Critica y reseña: Fragua interior de Clementina Suarez por Segisfredo Infante






         Janet Gold ha escrito los detalles más llamativos sobre la vida y la obra de Clementina Suárez Zelaya Bustillo (1902-1991). Después de su minucioso volumen de cuatrocientas veinticinco páginas, publicado en inglés durante el año de 1995, y en español en el año 2001, es muy poco lo que cualquier autor podría descubrir o añadir. Lógicamente lo “muy poco” podría incluir el concepto de lo “infinitesimal”. Exceptuando, quizás, en este orden de ideas, el interesantísimo capítulo de veintidós o veintitrés páginas que Helen Umaña le dedica al análisis muy específico de su poesía en el voluminoso texto “La Palabra Iluminada”. Porque antes de esos escritos (de Gold y de Umaña), casi todo se había reseñado, positiva y negativamente, en la semblanza comprimida de la escritora cubana Julieta Carrera; en las críticas o censuras contenidas en el “Itinerario” del señor José Rodríguez Cerna, y en un artículo publicado, a propósito de su fallecimiento trágico, por el historiador Ramón Oquelí Garay en el desaparecido “Boletín Literario-Informativo 18-Conejo” que dirigíamos, a finales del siglo pasado, Juan Ramón Martínez y el autor de estas homenajeantes palabras. Sospecho, con la posibilidad de equivocarme, que todo lo demás que se ha escrito, publicado o conversado sobre “Doña Clemen” es, hasta cierto punto, un conjunto inarticulado de lugares comunes repetidos ad perpetuam, ya sea en bien, en ambigüedad o en mal, sobre una de las personalidades más coloridas de la poesía y de la promoción cultural que ha parido Honduras. Eso incluye algún artículo que yo mismo he publicado, en favor de “Doña Clemen”, en las páginas del diario “La Tribuna”.  
        
 Así que, a riesgo de caer en los tópicos de siempre, o en los conceptos manidos, suavizados o vacíos de contenido, la “Fundación Clementina Suárez” me ha encomendado la tarea de dirigir algunas palabras “magistrales” sobre la controversial poetisa olanchana ante un distinguido auditorio de Comayagua, antigua capital colonial de la provincia de Honduras, y tierra de poetas extraordinarios del siglo veinte, como Ramón Ortega, Antonio José Rivas y Edilberto Cardona Bulnes. Igualmente tierra del historiador colonial, que dejó marca respetable en la historiografía hondureña, don Mario Felipe Martínez Castillo. Todos los mencionados, exceptuando a “Orteguita” (como cariñosamente le decía Froylán Turcios), fueron amigos personales míos, entre ellos uno de los decanos de la crónica periodística comayagüense, el chispeante don Leonardo Letona, recientemente fallecido.

         Aclarado lo anterior mis palabras seguirán una especie de recorrido mental de recuerdos nebulosos y precisos, relacionados con la obra, y con algunas imágenes aisladas de la autora homenajeada, ligadas a unas conversaciones ocasionales con Medardo Mejía, Manuel Salinas Paguada y con el mencionado Ramón Oquelí; todos amigos personales míos, y de “Doña Clemen”, igualmente fallecidos. A eso habría que añadir las conversaciones ambiguas, ocasionales, con algunos pintores hondureños que la conocieron y trataron de cerca. Como en mi caso individual pertenezco al grupo disperso de los escritores que, según Janet N. Gold, evitan, en lo posible, hablar mal de sus paisanos, especialmente si ya remontaron los umbrales de ultratumba, mi conferencia será fundamentalmente, en un noventa por ciento, laudatoria-impresionista. Esto significa que hablaré --lo poco que pueda hablar--, de esas imágenes aisladas, interiorizadas en mis recuerdos, y de mis apreciaciones del entorno y de las impresiones que recibí de su obra poética cuando todavía era un adolescente, estudiante del Instituto Central “Vicente Cáceres”.
         
Ese enjambre de recuerdos melíficos, o agridulces, apareció una mañana cuando Oscar Soriano y el autor de estas palabras retornábamos de un viaje intelectual por San José de Costa Rica, en tanto que al solo salir del aeropuerto Toncontín, en Tegucigalpa, el taxista encendió la radio para tropezar con la grave noticia que la escritora nacional había muerto, trágicamente, durante esa misma mañana o el día anterior, como resultado de un ataque criminal en su propia residencia del barrio La Hoya en la ciudad capital. Creo que era un lunes nueve, o un martes diez, del mes de diciembre del año 1991. Quedamos paralizados ante lo terrible de aquel acontecimiento, escenificado contra la humanidad de una anciana indefensa, cuya sola existencia compendiaba toda una vida de trajinares culturales por Juticalpa, Trujillo, Tegucigalpa, Nueva York, La Habana, México, Guatemala y San Salvador, en donde la poetisa había pernoctado, residido, habitado, trabajado, amado y luchado, durante tantas décadas de desconocimientos, triunfos, desdenes, reconocimientos y adversidades.
         
Pensé en Juticalpa, su ciudad natal, en el departamento de Olancho. Es extraño que mientras trabajé, durante unos tres meses, entre 1971 y 1972, en esa capital de provincia como jefe de la “Imprenta Alba”, nadie me mencionó el nombre de Clementina Suárez. Ni siquiera la mencionó el profesor y poeta olanchano don Miguel Ángel Osorio, su paisano inmediato, que era el dueño de la imprenta. O quizás nunca se presentó la ocasión de mencionarla. El caso es que, según se desprende del libro de Janet Gold, ni siquiera en Juticalpa la poetisa era reconocida como una mujer de dimensión nacional, por lo menos hasta poco después que el Estado la condecorara, en 1970, por presión de sus amigos cercanos, con el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”, que en la sociedad juticalpense comenzaron a medio-aceptarla, si pudiéramos utilizar esta frase compuesta. Desde luego que había excepciones de la regla, como el escritor Medardo Mejía, que la estimaba en grado sumo. Y quizás el abogado Guillermo Emilio Ayes. Dos olanchanos, de pura cepa, que a la sazón vivían en Tegucigalpa. Y es que de acuerdo con una versión, recientísima, del doctor Oscar Montes Rosales, su señora madre (oriunda de San Francisco de la Paz), le narraba que Clementina había escandalizado a las niñas y muchachas de Juticalpa con algunos poemas eróticos (nunca publicados) allá por la segunda y tercera décadas del siglo veinte, en la todavía aislada y recatada provincia olanchana. Así que desde que era una mozuela Clementina se había entregado a la ardua tarea de fraguar su propia personalidad, condimentada con delicias, contrariedades y sinsabores, con un sentido de libertad e independencia individual pocas veces visto en la historia femenina de Honduras, excepto en la ciudad colonial de Danlí, con la recia y hermosa figura de doña Lucila Gamero Moncada, quien comenzó a leer, escribir y publicar sus primeros cuentos y novelas durante las últimas décadas del siglo diecinueve y comienzos del veinte, con el auxilio de Froylán Turcios y sus revistas, y bajo la influencia bienhechora, directa e indirecta, del pedagogo guatemalteco don Pedro Nufio, radicado, en aquel entonces, en el oriente hondureño. (El profesor Nufio mantuvo una estrecha relación con los varones de la familia Gamero, en donde de alguna manera figuraba la inteligente señorita Lucila, quien más tarde sería conocida con el apellido “de Medina”).
         
Mi primer contacto con la obra escritural de Clementina Suárez (ya lo he narrado en un pequeño artículo publicado en diario “La Tribuna”) ocurrió  en los comienzos del año 1972, después de un reñido concurso de oratoria colegial en que, como premio, me regalaron un excelente lote de libros de autores hondureños. Ahí venía un libro-homenaje publicado por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, dedicado a la vida y la obra de “Doña Clemen”, en que según mi cortocircuitadamemoria (así me ha quedado después de los padecimientos de un “dengue tipo tres”), se destacaban, principalmente, los versos del poemario “Corazón Sangrante”, lo mismo que las pinturas y caricaturas del llamativo rostro de la poetisa, elaboradas por diversos artistas “mesoamericanos” y del trasmundo, a lo largo de muchos años. No recuerdo si fue Diego Rivera o José Clemente Orozco (ambos mexicanos) quien le expresó que iba a pintarla o dibujarla porque tenía “el rostro más bonito” que el pintor había visto. Pero esas fueron las palabras aproximadas de un famoso mexicano hacia una casi desconocida escritora y promotora de arte, oriunda del interior de Honduras, cuya profunda expresividad, entre mulata, indígena y española, resultaba inolvidable. De hecho, en mi ingenua adolescencia de estudiante del Instituto Central, en tanto que apenas tenía dieciséis años, me encantaron los poemas de “Corazón Sangrante” de Clementina Suárez, publicados, originariamente, en el año 1930. Ahora puedo deletrearlos con los ojos del pensamiento de un lector frío que ha realizado un largo e intenso recorrido por las obras de los grandes escritores del planeta (incluidos los poetas de ambos sexos) a través de todos los siglos; o de un hombre maduro que en los comienzos del atardecer de su vida, pernocta filosóficamente dentro de una larga estación otoñal. Sin embargo, para el motivo especial de esta conferencia, mantengo mis juveniles percepciones impresionistas, simpáticas y cargadas de paisaje y paisanaje, en favor de la polifacética “Doña Clemen”. Sobre el resto de una parte de su obra poética sería pertinente, tal vez, releer los consejos oportunos que le ofreció Hernán Robleto, y que la poetisa desconsideró; asimismo las fuertes referencias en las páginas mencionadas de Helen Umaña; y las críticas incisivas en las citadas memorias de José Rodríguez Cerna, en contra del hipotético mito literario creado alrededor de la poetisa olanchana.
         
Dicen algunos lógico-matemáticos de las escuelas formales, o tradicionales, que el símbolo “A” es igual, exactamente, sólo al símbolo “A”. Con esto se ha definido, en la historia de la escritura y de los símbolos, los conceptos de “igualdad” e “identidad”.  Esto significa que el símbolo “A” es igual a sí mismo; se parece consigo mismo. Que en principio de cuentas es diferente a los demás símbolos o cantidades que representa. Este camino de la simbología lógica podría ayudarnos a encontrar la identidad peculiar de Clementina Suárez, en tanto en cuanto ella se entregó a la tarea --desde que era adolescente--, de fabricar una personalidad que le permitiera sobrevivir en un mundo de escritores del sexo masculino y de incomprensiones femeninas; pero que también le ayudara a diferenciarse de las demás mujeres hondureñas, centroamericanas y mexicanas. Que le ayudara, en definitiva, a distinguirse de las posturas “feministas”, amén que ella compartía y levantaba algunas de las consignas del movimiento femenino y feminista iniciado, en Tegucigalpa, capital de Honduras, por la luchadora evangélica-liberal: doña Visitación Padilla. Al fraguar su personalidad única (“única” en nuestro medio) logró ir mucho más lejos con su compromiso social, al simpatizar con las revoluciones de “izquierda” en general, y con la revolución mexicana agrarista en particular, sin militar jamás en ningún movimiento “izquierdista”, ni siquiera de vanguardia literaria. Ella era ella, en sí misma y para sí misma, con sus aciertos, sus alcances y sus errores. En ella, como lo insinúa Janet Gold, coexistían tres poetas o tres personalidades, porque, entre otras cosas, “creó su propia receta poética”.
         
En ese intenso proceso de “cocrearse” a sí misma, como bien los dirían los teólogos del socialcristianismo, comenzó por desligarse del concepto tradicional de “poetisa” para autobautizarse bajo la etiqueta de “poeta”. Desde entonces, pese a las exigencias lógico-gramaticales, casi nadie se atreve a mencionarla como poetisa, sino como poeta. Es más, algunas escritoras hondureñas han seguido la costumbre impuesta por “Doña Clemen” de suscribir sus escritos como “poetas”, evitando el de “poetisas”. Naturalmente que la singular escritora olanchana ha cosechado algunas admiradoras e imitadoras por aquí y por allá, con el lamentable suceso que algunas, en su afán desmesurado de imitarla, han copiado hiperbólicamente las partes negativas de aquella personalidad, olvidando ciertas actitudes aristocráticas de “Doña Clemen”; la exquisita indumentaria característica en su forma de vestir; los temporales retraimientos y los distanciamientos de los dogmas ideológicos; luego su simpatía, incluso poética, por los menesterosos, con algunos momentos de humildad.

A propósito de indumentaria recuerdo a Clementina Suárez en un desfile de modas francesas en la vieja tienda “La Moda de París”, animada por el comentarista deportivo el ingeniero Salvador Nasralla. También la recuerdo en algunas conferencias del erudito uruguayo don Oscar Falchetti, en que el fallecido escritor  Manuel Salinas Pagoada la rehuía porque la poeta Suárez, cuando se pasaba de copas, solía agredir verbalmente a sus amigos y conocidos. Pero en general se le recuerda, en forma positiva, como una formidable introductora (quizás la primera) de las galerías de arte en Honduras, iniciativa mediante la cual apoyaba a los valores artísticos “nuevos” y “viejos”, dada su intensa y larga experiencia en la ciudad de México y en las proximidades de San Salvador, capital de la República de El Salvador. Personalmente sospecho que promocionó en forma directa, a mediados de los años setentas del siglo veinte, a los muchachos del “Taller de la Merced” de Tegucigalpa, sobre todo al importantísimo pintor Luis H. Padilla, de cuyo pincel hay un retrato sugerente y complicado de “Doña Clemen”. También hay otro retrato interesantísimo salido de los pinceles del decano, aún vivo, de los viejos pintores hondureños: Miguel Ángel Ruiz Matutte. En esto se debe coincidir con la frase de María Eugenia Ramos, en el sentido que Clementina Suárez es una “mujer irrepetible”.  
         
Sin poner en duda, en ningún momento, la existencia de una fragua interior en la que lentamente “Doña Clemen” comenzó a forjar su espíritu libertario, e irreverente, hasta convertirla en un símbolo de la literatura y de los quehaceres culturales específicos de El Salvador y Honduras, es indispensable recordar la larga estadía de la escritora olanchana en la ciudad de México, en donde trabó amistad y relaciones coyunturales con pintores, poetas, narradores y promotores de arte, oriundos de diversas regiones hispanohablantes. En el contexto metropolitano es importante su relación de reciprocidad con el poeta español León Felipe, luchador republicano y traductor exquisito de una parte de la poesía del estadounidense Walt Whitmann; me refiero a los bellos fragmentos de “Canto a mí mismo”, que tendrán una lejana resonancia en diversos momentos de la poesía de nuestra paisana. En México “Doña Clemen” terminó su educación autodidáctica y acabó de configurar su recio carácter interior y sus posturas histriónicas hacia afuera. Se convirtió en una “real hembra”, como le gustaba expresar a don Medardo Mejía al momento de referirse a las mujeres criollo-mestizas. Tengo para mí la hipótesis que nuestra escritora asimiló algunas de las irreverencias, enfados, desenfados y escándalos típicos de Frida Kahlo, pintora, gestora cultural, esposa de Diego Rivera, suicida latente y amante fugaz de León Trotsky. Es probable que también haya derivado algunas enseñanzas de la gestora cultural doña Inés Amor, fundadora de la primera galería de arte en México. Así que algo de las apariencias de Frida Kahlo y de Inés Amor se reprodujeron, voluntaria o involuntariamente, en la personalidad de “Doña Clemen”, una vez instalada en San Salvador y finalmente en Tegucigalpa.
         
Empero, “Doña Clemen” tiene un sustrato que es muy propio en ella, resultado de la amalgama nostálgica de los viejos abuelos cimarrones de la tierruca olanchana; de las pepitas de oro, reales o imaginarias, del río Guayape; y de las ternuras de una poeta enamorada de algunos ideales o arquetipos inalcanzables, tanto personales como colectivos. Me contaba Ramón Oquelí que en cierta ocasión Clementina había expresado que ella y Medardo Mejía se habían “salvado” por su procedencia olanchana. Por supuesto que nuestra recia dama estaba pensando en los hombres y mujeres de pensamiento, narrativa y poética, como José Antonio Domínguez, Froylán Turcios, Salatiel Rosales, Alfonso Guillén Zelaya, Hostilio Lobo (el viejo), Paca Navas de Miralda y el malogrado Federico Peck Fernández. Este último organizador, a mediados de los años veintes, del grupo generacional “Renovación”. Quizás también pensaba en el dirigente proletario Manuel Cálix Herrera, amigo, o conocido, de don Medardo Mejía y de la salvadoreña-hondureña Gracielita Amaya. No incluía en la lista de los grandes olanchanos a los picapleitos; ni a los bravucones; ni a los forajidos; ni mucho menos a los hombres vulgares, rencorosos, que ofenden a sus parientes cercanos y les hurtan la vida a sus vecinos. Ella hablaba, en cambio, de una o varias generaciones de exquisiteces literarias, masculinas y femeninas.  
         
Allá por 1980-1981, en su casona de Comayagüela, a pocos pasos de la séptima avenida de la capital gemela, le pregunté a don Medardo Mejía que a cuál generación literaria pertenecía “Doña Clemen”. Vea joven, me contestó, “Clementina pertenece a todas las generaciones”. Esta afirmación casual de “Don Medardo” es ratificada por la citada Janet Gold, cuando refiere en las páginas 221 y 222 de su libro, que la poeta hondureña “invariablemente” rehusaba “delimitar las fronteras de su mundo”, porque replicaba que ella había “sobrevivido a la mayoría de las generaciones”, con las cuales se había relacionado en forma personal. Tampoco se había identificado con ningún grupo ideológico-político excluyente. En este punto clave resaltaba, nuevamente, la singularidad de Clementina Suárez, reafirmando, consciente o inconscientemente para sí misma y los demás, los conceptos de “otredad” y de “alteridad”, que se han puesto en boga, en forma reiterada, en los comienzos del siglo veintiuno, con el refuerzo teórico de autores contemporáneos y cronológicamente “posmodernos” como Emmanuel Levinas, Tzvetan Todorov y Roger Bartra, para sólo mencionar algunos.  

En nuestro mundo cargado de prejuicios y confusiones culturales, es harto difícil identificar, calibrar, tolerar y respetar la “otredad” del “Otro”, sobre todo cuando ese “Otro” es un ser humano pacífico e inteligente que defiende la autonomía relativa de su propia identidad individual, colectiva, nacional o regional. Si hay algo que yo respeto en grado sumo (y es lo que más respeto en ella), es el afán de doña Clementina Suárez por salvaguardar su propia singularidad intelectual y cultural que probablemente molestaba a algunos intolerantes cargados de fingidos puritanismos y de prejuicios ideológicos de diverso signo. De repente querían aplanarla ideológicamente, como pareciera ocurrir, ahora mismo, en estos días, contra personalidades e intelectualidades independientes, autónomas, desde posturas que provienen de “pensamientos únicos”, más o menos fundamentalistas; o de extrema izquierda o de extrema derecha. Esa singularidad polifacética de “Doña Clemen” (o de otros intelectuales recios como José del Valle, Ramón Rosa, Antonio R. Vallejo, Alberto Membreño, Lucila Gamero de Medina, Paulino Valladares, Rafael Heliodoro Valle, Alfonso Guillén Zelaya, Medardo Mejía, Ramón Oquelí Garay y Roberto Castillo), podría ser la pista para encontrar, o para construir, la tan necesaria identidad en marcha de una sociedad criollo-mestiza como la hondureña y la centroamericana.
         
No está de más subrayar, para ir finalizando, que a partir de los años noventas del siglo recién pasado, habrá de ser poco menos que imposible hablar o escribir sobre la vida y la obra de Clementina Suárez, sin referirse, previamente, al incomparable libro biográfico de Janet N. Gold. Me refiero al texto voluminoso “El Retrato en el Espejo; una biografía de Clementina Suárez”, reproducido por Editorial Guaymuras en noviembre del año 2001. El libro de Janet Gold se caracteriza, entre otras cosas, por su exhaustiva minuciosidad en los grandes y pequeños detalles de la inevitable escritora de Juticalpa. Tanto en sus virtudes insignes como en sus secundarios defectos. En sus mitos glamorosos como en sus realidades crudas. Pues casi nada escapa a la mirada escudriñadora de la profesora e investigadora norteamericana, con quien los hondureños hemos adquirido una deuda moral, intelectual, por haber dedicado tantos años a una investigación biográfica y literaria de tal envergadura, sobre la personalidad especial de nuestra Clementina Suárez.
         
Para finalizar: Nunca fui parte del círculo de amigos íntimos de “Doña Clemen”. Ni siquiera del cercano. Pero fui su admirador indirecto; “escorado”, como se dice tierra adentro. Aquí conviene remarcar que también he sido admirador inmarchitable de los quehaceres personales e intelectuales de mujeres formidables de Honduras, con personalidades y posturas diversas, como doña Josefa Lastiri de Morazán; Lucila Gamero de Medina; Argentina Díaz Lozano; Paca Navas de Miralda; Graciela Bográn; doña Alejandrina Bermúdez de Villeda; doña Nora Landa Blanco; doña María López Hernández y Hernández; doña Cristina Montes de Gálvez; doña Elvia Castañeda de Machado (o Litza Quintana); doña Leslie Castejón; y doña Rina Villars. Estas cuatro últimas damas mencionadas todavía viven, salvaguardando, quizás, sus ricas experiencias otoñales de un presente-pasado. También hay escritoras jóvenes serias que, como Daniela Navarrete, son una auténtica promesa para Honduras, que resultaría prolijo enumerarlas en este corto espacio. Y es que he intentado resaltar estos nombres egregios por sólo mencionar algunos, en tanto que deseo publicar mi testimonio escritural, que tenía sobre el tintero, para ayudar a destacar el tránsito por la existencia de una escritora vital que subsistió, amó, sufrió y enriqueció la bibliografía literaria nacional, como pocas en el siglo veinte. Presumo que con estas palabras cierro un capítulo pendiente sobre Clementina Suárez y las grandes mujeres hondureñas. De ahora en adelante me dedicaré a pensar rigurosamente, si el Dios Magnífico, los buenos amigos y las circunstancias adversas me lo permiten. (S.I.)
         

           Comayagua, Honduras, sábado 14 de septiembre del año 2013.
           
Nota: Reproducción de las palabras textuales de Segisfredo Infante, pronunciadas en la Casa de la Cultura de Comayagua, ante una audiencia de setenta o cien personas, un sábado lluvioso, 14 de septiembre por la noche. Ensayo-Conferencia publicado en el suplemento dominical “La Tribuna Cultural” (del  diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 29 de septiembre del año 2013, Págs. “14-B” y “15-B”:


Ilustración 

Corazón Sangrante,  pintura  por Blanca Cordón 



Reseña y Análisis crítico: "Una cierta nostalgia"de la escritora Hondureña, María Eugenia Ramos


Cuando se  llevaron la noche

Mario A. Membreño Cedillo (Escritor Hondureño)

Y caminaban, semejante a la noche.
Canto I, Ilíada.

La noche sugiere, nos enseña. La noche nos encuentra y nos sorprende
por su extrañeza; ella libera en nosotros las fuerzas que, durante el día,
son dominadas por la razón.”
Brassai, fotógrafo húngaro.

"Today, two things seem to be modern: the analysis of life and the flight
from life… One prectises anatomy of the inner life of one's mind, or one dreams.
Reflection or fantasy, mirror image or dreams image.”
Hugo von Hofmannsthal, 1893.

Foto El ángel del sueño, M.A.Membreño Cedillo (2006)
Una cierta nostalgia es el título del libro de cuentos de la escritora hondureña María Eugenia Ramos (segunda edición, Editorial Iberoamericana, 2010; la primera edición es del año 2000) (1). Compacto y mesurado libro que incluye once cuentos, de los cuales varios han sido antologados: Ocho de los once cuentos están muy bien planteados y escritos: El vuelo del abejorro, Para elegir la muerte, Entre las cenizas, La partida, La otra, Cuando se llevaron la noche, El círculo y Una cierta nostalgia.

Los cuentos antes citados tienen elementos en común: lo fantástico, los sueños, los espejos, la noche, la soledad, la incomunicación. Puertas que se abren y puertas que se cierran. Hay un intento de fabricar una nueva realidad, una búsqueda, sea entre sueños, espejos u oscuridad. Aquí la oscuridad (noche) no solo es física, sino sicológica, pero siempre queda reflejada la posibilidad de encontrar una puerta entreabierta. No obstante, la noche es el personaje principal, la cual  que tiene más que un carácter; abarca directa o indirectamente todos los cuentos, los abriga literalmente. Hay un manto de penumbra en todos los cuentos, ya sea la acción de día o de noche.

En El vuelo del abejorro la acción transcurre de día. Cuento sobrio y bien condensado, controla su eficacia con un cierto acento policial. Bien podría ser un sueño. Hay una transposición en progreso, una dualidad musical y visual: un espejo roto.

Para elegir la muerte, es un cuento fantástico que rompe los moldes de la realidad, pero al mismo tiempo es perfectamente cotidiano, recordemos Las fases de Severo, de Cortázar. Cuento sorprendente que rompe un estereotipo pero perfectamente cuadrado en la realidad. En una sociedad consumista también hay una oportunidad para elegir la muerte. El final se da en otra realidad que se abre más allá de una puerta, en la que bien cabría una constelación de estrellas o un pelotón de fusilamiento.

Entre las cenizas nos cuenta una variante de la fábula de la Cenicienta. Es un sueño dentro de un sueño. “En cuanto suba a su caballo olvidará siempre esa noche” (p. 41). Solo basta que el príncipe despierte ahora, pero nunca lo hace: un ejercicio de la asimetría de los sueños. ¿Y si el príncipe despertase y Cenicienta estuviese dormida? Es un sueño en ambas vías, luz verde para ambos. Lo idílico realizado es la coincidencia de los sueños. Pero en el cuento siempre hay una luz roja que prohíbe el encuentro del príncipe y la princesa.

La partida es un cuento sin ambages, en el que nunca sabemos qué pasa. Solo hay pincelazos de los protagonistas. Muy llano y con un final que sin rebuscarse produce honda impresión. James Joyce escribía cuentos similares: sin excesos y con finales sugerentes y no definitivos. Este es uno de los cuentos mejor logrados, por su sobriedad.

La otra es el recurrente desdoblamiento usado por muchos escritores, un nuevo espejo. Nos recuerda Lejana, de Cortázar, pero también esa desintegración emocional y física que se derrama en Una rosa para Emily, de Faulkner, y esa otra fabulación tremendista y gótica de Carlos Fuentes, en Aura.
El círculo es también una búsqueda circular, espejos y sueños. Una realidad que no es realidad, una incomunicación fáctica y subliminal; lo inexplicable como asunto del pan y el café a las siete de la mañana. Nos recuerda el cuento Mudanzas, de Cortázar, en el que todo el entorno va cambiando lentamente. Solo que aquí el cambio es inmediato, sin preámbulos, muy a lo Kafka, sin explicaciones, sin exordios: directo pragmatismo bostoniano y laconismo espartano.

Y finalmente: Una cierta nostalgia, una reflexión en primera persona de alguien que busca a los otros, pero que también espera vehementemente que otros lo busquen a él. Semáforo en verde para ambas vías. No es El enfermo imaginario de Moliere, ni es el personaje moribundo de La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, que tumbado en una cama va muriéndose de gota en gota, de palabra en palabra; rodeado de familiares estampados en un tapiz bizantino y en la sombra de la soledad de una estepa urbana. Aquí el caso es una leve raya   entre los muertos y los vivos; no hay adornos, ni personajes de primer plano, ni escenarios. Es casi un escenario minimalista. Solo monólogo consciente y narración directa de un knockout en el primer asalto, donde “el tiempo se ha detenido en el aire como una bola de cristal” (p. 90) y donde “millones de pies descalzos están pasando sobre mi tumba” (p. 93). Solo hay que recordar The dead de Joyce. Pero sin irse muy lejos, a la vuelta de la próxima esquina, se nos desencaja ese mundo entre vivos y muertos, que es Pedro Páramo. Solo lo salvan las palabras. Una lucha de la palabra contra la oscuridad (¿será noche?) Solo la palabra salva, dice el protagonista de Una cierta nostalgia “para no dejarme morir en las tinieblas” (p. 94). La palabra contestada en la voz del otro, los otros; los que fueron y los que vendrán. Frases que también nos recuerdan aquel poema de T.S.,Elliot: Tierra Baldía,

Hay tres cuentos más que por diversos motivos están debajo de la factura de los cuentos antes reseñados. Domingo por la tarde es un cuento que sin duda está bien escrito, pero que desentona con los otros. Es legítima la denuncia social, pero es un cuento que está escrito con una temática diferente y con un lenguaje estrictamente realista  y abiertamente insinuándose en el costumbrismo; y, sobre todo, escrito con otra disposición mental.

El viaje es un buen cuento, pero se queda corto en su final, resulta muy lineal; hay mejores maneras de plantear lo mismo desde un punto de vista literario. Y deja limitada las posibilidades de encontrar un final; que sin traicionar lo que se dijo, estuviera a una mayor altura ficcional.

Los visitantes es un tema muy interesante para fabricar un relato de alto nivel. Pese a que Helen Umaña (2), considera que este cuento está muy sentimentalizado, (lo reseña como “adherencias sentimentales”), hay otra consideración desde la construcción técnico-literaria que va más allá del lenguaje sentimental. El punto es que la autora nos da demasiadas explicaciones, por lo que resulta un cuento demasiado externalizado. Al lector no le queda un resquicio de imaginación, por lo que lo enfrenta desde la racionalidad pura. Y eso es una limitante; porque en la ficción uno busca lo lúdico, lo subjetivo, lo que dé espacio para volar: ejercitar la imaginación, que es el templo de toda calibrada ficción. Por ejemplo, en El jardinero (1926), Rudyard Kipling, aunque en el epígrafe habla de un ángel, en el texto nunca da explicaciones de nada. Deja todo a la imaginación y lo lúdico del lector; por eso es un cuento magistral, igual que Ellos, La casa de los deseos y Madona en las trincheras, todos cuentos de alta factura de Kipling. En la literatura o en la pintura, una pincelada de más o demasiadas explicaciones anulan el arte. Recordemos los cuadros maestros de Velásquez, siempre acusados de ser inacabados, pero no por eso dejan de ser obras maestras (3)

III

Foto: Noche y día. Mario A. Membreño Cedillo (Tegucigalpa, 2005)


Cuando se llevaron la noche, el cuento más emblemático y que reúne las cualidades de la mayoría de las narraciones de este libro, nos sugiere la frase de la Ilíada “y caminaban, semejante a la noche”, frase que glosó Borges en uno de sus libros. Pero, ¿será una sola y total noche o serán miles de noches? Este cuento está muy bien logrado e inteligentemente planteado; sin excesos en las descripciones ni intentos de explicar por qué se producen las cosas. Siempre se mantiene la tensión y atención del lector, con profundidad metafísica e impactante en su doble final.

En el cuento Algo había pasado ("Qualcosa era successo"), Dino Buzzati usa este recurso. En un día soleado, mientras un pasajero va en un tren, se da cuenta de que algo ocurre en las ciudades y el campo. Ve gente que corre, rostros destemplados, y no se explica qué es lo que pasa. Cuando baja del tren no encuentra gente: toda la ciudad está desierta (“cuando se llevaron a la gente”).

Cuando se llevaron la noche, aun en su aparente sencillez, es un cuento mucho más complejo que el de Buzatti. Plantea una dislocación del mundo, dos realidades, espejo contra espejo; en el fondo, el problema existencial atinente a la incomunicación. Siempre hay algo que no entendemos y que está más allá de nosotros: la otredad. La primera vertiente es que sucede algo inexplicable, irracional: la cosa que sustituye a la noche. Se arma muy al estilo del cuentista norteamericano H.P Lovecraf, especializado en el género de horror, para quien esa cosa que sustituye la noche lo es todo; lo demás es accidental.

En Cuando se llevaron la noche, por el contrario, hay una relación humana y existencial, y la cosa que sustituye la noche solo es un fondo que queda latente, muy en las esquinas del alma (horror metafísico).Esta vertiente es un irreverente estrechar las manos con el filósofo polaco Leszek Kolakowski. En ese terreno metafísico, esa cosa indefinida que va sustituyendo a la noche provoca temor, zozobra, incertidumbre, horror que nadie puede definir con palabras; porque no hay palabras que puedan expresar algo que está más allá del lenguaje.(4)

El otro final o vertiente es el concepto muy humano de la Espera. En la mayoría de los cuentos de este libro, los personajes esperan algo: sea una renuncia, un cambio de escenarios o algo más. Una espera que en esencia es judeo-cristiana (Ernest Bloch aborda el tema desde un sincretismo judeocristiano y marxista), afincada en la esperanza, que es diferente al simple optimismo. La espera de algo es un concepto teológico, muy estructurado en todas las religiones. Aquí la espera no es tanto que retorne lo que se fue, sino la transformación que sufre el que espera. El único que retorna es uno mismo transformado.

En El retorno de la noche, de Cortázar, el personaje retorna de una pesadilla; se salva porque despierta. En Cuando se llevaron la noche la trama es un proceso mental al revés; lo que sucede es real y no un sueño o pesadilla. Curiosamente, lo que puede salvar a la protagonista del cuento es huir de esa realidad presente, refugiarse en el sueño. Pero esa salvación solo es pasajera, porque hay que despertarse.

En el planteamiento de Cuando se llevaron la noche, hay varias posibilidades: nunca sabemos quién se llevó la noche, ni por qué (eso es parte del cuento, y corresponde al lector encontrar la noche, o imaginarse what happen?), recurso técnico que usaba Kafka. En sus novelas: (El castillo, El proceso, La metamorfosis) Uno nunca sabe lo que pasa, ni por qué. Cortázar usa ese recurso técnico en algunos de su cuentos; por ejemplo, solo para citar uno, Segunda vez.

Pero más complejo y dramático que se lleven la noche es que se lleven el día. Desde una visión de conjunto, quizás hay una relación con el poemario de la autora, Porque ningún sol es el último, (1989, Ediciones Paradiso). Lo que viene después del último sol es la noche; quizás, entonces, este libro de cuentos es el corolario del último sol (tesis atrevida, pero no descartable). Pero, si ya no hay sol y tampoco hay noche, entonces, ¿qué queda? ¿Y qué sigue después? Solo queda la recuperación: primero del sol (día), y después, de la noche. Ambas posibilidades están relacionadas con la Esperanza. Recordemos la sentencia sorprendente de Josué: “Sol, detente”. Pero también la sentencia neotestamentaria de San Pablo: “Renovaos por la transformación de vuestro entendimiento”.


Foto: Andrć Kertćcz (1972)

Hay, pues, dos tendencias estructuradas en estos cuentos: una primera tendencia esta  relacionada con problemas cotidianos, relaciones de pareja, de familia, filiación paterna, desesperanza en el amor; pero también la búsqueda de lo perdido. Y una segunda vertiente, que en un sentido muy general; asoma dosificadamente a lo fantástico; pero también tocando a la puerta de lo metafísico, lo inexplicable o lo maravilloso cotidiano. En la primera vertiente pensamos en Katherine Mansfield, muy influenciada por Chejov, caracterizada por desarrollar más los ambientes y la atmósfera que los personajes. En la segunda vertiente, estamos cuadrados en el mundo gótico de Isak Denisen (Karen Blixen): lo onírico, lo simbólico, lo exuberante, lo sorprendente.

María Eugenia Ramos conjuga y se mueve entre esos dos mundos, en estas tendencias temáticas y literarias; y lo hace con mesura, sin excesos, y en narraciones breves y solventes. Tiene talento y potencial para escribir cuentos; y no es fácil hacer cuentos de buena factura en el medio hondureño ni centroamericano; que no ayuda ni motiva mucho. En ese contexto, María Eugenia Ramos se perfila por esta obra como un inicio de una Khaterine Mansfield o Isak Denisen hondureña. O quizás una Elena Garro, pensando en términos latinoamericanos.

En fin, esto de escribir un buen cuento o una buena novela, pintar un buen cuadro o tomar una buena fotografía, o escribir una buena escena de teatro o una sobria y vivaz partitura musical; es en esencia y en última instancia; además del dominio de la técnica pertinente a cada disciplina artística; un acto de soledad y un desprendimiento de inteligencia pura (Emmanuel Kant), de esencialidad poética (John Keats), un proceso mental de alto nivel espiritual (Vasil Kadinsky).

Le resta a la autora asumir el reto de superar lo ya escrito; y consolidar su vocación y oficio de escribir. Sin duda es una escritora emblemática en nuestro país. Le resta asomarse a la ventana y saber qué es lo que ve. Porque hay que tener el carácter, la disciplina y la vocación para más. Porque, en eso de la vocación artística, que es siempre una decisión personal, solo hay una regla universal y sin contemplaciones y misericordia: siempre sola, absolutamente sola ante el espejo, y siempre a punto de tocar una puerta que nunca se sabe si se va abrir. Y si se abre, uno nunca sabe si al entrar va encontrar el último sol o la última noche. Porque siempre hay que recordar a Aristóteles: “el alma es todo en cierto modo”…

Angel Verde, M. A. Membreño Cedillo (2006)
No
 Notas
1.  Pequeñas resistencias, Enrique Jaramillo (Madrid, 2003); Antología de cuentistas hondureñas, Jessica Sánchez (Guatemala, 2005) Antología de cuentistas hondureñas, Willy Muñoz (Tegucigalpa, 2003).
2. Umaña, Helen (1999). Panorama crítico del cuento hondureño, 1881-1999. Editorial Iberoamericana.
3. Léase La desnaturalización del arte, de Ortega y Gasset, especialmente el estudio sobre el pintor Velásquez.

4 .Véanse las tesis de posibilidades del lenguaje de Gertude Stein, D. Lessing y Wittgenstein, sobre la limitación del lenguaje para describir y abarcar la realidad total.