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El muchacho que escribía poesía. Un cuento de Yukio Mishima. Los cerezos en flor o el arte de escribir poesía. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta El muchacho que escribía poesía, una  narración de Yukio Mishima (1925-1970). Escritor japonés, cuyo verdadero nombre era Hiraoka Kimitake, perteneciente a una familia de samuráis, desde muy joven sintió el llamado de la literatura. Novelista, cuentista y cercano a la dramaturgia,   práctico los modos del teatro japonés. Furibundo nacionalista y de las tradiciones de su pueblo, al fracasar un rally militar por asentar y mantener las viejas tradiciones, junto a otros de sus seguidores practico los rituales de la autoliquidación. En esta ocasión presentamos el cuento El muchacho que escribía poesía. Una interesante narración en que Mishima brinda su visión sobre el arte poético; cuyo protagonista es un joven que desde los quince años comienza a experimentar la atracción por la poesía. A pesar de su crecimiento en ese arte, el joven lo hace desde una arista puramente intelectual. Era un chico si talentoso, pero sin experiencia y sin haber vivido lo suficiente. Sin tomar o apropiarse realmente  de las emociones y sentimientos. Carece por su corta edad —el joven que presenta Mishima en su cuento— de una completa «realidad vivida», para aprovechar un término usado por Ortega y Gasset. Aunque en algún momento uno podría pensar que se está ante un genio precoz como el quinceañero Rimbaud.  

El arte de escribir poesía
El cuento llama a la reflexión porque hace un repaso de la materia poética  y va dejando destellos de cuál debe ser el trabajo del poeta. Por demás, ambos temas, sumamente controvertidos. Basten unas cuantas aproximaciones. El punto central del cuento de Mishima es su crítica o rechazo al proceso creativo  cuando el acto poético esta sostenido solo por la capacidad intelectual. El joven que escribía poemas, es un poeta que lleva exclusivamente la cosa poética al tejido creativo lógico del raciocinio. El muchacho ve y desarrolla el fenómeno poético casi solo desde la externalidad, pero ninguna de las emociones que trata como sujeto poético son vividas internamente o empíricamente por él.

De manera muy breve caben algunas observaciones, más que debatir sobre el postulado de Mishima, enumeraremos algunos puntos de referencia para tener  un horizonte mental y ahondar en la cosa poética.    Primero,  el poeta romántico ingles John  Keats llego afirmar que los poetas era las personas  menos poéticas que había. El comparaba el trabajo del poeta con una especie de camaleón, en que el poeta se trasformaba para abordar las diferentes emociones y situaciones de la materia poética. Esa capacidad de mutar en otra cosa y abstenerse de involucrarse en la identidad es lo que Keats llamaba «capacidad negativa». Trascribimos el capitulo IX  del ensayo  John Keats: la imaginación poética:

«IX.La capacidad negativa de la imaginación. Keats afirmaba que lo decisivo en el poeta no es presentar un mensaje personal, filosófico o moral, ni una individualidad interesante y genial, ni siquiera una especial habilidad del lenguaje, sino tener “capacidad negativa”; o sea, «ser capaz de olvidarse de si mismo y sumergirse en las situaciones y cosas para hacerlas poemas» [citado: Martinez: 1997:10, Valverde y Panero:1989]  Por su parte el critico Herbert Reed, sintetizaba: «la capacidad de cambiar sin perder la integridad» [Reed:976]. Hazlitt, a quien Keats leía y estudiaba, observaba: «abstraerme de mi presente ser y tomar un interés en mi futuro ser (solamente ) en el misma sentido y manera, en la cual yo puedo salir enteramente de mi mismo y entrar en las mentes y sentimientos de otros» [Jackson Bate: 339] Pero, Keats, también agregaba en su carta a Dilke:«Lo que yo entiendo por capacidad negativa, es cuando un hombre es capaz de estar en incertidumbre, misterios, dudas, sin que nada irritable alcance los hechos y la razón» [Jackson Bates: 333] Es decir, nosotros deberíamos tener la capacidad de estar  en misterio y duda, sin extender nuestra identidad y racionalizaciones a nuestro conocimiento limitado. Por esto Keats sostenía que, «la excelencia de todo arte esta en la intensidad, capaz de hacer que todos los desacuerdos, se evaporen por estar en estrecha relación con la belleza y la verdad» [Martínez: 1997:11(1)

En ese sentido había una figuración en el tema poético abordado. El poeta tenia que fingir esas emociones porque no las sentía. Su trabajo era representar la emoción no vivirla. Segunda, por otra parte un poeta más moderno como T.S. Eliot planteaba una especie de ascesis poética, en que parte del método o trabajo del poeta era despojarse de su personalidad, controlar las emociones y ser lo mas objetivo posible al poetizar. Es decir, concebía al poeta con un ser intelectual en que privaba el control sobre las emociones y pasiones. Esas dos representaciones poéticas, la de Keats y Eliot probablemente estén más cerca del joven poeta distante que  condena Mishima en su cuento.

Tercera, Por su parte existen varias clasificaciones según el tipo de poeta, si para algo sirven esas clasificaciones es para establecer parámetros o comparaciones, una de ellas la  de los poetas ingenuos y los poetas sentimentales, la clasificación es de Shiller. Los poetas ingenuos son los que espontáneamente captan el mundo que les rodea. Los poetas sentimentales son los que al no poseer esa sensibilidad primigenia tienen que intelectualizar las emociones. Aquí el protagonista del cuento de Mishima seria un poeta sentimental, porque no tiene la introspección real sobre la cosa poetizada. Así al llegar a ella lo hace desde la única vía de que dispone: el raciocinio. O una apropiación muy inteligente de la cosa poética. Una dislocación entre el mundo sensible del poeta y el mundo empírico       

Cuarto, una relación más, en el cuento de Mishima,  el joven poeta ve truncada su progreso porque su amigo R se ha enamorado. Ese vuelco de su amigo hace reflexionar al joven poeta. Para R no era el momento para escribir una poesía de amor, mientras que  para el joven poeta si era el momento para escribir una poesía amorosa. Pero R, el poeta enamorado no la escribe y el joven poeta que veía aquella actitud de R como debilidad pensó que esos eran los momentos más propicios para escribir una poesía.  Lo que estaba en juego es que R con el verdadero dolor o emoción de estar enamorado no pudo escribir la poesía. Y el joven que escribía poesía no sentía ni el más mínimo afecto o emoción en aquella situación, no obstante pensaba que era el momento para inmortalizar ese sentimiento en una poesía.

Quinta, finalmente por ahí anda otro cuento que directamente toca el correlato del amor y la poesía, desde la perspectiva de si el sentimiento o el amor es un obstáculo o una ayuda al escribir poesía.  Kipling escribió un cuento que intitulo El cuento más hermoso del mundo, trata de un joven de 20 años que trabajaba en un banco y le gustaba escribir poemas, su nombre era Charlie Mearc.  El joven poeta quería escribir el gran poema de su vida, tomaba los temas de sus sueños.  Así empezó un poema sobre un galeón griego; y una vez que escribía se lo iba a enseñar a su mentor, aquel reconociendo lo excepcional y la calidad de lo que el Mears le iba pasando, tomaba aquel material y con su experiencia lo convertía en algo aun de mayor potencia poética. El joven seguía soñando y escribiendo. Pronto el mentor se dio cuenta de que el joven Marc estaba sacando su material poético  de los recuerdos de sus vidas pasadas. Pero un día a Mears la inspiración se le acabo, dejo de soñar, y de recordar, y dejo de escribir y llevar el material a su mentor.

¿Qué pasó? El joven Mears;  se enamoro y al enamorase perdió la capacidad de recordar o soñar sus vida pasadas, y ya no tuvo más materiales poéticos. El mentor se quedo a medio palo con el poema y el cuento más hermoso del mundo jamás se escribió. Aquí tenemos dos cuentos en que la cosa poética se ve trastocada por el carácter invasivo del amor. El de Mishima y el de Kipling.  Y uno se pregunta si el poeta debe estar solo en el acto de escribir poesía. Y que aporta el amor a una poesía. El joven que escribía poesía quien reverenciaba a R, ahora pensaba "No es un genio. Se enamora".  Y también hace repensar el cuento de Mishima a la luz de los valores poéticos de Keats  y Eliot.

Alguien más en la fila, Roland Barthes desde Fragmentos de un discurso amoroso, señala que el lenguaje como tal sea capaz de generar amor, Barthes  creía que «Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que se van a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.» (2)

Pero algo podemos aprender del amor, porque a veces el proceso de escribir un poema de amor puede también ser ambiguo leerlo para el lector, Robert Darnton señala: «Ovidio nos aconseja cómo leer una carta de amor: Si tu enamorado se vale de un sirviente fiel para hacerte insinuaciones por medio de recados inscritos sobre tablillas, sopesa con cautela sus palabras, reflexiona en cada frase, procura adivinar si con hermosas expresiones finge sentimientos o si sus ruegos provienen de un corazón lacerado por un amor sincero.» (3)

Difícil será tomar partidos tan puristas o reductivos o hasta nihilistas; sin embargo cada lector o poeta seguramente encontrara su propio camino y su propia doctrina poética. Pero en qué pensaba Mishima con este cuento: quizá solo en su verdad interna y su marcado celo por guardar la tradición, refugios que seguramente modelaron sus concepciones poéticas. Para él renunciar a la pasión y la verdad interna, era tomar el racionalismo extremo: tomar los valores de occidente. En sentido contrario, retomar el mundo interno del poeta, era descartar el mundo de apariencias de la externalidad  y descansar en  los valores de la  tradición y de su pueblo. Por eso Mishima rechazaba el modernismo y por eso para él escribir una poesía que no estuviera fundada en una verdad interna o en una sensibilidad nacida de lo más intimo de su ser,  no era poesía, ni quien así escribía podría ser poeta. Por eso Mishima condena al quinceañero poeta de su cuento.

Por supuesto una visión así, quizá resulte muy radical e incompleta en el mundo actual. Porque sencillamente  no se puede renunciar totalmente a la externalidad del mundo así como tampoco se puede desterrar plenamente la subjetividad del poeta.   La posición poética de Mishima (no la del joven del cuento) estaría a contrapelo de la poesía de Keats y de  la poesía de Eliot. Pero quizá haya en sus visiones poéticas un punto común o de encuentro. Porque tomar un recetario o método único de escribir poesía seria ir en contra de todo lo que la poesía precisamente  representa: la vida. Y en la vida siempre cabrán todas las posibilidades y sus infinitas combinaciones. Finalmente, y si el cuento más hermoso del mundo de Kipling no se escribió, pero quizá alguien por ahí—sin necesidad de recordar las vidas pasadas— escriba el poema más hermoso del mundo. (O quizá ya está escrito).



Notas bibliográficas


1. Membreño Cedillo, A. Mario, Página Diez. John Keats: La imaginación poética. (Ensayo) Versión completa. Post Plaza de las palabras
2 Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, traducción Eduardo  Molina, Ed. Siglo XXI, p.90
3.  Darnton, Robert en  El lector como misterio, nota  y traducción de Arturo Acuña Borbolla, p.2 





El muchacho que escribía poesía


4009 palabras

Yukio Mishima            

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.-18th: May, 1940".

Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Solo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.

Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen ‑si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo‑ se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".

Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...

Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.

Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.

Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.

Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.

La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.

En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?"
"¿Schiller quiere decir?"
"Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe".

El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".

El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.

R era hijo de un Par. Se daba los aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió la envidia.

Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi a las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.

El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.

Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.

¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.

El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?

¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.

No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.

Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.

Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. El nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.

No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".

No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que solo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.

El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".

Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".

Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".

Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Can el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.

Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar. "Anoche vi un sueño en colores". (El muchacho se imaginaba que los sueños en colores era prerrogativa de los poetas). "Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"
"Qué querría decir?"
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.

El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.

Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
"La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo".
"De qué?"
"La verdad es...". R vaciló primero pero luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".
"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el muchacho.
"Sí".
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren.
Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
"Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema".
R respondió débilmente: "Este no es momento para la poesía".
"¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?"
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía".
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?"
"Goethe escribió el Werther", respondió R, "y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio".
"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?"
"Porque era un genio".
"Entonces..."
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pero ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.

A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no hubiera en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente:
"Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa".

El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
"Es un cejudo”, pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. Mi frente también es abultada, se dijo. Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa.

En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.

El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse. "¿En qué piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

Créditos
Ilustraciones
Yukio Mishima, foto Wikipedia

Cerezos en flor, Google Imagen 

La ceniza de la batalla. (La cenere delle battaglie): un cuento de Carlos Emilio Gadda. Las reminiscencias del futuro. Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta a Carlo Emilio Gadda (1893–1973), escritor italiano que con una formación de ingeniero, llego a ser   novelista, ensayista y cuentista. Carlos Emilio Gadda fue uno de los renovadores de la narrativa  italiana, gran conocedor del lenguaje, incorpora dialectos romano y lombardo. Además un gran crítico de la sociedad de su tiempo. Escritor rupturista, «El Joyce italiano que cita Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, como ejemplo supremo de multiplicidad. » (1) 
 
«Tuvo una buena formación. Participó en la Primera gran Guerra en el norte de Italia: Giornale di guerra e di prigionia. Comenzó a escribir en la década de 1930 con un estilo despojado de sentimentalismo y una fuerte presencia de análisis psicológico y sociológico. Sus primeros trabajos fueron recopilados en 1955 bajo el título de Los sueños y el fulgor. En 1957 se publicó su obra más famosa Quer pasticciaccio brutto de via Merulana en la que utiliza un lenguaje denominado Pastiche, por la manera de mezclar jergas, tres dialectos romanos, palabras extranjeras, alusiones clásicas y parodias. Todo ello con una estructura de novela policiaca. Poco después el cineasta y actor Pietro Germi, dirigió e interpretó una adaptación al cine de El zafarrancho aquel de Vía Merulana, en un estupendo policiaco: Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, 1959), bastante fiel al original y clásico del cine italiano y europeo. Luego, destacaría con su novela El conocimiento del dolor. Es uno de los más importantes y originales escritores italianos y uno de los mayores novelistas vanguardistas del siglo XX, junto a nombres como Kafka, Joyce, Faulkner, Gombrowicz o Cortázar.» (2)

«Como la mayoría de romanos, hubo un hombre que comía helado en la Plaza Navona y se perdía en los Cuatro continentes de la fuente de Bernini. Sus volutas y contrastes, su amplitud ciceroniana, lo arrastraban a sus fondas e iglesias, a sus voces y dialectos, a sus palacios barrocos. Su mirada penetra el lugar donde su dimensión es la misma de aquel hombre, y donde su esperanza, pasión y frustración resuenan con naturalidad. Pero el arabesco, el movimiento, la brusca noche o la torsión flavia de una superficie, la acumulación de estratos calcáreos que rezuma el agua, donde el color no ha sido aplicado sino surge de lo profundo, son la materia misma. Esta materia, este hombre es Carlo Emilio Gadda. Y no era romano, era un milanés, para muchos el gran autor italiano del siglo XX.» (3)

«También sabemos que Gadda tenía maneras exquisitas y anacrónicas, sin desdeñar lo puntilloso. Sabemos que escribía cartas con la fulgente pereza del genio. Y que como un demiurgo de arrabal, cartografió el chisme y la tragedia, pareció saberlo todo con inspirado desvarío. Lo cierto es que su omnívora y lejana presencia, su propensión a la autofagia, lo hacían trabajar con tenacidad. Era una especie de Funes cuya prosa son notas de pie de una oscura obra maestra, en una lengua amnésica. De tal manera quiso ser el mundo: modulaciones y tonos, falsetes y dialectos, pensamientos, sueños y sensaciones. Su avidez cognitiva llega a decir que “conocer es insertar algo en lo real, y por lo tanto deformar lo real”. Incluso en “Una visita médica” arremete contra todos los pronombres y dice “¡El yo, el yo… ¡El más asqueroso de los pronombres!».(4)

«Por otra parte el argumento de Emparejamientos juiciosos cifra el reverso de Gadda. Así escribe sobre los bienes: “Ellos corrían el riesgo, en cada nuevo emparejamiento de herederos, subherederos y herederos probables, de disminuir un poco a la vez, de desmigajarse y de dispersarse, de desvanecerse, en suma, como espuma evaporada de las Marmore, en las divisiones y subdivisiones y desmenuzamientos infinitos, a lo largo de toda una ebullición de pequeñas cascadas sucesorias”. Esto es: el autor es la prefiguración del suceso que cambia hasta ser predisposición histórica. Su obra es un alma que se le atribuye al sistema de fuerzas y probabilidades que circunda a todo sistema, a toda humana criatura, y que solemos llamar “destino”». (5)

El cuento : Las cenizas del pasado (La cenere delle battaglie) (1951)



«La cenere delle battaglie" (1951) Gadda si cala nei panni di Prosdocimo, vecchio pazzo che conduce una vita solitaria e bizzarra crudamente rimproveratagli dal saggio ex compagno di scuola, Eucarpio. Prosdocimo-Gadda, definito dall'amico un "anomalo psichico", è ammalato di stomaco, non ha voluto prender moglie, ha rinunciato a un "impiego redditizio, e molto serio" (quello di ingegnere) per occuparsi di "quisquiglie" (la letteratura), gode della "disistima" dei vicini di casa. Nel gustoso autoritratto non mancano malinconici accenni alla guerra, né la caricatura delle forme di superstizione dell'autore e del suo sacro terrore del matrimonio».(6)


Comentario crítico,  traducción y notas por Plaza de las palabras
Las reminiscencias del porvenir

El cuento La cenere delle battaglie, es un cuento típico y conocido de C. E. Gadda, un cuento representativo de su cuentistica;  en tanto, usa un lenguaje culto, a veces con cierta erudición que rebota lo mismo de  la  ciencia que a la  historia o asalta a la misma literatura,  pero también combinado con lenguaje popular. Conocedor profundo de la lengua y observador de varios usos dialectales regionales. Recurre a un estado gris, especie de limbo pensativo  y desenterrado,  desde un pasado ficcional, histórico y realista, que se mueve y habla  entre el humor y la ironía, aunque  nunca deja atrás a la ternura. Y otras veces también destaca su posición antifascista, pero el cuento va mucho más allá, ya que recrea una un paisaje de época, un archipiélago de  amistades  escolares, una religiosa devoción familiar: con paisajes salpicados de bombardeos, casas con goteras, barricadas de nieve.  Hay dos personajes Eucarpio, perfecto ejemplo del hombre de familia,  triunfador y adinerado  y Prosdocimo, perfecto ejemplo del fracasado, escritor,  vividor, extremista solitario. Ambos herederos de su propio código genético y de sus propias circunstancias,  sobrevivientes de una guerra mundial y de su colaterales arrestos sicológicos. Binomio del hombre de éxito y del hombre fracasado. Representa dos facetas distintas, quizá ambos son una combinación de estira y afloja del alter ego del propio C. E. Gadda. O una especie de dios Jano. En que Eucarpio es la conciencia de Prosdocimo. No obstante, como en muchos de los cuentos de C. E. Gadda irrumpen sutilezas en que  a veces dice muchas cosas con una sola palabra. O justo de una imagen pueden derivarse otras connotaciones. Cada lector encontrara su propia versión del relato. En este cuento con una textura variopinta enterrada por varias capas afectivas y de la memoria, relato de profunda perspicacia sicológica, y un simbolismo lleno de acuciosas imágenes, palabras bicornes y excéntricos estados mentales, acompañado de un fondo siempre en movimiento de improvistas y recurrentes rarezas que no son más que las cenizas de batallas pasadas o reminiscencias a cuenta gotas de un lejano provenir.



Versión en español por plaza de las palabras
Las cenizas de la batalla (La cenere delle battaglie)

2904 palabras
Carlo Emilio Gadda

Eucarpio Vanzaghi, hombre probo y serio, dirigía como gerente una industria. No era un commendatore. (1)  Gozaba de la fama de un sicólogo;  es decir, alguien que sabe leer dentro del corazón de la gente, hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Arios o no arios.  Su trabajo lo absorbía, sin embargo, siempre era fino,  cuando se daba el caso, de obrar por los demás. Por demás, en Eucarpio, la agudeza sicológica y la seguridad de juicio, siempre iba acompañada de la bondad. Tenía cincuenta y cinco años y un reloj de oro de pulsera.  Su negocio lo mantenía, frecuentemente, en viajes por tren. Entonces, el consultaba su reloj más que nunca. El había estudiado, trabajado duro, perseverado,  «había batallado», como solía decirlo, para si mismo y para sus hijas. Él tenia una esposa y tres hijas. Las tres muy bien educadas y muy bien constituidas. En su casa, además de sus usuales servicios, había un teléfono, una radio, agua caliente, carpetas y alfombras de Monza. Su familia y su trabajo, le habían procurado la «satisfacción» mas alta, el mas saludable disfrute por vivir. Él nunca había estado excesivamente preocupado, si una hija se rompía una pierna esquiando, o si tenía que gastar unas cuantas miles de liras para tuturearlos en matemáticas. Él podía holgadamente afrontar esos gastos. Él era un convencido partidario de las profilaxis preventivas modernas. Él se había hecho remover su apéndice.  Y ofreció pagar la operación a sus tres hermanas: Juana, Ema y Teresa,  como presente de navidad. En 1936, 1937 y 1938. El asunto había estado de moda  por los años 20s. Pero las personas de juicio, consideraban la moda con cierta ponderación: durante ese intervalo esa moda podría sufrir un cambio como una veleta.  De hecho Zacchi, el cirujano, había extirpado de las tres hermanas tres magníficos apéndices. En la clínica Buscaretti, todo mundo había felicitado a las tres pacientes  por la belleza y rosada frescura de los tres apéndices extraidos (la extensión de un pequeño dedo) y de la rápida sanación de la cicatriz. Gente saludable, la familia Vanzaghi, de la vieja casta y de lo mejor. Zacchi había estado satisfecho consigo mismo. No obstante la esposa de Eucarpio, la señora Josefina, había rechazado el presente:

«Puedes abrir toda una panza. No siento necesidad de eso».  
   
Eucarpio vivía en una ciudad industrial donde el espectáculo de la laboriosidad común y alegre, estimulaba a trabajar y confortaba  para vivir.  Después de su esposa y sus tres hijas , quienes eran las personas más cercanas a su corazón. Eran sus hermanas, sus cuñados, sus primos. Sus sobrinos y sus nietos.Todos descendientes de su gran abuelo, los esposos y esposas de sus primos. El viejo Bettoni, astuto y sonriente, con la barbilla puntiaguda de una befana (2), ingeniero que se había casado en segundas nupcias con una prima muy madura en tercer grado de Eucarpio. De pronto ella entro al círculo de lo más amados de Eucarpio. En fin, para sus ex compañeros de escuela, Eucarpio tenia una especie de culto !Lo recordaban ellos. Quizás! Los años de juventud cuando el mundo  del canto del gallo, era un amanecer infinito. Ellos le recordaban junto con algunas vejaciones. La Belleza y la Felicidad, de aquellos años en que las muchachas se volvían  a verlo pasar  en su derechura, su elegante cuello de 17 años, un tanto rígido, otro tanto cónico, y elevado como una torrre, así como el rígido y almidonado coello del Poeta. (3) Arbitro, entonces, de toda una almidonada elegancia. 

Eucarpio ignoraba el mortificante cinismo, que abandona a la soledad del corazón. Y  conduce desesperados a la muerte. Lo ignoraba porque el quería ignorarlo, ciertos gastados dichos, o proverbios, tales como los parenti serpenti o los amici nemici. (4) En cambio seguía fiel a sus amigos, un hermano para sus primos, un amor con sus tías, devoto de sus hermanas: Juana,  Ema, Teresa. El habría hecho cualquier cosa como partir en pedacitos su   corazón y dárselo a cada uno de sus amigos y amigas de sus tiempos de escuela.  Este amor, este culto, esta conectado al culto básico que cada uno tiene de si mismo. En consecuencia atado a la indestructible estructura del Yo y del Yo emocional. A través de la cual nos sentimos radicados en nuestra propia cepa. Atados por los sacros límites de nuestra común madre, la ciudad, la gente, la casa, la patria, o el encantador campanario de Cormano dos metros más largo que el de Brusuglio. Con  nuestros compañeros de escuela, primos, y aun cuñados, todos gotas de la misma sangre. Ciertamente, un motivado e  inconsciente orgullo, el así llamado respecto de si mismo,    que se ha endurecido y que anda y manda por el mundo con la cabeza erguida. y que resultaba no solo inaceptable sino también impensable para Eucarpio Vanzaghi.  Un juicio negativo sobre sus primos o uno en cualquier modo haciendo reserva a sus meritos,  los cuales eran ciertamente grandes, ciertamente raros. (Basta decir que ellos eran personas honestas). Un moribundo antifascista, hubiere pronunciado con reverente tono y énfasis litúrgico el nombre de tia Magdalena, la señora Schioppi, quien murió de  cáncer besando un retrato de Quel Tale. (5) Eucarpio no compartía del todo  la opinión histérica  de la difunta, concerniente a Quel Tale. Ciertamente que el los aborrecía,  pero no se debe soslayar que con todo, ella era su tía, y la madre de una nidada de sus primas. 
  
En la tenaz deferencia que mantenía en la memoria, figuro por lo tanto, todo un completo   surtido de afectos y devociones,  del más digno encomio. Primero el culto a la muerte, si del difunto. Seguido de la dedicación a la familia, la familia entendida en el sentido de unas  cuantas centenas de personas. En tercer lugar, la caridad cristiana,  el perce sepulto, sepultae. El cuarto lugar el espíritu de caballería,  dado que la persona que beso esa clase de retrato (sin necesidad de insistir), era una mujer,  y más que toda una mujer con una enfermedad implacable: carcinoma. (6) En que parte de su cuerpo ella había sido atacada. Seria indiscreto, publicarlo. Este noble afecto, colectivamente  con la memoria de tía Magdalena, era como el filo hilo de agua que sale de la rosa de una regadera que riega una pizca de hierba, sin embargo, seca. Entre sus ex compañeros, el más dilecto a su corazón era Prosdocimo, por quien Eucarpio  sentía un benevolente cariño y hermandad. Pero la vida de Prosdicimo con la Segunda Guerra Mundial, o quizá aun desde  antes había tomado un mal cariz. Sobretodo…él se había ido a vivir a otro pueblo, mucho menos industrioso, que el referido antes, en el cual ambos, habían aprendido a conjugar verbos latinos en la escuela. Prosdocimo había dejado un empleo muy remunerado y muy valioso a cambio de perder su tiempo en menudencias. Agréguese que el había estado enfermo y padecía del estomago: por lo que abandono para siempre la idea del matrimonio y vivía íntegramente una vida de solitario. Como la gente decía al búho le gusta vivir así (Lo cual no es tan cierto, porque hasta el búho tiene compañera).Prosdicimo vivía en lo que el decía era un miserable buhardilla: un magnifico apartamento, en realidad construido por el mismo propietario, que era un ingeniero de gran merito. Tanto lo era que había sido  general del ejército. Pero en la buhardilla la lluvia atravesaba el techo, mas este no era el punto. Prosdicimo no disfrutaba de una buena reputación entre sus vecinos. Si una mesera cantaba una mañana, o un perro ladraba a la luna desde un abandonado huerto trasero,  Prosdocimo se llevaba la peor parte, y  no tenía ningún salario. Esto último lo trastornaba. Sobre este punto Eucarpio que era un hombre de gran perspicacia, como ya ha sido explicado, pero ahora no había ni la más mínima duda. Sin embargo en su bienaventurada gran bondad de corazón, el no vacilo en ofrecer alguna ayuda a su amigo para mitigar las privaciones y lo duro del  año después de la lluvia de bombardeos y destrucción, mientras el esperaba por la reconstrucción prometida  de la ciudad. 
 
Prosdocimo había aceptado sin más ni menos la ayuda: unos cuantos préstamos, uno tras otro. «Si así lo cree, si es de su parecer, si puede…»   Él había dicho cada vez con su mirada baja y con ese modo suyo que parecía tan incierto, y quizá no lo era, su manera vacilante, evasiva: de cualquier modo la orden de pago del Banco de Interés Nacional  (uno de lo cinco mas importantes), desaparecía en un santiamén entre sus diestros dedos, cada vez como un soplo,   como desaparecen un Rey de Espadas en las manos de un prestidigitador o un mago.

Eucarpio en su buen disposición de corazón, meditaba si seria factible; mientas tanto continuar ejerciendo la perspicacia que desde hace tiempo le venia sirviendo, y llego a la conclusión que  el remedio para todas las enfermedades de Prosdocimo seria la panacea del matrimonio. Pero dado que Prosdocimo estaba enfermo quien podría ser una buena candidata a proponerle. Que victima seria ofertada, a tan raro y bicornudo minotauro (7).

Cuando 22 años atrás (la edad en que por voluntad de Dios Lorenzo había pedido la mano de  Lucía) (8). Nadie había sugerido una esposa para Prosdocimo. Ello fue, entonces en Monte Adello, que esperaba por ahí.  En las tierras altas de las siete comunas. La Carso, la Sabotina , y el Isonzo. Ahí, quizás, podría haber encontrado una prometida, una esposa que no le pusiese los cuernos a nadie;  y por quien, día tras día, todos los hombres son infieles. Pero aun ahí el no encontró una. Antes, verdaderamente, entre aquel pedregal y el estruendo seguido de truenos, él llego a comprender que el no era querido por nadie. Ni aun la novia de La Carso podría quererle a él. Ella prefería a muchos otros antes que a él.

Sucedió que en esa ciudad menos industriosa que en la que estaba, por así decirlo:     bombas, ametralladoras, artillerías, explosiones,  y preso a cañonazos;  más o menos de todo el mundo. Así entre los últimos años del Emperador Francisco José, y aquellos nuevos  barbaros hitleristas, entre guaridas y trincheras de nieves en  Adamello y el apartamento con goteras del General. Ocurrió que también en esa misma casa se había hospedado, una dama de quien ambos Eucarpio y Prosdicimo  en aquellos tiempos, en otras palabras, cuando en la escuela de los tiempos juveniles y de admiradoras. Al efecto, Ludovico Ariosto el escritor decía: «que los hombres a menudo se encuentran y las montañas permanecen donde ellos están». Lo mismo para hombres y mujeres. Los altibajos de la vida trajeron a la señora Eulalia, una viuda de radiante encanto a lo giaconda en esa ciudad menos industriosa desde la cual ella con tanta frecuencia tenia que tomar el tren en dirección a una ciudad más industrial.

Cuando Eucarpio  por una felicísima  coincidencia, se la encontró en el Expresó, en el lado opuesto estaba el sorprendido coronel, quien cambio puesto con él. Y ahí ella le conto todo:   que la había tomado por sorpresa a Prosdicimo en el UPIM, en el momento de hacer la vergonzosa compra de un par de tirantes… (Ellos rieron, la señora se tiro una sonora carcajada, mostrando sus finos dientes). En las reiteradas y generosas invitaciones de su ex compañera de escuela, el comprador de los tirantes elásticos se comporto como es usual en el, vacilante, tartamudeando, cambiando entre balbuceando y adecuándose, replicando: Eso es, no es así, si, eso, es No, y entonces el no se decidió del todo, así que ella, desdeñada, se fastidio de rogarle a el.  El se había encerrado así mismo en su casa, como aquel Don Abundo, después de su fatal reunión con aquel par de bravucones. (9)  
  
Eucarpio ¿Y usted que ha hecho? Pues bien, él  tomó el tren de vuelta y desenterró esa locura de su guarida.  Y le dedico un tiempo de lo ocurrido a su pensamiento. El dijo:
— Debería estar avergonzado de usted mismo, yo no sé que se trae. No esta claro para mi., y yo no quiero saberlo. —Pero, de cualquier modo, el continuo —. Yo se que no es digno de un hombre, de un amigo, de n ex compañero, usted esta agotando sus últimos ahorros y desperdiciando sus últimos años. Sin lograr nada. Usted morirá en la calle sin un cinco. Mi ayuda no podrá ser para siempre. Su conducta es la de un lunático. Su rareza sicológica, la cual es incuestionable.
—Por  qué incuestionable, —demando, tristemente,  Prosdicimo           
—Porque ello es, déjeme decirlo, su rareza sicológica, como yo digo y no me interrumpa. Sirve espléndidamente como un pretexto para engañar a su prójimo. Una verdadera causa no puede ser un pretexto. Ella es verdad pero también es un pretexto. Usted explota su manía para engañar a la gente llevar a todo mundo a…
—Engañar, pe... ¿Y como? ¿A quien he yo engañado…?—Prosdocimo buscó en vano entre las angustias de su memoria por algo que pudiese ser descrito como engañar a todo mundo.
—Usted ha engañado a todo mundo, más o menos usted ha desilusionado a todos. Toda gente muy respetable. Todos aquellos que tenía una opinión de usted, quienes tenían razón de esperar algo de usted, en cambio…y a pesar de ahora! Es desafortunado, si ellos estuviesen esperando cualquier cosa: Su cara parecía replicar…yo no espero nada de ellos,  yo soy hecho…para…
—Yo no soy responsable por sus… serias inclinaciones…
Él miro hacia fuera por la ventana. La armazón general de las casas. Contrastando contra el fondo eterno de las colinas. Un pequeño y fino campanario decorado con cierto estilo moderno y floreado, estaba manchado con el excremento de las palomas. 
Eucarpio le miro y se enfureció.
—Tal insolencia, realmente pasa los limites de la credibilidad. Basta ya. Aquí están las últimas 4000 liras que yo le debo a usted de acuerdo a nuestra cuenta pendiente. Pero no espere otra lira de mí, déjeme decirle…que si usted prosigue en esto
Prosdicimo le miro a él con un  golpe de terror (fingido terror) y señalo con fingido descuido, el pequeño amuleto de coral escarlata con la forma de un rojo pimiento muy puntiagudo y retorcido, el cual atrevidamente sobresalía de su chaleco.
—Usted tendrá un mal fin. No siga con eso. Yo no le deseo un mal. Es una certeza matemática     
Prosdicimo, a cada reclamo, repetidamente palpaba y jugueteaba toqueteando con sus dedos aquella baratija  especie de amuleto contra el Mal de Ojo.
—Déjelo,  tonto, si usted sigue con eso le vendrá un mal fin.
—Muy probablemente, todos nosotros cuando venga el fin, nadie acabara muy bien.
Eucarpio sin hacerle caso y fastidiado por la necedad tan obtusa parecía haber ganado un repentino pensamiento. 
—Nuestra amiga de la escuela. Una mujer como ella. Tan bella y tan generosa. Una mujer de su inteligencia. De quien usted mismo estuvo enamorado. Uno podría decir, cuando usted era  otro, cuando usted era realmente usted.
—Otro…yo mismo
—Cuando usted no era un idiota. Esto Prosdicimo, a quien di mi estima, mi amistad, por tantos años…A quien yo aprecie en aquellos años…cuando uno no podría ayudarle amar a usted. Cuando ella misma le amaba a usted, y quizás
—Si, quizás, 38 años después  
—Por esos 38 años. Usted debía de avergonzarse  —Eucarpio vocifero echando humo—. Debería casarse con ella. Eso es lo que yo hubiera hecho en su lugar. Me habría casado con ella. Pero se, que hablarle a usted de eso es perder el tiempo, mi voz es Vox clamantis... (10)
—Ante Porcos
Y no trate usted, también de engañarme con Cristo. No vaya ni se degrade tan lejos. Estese contento en ser una rareza sicológica.   Eso ya es bastante…

Esa tarde Prosdocimo, contra todos sus usuales hábitos,  gasto 256 liras en comprar Brandy. Y después el se encerró en su apartamento (y un  terrífico crujido de los cerrojos metálicos asusto a todos los otros inquilinos). Entonces él palpó su coral amuleto 32 veces, 32 es el quinto poder  de 2, y 256 es el octavo. Dos es el número genético: de la ameba y de los mamíferos y del  homo sapiens. Cinco es un número perfecto y así es el doce, de acuerdo a la gnosis de los pitagóricos. Entonces el conto y recontó los vales de las 4000 liras, como si ellas hubiesen sido 400 liras. Entonces los beso. Él agrego 96 liras para completar 496 el cual es el doceavo poder de 2. El numero generativo de las notas de1000 liras. Entonces, el volvió a besar el lote completo una vez más. Y después escondió los vales en el libro de Tractatus de lapide philosophico  de Santo Tomas de Aquino. Pero pronto cambio de opinión y los puso en Las Confesiones de J.J Rousseau. Entonces, Prosdocimo  perdió su compostura porque la sirvienta de uno de los apartamentos contiguos, estaba hablando por teléfono con un novio y sus patrones estaban lejos. Entonces, Prosdocimo, comenzó a golpear el piso mientras gritaba: ramera, ramera, ramera, ramera…Hasta que ella, mucho después dejo de hablar por teléfono.   Entonces él recordó el Brandy y se lo acabo de un solo golpe, así como un niño glotón  se bebe de sopetón su pepe. Luego él se sentó a la mesa, encendió una lámpara,  se froto sus manos: y comenzó con una voz desafinada a cantarse a si mismo,  mientras trataba de cambiar el refectorio de su pluma: «Sicológica rareza, sicológica rareza…»

Entre cenizas de batallas pasadas…




Notas bibliográficas

1. Daniel Sada, Atrás quedo lo disperso (cuento) Letras Libres, mayo 2010
2. Wikipedia
3. Castillo, Diego. Carlos Emilio Gadda un escritor destructivo. Arcadia, 2017
4. Idem., 2017
5. Idem., 2017
6. Bonaccorsi,Angela. Letteratura italiana: Gadda. Letteratura italiana del Novecento opere di GADDA. Commento critico Angela Bonaccorsi. I racconti - Accoppiamenti giudiziosi.

Notas de traducción

1. Comendador, por lo general miembro a quien se le ha concedido su entrada a una orden de caballería, medieval  o religiosa,  gozaba de derechos y obligaciones. En el orden civil, se estila incorporar a empresarios o gente poderosa, pero también se ha abusado seleccionado a gente pomposa y sin ningún merito.    
2.Befana La Befana (o Strega Befana) es una figura típica del folclore italiano. Su nombre deriva de la palabra epifanía, a cuya festividad religiosa está unida a la figura de la Befana.1 Pertenece por tanto a las figuras folclóricas, repartidoras de regalos, vinculadas a las festividades navideñas. Tomado de Wikipedia. Ademas, «La storia della befana inizia nella notte dei tempi e discende da tradizioni magiche precristiane. Il termine “Befana” deriva dal greco “Epifania”, ovvero “apparizione” o “manifestazione”. La Befana si festeggia, quindi, nel giorno dell’Epifania, che solitamente chiude il periodo di vacanze natalizie. Nella tradizione cristiana, la storia della befana è strettamente legata a quella dei Re Magi. La leggenda narra che in una freddissima notte d’inverno Baldassare, Gasparre e Melchiorre, nel lungo viaggio per arrivare a Betlemme da Gesù Bambino, non riuscendo a trovare la strada, chiesero informazioni ad una vecchietta che indicò loro il cammino. I Re Magi, allora, invitarono la donna ad unirsi a loro, ma, nonostante le insistenze la vecchina rifiutò. Una volta che i Re Magi se ne furono andati, essa si pentì di non averli seguiti e allora preparò un sacco pieno di dolci e si mise a cercarli, ma senza successo. La vecchietta, quindi, iniziò a bussare ad ogni porta, regalando ad ogni bambino che incontrava dei dolcetti, nella speranza che uno di loro fosse proprio Gesù Bambino. Tomado de La storia della Befana. La Befana vien di notte
3. El Poeta con relación a Gabrielle D'Anunccio que era un poeta de referencia, especie de arbitro del buen gusto de su época. De ahí que Gadda se refiera irónicamente a él, y lo etiquete de «toda una elegancia almidonada».
4. Aun entre parientes hay  serpientes  y aun entre amigos hay enemigos. Alude a la imagen idealizada que tenia Eucarpio de la familia y de los amigos sobretodo de su infancia.
5. Quel Tale. Juego de palabras para señalar o nombrar a Mussolini. Algo así, como Ese hombre, Ese Tal, Ese tal por Cual. Todas en sentido peyorativo o de insignificancia.   
6. Corcoma: tumor maligno
7. Lo  más notable es el carácter singular y extraordinario que representa Prosdocimo.
8. Referencia a Renzo y Lucia, principales personajes de la novela Los Novios, cumbre del romanticismo italiano, escrita por Alejandro Monzoni. 
9. De la misma novela, Bravucones, especie  de mercenarios a disposición de los poderosos.  Dos de ellos esperan a Don Abundo  en el camino para ordenarle que no case a Lucia con Lorenzo, esto por orden de Don Rodrigo.  En el primer capitulo de Los novios de Alejandro Monzoni.
10. Vox clamatis, referencia a lo inútil que es cambiar a Prosdocimo. Vox Clamatis hace alusión a la voz que clama en el desierto de Juan el Bautista.  A lo que Prosdocimo responde cínicamente: Ante Porcos (antes puerco en alusión a que a los puercos no se les dan perlas).

Créditos

Traducción Plaza de las palabras

Ilustración

Carlos Emilio Gadda, foto, Wikipedia
Foto de portada de libro I Racconti Accoppiamenti Giudizioce
Dibujos por Plaza de las palabras