el 20/05/2016 | 6:20
Juan Benet
El estilo proporciona
el estado de gracia; a falta de otro término más específico es preciso buscar
en el estilo esa región del espíritu que se ve en la necesidad de subrogar sus
funciones para proporcionar al escritor una vía evidente de conocimiento que le
faculte para una descripción cabal del mundo y que sea capaz de suministrar
cualquier género de respuesta a las preguntas que en otra ocasión el escritor
elevaba a la divinidad.
Lo que se acostumbra a
llamar un estilo suele tener una raíz popular. Pero el estilo muere de viejo,
alejado del pueblo. Su momento de mayor gloria coincide con frecuencia con su
máximo alejamiento de las fuentes populares de donde nació.
En cambio el grand
style es único: el mismo para el dios que para el aventurero; para que un
pastor se dirija a un rey y se entienda con él sin necesidad de que el monarca
descienda de su sitial. Puede que esa singular y elevada monotonía del estilo
no tenga su origen también en el libro que más influencia ha tenido en la
formación de todas las épocas nacionales: la Biblia. El mismo Nietzsche lo
dijo: El gran estilo nace allí donde la belleza triunfa sobre lo monstruoso.
En nuestro país el gran
estilo se define en la vaguedad, torpeza y falta de precisión. En Inglaterra,
Italia o Francia ese estilo no falla nunca. En España ninguno de los grandes
clásicos coincide en el tiempo o en la acción con ese gran estilo al que, por
despecho o repugnancia, han renunciado voluntariamente para echarse en brazos
del casticismo. Es cierto que en nuestra literatura no falta ese énfasis que
tan cómodamente se confunde con la grandeza.
Estoy convencido de que
una obra no puede contar con otro abogado defensor que con sus valores
literarios, su estilo. Muchas novelas han dejado de interesar porque no tienen
estilo, porque el estilo es, en parte, una manera cualitativa de conocer. No
supieron dar a la información un valor permanente que mantenga el interés una
vez que aquella había perdido actualidad. Nunca se dejará de leer Moby Dick
porque lo que Melville dijo sobre el tema no dejará nunca de tener interés
gracias a la forma que le dijo. Por tanto uno de los grandes temas del problema
del estilo es que la cosa literaria sólo puede tener interés por el estilo,
nunca por el asunto. El interés no puede radicar en la información en sí, sino
en aquel estilo narrativo que haga permanentemente interesante un conocimiento
que ha dejado de tener actualidad. El estilo no es más que un esfuerzo del
escritor por superar el interés extrínseco de la información para extraer de
ella su naturaleza caediza y confeccionarle otra perdurable.
El escritor que inició
su carrera con los comentarios de actualidad llega en un momento a descubrir
que se ha hecho poseedor de un estilo, es capaz de tocar cualquier futilidad
para interesar al público. En definitiva, el estilo es un instrumento con el
que puede acercarse a cualquier cosa para descubrir y extraer su interés.
La madurez supone casi
siempre un estilo porque es el estado que comienza con la decisión de abandonar
la búsqueda del vacío para dedicarse al pulimento de la herramienta (publicó su
primera novela —tras ser rechazada por varias editoriales y varias veces
reescrita— con cuarenta años). Durante los años de aprendizaje es la obra quien
tira del escritor remolón para arrastrarle hacia su deber. En la madurez, es el
escritor quien tira de la obra.
Una de las cosas que a
la larga le suele sentar peor a una prosa es la innovación. Una cosa es
renovarse, hacer que una cosa sea nueva siendo la misma y otra muy distinta es
innovarse, alcanzar la novedad marcando las diferencias.
Los escritores griegos
de la época helenística solían designar la inspiración con el término
entusiasmo, con esto querían indicar que tenía una raíz divina. Es el regalo
que los dioses entregan al hombre para ayudarle a conocerlos, ensalzarlos y
temerlos. Así el escritor inspirado (entusiasta o endiosado) es quien por
disponer de una visión más amplia que la usual es capaz de describir y ensalzar
el mundo con más precisión, generalidad y firmeza que los hombres dedicados al
estudio.
Haciendo uso de la
analogía de la gracia es preciso concluir que el soplo divino sólo lo recibe el
escritor que se halla en estado de gracia, un estado transpuesto que al tiempo
que le despierta una sensibilidad y una receptividad hacia el mensaje de las alturas
le embarga un cierto número de facultades que se demuestran innecesarias en ese
acto.
Una composición lírica
es la única obra literaria vigente en el momento actual que puede ser
totalmente inspirada o derivada en su totalidad de un dictado de la inspiración.
Hasta el Romanticismo o la Ilustración no se puso nunca en duda la existencia
de una fuente de conocimientos y bellezas que acudía en socorro del poeta para
mitigar los rigores de su carrera.
El escritor judío no
tiene ni que investigar ni que novelar; es el puro narrador y su función única
es la de cantar la gloria y el poder de Dios; y quiso dar a su libro el
carácter de crónica verídica para atraer la atención, la fe y la credulidad del
lector. Por esto el Antiguo Testamento tiene una sola intención, un único
estilo y una única fuente de inspiración.
El contenido, las
fábulas son un ejemplo de una inspiración dictada por una creencia, ceñida a un
estilo insoslayable y limitado a una estricta concepción del universo que es la
base del estado judío y de su legislación.
En la prosa sagrada es
muy raro que un pasaje bíblico comience con “Una tarde…”. Estas dos palabras no
prefiguran un estilo, pero sí adelantan un modo narrativo. Y es que de ellas
arranca un estilo que tiende a la ficción frente a “Y aconteció…” que se
corresponde con una intención dogmática y una voluntad histórica. El empleo del
artículo indefinido de “Una tarde…” lleva a adueñarse del tiempo, de aquella
tarde que por ser una entre millones no tiene una configuración propia, por lo
tanto, al ser extraída del conjunto innominado e infechado pasa a pertenecerle
en toda su extensión.
Fuente: http://zonaliteratura.com/
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