Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta El
muchacho que escribía poesía, una
narración de Yukio Mishima (1925-1970). Escritor japonés, cuyo
verdadero nombre era Hiraoka Kimitake, perteneciente a una familia de samuráis,
desde muy joven sintió el llamado de la literatura. Novelista, cuentista y cercano
a la dramaturgia, práctico los modos
del teatro japonés. Furibundo nacionalista y de las tradiciones de su pueblo,
al fracasar un rally militar por asentar y mantener las viejas tradiciones, junto
a otros de sus seguidores practico los rituales de la autoliquidación. En esta ocasión
presentamos el cuento El muchacho que escribía poesía. Una interesante
narración en que Mishima brinda su visión sobre el arte poético; cuyo
protagonista es un joven que desde los quince años comienza a experimentar la
atracción por la poesía. A pesar de su crecimiento en ese arte, el joven lo
hace desde una arista puramente intelectual. Era un chico si talentoso, pero sin
experiencia y sin haber vivido lo suficiente. Sin tomar o apropiarse realmente de las emociones y sentimientos. Carece por su
corta edad —el joven que presenta Mishima en su cuento— de una completa
«realidad vivida», para aprovechar un término usado por Ortega y Gasset. Aunque
en algún momento uno podría pensar que se está ante un genio precoz como el
quinceañero Rimbaud.
El arte de escribir poesía
El cuento llama a la
reflexión porque hace un repaso de la materia poética y va dejando destellos de cuál debe ser el
trabajo del poeta. Por demás, ambos temas, sumamente controvertidos. Basten
unas cuantas aproximaciones. El punto central del cuento de Mishima es su crítica
o rechazo al proceso creativo cuando el
acto poético esta sostenido solo por la capacidad intelectual. El joven que escribía
poemas, es un poeta que lleva exclusivamente la cosa poética al tejido creativo
lógico del raciocinio. El muchacho ve y desarrolla el fenómeno poético casi solo
desde la externalidad, pero ninguna de las emociones que trata como sujeto poético
son vividas internamente o empíricamente por él.
De manera muy breve caben algunas
observaciones, más que debatir sobre el postulado de Mishima, enumeraremos
algunos puntos de referencia para tener un
horizonte mental y ahondar en la cosa poética.
Primero, el poeta romántico ingles John Keats llego afirmar que los poetas era las
personas menos poéticas que había. El
comparaba el trabajo del poeta con una especie de camaleón, en que el
poeta se trasformaba para abordar las diferentes emociones y situaciones de la
materia poética. Esa capacidad de mutar en otra cosa y abstenerse de
involucrarse en la identidad es lo que Keats llamaba «capacidad negativa».
Trascribimos el capitulo IX del ensayo John Keats: la imaginación poética:
«IX.La capacidad negativa de
la imaginación. Keats afirmaba que lo
decisivo en el poeta no es presentar un mensaje personal, filosófico o moral,
ni una individualidad interesante y genial, ni siquiera una especial habilidad
del lenguaje, sino tener “capacidad negativa”; o sea, «ser capaz de olvidarse
de si mismo y sumergirse en las situaciones y cosas para hacerlas poemas»
[citado: Martinez: 1997:10, Valverde y Panero:1989] Por su parte el critico Herbert Reed,
sintetizaba: «la capacidad de cambiar sin perder la integridad» [Reed:976].
Hazlitt, a quien Keats leía y estudiaba, observaba: «abstraerme de mi presente
ser y tomar un interés en mi futuro ser (solamente ) en el misma sentido y
manera, en la cual yo puedo salir enteramente de mi mismo y entrar en las
mentes y sentimientos de otros» [Jackson Bate: 339] Pero, Keats, también
agregaba en su carta a Dilke:«Lo que yo entiendo por capacidad negativa, es
cuando un hombre es capaz de estar en incertidumbre, misterios, dudas, sin que
nada irritable alcance los hechos y la razón» [Jackson Bates: 333] Es decir,
nosotros deberíamos tener la capacidad de estar
en misterio y duda, sin extender nuestra identidad y racionalizaciones a
nuestro conocimiento limitado. Por esto Keats sostenía que, «la excelencia de
todo arte esta en la intensidad, capaz de hacer que todos los desacuerdos, se
evaporen por estar en estrecha relación con la belleza y la verdad» [Martínez:
1997:11]» (1)
En ese sentido había una
figuración en el tema poético abordado. El poeta tenia que fingir esas
emociones porque no las sentía. Su trabajo era representar la emoción no
vivirla. Segunda, por otra parte un poeta más moderno como T.S. Eliot
planteaba una especie de ascesis poética, en que parte del método o
trabajo del poeta era despojarse de su personalidad, controlar las emociones y
ser lo mas objetivo posible al poetizar. Es decir, concebía al poeta con un ser
intelectual en que privaba el control sobre las emociones y pasiones. Esas dos
representaciones poéticas, la de Keats y Eliot probablemente estén más cerca
del joven poeta distante que condena
Mishima en su cuento.
Tercera, Por su parte existen varias clasificaciones según el tipo de poeta, —si para algo sirven
esas clasificaciones es para establecer parámetros o comparaciones—, una de ellas
la de los poetas ingenuos y los poetas sentimentales,
la clasificación es de Shiller. Los poetas ingenuos son los que espontáneamente
captan el mundo que les rodea. Los poetas sentimentales son los que al no poseer
esa sensibilidad primigenia tienen que intelectualizar las emociones. Aquí el
protagonista del cuento de Mishima seria un poeta sentimental, porque no tiene
la introspección real sobre la cosa poetizada. Así al llegar a ella lo hace desde
la única vía de que dispone: el raciocinio. O una apropiación muy inteligente
de la cosa poética. Una dislocación entre el mundo sensible del poeta y el mundo empírico
Cuarto, una relación más, en el cuento de Mishima, el joven poeta ve truncada su progreso porque
su amigo R se ha enamorado. Ese vuelco de su amigo hace reflexionar al joven
poeta. Para R no era el momento para escribir una poesía de amor, mientras que para el joven poeta si era el momento para escribir
una poesía amorosa. Pero R, el poeta enamorado no la escribe y el joven poeta
que veía aquella actitud de R como debilidad pensó que esos eran los momentos más
propicios para escribir una poesía. Lo
que estaba en juego es que R con el verdadero dolor o emoción de estar
enamorado no pudo escribir la poesía. Y el joven que escribía poesía no sentía
ni el más mínimo afecto o emoción en aquella situación, no obstante pensaba que
era el momento para inmortalizar ese sentimiento en una poesía.
Quinta, finalmente por ahí anda otro cuento que directamente toca el correlato del
amor y la poesía, desde la perspectiva de si el sentimiento o el amor es un
obstáculo o una ayuda al escribir poesía.
Kipling escribió un cuento que intitulo El cuento más hermoso del
mundo, trata de un joven de 20 años que trabajaba en un banco y le
gustaba escribir poemas, su nombre era Charlie Mearc. El joven poeta quería escribir el gran poema
de su vida, tomaba los temas de sus sueños.
Así empezó un poema sobre un galeón griego; y una vez que escribía se lo
iba a enseñar a su mentor, aquel reconociendo lo excepcional y la calidad de lo
que el Mears le iba pasando, tomaba aquel material y con su experiencia lo convertía
en algo aun de mayor potencia poética. El joven seguía soñando y escribiendo. Pronto
el mentor se dio cuenta de que el joven Marc estaba sacando su material
poético de los recuerdos de sus vidas
pasadas. Pero un día a Mears la inspiración se le acabo, dejo de soñar, y de recordar,
y dejo de escribir y llevar el material a su mentor.
¿Qué pasó? El joven Mears; se
enamoro y al enamorase perdió la capacidad de recordar o soñar sus vida
pasadas, y ya no tuvo más materiales poéticos. El mentor se quedo a medio palo
con el poema y el cuento más hermoso del mundo jamás se escribió. Aquí tenemos
dos cuentos en que la cosa poética se ve trastocada por el carácter invasivo
del amor. El de Mishima y el de Kipling.
Y uno se pregunta si el poeta debe estar solo en el acto de escribir
poesía. Y que aporta el amor a una poesía. El joven que escribía poesía quien
reverenciaba a R, ahora pensaba "No es un genio. Se enamora". Y también hace repensar el cuento de Mishima
a la luz de los valores poéticos de Keats
y Eliot.
Alguien más en la fila, Roland
Barthes desde Fragmentos de un
discurso amoroso, señala que el lenguaje como tal sea capaz de generar
amor, Barthes creía que «Saber que no se escribe para el otro, saber
que esas cosas que se van a escribir no me harán jamás amar por quien amo,
saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente
ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.» (2)
Pero algo podemos aprender
del amor, porque a veces el proceso de escribir un poema de amor puede también ser
ambiguo leerlo para el lector, Robert Darnton señala: «Ovidio nos aconseja cómo leer una carta de amor: Si tu enamorado se
vale de un sirviente fiel para hacerte insinuaciones por medio de recados
inscritos sobre tablillas, sopesa con cautela sus palabras, reflexiona en cada
frase, procura adivinar si con hermosas expresiones finge sentimientos o si sus
ruegos provienen de un corazón lacerado por un amor sincero.» (3)
Difícil será tomar partidos
tan puristas o reductivos o hasta nihilistas; sin embargo cada lector o poeta
seguramente encontrara su propio camino y su propia doctrina poética. Pero en qué
pensaba Mishima con este cuento: quizá solo en su verdad interna y su marcado celo
por guardar la tradición, refugios que seguramente modelaron sus concepciones
poéticas. Para él renunciar a la pasión y la verdad interna, era tomar el racionalismo
extremo: tomar los valores de occidente. En sentido contrario, retomar el mundo
interno del poeta, era descartar el mundo de apariencias de la externalidad y descansar en los valores de la tradición y de su pueblo. Por eso Mishima rechazaba
el modernismo y por eso para él escribir una poesía que no estuviera fundada en
una verdad interna o en una sensibilidad nacida de lo más intimo de su
ser, no era poesía, ni quien así
escribía podría ser poeta. Por eso Mishima condena al quinceañero poeta de su
cuento.
Por supuesto una visión así, quizá resulte muy
radical e incompleta en el mundo actual. Porque sencillamente no se puede renunciar totalmente a la
externalidad del mundo así como tampoco se puede desterrar plenamente la
subjetividad del poeta. La posición poética de Mishima (no la del
joven del cuento) estaría a contrapelo de la poesía de Keats y de la poesía de Eliot. Pero quizá haya en sus
visiones poéticas un punto común o de encuentro. Porque tomar un recetario o
método único de escribir poesía seria ir en contra de todo lo que la poesía precisamente representa: la vida. Y en la vida siempre
cabrán todas las posibilidades y sus infinitas combinaciones. Finalmente, y si
el cuento más hermoso del mundo de Kipling no se escribió, pero quizá alguien
por ahí—sin necesidad de recordar las vidas pasadas— escriba el poema más
hermoso del mundo. (O quizá ya está escrito).
Notas
bibliográficas
1. Membreño
Cedillo, A. Mario, Página Diez. John Keats: La imaginación poética.
(Ensayo) Versión completa. Post Plaza de las palabras
2 Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso
amoroso, traducción Eduardo Molina, Ed.
Siglo XXI, p.90
3. Darnton,
Robert en El lector como misterio,
nota y traducción de Arturo Acuña Borbolla, p.2
El muchacho que escribía poesía
4009 palabras
Yukio Mishima
Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa
facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los
cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el
muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo
enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo
en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la
primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.-18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los
estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el
muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los
mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia
fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas
sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles
mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Solo importaba que
las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se
materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo;
un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las
garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a
los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de
insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se
retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el
mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban
hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un
horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y
descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el
frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le
sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad.
Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la
desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso,
necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara.
Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí
mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que
en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía
dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de
felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No
estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía
cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo
llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y
atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la
atención no se convertía de pronto en una imagen ‑si en un mediodía de mayo el
brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro
fulgor de los capullos nocturnos del cerezo‑ se aburría al instante y dejaba de
mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía
transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un
examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del
profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando
cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la
esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se
apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió
que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo
celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia
el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza.
Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo
exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba
de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba
su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón
de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la
tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y
asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como
"súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho
estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado
una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse
en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas
románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus
retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los
poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era
algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho
podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de
Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida /
aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos
desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía
predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en
esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su
honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse
torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte
el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las
clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba.
La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si
hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los
estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser
llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le
dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo
con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando
el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No
hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los
egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en
el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién
es Schilla, ¿no es cierto?"
"¿Schiller quiere decir?"
"Sí. No trate nunca de convertirse en un
Schilla. Sea un Goethe".
El muchacho salió del cuarto del monitor y se
arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había
leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta
Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R
que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R,
porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el
genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los
genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba los aires de un
Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y
empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de
las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y
ensayos. El muchacho sintió la envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les
gustaba esta rutina. Casi a las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta
de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que
fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho
era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que
flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo
día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban
con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la
que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música
que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de
las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las
experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así
sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban
de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una
pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca
presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo
que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto
espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu
como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se
planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que
rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido
nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para
unos fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que
descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que
confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las
muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de
ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la
metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se
convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era
un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se
hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello
hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la
palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque
tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a
escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí
mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra
"genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no
fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no
carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas.
Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con
extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así
como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus
límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho,
pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni
siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente
talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club
Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón
del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento
del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para
reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto
ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca
excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol
que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares
perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores
durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. El nunca lloraba. Ni
se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido
de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho
sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en
una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían
llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que
el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su
poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar
las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo
en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de
su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le
quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos
para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza
irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara
por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible
como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque
fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía
reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción.
Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición:
"Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de
las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de
muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en
su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su
uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que solo la
experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y
el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también
la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se
reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible
experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva
palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener
una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se
apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los
elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba
entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El
muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como
conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la
"desesperanza", la execración", la "alegría del amor",
la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación.
Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de
identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El
muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el
menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían
acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si
había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R,
quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los
salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes
clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso.
Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y
el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la
sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a
empujones.
El cuarto estaba vacío. Can el habitual olor a
polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos
y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a
hablar. "Anoche vi un sueño en colores". (El muchacho se imaginaba que
los sueños en colores era prerrogativa de los poetas). "Había una colina
de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y
brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un
hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más
grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose
lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era
verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era
arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño
fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado
vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"
"Qué querría decir?"
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que
siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y
afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo
del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba
espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo
de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de
forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una
inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en
su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras
cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la
revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho
amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera
ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se
ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la
lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
"La verdad es que hoy quería hablar contigo de
algo".
"De qué?"
"La verdad es...". R vaciló primero pero
luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".
"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el
muchacho.
"Sí".
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de
la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían
prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos
desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el
amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien
desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido;
estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo
esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes
había dejado el tren.
Pero que un mayor tuviera confianza en él era un
halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir
un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil
de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
"Es terrible. Pero estoy seguro que de ello
saldrá un buen poema".
R respondió débilmente: "Este no es momento
para la poesía".
"¿Pero no es la poesía una salvación en
momentos como este?"
La felicidad que causa la creación de un poema pasó
como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía
ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes
todavía".
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón
se heló y planeó la venganza.
"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio,
¿no te salvaría la poesía en un momento como este?"
"Goethe escribió el Werther", respondió R,
"y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de
su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que
quedaba era el suicidio".
"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si
escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era
un cobarde? ¿O porque era un genio?"
"Porque era un genio".
"Entonces..."
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pero
ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había
salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se
apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía",
lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la
sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una
proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un
genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de
amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al
amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la
princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba
de que no hubiera en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera.
Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El
amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas
era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener
sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora
empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser
una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La
próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza,
terminó dramáticamente:
"Me dijo que mi frente era realmente muy
hermosa".
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo
peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz
opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos
protuberancias, cada una tan grande como un puño.
"Es un cejudo”, pensó el muchacho. No le
parecía nada hermoso. Mi frente también es abultada, se dijo. Ser cejudo y ser
bien parecido no son la misma cosa.
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de
algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia
del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir
ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos
hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo
más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción
parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse. "¿En qué
piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se
estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club
de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue
lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía,
pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por
descubrir que nunca había sido poeta.
Créditos
Ilustraciones
Yukio Mishima, foto Wikipedia
Cerezos en flor, Google Imagen