrealismo,
creacionismo, ultrarealísmo, etc.) y que serían la base de su obra ulterior. Tuvo
especial interés en el teatro de Pirandello. Llego a conocer China y Japón, ya
que fue cónsul en la India. Sinán aunque poeta es mas conocido por su
cuentistica. El cuento que presentamos es Mosquita
muerta, escrito en México en 1959, aunque no es el cuento más conocido de Sinán, ya
que sus cuentos más antológicos son A la
orilla de las estatuas maduras, Boina
Roja y Hechizo.
Al respecto
sobre la cuentistica de Sinán, el crítico
Jaramillo Levi, señala: Aquí es
importante destacar que si bien Sinán expresa en sus cuentos la inexorable
complejidad de ciertas parcelas de vida que este género aborda (contrario a lo
que hace la novela, que por su naturaleza y extensión engloba vidas completas)
, lo hace de forma sencilla y relativamente transparente las más de las veces ;
en ellos privilegia precisamente la anécdota por encima de los demás aspectos
configuradores del texto . Aparentemente la historia domina, pues, la lectura,
y por tanto posibilita un interés continuado en la trama que se va tejiendo.
Esto no quiere decir, por supuesto, que Sinán no domine sutilezas formales, o
que sus estructuras sean de una sola pieza. Significa, en cambio —y esto lo
convierte en un verdadero Maestro—, que sabe fundir a la perfección, sin que se
note, las dos caras que son inseparables en la moneda del texto: fondo y forma;
y que cuando leemos sus cuentos solemos apreciar una sola de esas caras porque
la otra está tan virtuosamente penetrada de aquélla (o aquélla de ésta) que parece
existir por sí sola, en sí misma, prescindiendo de la otra. Es el caso de «A la
orilla de las estatuas maduras», «Bobby», «Hechizo», «Sin novedad en Shanghai»,
«Todo un conflicto de sangre», «La voz decapitada», «La única víctima de la
revolución» o «Mosquita muerta» entre otros, cuentos tan magistralmente
escritos. (Claves temáticas y formales en la cuentistica de Rogelio Sinán Enrique
Jaramillo Levi. MAGA, REVISTA PANAMEÑA
DE CULTURA, No. 30, enero-Abril, 1997, págs.15)
Abstract: El cuento Mosquita muerta
tiene un paralelismo con el cuento La
mosca de Katherine Mansfield,
escrito en 1922, por lo general incluido en numerosas antologías. Es un cuento
de sobrevivencia y ausencias. Los dos personajes el de Mansfield, un viejo que
ha perdido a su hijo en la primera guerra mundial, muerte que no ha logrado
superar. Y el personaje de Sinán que tampoco ha superado la pérdida de su mujer
e hija. En ambos cuentos hay una mosca
impertinente que los asedia y gana su atención. No obstante en el cuento de
Mansfield el tema es tratado con mayor solemnidad, en el cuento de Sinán hay
una confluencia de ironía y humor. También en el cuento de Sinán hay un
trasfondo en la lucha del personaje quien es escritor y tiene que terminar un cuento
para una nueva revista literaria porque vive de eso. A la par en el cuento de Sinán se da un hecho fantástico la conversión, ya
sea física o imaginaria de la mosca en su hija ausente. En definitiva un cuento
con una sostenida y equilibrada tensión, en que por momentos se funde el
presente y el pasado, narrado en tercera persona, y que como afirma Fernando
Burgos, en Antología del Cuento
Hispanoamericano se alternan: el
humorismo, frustración, ironía y hasta la neurosis.
El tema de
una mosca resulta, peculiar pero no es un personaje inédito. Ya Esopo también había fabulado
sobre una mosca. El escritor francés J.P
Sartre también escribió una obra de teatro sobre la tragedia griega, intitulada
Las Moscas. Hay también una película La
Mosca de cabeza blanca, film de ciencia ficción y terror, que fue muy
popular en la década de los 80s. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri
escribió un cuento La mosca azul; y si no abundan; pero varios escritores se
han valido de éste personaje alado para
elaborar sus ficciones o hacer reflexiones sobre ellas. Sobre la rememoración de un padre sobre la muerte de su hijo, o la perdida de seres queridos hay un cuento
muy conocido de Kipling que trata casi el mismo tema. Magistral cuento
intitulado El jardinero. Otro
escritor británico, William Golding, premio Nobel de Literatura en 1983, se
valió de la alegoría de las moscas, para escribir su novela más conocida, El
señor de las moscas. Pero quizá este tema de insectos, guardando las distancias,
y entendiendo el vocablo, insecto, en
sentido general; pero en cualquiera de sus acepciones, nos trasporte a la
metamorfosis de Kafka. Y para finalizar
aquella frase del siempre ocurrente Augusto Monterroso, solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”.
Mosquita Muerta
2189 palabras
¡Maldita mosca! El manotazo se lo infirió a sí mismo
en pleno rostro, sin lograr atraparla, ya que la mosca sabía sortear los más
violentos sopapos con increíble agilidad. El escozor que le quedó en la mejilla
lo hizo sentirse deprimido como si alguien le hubiese propinado una bofetada.
Llegó a
pensar que todo se aliaba en contra suya como para impedirle concentrarse. Por
un lado, la mosca, por el otro, el calor; y, para colmo de males, su depresión nerviosa,
su abulia, su apatía.
En mala hora
se había comprometido a escribir ese cuento a corto plazo para la nueva revista
literaria. No tenía más remedio que ponerse a trabajar enseguida; de lo
contrario no lo podría entregar a tiempo. Claro que hacer un cuento no
era cosa tan fácil como soplar y hacer botellas, pero él tenía su duende y,
además, por fortuna no le faltaba fantasía, ¡conque manos a la obra!
Puso el papel en la Underwood y empezó a barajar diversas tramas.
Ya estaba casi a punto de estructurar en mientes un buen conflicto de tipo psicológico, cuando, de pronto, ¡zaz!, el condenado zumbido lo distrajo. Era la mosca. Dio varias vueltas alocadas y fue a posarse sobre la nítida cuartilla.
"De haber tenido a mano el matamoscas, no te salvaba ni el diluvio", pensó él, pues en efecto la tenía a su alcance. La mosca estaba allí, quietecita, frotando una contra otra sus dos patitas delanteras, feliz e inocente, lejos de imaginar que ya la muerte rondaba junto a ella.
En ese instante, por rara asociación, él recordó a su niñita.
Se enjugó con el pañuelo la frente como para borrar ciertos recuerdos que sólo conseguían entristecerlo.
Sacó de su petaca un cigarrillo. Le dio lumbre.
La mosca echó a volar con la primera bocanada de humo, giró alocadamente, y se esfumó como por arte de magia.
Menos mal. Sin embargo, seguía sintiendo en los oídos y aun en la mente su fastidioso ronroneo. Puso en el cenicero el cigarrillo. Procuró concentrarse. Hizo un esfuerzo por reanudar el hilo de la trama iniciada. Inútil. Sentíase nuevamente tan abúlico como antes de empezar y desechaba como cosas insulsas e inadecuadas los diversos asuntos que su imaginación le brindaba. Permaneció un instante como embebido contemplando la espiral de humo blanco que se iba desprendiendo del cigarrillo.
Volvió a fumar.
Se echó hacia atrás e intentó hacer un aro con el humo. No resultó. Se quedó contemplando cierta manchita negra en el cielo raso. Era la mosca. Casi le disgustó verla tan quietecita allí arriba. Por lo menos podía bajar a distraerlo.
Cogió un pedazo de papel, hizo una bola, y la tiró fuertemente contra la mosca. La vio girar por un momento y nuevamente la perdió de vista.
Antes hallaba siempre algún pretexto para ocultar su abulia mental ya que invariablemente la culpa recaía sobre la esposa o la niña. Cuando no era por un motivo era por otro.
—Papá, ¿qué escribes?
—Un cuento.
—Entonces, cuéntamelo.
—No es de los que se cuentan.
—Si no es para contarlos, ¿para qué escribes cuentos?
—Para comer.
—¿Quieres que coma cuentos?
Se dejaban oír, casi al unísono, un bofetón y un alarido. La chiquilla se abrazaba a él llorando.
—Ya te he dicho que no le pegues a la niña.
—Que te deje tranquilo. Si no escribes, nos moriremos de hambre.
Otras veces lo ponía en ascuas el insólito silencio de la casa. Cavilaba. ¿Qué habría podido sucederles? No tardaba en conocer el misterio. Con un dedo en la boca, la esposa se le acercaba de puntillas.
—Déjate e teclear. Con ese ruido me vas a despertar a la niña.
No había nada qué hacerle. Se iba al billar.
Ahora, la ausencia de ambas lo hacía sentirse descentrado e incómodo, pues aunque procurara justificarse, no las tenía todas consigo ya que bastante de la culpa la había tenido su impaciencia.
Lo que más lamentaba eran las veces que, sin motivo aparente (según decía la esposa), había estallado en un acceso de rabia dizque porque la niña lo distraía, pero él había tenido sus razones para estallar.
—No voy a molestarte, papá, me quedaré a tu lado quietecita mirando esta revista.
Al poco rato se levantaba a preguntarle esta o aquella cosa de la revista. Como él, con la mejor voluntad, la complacía, ella cogía confianza, lo abrazaba, e insistía en molestarlo, hasta que, ya cansado, él le decía: "¡Vete con tu mamá!"
La esposa, entretenida con algún libro interesante, no se ocupaba de la niña, que volvía a molestarlo. Él se indignaba y ardía Troya.
Ahora de nada le servían la soledad y el silencio que le había creído conquistar ya que más bien era la atmósfera propicia para que lo invadiesen los tenaces fantasmas del recuerdo. Sumido en esa atmósfera irreal, como de sueño, le parecía aun sentir el lloriqueo de la niña y el fastidioso ronroneo de la esposa.
¡Maldita mosca! Volvió a zumbarle en el oído.
No comprendía por cuál oculta rendija la habría podido colarse. Con la idea de evitarlas, se había encerrado allí en la recámara y por la misma causa no había querido abrir los cristales que daban a ese infecto jardín lleno de estiércol. Era de allí de donde procedía toda esa fauna de dípteros, coleópteros y demás destructores de la paciencia humana. Prefería soportar el asfixiante calor de su forzosa clausura, con tal de verse libre de la nauseante tabanera.
Sentía el zumbido, pero no la veía.
Nada le producía tanto asco como las moscas, sobre todo cuando eran (¡como esa!) de las que se empecinan en besuquear los labios del homo sapiens, dejándole ese horrendo prurito que es como un anticipo de la futura gusanera.
Lo más raro era que ésta parecía haber surgido de la nada. Cayó como el cielo.
Ahora volvía a rondar en torno suyo.
¿Por qué no limitaba sus giros al ámbito, más adecuado para ella, de la sombría cocina o del repleto y oliente basurero? Pero, no. Necia, intrépida, tenaz, impertinente, prefería impacientarlo, como si la consigna fuese la de empujarlo a la locura o al crimen. Era como si, obedeciendo a algún destino fatal, ella buscase la muerte que solamente él podía darle.
Ahí estaba de nuevo queriéndolo besar. Desesperado, trataba de quitársela de encima dándose manotazos por aquí y por allá.
Pensaba: "¿En dónde diablos habré metido el matamoscas?"
Recordaba casi con precisión haberlo visto la última vez sobre la cama de la ausente.
Su esposa había implantado la costumbre de las camas gemelas "para evitar disgustos".
—¡Mosquita muerta!
Ahora que ella no estaba, la cama de la ausente le servía a él para echar libros, revistas, ropa sucia, paquetes y hasta desechos de papeles. Bajo aquel maremágnum estaría el matamoscas. Lo malo era el esfuerzo que requería su búsqueda.
Después de lo ocurrido había vivido como en un mundo absurdo, entregado a la más insípida bohemia, sin rasurarse, sin arreglar la casa, sin querer ver a nadie ni a la Nana —que hacía también la criada— a quien dio un nuevo mes de vacaciones, para no verla todo el día lloriqueando y, sobre todo, porque ella lo seguía con la vista como testigo acusador, silencioso.
La espiral de humo blanco le recordó a la niña.
Todo había sucedido por culpa de la esposa. Se empecinó en llevársela consigo, por no dejarla con la abuela.
¡Maldita mosca! Le rozó la mejilla, produciéndole un desagrado de cosa muerta.
Tenía que hallar el matamoscas, de lo contrario no iba a escribir el cuento en toda la tarde. La mosca o él.
Ahí estaba la muy taimada, quietecita en el cristal del espejo. La veía allí, tan inmediata, tan cerca de su mano, que parecía estar retándolo, como cuando la esposa lo provocaba llamándolo cobarde para incitarlo a la violencia.
Bastaría el matamoscas y el asunto quedaría concluido.
Al levantarse, con la mayor cautela, se vio a sí mismo en el espejo. Le pareció que ese otro del espejo no era él. El rostro que veía no era su rostro de antes, sereno, bondadoso. Barbudo, despeinado, con los ojos rojizos y esas ojeras, hondas violáceas, más parecía un recluso, un forajido.
No, no era el mismo de antes. Sentía remordimientos y se acusaba del percance ocurrido. ¿Para qué disculparse atribuyéndole la causa a la esposa? Al fin y al cabo lo que ella procuró fue alejarse, llevándose a la niña, para que él se enfrentara a su creación literaria sin cortapisas ni pretextos.
La mosca lo estaba enloqueciendo con sus revuelos.
Se aproximó a la cama de la ausente y echó a un lado revistas, libros, ropas. Tenía que dar cuanto antes con el bendito matamoscas.
Al sentir el contacto de las sábanas se acordó de la esposa.
La colcha estaba helada, casi húmeda, con ese frío absoluto del abandono y de las camas donde duermen las sombras.
Sintió el escalofrío que le causaba la voz chillona de la esposa.
Le parecía escucharla:
—¡Ya no podrás quejarte! ¡Te hemos dejado solo! ¿Por qué no escribes?
La mosca le hizo cosquillas en la oreja. ¡Mal haya! No hallaba el matamoscas, y la idea de matarla ya lo tenía desazonado. También deseó la muerte de la esposa. Y habría sido capaz de...
Aquella vez estuvo a un tris de matarla. Como la niña le era leal sólo a él, le contaba todas las fechorías de mala hembra, que queriendo vengarse, la emprendió a taconazos con la criatura, gritándole:
—¡Mosquita muerta! ¡Ya verás! ¡Soplona!
De un tremendo empellón él la arrojó sobre el lecho e iba a asestarle un bastonazo, ciego de furia, cuando los gritos de la niña lo frenaron.
—¡Mosquita muerta serás tú! ¡Simuladora! —le dijo—. Fingiste serlo para atraparme; pero eres una araña asquerosa.
La mosca revoloteó en sus labios y tuvo que frotárselos rápidamente para quitarse la sensación nauseante.
Tiró al suelo las revistas, los libros.
¡Por fin el matamoscas!
Lo blandió con el gesto del militar que se prepara a entrar en combate.
Buscó con la mirada a la mosca.
La vio. Se había posado sobre una de las piezas de la Underwood. Al verla, todos sus nervios quedaron en tensión.
Se le fue aproximando con paso de felino. Levantó el matamoscas.
Gracias a la chiquilla no asesinó a la esposa aquella vez que por poquito leda con el bastón. Desde ese día ya él no volvió a vivir en la casa sino cuando ella resolvió irse a pasar algunos meses en casa de los padres. No hubo maneras de disuadirla para que le dejase a la niña. ¡Pobre criatura! Lloraba a gritos cuando subió al avión, llamándolo, como si presintiera la desgracia.
Difícilmente pudo identificarlas después del accidente.
Sólo vio sangre y humo.
Todo por culpa de la esposa.
—¡Maldita!...
La mosca estaba allí nuevamente sobre la nítida cuartilla.
Puso en proyecto el golpe.
La espiral de humo blanco sufrió una distorsión como de pánico.
Ya iba a lanzar el golpe cuesta abajo, cuando se vio a sí mismo en el espejo.
Parecía un criminal.
En ese instante tuvo la idea del cuento.
Voz infantil: ¡Yo quiero ver a mi papá!
Voz maternal: ¡Te he dicho que no puedes!
Voz infantil: ¿Por qué?
Voz maternal: Porque los muertos no vuelven a la tierra.
Voz infantil: ¡Yo no quiero estar muerta!
Voz cósmica: ¿Por qué alborota tanto esa niña?
Voz etérea: Dice que quiere ver a su papá.
Voz cósmica: Bueno, que no fastidie. (Un trueno.)
¡Déjenla ir! (Otro trueno). Visitará a su padre, pero en forma de mosca. (Una centella.) Será una de esas moscas que andan en busca de la muerte.
—Papá, ¿no me recuerdas? No vayas a creer que soy una mosca. Todo eso es puro cuento. Soy una niñita linda. ¿Por qué das manotazos? No me gusta ese juego. Papacito, no me mires así. Me das miedo. Pero, antes. ¿Por qué me apartas siempre dando papirotazos? No voy a distraerte. ¿Te acuerdas cuando escribías tus cuentos, que yo me echaba encima de ti, dándose besos y haciéndote diabluras, y tú seguías tecleando como si nada? ¿Lo recuerdas, papito?
Lo vio aferrar el matamoscas, y se quedó observándolo mientras él se acercaba.
—Papá, ¿qué juego es ése? ¡No me gusta! Tienes la cara fea como la vez que ibas a darle a mamá con el bastón. Te pareces al gigante del cuento que se comía a los niños. ¡¡No me mates, papá!!
Fue un golpe seco.
Sintió cómo la sangre le corría por el labio.
— ¿Por qué tenías que hacerlo, papá?
Aun pudo oírlo cuando decía:
—¡Maldita!...
¿Dónde caería la mosca? Tal vez entre los tipos de la Underwood.
Sobre la nítida cuartilla había quedado una manchita de sangre.
La espiral de humo blanco se había desvanecido.
Recordó que a su niña, después de aquella escena del bastonazo, él la llamaba mosquita muerta. La niña ya se había acostumbrado al sobrenombre.
Lo invadió la tristeza. Sintió dentro de sí como una ola que subía por sus venas inundándolo de un dolor infinito.
Se echó sobre la máquina de escribir, deshecho en llanto, y estalló en un sollozo:
—¡Mosquita muerta!
Ya estaba casi a punto de estructurar en mientes un buen conflicto de tipo psicológico, cuando, de pronto, ¡zaz!, el condenado zumbido lo distrajo. Era la mosca. Dio varias vueltas alocadas y fue a posarse sobre la nítida cuartilla.
"De haber tenido a mano el matamoscas, no te salvaba ni el diluvio", pensó él, pues en efecto la tenía a su alcance. La mosca estaba allí, quietecita, frotando una contra otra sus dos patitas delanteras, feliz e inocente, lejos de imaginar que ya la muerte rondaba junto a ella.
En ese instante, por rara asociación, él recordó a su niñita.
Se enjugó con el pañuelo la frente como para borrar ciertos recuerdos que sólo conseguían entristecerlo.
Sacó de su petaca un cigarrillo. Le dio lumbre.
La mosca echó a volar con la primera bocanada de humo, giró alocadamente, y se esfumó como por arte de magia.
Menos mal. Sin embargo, seguía sintiendo en los oídos y aun en la mente su fastidioso ronroneo. Puso en el cenicero el cigarrillo. Procuró concentrarse. Hizo un esfuerzo por reanudar el hilo de la trama iniciada. Inútil. Sentíase nuevamente tan abúlico como antes de empezar y desechaba como cosas insulsas e inadecuadas los diversos asuntos que su imaginación le brindaba. Permaneció un instante como embebido contemplando la espiral de humo blanco que se iba desprendiendo del cigarrillo.
Volvió a fumar.
Se echó hacia atrás e intentó hacer un aro con el humo. No resultó. Se quedó contemplando cierta manchita negra en el cielo raso. Era la mosca. Casi le disgustó verla tan quietecita allí arriba. Por lo menos podía bajar a distraerlo.
Cogió un pedazo de papel, hizo una bola, y la tiró fuertemente contra la mosca. La vio girar por un momento y nuevamente la perdió de vista.
Antes hallaba siempre algún pretexto para ocultar su abulia mental ya que invariablemente la culpa recaía sobre la esposa o la niña. Cuando no era por un motivo era por otro.
—Papá, ¿qué escribes?
—Un cuento.
—Entonces, cuéntamelo.
—No es de los que se cuentan.
—Si no es para contarlos, ¿para qué escribes cuentos?
—Para comer.
—¿Quieres que coma cuentos?
Se dejaban oír, casi al unísono, un bofetón y un alarido. La chiquilla se abrazaba a él llorando.
—Ya te he dicho que no le pegues a la niña.
—Que te deje tranquilo. Si no escribes, nos moriremos de hambre.
Otras veces lo ponía en ascuas el insólito silencio de la casa. Cavilaba. ¿Qué habría podido sucederles? No tardaba en conocer el misterio. Con un dedo en la boca, la esposa se le acercaba de puntillas.
—Déjate e teclear. Con ese ruido me vas a despertar a la niña.
No había nada qué hacerle. Se iba al billar.
Ahora, la ausencia de ambas lo hacía sentirse descentrado e incómodo, pues aunque procurara justificarse, no las tenía todas consigo ya que bastante de la culpa la había tenido su impaciencia.
Lo que más lamentaba eran las veces que, sin motivo aparente (según decía la esposa), había estallado en un acceso de rabia dizque porque la niña lo distraía, pero él había tenido sus razones para estallar.
—No voy a molestarte, papá, me quedaré a tu lado quietecita mirando esta revista.
Al poco rato se levantaba a preguntarle esta o aquella cosa de la revista. Como él, con la mejor voluntad, la complacía, ella cogía confianza, lo abrazaba, e insistía en molestarlo, hasta que, ya cansado, él le decía: "¡Vete con tu mamá!"
La esposa, entretenida con algún libro interesante, no se ocupaba de la niña, que volvía a molestarlo. Él se indignaba y ardía Troya.
Ahora de nada le servían la soledad y el silencio que le había creído conquistar ya que más bien era la atmósfera propicia para que lo invadiesen los tenaces fantasmas del recuerdo. Sumido en esa atmósfera irreal, como de sueño, le parecía aun sentir el lloriqueo de la niña y el fastidioso ronroneo de la esposa.
¡Maldita mosca! Volvió a zumbarle en el oído.
No comprendía por cuál oculta rendija la habría podido colarse. Con la idea de evitarlas, se había encerrado allí en la recámara y por la misma causa no había querido abrir los cristales que daban a ese infecto jardín lleno de estiércol. Era de allí de donde procedía toda esa fauna de dípteros, coleópteros y demás destructores de la paciencia humana. Prefería soportar el asfixiante calor de su forzosa clausura, con tal de verse libre de la nauseante tabanera.
Sentía el zumbido, pero no la veía.
Nada le producía tanto asco como las moscas, sobre todo cuando eran (¡como esa!) de las que se empecinan en besuquear los labios del homo sapiens, dejándole ese horrendo prurito que es como un anticipo de la futura gusanera.
Lo más raro era que ésta parecía haber surgido de la nada. Cayó como el cielo.
Ahora volvía a rondar en torno suyo.
¿Por qué no limitaba sus giros al ámbito, más adecuado para ella, de la sombría cocina o del repleto y oliente basurero? Pero, no. Necia, intrépida, tenaz, impertinente, prefería impacientarlo, como si la consigna fuese la de empujarlo a la locura o al crimen. Era como si, obedeciendo a algún destino fatal, ella buscase la muerte que solamente él podía darle.
Ahí estaba de nuevo queriéndolo besar. Desesperado, trataba de quitársela de encima dándose manotazos por aquí y por allá.
Pensaba: "¿En dónde diablos habré metido el matamoscas?"
Recordaba casi con precisión haberlo visto la última vez sobre la cama de la ausente.
Su esposa había implantado la costumbre de las camas gemelas "para evitar disgustos".
—¡Mosquita muerta!
Ahora que ella no estaba, la cama de la ausente le servía a él para echar libros, revistas, ropa sucia, paquetes y hasta desechos de papeles. Bajo aquel maremágnum estaría el matamoscas. Lo malo era el esfuerzo que requería su búsqueda.
Después de lo ocurrido había vivido como en un mundo absurdo, entregado a la más insípida bohemia, sin rasurarse, sin arreglar la casa, sin querer ver a nadie ni a la Nana —que hacía también la criada— a quien dio un nuevo mes de vacaciones, para no verla todo el día lloriqueando y, sobre todo, porque ella lo seguía con la vista como testigo acusador, silencioso.
La espiral de humo blanco le recordó a la niña.
Todo había sucedido por culpa de la esposa. Se empecinó en llevársela consigo, por no dejarla con la abuela.
¡Maldita mosca! Le rozó la mejilla, produciéndole un desagrado de cosa muerta.
Tenía que hallar el matamoscas, de lo contrario no iba a escribir el cuento en toda la tarde. La mosca o él.
Ahí estaba la muy taimada, quietecita en el cristal del espejo. La veía allí, tan inmediata, tan cerca de su mano, que parecía estar retándolo, como cuando la esposa lo provocaba llamándolo cobarde para incitarlo a la violencia.
Bastaría el matamoscas y el asunto quedaría concluido.
Al levantarse, con la mayor cautela, se vio a sí mismo en el espejo. Le pareció que ese otro del espejo no era él. El rostro que veía no era su rostro de antes, sereno, bondadoso. Barbudo, despeinado, con los ojos rojizos y esas ojeras, hondas violáceas, más parecía un recluso, un forajido.
No, no era el mismo de antes. Sentía remordimientos y se acusaba del percance ocurrido. ¿Para qué disculparse atribuyéndole la causa a la esposa? Al fin y al cabo lo que ella procuró fue alejarse, llevándose a la niña, para que él se enfrentara a su creación literaria sin cortapisas ni pretextos.
La mosca lo estaba enloqueciendo con sus revuelos.
Se aproximó a la cama de la ausente y echó a un lado revistas, libros, ropas. Tenía que dar cuanto antes con el bendito matamoscas.
Al sentir el contacto de las sábanas se acordó de la esposa.
La colcha estaba helada, casi húmeda, con ese frío absoluto del abandono y de las camas donde duermen las sombras.
Sintió el escalofrío que le causaba la voz chillona de la esposa.
Le parecía escucharla:
—¡Ya no podrás quejarte! ¡Te hemos dejado solo! ¿Por qué no escribes?
La mosca le hizo cosquillas en la oreja. ¡Mal haya! No hallaba el matamoscas, y la idea de matarla ya lo tenía desazonado. También deseó la muerte de la esposa. Y habría sido capaz de...
Aquella vez estuvo a un tris de matarla. Como la niña le era leal sólo a él, le contaba todas las fechorías de mala hembra, que queriendo vengarse, la emprendió a taconazos con la criatura, gritándole:
—¡Mosquita muerta! ¡Ya verás! ¡Soplona!
De un tremendo empellón él la arrojó sobre el lecho e iba a asestarle un bastonazo, ciego de furia, cuando los gritos de la niña lo frenaron.
—¡Mosquita muerta serás tú! ¡Simuladora! —le dijo—. Fingiste serlo para atraparme; pero eres una araña asquerosa.
La mosca revoloteó en sus labios y tuvo que frotárselos rápidamente para quitarse la sensación nauseante.
Tiró al suelo las revistas, los libros.
¡Por fin el matamoscas!
Lo blandió con el gesto del militar que se prepara a entrar en combate.
Buscó con la mirada a la mosca.
La vio. Se había posado sobre una de las piezas de la Underwood. Al verla, todos sus nervios quedaron en tensión.
Se le fue aproximando con paso de felino. Levantó el matamoscas.
Gracias a la chiquilla no asesinó a la esposa aquella vez que por poquito leda con el bastón. Desde ese día ya él no volvió a vivir en la casa sino cuando ella resolvió irse a pasar algunos meses en casa de los padres. No hubo maneras de disuadirla para que le dejase a la niña. ¡Pobre criatura! Lloraba a gritos cuando subió al avión, llamándolo, como si presintiera la desgracia.
Difícilmente pudo identificarlas después del accidente.
Sólo vio sangre y humo.
Todo por culpa de la esposa.
—¡Maldita!...
La mosca estaba allí nuevamente sobre la nítida cuartilla.
Puso en proyecto el golpe.
La espiral de humo blanco sufrió una distorsión como de pánico.
Ya iba a lanzar el golpe cuesta abajo, cuando se vio a sí mismo en el espejo.
Parecía un criminal.
En ese instante tuvo la idea del cuento.
Voz infantil: ¡Yo quiero ver a mi papá!
Voz maternal: ¡Te he dicho que no puedes!
Voz infantil: ¿Por qué?
Voz maternal: Porque los muertos no vuelven a la tierra.
Voz infantil: ¡Yo no quiero estar muerta!
Voz cósmica: ¿Por qué alborota tanto esa niña?
Voz etérea: Dice que quiere ver a su papá.
Voz cósmica: Bueno, que no fastidie. (Un trueno.)
¡Déjenla ir! (Otro trueno). Visitará a su padre, pero en forma de mosca. (Una centella.) Será una de esas moscas que andan en busca de la muerte.
—Papá, ¿no me recuerdas? No vayas a creer que soy una mosca. Todo eso es puro cuento. Soy una niñita linda. ¿Por qué das manotazos? No me gusta ese juego. Papacito, no me mires así. Me das miedo. Pero, antes. ¿Por qué me apartas siempre dando papirotazos? No voy a distraerte. ¿Te acuerdas cuando escribías tus cuentos, que yo me echaba encima de ti, dándose besos y haciéndote diabluras, y tú seguías tecleando como si nada? ¿Lo recuerdas, papito?
Lo vio aferrar el matamoscas, y se quedó observándolo mientras él se acercaba.
—Papá, ¿qué juego es ése? ¡No me gusta! Tienes la cara fea como la vez que ibas a darle a mamá con el bastón. Te pareces al gigante del cuento que se comía a los niños. ¡¡No me mates, papá!!
Fue un golpe seco.
Sintió cómo la sangre le corría por el labio.
— ¿Por qué tenías que hacerlo, papá?
Aun pudo oírlo cuando decía:
—¡Maldita!...
¿Dónde caería la mosca? Tal vez entre los tipos de la Underwood.
Sobre la nítida cuartilla había quedado una manchita de sangre.
La espiral de humo blanco se había desvanecido.
Recordó que a su niña, después de aquella escena del bastonazo, él la llamaba mosquita muerta. La niña ya se había acostumbrado al sobrenombre.
Lo invadió la tristeza. Sintió dentro de sí como una ola que subía por sus venas inundándolo de un dolor infinito.
Se echó sobre la máquina de escribir, deshecho en llanto, y estalló en un sollozo:
—¡Mosquita muerta!
Créditos
Texto del cuento Blog LECENMUS
Fotografía Wikipedia y Google Imagen