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Microrelatos: Dos textos de Loren Laínez. Post Plaza de las palabras







Plaza de las palabras presenta en su sección Microrelatos,  dos textos de Loren Laínez, joven escritora hondureña. El primero Al subyacer la esperanza, un texto del fin de los tiempos., en música Cuarteto para el fin de los tiempos de Oliver Messiaen. El segundo El  último amanecer, una experiencia onírica. Ambos  micro relatos escatológicos, en que la autora logra plasmar la idea sin cortapisas. Microrelatos que convocan una seria reflexión en el lector. En el primero está en juego el fin próximo del genero humano, en el segundo el fin de una persona determinada. Género e individuo. Lo indeterminado y lo determinado;  conviven en una última mirada. El primero con un candor musical  irremediable, producto de la intuición fenomenológica.  El segundo, como toda muerte especifica, una resignada tragedia,  producto de la conciencia soñadora.    



Al subyacer la esperanza

Me levanté, vi hacia el exterior desde mi cuarto; un cielo forrado de cenizas y los vientos se agolpaban con los árboles. Me separé de la ventana, dándole la espalda. Mientras un aire frío y nostálgico llenaba de zozobra mi habitación.

Me volví para vislumbrar una vez más, seguía allí, aún permanecía aquel mundo, contrahaz de las agujas del reloj. Y las esencias perdiéndose en las penumbras de un laberinto, sin salida alguna, de olvido y engaños.
Una vez más, el mundo continuaba en su triste realidad, dando seguimiento a la inaudita rutina.

-¿Por qué el mundo va de mal en peor?- Se preguntó ella, para sí misma. La respuesta era evidente: Porque el mundo estaba llegando al final de sus tiempos.




El último amanecer

Desperté, pues una inmensa luz golpeaba, como si fuese con ímpetu, mi rostro.
Un fulguroso día estaba naciendo, una vez más.

Tenía la impresión de encontrarme en un lugar desconocido, pero quizás era solo mi pensar, ya que aún estaba algo letárgica. También sentía mi cuerpo quebrantado, como si en mis sueños, o pesadillas, me hubiesen atacado de dilatada manera, dejando fuertes heridas, golpes y magullones. Sentí que el suplicio se desencadenaba de mi cabeza, y llegaba al pecho, en derredor al órgano que emana la vida, eran terribles punzadas, un hostil dolor que me hacía sentir en agonía. Preferí callarlo, y soslayar aquel sentir, tal vez solo era un vago pensamiento, que deambulaba por mi mente, hasta lo más profundo, hasta mis entrañas. Podría ser y podría no ser, que aquello solo se tratase de un sueño, un sueño que vivía día tras día, a lo mejor no quería despertar de él, o simplemente deshacerme de eso.

Cerré mis ojos, traté de concentrarme, al abrirlos de nuevo, una nostalgia, acompañada de cierta alegría, inundaron mi corazón. Pude atisbar mi cuerpo conectado a muchos aparatos, sí, así era, aún seguía en aquel frío y desolado hospital.

Miré entrar a un individuo vestido de blanco. Iba a dar sus últimas órdenes. Así fue, comenzaron a moverme del lugar donde estaba para llevarme a un nuevo cuarto. Fue cuando pude contemplar el nombre de aquella habitación “La Morgue”.



Créditos

Textos tomados de La Tribuna cultural, Diario La Tribuna, 11 febrero de  2018


Ilustración 

Plaza de las palabras.







9 MICROFICCIONES CENTROAMERICANAS*




 

El sueño de los cazadores
Arrodillados en campo abierto, a mitad de la noche, arrancaron la hierba, alborotaron el polvo, cavaron con las manos un agujero más largo que profundo y lo llenaron de agua. Contemplaron un momento su obra: un agujero negro sin fondo visible en donde se reflejaba el infinito; por él, en cualquier momento, rodaría desprevenida la luna.
Vania Vargas, Guatemala, 1978

Los clásicos
Augusto Monterroso nunca olvidó la tarde cuando descubrió, en la biblioteca de su amigo Luis Cardoza y Aragón, un libro que creía perdido para siempre: La comedia de Aristóteles. Lo tomó con apremio del estante, sin cortedad alguna pues estaba solo. Al principio creyó que sus ojos lo engañaban. Incluso pensó que se trataba de una broma, de un remedo ingeniado para burlarse de su entusiasmo por los clásicos. Pero los detalles que saltaban a la vista parecían indicar que estaba en lo correcto. Intuyó que se trataba de una edición veneciana del siglo XVII. Acarició el lomo del libro, el cuero bruñido por el tiempo. Inspeccionó la suntuosa encuadernación con más cuidado y notó, cerca de los bordes, innumerables manchas diminutas y oscuras, ásperas al tacto. Sujetó con firmeza cada tapa del libro y lo abrió con cautela. Fue entonces cuando sintió un agudo ardor en las yemas de los dedos. El libro cayó al suelo con un polvoroso estruendo. Augusto miró, perplejo, sus manos abiertas. Sus dedos sangraban.
 El viejo Luis entró a la biblioteca en el preciso instante en que el libro caía de las manos de Augusto. No mostró sorpresa alguna.
—Ten cuidado, Tito —comentó—. Hay libros que muerden.
Y con estudiado sigilo, como si ensayase su nueva profesión de fantasma, caminó hasta su mullida poltrona y se sentó para conversar un rato con su leal amigo, que lo visitaba a este lado de la muerte.
Jorge Ávalos, El Salvador, 1964

Max Schreck entre nosotros
Aquella escena dulce de esa mujer que juega con el gato en el inicio de Nosferatu provoca mucha ternura, hay que reconocerlo. Es la bella imagen de alguien que no conoceremos nunca, de la que no sabremos su nombre, de la que del amor nos imaginamos todo.
 De mi madre, por ejemplo, recuerdo que cuando era niño ella escuchaba música en español de los sesentas y setentas, sin ningún tipo de pudor, es el mejor ejemplo de una ternura desconocida. Mi abuela, que dejó de hornear aquellos hermosos panes que le recordaban a su pequeño país, aquel El Salvador tan lejano, como las historias de terror que la radio nacional transmitía durante las noches de los veranos más calurosos que conocí durante mi infancia.
De la ternura no sabemos nada, de sus infinitas formas de multiplicarse en los ojos de la niñez, nada sabemos de ella y su cardinal latido que siempre nos ha invadido.
 De las noches de noviembre en un 1998 cada vez más lejano recordamos poco, apenas los fantasmas que creíamos jugaban con nosotros, pero de los que jamás una certeza profunda nos habitó. En la casa de las monjas estábamos seguros que vivía Nosferatu, que él tocaba la campana de la iglesia, que él era quien caminaba los callejones oscuros de nuestro pequeño barrio durante los apagones nocturnos que el huracán nos heredó, sin embargo no era él, era Julio, el hijo quemado de doña Betty. Era aquel que para nosotros era un monstruo al que le teníamos miedo, al que ella amaba con la fiebre de un corazón solitario.
Martín Cálix, Honduras, 1984

Entre la niebla
Aquella tarde, mientras conversaba con Marcelo, el más viejo de mis compañeros de trabajo, logré ver entre la niebla un resplandor intermitente. Lo único que podía determinar era que se dirigía hacia el astillero. Al definirse las formas, mi expectación se transformó en asombro. Era un enorme buque de tres mástiles. Sus velas raídas denotaban que habían soportado, quizás durante siglos, las incontenibles ráfagas del tiempo.
Interrogué a Marcelo, desconcertado.
“Es un barco fantasma —respondió—. Hacía años que no lo veía. No imagino por qué ha vuelto”.
Comenté asustado que debía tratarse de un presagio. Algo terrible estaba a punto de ocurrir.
“No lo creo —me corrigió, sin darle ninguna importancia—.Sólo debe ser que el océano está recordando”.
Kalton Harold Bruhl, Honduras 1976

Sueño y memoria
Al despertarme toqué mi frente y palpé la sangre caliente. Por un momento sentí miedo, como si el tigre pudiese saltar de mis sueños a mi cama.
Corrí por las habitaciones buscando a mi marido muerto en las fauces del animal en aquella pesadilla.
Encontré el cuerpo desnudo en mi baño, cubierto de sangre y con los ojos abiertos. Entonces recordé que soy hombre y nunca me he casado.
Martha Cecilia Ruiz, Managua, 1972

Los otros
Madre siempre nos prohibió entrar al bosque. Nos enseñó a buscar entre los edificios abandonados lo que necesitábamos y a guardar silencio por las noches. Los otros duermen más allá de los árboles nos decía, no los debemos despertar.
Los mayores fueron los primeros en abandonar los restos de la ciudad. Dijeron que buscarían otros sobrevivientes y se internaron entre las ceibas para nunca regresar. Luego se fueron mis hermanas. Pensaban encontrar escorpiones o serpientes, cualquier cosa comestible que nos pudiese salvar. Las esperé durante meses, pero ellas tampoco volvieron.
Soporté el tiempo que pude comiendo termitas, muriendo un poco cada día bajo la lluvia negra. Una noche, con mis últimas fuerzas, me arrastré hacia el campo de cruces y saqué lo que quedaba de madre. Esa noche, mientras desgarraba carne y huesos, más allá de las tierras yermas, en la oscuridad de la foresta, despertaron los otros.
Alberto Sánchez Arguello, Nicaragua, 1976



5:30 a.m.
Me levanté temprano, como todos los días, para hacerte el desayuno, prepararte la merienda, bañarte, vestirte, peinarte. Me levanté temprano para reproducir lo que los humanos reproducen desde hace siglos para sus hijos: la mejor manzana y el mejor jabón, el agua caliente, las medias suaves, los detalles que hacen la diferencia. Pero esta mañana no se trata de vestirte bien o alimentarte bien. Esta mañana debo alejar urgentemente lo que sería una prueba fehaciente de crueldad. Crueldad ante tus ojos. No es momento para la violencia a la salida de tu cama. El panorama es gris. Miles de plumas flotando aún después de la pelea. Plumas en los sillones, en el suelo, plumas debajo de la mesa, sobre los libros. Todo metro cuadrado se convirtió, durante la madrugada, en una gran tumba. ¿Un sólo pájaro tiene todas esas plumas? Plumas en mi boca, en tus zapatos, plumas en medio de tus juguetes, en las cortinas. Tomo una escoba rápidamente, desesperada, frenética, barro velozmente cada mosaico, cada centímetro de lugar puro, temerosa de que abrás tu puerta en cualquier momento, cubierta con tu cobija amarilla y todavía dormitando, y me descubrás mintiendo: ¡feliz día de las plumas!, te diría. Necesito mantenerte intacta. En dos minutos hay sudor pero no plumas, hay bolsas de basura pero no sangre. Respiro agitadamente. La suerte está de nuestro lado. No hay rastros de dolor, ni de pájaro, ni del felino que hoy ha mostrado sus garras. Hoy he borrado a las plumas de tus recuerdos de infancia.
Silvia Piranesi,  Costa Rica, 1979

[Piel de tigre]
En el suelo de mi cuarto está la piel curtida de un gran gato americano. No sé quién, ni porqué, cometió la gran bajeza de quitar la vida a tan noble felino. Le arrancaron la hermosa túnica veteada, que en vida le sirvió de guarida contra el frío y la humedad, y de cuartel en la caza entre la maleza.
La curtieron por tres meses con mangle y agalla, y la secaron al salobre viento de este desierto creado por los hombres. Y aquí está. Una parte de aquel magnífico tigre, que mató grandes vacas y veloces venados, desgajándoles el cuero con sus afiladas garras y colmillos. Hoy está aquí, a mis pies, aquel que un día fue el terror, capaz de ver en la noche, oler a la distancia y oír lo inaudito, aquel cuyo olor fue miedo y su grito muerte. Aquí, en mi propio cuarto, yace en el suelo la piel del jaguar que algún hombre mató de un ruin y cobarde tiro de escopeta.
¡Qué desperdicio! ¡Qué falta de conciencia! Tanta belleza la de la suave piel moteada de ese esbelto y ágil animal, y hoy sólo es una infame e indigna alfombra. Sus ojos, nariz y oídos ya desaparecieron, pero aquí, en su antiguo abrigo todavía quedan los orificios. Y aún asustan. Igual que aún atemorizan las grandes patas que conservan los enormes hoyos que una vez penetraron sus agudas garras.

No sé qué hacer. No puedo dormir en esta madrugada, pues me parece que el alma del tigre aún puede acechar en la noche. Y su piel está aquí. Y la toco levemente y la acaricio con fascinación. Ahora es dura, pero qué suave y flexible debió ser cuando corría libremente cubriendo a su dueño.
Y mientras le paso la mano por encima, esta se me vuelve de color pardo. Y se ve hermosa, pues está moteada como la piel del felino que inútilmente murió hace quién sabe cuánto.
            Es tarde. Es de noche y el aire entra por la ventana cargado de olores. Siento hambre y una feroz necesidad de salir a correr sigilosamente; siento la angustia del encierro y la ansiedad del vasto monte, el anhelo de ser libre.
Debo salir ya, mi piel es parda y moteada y aunque la lámpara se ha roto al caer, aún veo bien. Y los olores me excitan y los sonidos me llaman. Y mis garras son filosas y mis dientes puntiagudos.
 Afuera ha de haber un venado que ya se agita nervioso porque voy por él.
José Luis Rodríguez Pittí, Panamá, 1971
Tomado del libro Crónica de invisibles (Panamá, 1998)

Cometa Halley
A finales del verano de 1986, mi hermano Pacho de 14 años me subió en sus hombros para que yo pudiera estar un poco más cerca del cielo, y aquella madrugada contemplamos juntos el paso del maravilloso Cometa Halley, que le da la vuelta al sol cada 76 años. Ya entrando a clases, el profesor de Geografía de mi hermano preguntó si alguien tenía algún familiar vivo que hubiese visto el cometa en su paso anterior. Mi hermano levantó la mano:
—Mi bisabuelo va con el siglo y tenía 10 años cuando el cometa pasó la vez anterior.
El profesor atravesó el aula, se paró junto a mi hermano a punto de condecorarlo y dijo a la clase:
—Vean esto, tenemos aquí un caso extraordinario: el bisabuelo de este joven ha logrado ver el cometa dos veces.
—No profesor, solo una vez —dijo mi hermano.
—Pero, ¿cómo? ¿No me dice que está vivo?
—Sí, pero ahora está ciego.
El profesor reprendió a mi hermano por tomar en broma algo tan serio. Pero nunca hubo algo tan solemne como aquella última vacación en la que mi hermano tomó la mano de mi abuelo Pedro El Ciego y, llevándole la punta de los dedos por el aire, le describió en detalle la alineación de las estrellas y el infranqueable paso del cometa, mientras Pedro Guevara abría al cielo sus ojos blancos buscando en el universo de la mente esos millones de luciérnagas en su oscuridad infinita.
Lilian Guevara, Panamá, 1974

*En este post Plaza de las palabras presenta 9 minificciones de las 60 que tiene la antología.  Tomadas de la Breve Antología de minificción centroamericana contemporánea. Textos  reunidos por Alberto Sánchez Arguello.
Fuente: de los relatos aquí presentados: Tomado de Centroamerica Escribe/Facebook. Hinc sunt dracones  Aquí hay dragones Breve antología de minificción centroamericana contemporánea. Parafernalia Ediciones digitales (Nicaragua). 2016,78 pp.  parafernalia.org
Enlace Facebook

Para descargar la antología  http://parafernalia.org/    

Tres microrelatos de escritores hondureños

Tres microrelatos de escritores hondureños


                           






La veleta
Un gallo canto tanto desde una cúpula que
importuno a las brujas que en la noche
celebraban en un bosque de Hungría hace
setecientos años su sexto congreso
mundial. Éstas lo maldijeron ordenándole
quedarse inmóvil y mudo donde estaba.
Luego se olvidaron involuntariamente de
 él y desaparecieron entre las sombras. Así
nació el primer gallo de lata de la historia
o sea la veleta.

Oscar Acosta


Ulises
El hombre, desfigurado bajo el capote
negro, preguntó desde la lluvia:
 ̶  ¿Hacia donde va ese camino, señor?
El que oyó la pregunta, volteándose, miro
el sendero inundado por el invierno
de varios días.
 ̶  !Hacia el mar, señor!
El hombre dio las gracias, miró hacia
delante con firmeza y, sabiendo lo que
hacía, siguió su destino

José Adán Castelar


Sin una palabra
Él, sin  una palabra, se levantó, enfundó su
pistola, se puso el sombrero. Sin una
palabra, atravesó el umbral. Ella se puso
a llorar.        


Samuel Triguero


Fuente: País Posible. Revista trimestral de arte y cultura, octubre 2007, pagina 35

Crédito de la ilustración: Salvador Dalí: La persistencia de la memoria 1931  

Microrrelato: El cóndor pasa* por Mario A.Membreño Cedillo





"Que raro".  prorrumpió ella.Ese hombre si es extraño.
 No tiene nada de raro. escuchamos que alguien decía a nuestras espaldas. Era la voz de un viejo de cara ovalada, barba luenga, abundante y canosa. Nosotros los vimos estupefactos. Al principio pensamos que la cosa no era con nosotros, y como no era con nosotros, nos dispusimos a marcharnos. Pero el viejo, que vestía un traje negro y usaba una camisa abotonada sin cuello; mirándome directamente a los ojos.
  Ese hombre. _dijo señalando hacia el arbolado por donde se había perdido el clarinetista. No tiene nada de raro, pero yo si se cosas vertiginosamente extrañas. Nos quedamos en silencio por un instante, hasta que ella, sin vacilar se adelanto  unos pasos y encarando  al viejo, exclamó:

— Si. — dijo ella. Con un aire de curiosidad en su rostro, y luego preguntó ¿Y  cuáles son esas cosas? Yo me quedé callado, viendo al locuaz anciano que en  su semblante parecía tener visos de loquera. Por lo que estuve a punto de marcharme. Pero el viejo, como si hubiera adivinado mis intenciones cambió su  rostro temerario y con voz serena narró:
͟͟Si, yo si he visto cosas extrañas. Sucedió en París, siempre que salía  pasear solía, oh chaminer pour  les Champ Elysees, hasta que un día vi a un hombre sentado sobre la grama, tocaba una canción con su flauta, los transeúntes solían escucharlo un rato y lanzarle un franco en su sombrero de fieltro. Vi esa escena muchas veces, el hombre siempre tocaba la misma tonadita. Yo la conocía, vaya, que la conocía, era la canción “El cóndor pasa”. Por varias semanas lo vi tocarla, hasta que un día involuntariamente me le acerqué más de lo que solía hacerlo, y ya ahí francamente le pregunté: “¿Por qué siempre toca la misma canción?

El hombre de cara aindiada, posiblemente peruano o boliviano, levantó su cabeza, y una mirada aquilina amaneció en su rostro, y sin ambages me contestó: “Porque esa es la única canción que yo  conozco, y porque esa es la única música  que me llega al alma”.  Pronunció aquellas palabras con tal vehemencia en su rostro  y con tal convicción en su voz, que por un momento no supe que hacer, ni que decir, ni que pensar. Acto seguido aquel hombre,  resueltamente se paró, levantó sus brazos ligeramente arriba de la altura de los hombros, abriéndolos como dos poderosas alas transparentes; echó un vistazo a su alrededor, enseguida me vio eficazmente a los ojos, distinguí que en sus ojos revoloteaba un brillo de vehemencia; y frente a mí, se transformó en cóndor, y voló inmaculadamente por los festivos cielos de París.






Fuente: De Cuentos miniatura © (2004) MarioA.Membreño Cedillo
*Tomado del cuento experimental Alfonsina, algunos de cuyos capítulos ya han sido  publicado en este blog. 
Credito de la ilustracion: Rene Magritte.1962, The domain of  arnheim. Imagen JPG

El eclipse, un microrrelato de Augusto Monterroso.

El eclipse




[Cuento. Texto completo.]Augusto Monterroso, escritor guatemalteco  (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921  Ciudad de México, 7 de febrero de 2003), fue un escritor hondureño que adoptó la nacionalidad guatemalteca, conocido por sus relatos breves.

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


Fuente:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm

Credito de la fotografia, http://www.pagina12.com.ar/2000/00-06/00-06-01/pag29.htm

Cuentos breves Adolfo Bioy Casares



Cuatro cuentos breves de Adolfo Bioy Casares (a propósito de su centenario).

Salvación
  

  Salvación 

Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo” –sin duda estaba pensando el tirano– “es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?” Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean” -dijo indicando al pájaro- “hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.

Post operatorio

–Fueran cuales fueran los resultados –declaró el enfermo, tres días después de la operación– la actual terapéutica me parece muy inferior a la de los brujos, que sanaban con encantamientos y con bailes.

Retrato del héroe

Algunos al héroe lo llaman holgazán. Él se reserva, en efecto, para altas y temerarias empresas. Llegará a las islas felices y cortará las manzanas de oro, encontrará el Santo Grial y del brazo que emerge de las tranquilas aguas del lago arrebatará la espada del rey Arturo. A estos sueños los interrumpe el vuelo de una reina. El héroe sabe que tal aparición no le ofrece una gloriosa aventura, ni siquiera una mera aventura -desdeña la acepción francesa del término- pero tampoco ignora que los héroes no eluden entreveros que acaban en la victoria y en la muerte. Porque no se parece a nuestros héroes criollos, no sobrevive para contar la anécdota. ¿Quiénes la cuentan? Los sobrevivientes, los rivales que él venció. Naturalmente, le guardan inquina y se vengan llamándolo zángano.

La francesa

Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francés?» y continúan con la afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.



Fuente: zonaliteratura.com 

http://zonaliteratura.com/index.php/2014/09/15/cuatro-cuentos-breves-de-adolfo-bioy-casares-a-proposito-de-su-centenario/




Microrelato: Kafka inédito, Sergio F. S. Sixtos











jueves, 20 de marzo de 2014

Kafka inédito

En un sótano húmedo buscó el manuscrito perdido de Franz Kafka; lo encontró en un armario oculto dentro de una caja de zapatos. Leyó con expectación las doscientas hojas emborronadas, concluyó la lectura después de cuatro horas con un dejo de placer. Decidió quemar el libro, atendiendo la última voluntad del escritor.

Sergio F. S. Sixtos

Fuente:http://microbreves.blogspot.com/